El problema político consiguiente es organizar el
Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo
español»
El Sr. Ministro de la Guerra (Azaña): Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S.S.
El Sr. Ministro de la Guerra: Señores, Diputados: Se
me permitirá que diga unas cuantas palabras acerca de esta cuestión que hoy nos
apasiona, con el propósito, dentro de la brevedad de que o sea capaz, de buscar
para las conclusiones del debate lo más eficaz y lo más útil. De todas maneras,
creo que yo no habría podido excusarme de tomar parte en esta discusión, aunque
no hubiese sido más que para desvanecer un equívoco lamentable que se
desenvuelve en torno de la enmienda formulada por el Sr. Ramos, y que algunos
grupos políticos de las Cortes acogieran. Esta enmienda, merced a la
perdigonada que le disparó el Sr. Ministro de Justicia en su discurso de la
otra tarde, lleva, desde antes de ser puesta a discusión, un plomo en el ala, y
ahora, habiendo modificado la Comisión su dictamen, la enmienda del Sr. Ramos
ha perdido cierta congruencia con el texto que está sometido a deliberación. No
me referiré, pues, al fondo de ella por no faltar a las reglas de la
oportunidad,; pero, de todos modos, para llegar a esta indicación, a esta
salvedad y a esta eliminación del equívoco, me interesa profundamente examinar
los dos textos que se contraponen ante la deliberación de las Cortes: el de la
Comisión y el voto particular, buscando más allá del texto legislativo y de su
hechura jurídica la profundidad del problema político que dentro de ellos se
encierra.
A mí me parece, Sres. Diputados, que nunca nos
entenderíamos en esta cuestión si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por
su hechura jurídica, si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su
hechura jurídica, si nos empeñásemos en construir un molde legal sin conocer
bien a fondo lo que vamos a meter dentro y si perdiésemos el tiempo en discutir
las perfecciones o las imperfecciones de molde legal sin estar antes bien
seguros de que dentro de él caben todas las realidades políticas españolas que
pretendemos someter a su norma.
Realidades vitales de España.
Realidades vitales de España; esto es lo que debemos
llevar siempre ante los ojos; realidades vitales, que son antes que la ciencia,
que la legislación y que el gobierno, y que la ciencia, la legislación y
gobierno acometen y tratan para fines diversos y por métodos enteramente
distintos. La vida inventa y crea; la ciencia procede por abstracciones, que
tienen una aspiración, la del valor universal; pero la legislación es, por lo
menos, nacional y temporal, y el gobierno -quiero decir el arte de gobernar- es
cotidiano. Nosotros debemos proceder como legisladores y como gobernantes, y
hallar la norma legislativa y el método de gobierno que nos permitan resolver
las antinomias existentes en la realidad española de hoy; después vendrá la
ciencia y nos dirá cómo se llama lo que hemos hecho.
Con la realidad española, que es materia de legislación,
ocurre algo semejante a lo que pasa con el lenguaje; el idioma es antes que la
gramática y la filología, y los españoles nunca nos hemos quedado mudos a lo
largo de nuestra historia, esperando a que vengan a decirnos cuál sea el modo
correcto de hablar o cuál es nuestro genio idiomático. Tal sucede con la
legislación, en la cual se va plasmando, incorporando, una rica pulpa vital que
de continuo se renueva. Pero la legislación, señores diputados, no se hace sólo
a impulso de la necesidad y de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea;
las leyes se hacen teniendo también en presencia y con respeto de principios
generales admitidos por la ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que
en sus más altas concepciones se remonta a lo filosófico y lo metafísico.
Ahora bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora
mismo está sucediendo, y eso es lo que nos apasiona, que principios tenidos por
invulnerables, inspiraciones vigentes durante siglos, a lo mejor se esquilman, se
marchitan, se quedan vacíos, se angostan, hasta el punto de que la realidad
viviente los hace estallar y los destruye. Entonces hay que tener el valor de
reconocerlo así, y sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren del
sobresalto y el estupor y fabriquen principios nuevos, hay que acudir
urgentemente al remedio, a la necesidad y poner a prueba nuestra capacidad de
inventar, sin preocuparnos demasiado, porque al inventar un poco, les demos una
ligera torsión a los principios admitidos como inconcusos. De no ser así, Sres.
Diputados, sucedería que el espíritu jurídico, el respeto al derecho y otras
entidades y especies inestimables, lejos de servirnos para articular breve y
claramente la nueva ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y progreso,
y en vez de ser garantía de estabilidad en la continuación serían el baluarte
irreductible de la obstrucción y del retroceso. Por esta causa, Sres.
Diputados, en los pueblos donde se corta el paso a las reformas regulares de la
legislación, donde se cierra el camino a la reforma gradual de la ley, donde se
desoyen hasta las voces desinteresadas de la gente que cultiva la ciencia
social y la ciencia del Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo no está
muerto, una revolución, que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque
viene cabalmente a destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado de la
conciencia jurídica. Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría
motinesca, chocará únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley
orgánica del Estado; pero si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y
penetrante, entonces se necesita una transformaicón radical del Estaod, en la
misma proporción en que se haya producido el desacuerdo entre la ley y el
estado de la conciencia pública. Y yo estimo, Sres. Diputados, que la
revolución española cuyas leyes estamos haciendo es de este último orden. La
revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de
las libertades públicas, ha resuelto un problema específico de importancia
capital, ¡quien lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos
otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad españoles hasta
la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el
problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente
y aguda, que es la reforma de la propiedad, y este que llaman problema
religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas
sus inevitables y rigurosas consecuencias. Ninguno de estos problemas los ha
inventado la República. La República ha rasgado los telones de la antigua
España oficial monárquica, que fingía una vida inexistente y ocultaba la
verdadera; detrás de aquellos telones se ha fraguado la transformación de la
sociedad española, que hoy, gracias a las libertades republicanas, se
manifiesta, para sorpresa de algunos y disgustos de no pocos, en la contextura
de estas Cortes, en el mandato que creen traer y en los temas que a todos nos
apasionan.
Cada una de estas cuestiones, Sres. Diputados, tiene
una premisa inexcusable, imborrable en la conciencia pública, y al venir aquí,
al tomar hechura y contextura parlamentaria, es cuando surge el problema
político. Yo no me refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman
problema religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de
esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político
consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase
nueva e histórica el pueblo español.
Yo no puedo admitir, Sres. Diputados, que a estose le
llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de
los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal
donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro
destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora
precisamente cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de
religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que
tomaba sobre sí la curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las
almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda
preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia
aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se
trata simplemente de organizar el Estado español con sujeción a las premisas
que acabo de establecer.
Para afirmar que España ha dejado de ser católica
tenemos las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar
que España era católica en los siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana
ponernos a examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema
favorito de los historiadores apologistas; yo creo más bien que es el
catolicismo quien debe a España, porque una religión no vive en los textos
escritos de los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el
espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el genio español se
derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político su
derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos. (Muy bien.).
España, creadora de un catolicismo español.
España, en el momento del auge de su genio, cuando
España era un pueblo creador e inventor, creó un catolicismo a su imagen y
semejanza, en el cual, sobre todo, resplandecen los rasgos de su carácter, bien
distinto, por cierto, del catolicismo de otros países, del de otras grandes
potencias católicas; bien distinto, por ejemplo, del catolicismo francés; y
entonces hubo un catolicismo español, por las mismas razones de índole
psicológica que crearon una novela y una pintura y un teatro y una moral españoles,
en los cuales también se palpa la impregnación de la fe religiosa. Y de tal
manera es esto cierto, que ahí está todavía casualmente la Compañía de Jesús
creación española, obra de un gran ejemplar de la raza, y que demuestra hasta
qué punto el genio del pueblo español ha influído en la orientación del
gobierno histórico y político de la Iglesia de Roma. Pero ahora, Sres.
Diputados, la situación es exactamente la inversa. Durante muchos siglos, la
actividad especulativa del pensamiento europeo se hizo dentro del Cristianismo,
el cual tomó para sí el pensamiento del mundo antiguo y lo adaptó con más o
menos fidelidad y congruencia a la fe cristiana; pero también desde hace siglos
el pensamiento y la actividad especulativa de Europa han dejado, por lo menos,
de ser católicos; todo el movimiento superior de la civilización se hace en
contra suya y, en España, a pesar de nuestra menguada actividad mental, desde
el siglo pasado el catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del
pensamiento español. Que haya en España millones de creyentes, yo no os lo
discuto; pero lo que da el ser religioso de un país, de un pueblo y de una
sociedad no es la suma numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo
creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura. (Muy bien.).
Por consiguiente, tengo los mismos motivos para decir
que España ha dejado de ser católica que para decir lo contrario de la España
antigua. España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y
muy importantes disedentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de la
literatura castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que
existan ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes. ¿Y podía, el
Estado español, podía algún Estado del mundo estar en su organización y en el
pensamiento desunido, divorciado, de espaldas, enemigo del sentido general de
la civilización, de la situación de su pueblo en el momento actual? No, Sres.
Diputados. En este orden de ideas, el Estado se conquista por las alturas,
sobre todo si admitimos, como indicaba hace pocos días mi excelente amigo el
Sr. Zulueta en su interesante discurso, si admitimos -digo- que lo
característico del Estado es la cultura. Los cristianos se apoderaron del
Estado imperial romano cuando, desfallecido el espíritu original del mundo
antiguo, el Estado romano no tenía otro alimento espiritual que el de la fe
cristiana y las disputas de sus filósofos y de sus teólogos. Y eso se hizo sin
esperar a que los millones de paganos, que tardaron siglos en convertirse,
abrazaran la nueva fe. Cristiano era el Imperio romano, y el modesto labrador
hispanorromano de mi tierra todavía sacrificaba a los dioses latinos en los
mismos lugares en que ahora se alzan las ermitas de las Vírgenes y de los
Cristos. Esto quiere decir que los sedimentos se sobreponen por el aluvión de
la Historia, y que un sedimento tarda en desaparecer y soterrarse cuando ya en
las alturas se ha evaporado el espíritu religioso que lo lanzó.
La transformación del Estado español.
Estas son, Sres. Diputados, las razones que tenemos,
por lo menos, modestamente, las que tengo yo, para exigir como un derecho y
para colaborar a la exigencia histórica de transformar el Estado español, de
acuerdo con esta modalidad mueva del espíritu nacional. Y esto lo haremos con
franqueza, con lealtad, sin declaración de guerra; antes al contrario, como una
oferta, como una proposición de reajuste de la paz. De lo que yo me guardaré
muy bien es de considerar si esto le conviene más a la Iglesia que el régimen
anterior. ¿Le conviene? ¿No le conviene? Yo lo ignoro; además, no me interesa;
a mí lo que me interesa es el Estado soberano y legislador. También me guardaré
de dar consejos a nadie sobre su conducta futura, y , sobre todo,
personalmente, me guardaré del ridículo de decir que esta actitud nuestra está
más conforme con el verdadero espíritu del Evangelio. El uso más desatinado que
se puede hacer del Evangelio es aducirlo como texto de argumentos políticos, y
la deformación más monstruosa de la figura de Jesús es presentarlo como un
propagandista demócrata o como lector de Michelet o de Castelar, o quién sabe
si como un precursor de la ley Agraria. No. La experiencia cristiana, Sres.
Diputados, es una cosa terrible, y sólo se puede tratar en serio; el que no la
conozca que deje el Evangelio en su alacena que no lo lea; pero Renán lo ha
dicho: «Los que salen del santuario son más certeros en sus golpes que los que
nunca han entrado en él.»
Y yo pregunto, Sres. Diputados, sobre todo a los
grupos republicano y socialista, más en comunión de ideas con nosotros: esto
que yo digo, estas palabras mías, ¿os suenan a falso? Esta posición mía, la de
mi partido, ¿es peligrosa para la República? ¿Creéis vosotros que una política
inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto del Estado español y de la
Historia española, conduciría a la República a alguna angostura donde pudiese
ser degollada impunemente por sus enemigos? No lo creéis. Pues yo, con esa
garantía, paso ahora a confrontar los textos en discusión.
La enmienda del Sr. Ramos
Nosotros dijimos: separación de Iglesia y del Estado.
Es una verdad inconcusa; la inmensa mayoría de las Cortes no la ponen siquiera
en discusión. Ahora bien, ¿qué separación? ¿Es que nosotros vamos a dar un tajo
en las relaciones del Estado con la iglesia, vamos a quedarnos del lado de acá
del tajo y vamos a ignorar l que pasa en el lado de allá? ¿es que nosotros
vamos a desconocer que en España existe la Iglesia católica con sus fieles, con
sus jerarcas y con la potestad suprema en el extranjero? En España hay una
Iglesia protestante, o varias, no sé, con sus obispos y sus fieles, y el Estado
ignora absolutamente la iglesia protestante española. ¿Vosotros concebís que
para el Estado la situación de la Iglesia católica española pueda ser mañana lo
que es hoy la de la Iglesia protestante? A remediar este vacía vino, con toda
su buena voluntad y toda la agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que
momentáneamente fue aceptada por unos cuantos grupos del Parlamento. El
propósito de esta enmienda era justamente, como acaba de indicar el Sr.
Presidente de la Comisión, sujetar la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha,
por lo visto, perecido, Mi eminente amigo Sr. De los Ríos no debe ignorar que
en una Cámara como ésta, tan numerosa, en una cuestión tan de estricto derecho
como es esta materia de la Corporación d Derecho público, la mayoría de las
opiniones -y no hay ofensa, porque me incluyo entre ellas-, la mayoría de las
opiniones tiene que decidirse por el argumento de autoridad, y habiéndose
pronunciado en contra una tan grande como la del Ministro de Justicia, esta
pobre idea de la Corporación de Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo
lamento que la Cámara, tan numerosa oyendo al Sr. Ministro, no oyese la
contestación, bien aguda, del Sr. Ramos; pero esto ya es inevitable.
Objeciones al discurso de D. Fernando de los Ríos.
¿Qué nos queda, pues? En el discurso del Sr. Ministro de
Justicia, al llegar a esta cuestión, yo eché de menos algo que me sustituyese a
esa garantía jurídica de la situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo
recuerdo bien; pero en esta parte del discurso del Sr. De los Ríos notaba yo
una vaguedad, una indecisión, casi un vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad,
ese vacío, esa indecisión me llenaba a mí de temor y de recelo, porque ese
vacío lo veo llenarse inmediatamente con el Concordato. No es que su señoría
quiera el Concordato; no lo queremos ninguno; pero ese vacío, ese tajo dado a
una situación, cuando más allá no queda nada, pone a un Gobierno republicano, a
éste, a cualquiera, al que nos suceda, en la necesidad absoluta de tratar con
la iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En condiciones de inferioridad: la
inferioridad que produce la necesidad política y pública. (Muy bien.) Y contra
esto, señores, nosotros no podemos menos de oponernos, y buscamos una solución
que, sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano, al Estado
laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer ni la
acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de
roma; eso para mí es fundamental.
Presupuestos y bienes
Otros aspectos de la cuestión son menos importantes.
El persupuesto del clero se suprime, evidente; y las modalidades de la
supresión, francamente os digo que no me interesan, ni al propio Sr. Ministro
de Justicia le puede parecer mejor ni peor una fórmula u otra. Creo habérselo
oído, creo que lo ha dicho públicamente: que sea sucesivamente, que sea en
cuatro años amortizando el 25 por 100 del presupuesto en cada uno, esto no
tiene ningún valor sustancial; no vale la pena de insistir.
La cuestión de los bienes es más importante; yo en
esto tengo una opinión, que me voy a permitir no adjetivar, porque quizá el
adjetivo fuese poco parlamentario, adjetivo que recaería sobre mí propio. Se
discute aquí el valor de orden moral y jurídico que pueden representar las
sumas que el Estado abona a la Iglesia, trayendo la cuestión de la época
desamortizadora; si los bienes valen más o menos (un Sr. Diputado recordaba que
la Universidad de Alcalá se vendió en 14.000 pesetas, y no fueron sumas
recibidas a lo largo del siglo equivalen o no al montante total de los valores
desamortizados y se hacen cuentas como si se liquidara una Sociedad en
suspensión de pagos o en quiebra. Yo no estoy conforme con eso, lo dijese o no
Mendizábal y sus colaboradores. Lo que la desamortización representa es una
revolución social, y la burguesía ascendente al Poder con el régimen
parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó una clase social adicta
al régimen, que fue ella misma y sus adlátares, pero como eso no es un contrato
jurídico ni un despojo, nada de eso, sino toda la obra inmensa, fuera de las
normas legales, incapaz de compensación, de una revolución de orden social, la
burguesía parlamentaria, harto débil, creó entonces los instrumentos y los
apoyos necesarios para al Estado liberal naciente una cosa que tienen que hacer
todos los Estados cuando se reforman con esa profundidad, no hay que olvidarlo.
Ahora se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a
reivindicar esos bienes. Yo creo que no, pero la verdad es, Sres. Diputados, que
la iglesia los ha reivindicado ya. Durante treinta y tantos años en España no
hubo Ordenes religiosas, cosa importante, porque, a mi entender, aquellos años
de inexistencia de enseñanza congregacionista prepararon la posibilidad de la
revolución del 8 y de la del 73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto los
Ordenes religiosas, se han encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros
poseedores, y la táctica ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los
bienes se han precipitado sobre las conciencias de los dueños, y haciéndose
dueños de las conciencias tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy bien.).
Este es el secreto, aun dicho en esta forma
pintoresca, de la evolución de la clase media española en el siglo pasado; que
habiendo comenzado una revolución liberal y parlamentaria, con sus pujos de
radicalismo y de anticlericalismo, la misma clase social, quizá los nietos de
aquellos colaboradores de Mendizábal y de los desamortizadores del año 36, esos
mismos, después de esa operación que acabo de describir, son los que han traído
a España la tiranía, la dictadura y el despotismo, y en toda esta evolución
está comprendida la historia política de nuestro país en el siglo pasado.
El problema de las Ordenes religiosas.
En realidad, la cuestión apasionante, por el
dramatismo interior que encierra, es la de las Ordenes religiosas; dramatismo
natural porque se habla de la Iglesia, se habla del presupuesto del clero, se
habla de roma; son entidades muy lejanas que no tomas para nosotros forma ni
visibilidad humana; pero los frailes, las Ordenes religiosas, sí.
En este asunto. Sres. Diputados, hay un drama muy
grande, apasionante, insoluble. Nosotros tenemos, de una parte, la obligación
de respetar la libertad de conciencia, naturalmente, sin exceptuar la libertad
de la conciencia cristiana; pero tenemos también, de otra parte, el deber de
poner a salvo la República y el Estado. Estos dos principios chocan, y de ahí
el drama que, como todos los verdaderos y grandes dramas, no tiene solución.
¿Qué haremos, pues? ¿Vamos a seguir (claro que no, es un supuesto absurdo),
vamos a seguir el sistema antiguo, que consistía en suprimir uno de los
términos del problema, el de la seguridad e independencia del Estado, y dejar
la calle abierta a la muchedumbre de Ordenes religiosas para que invada la
sociedad española? No. Pero yo pregunto: reacción explicable y natural, el otro
término del problema y borrar todas las obligaciones que tenemos con esta
libertad de conciencia? Respondo resueltamente que no. (Muy bien, muy bien.) Lo
que hay que hacer -y es una cosa difícil, pero las cosas difíciles son las que
nos deben estimular-; lo que hay que hacer es tomar un término superior a los
dos principios en contienda, que para nosotros, laicos, servidores del Estado y
políticos gobernantes del Estado republicano, no puede ser más que el principio
de la salud del Estado. (Muy bien.).
La salud del Estado, a mi modo de ver, es una cosa
hipotética, un supuesto, como el de la salud personal; la salud del Estado,
como la de las personas, consiste en disponer de la robustez suficiente para
poder conllevar los achaques, las miserias inherentes a nuestra naturaleza. En
tal Estado existen corrupciones, desmanes, desvíos de la buena administración y
de la buena justicia: torpezas de gobierno que, por ser el Estado poderoso,
denso y arraigado, no se notan, y que trasladadas a otro Estado más nuevo, más
débil, menos arraigado, acabarían con él instantáneamente. Por consiguiente, se
trata de adaptar el régimen de salud del Estado a lo que es el Estado español
actualmente.
Criterio para resolver esta cuestión. A mi modesto
juicio es el siguiente: tratar dsigualmente a los desiguales; frente a las
Ordenes religiosas no podemos oponer un principio eterno de justicia, sino un
principio de utilidad social y de defensa de la República, Esto no tiene un
rigor matemático ni puede tenerlo; pero todas las cuestiones de gobierno
afortunadamente, no están encajadas en este rigor, sino que depende de la
presteza del entendimiento y de la ligereza de la mano para administrar la
realidad actual. (Muy bien, muy bien.) Tratar desigualmente a los desiguales,
porque no teniendo nosotros un principio eterno de justicia irrevocable que
oponer a las Ordenes religiosas, tenemos que detenernos en la campaña de
reforma de la organización religiosa española allí donde nuestra intervención
quirúrgica fuese dañosa o peligrosa. Pensad, señores Diputados, que vamos a
realizar una operación quirúrgica sobre un enfermo que no está anestesiado y
que en los debates propios de su dolor puede complicar la operación y hacerla
mortal, no sé para quien, pero mortal para alguien. (Muy bien, muy bien.)
Y como no tenemos frente a las ordenes religiosas ese
principio eterno de justicia, detrás del cual debiéramos ir como hipnotizados,
sin rectificar nunca nuestra línea de conducta, y como todo queda encomendado a
la prudencia, a la habilidad del gobernante, yo digo: las Ordenes religiosas
tenemos que proscribirlas en razón de su temerosidad para la República ¿El
rigor de la ley debe ser proporcionado a la temerosidad (digámoslo así, yo no
sé siquiera si éste es un vocablo castellano) de cada una de estas Ordenes, una
por una? No; no es menester. Por eso me parece bien la redacción de este dictamen;
aquí se empieza por hablar de una Orden que no se nombra. «Disolución de
aquellas Ordenes en las que, además de los tres votos canónicos, se preste otro
especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado.» Estos
son los jesuítas. (Risas.)
Disolución de las Ordenes.
Pero yo añado a esto una observación, que, lo
confieso, no se me ha ocurrido a mí; me la acaba de sugerir un eminente
compañero. Aquí se dice: «Las Ordenes religiosas se sujetarán a una ley
especial ajustada a las siguientes bases.» Es decir, que la disolución
definitiva, irrevocable, contenida en este primer párrafo, queda pendiente de
lo que haga una ley especial mañana; y a mí esto no me parece bien; creo que
esta disolución debe quedar decretada en la Constitución (Muy bien.), no sólo
porque es leal, franco y noble decirlo, puesto que pensamos hacerlo, sino
porque, si no lo hacemos, es posible que no lo podamos hacer mañana; porque si
nosotros dejamos en la Constitución el encargo al legislador de mañana, que
incluso podréis ser vosotros mismos, de hacer una ley con arreglo a estas
normas, fijaos bien lo que significa dejar pendiente esta espada sobre una
institución tan poderosa, que trabajará todo lo posible para que estas Cortes
no puedan legislar más. Por consiguiente, yo estimo que en la redacción actual
del dictamen debiera introducirse una modificación, según la cual este primer
párrafo no fuese suspensivo, pensando en una ley futura, sino desde ahora
terminante y ejecutivo.
Respecto a las otras Ordenes, yo encuentro en esta
redacción del dictamen una amplitud que pensándolo bien, no puede ser mayor;
porque dice: «Disolución de las que en su actividad constituyan un peligro para
la seguridad del Estado.» ¿Y quiénes son éstas? Todas o ninguna; según quieran
las Cortes. De manera que este párrafo deja a la soberanía de las Cortes la
existencia o la destrucción de todas las Ordenes religiosas que ellas estimen
peligrosas para el Estado.
Ahora bien; en razón de ese principio de prudencia
gubernamental, de estilo de gobernar, yo me digo: ¿es que para mí son lo mismo
las monjas que están en Cebreros, o las bernardas de Talavera, o las clarisas
de Sevilla, entretenidas en bordar acericos y en hacer dulces para los amigos,
que los jesuítas? ¿Es que yo voy a caer en el ridículo de enviar los agentes de
la República a que clausuren los conventos de estas pobres mujeres, para que en
torno de ellas se forme una leyenda de falso martirio, y que la República gaste
su prestigio en una empresa repugnante, que estaría mejor empleado en una
operación de mayor fuste? Yo no puedo aconsejar eso a nadie.
Donde un Gobierno con autoridad y una Cámara con
autoridad me diga que una Orden religiosa es peligrosa para la República, yo lo
acepto y lo firmo sin vacilar; pero guardémonos de extremar la situación
aparentando una persecución que no está en nuestro ánimo ni en nuestras leyes
para acreditar una leyenda que no puede por menos de perjudicarnos.
Dos salvedades
Tengo que hacer aquí dos salvedades muy importantes:
una suspensiva y otra irrevocable y terminante. Sé que voy a disgustar a los
liberales. La primera se refiere a la acción benéfica de las Ordenes
religiosas. El señor Ministro de Justicia -y él me perdonará si tantas veces
insisto en aludirle; pero la importancia de su discurso es tal, que no hay más
remedio que referirse a él-, el señor Ministro de Justicia trazó aquí en el
aire una figura aérea de la hermana de la Caridad, a la que él prestó,
indudablemente, las fuentes de su propio corazón. Yo no quiero hacer aquí el
antropófogo y, por lo tanto, me abstengo de refutar a fondo esta opinión del
Sr. De los ríos; pero apele S.S. a los que tienen experiencia de estas cosas, a
los médicos que dirigen hospitales, a las gentes que visitan las Casas de
Beneficencia, y aun a los propios pobres enfermos y asilados en estos
hospitales y establecimientos, y sabrá que debajo de la aspiración caritativa,
que doctrinalmente es irreprochable y admirable, hay, sobre todo, un vehículo
de proselitismo que nosotros no podemos tolerar. (Muy bien.) Pues qué, ¿no
sabemos todos que al pobre enfermo hospitalizado se le hace objeto de trato
preferente según cumple o no los preceptos de la religión católica? ¿Y esto
quién lo hace, sino esta figura ideal, propia para una tarjeta postal, pero que
en la realidad se da pocas veces?
La otra salvedad terminante, que va a disgustar a los
liberales, es ésta: en ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún
tiempo, ni mi partido ni yo en su nombre, suscribiremos una cláusula
legislativa en virtud de la cual siga entregado a las Ordenes religiosas el
servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero ésta es la
verdadera defensa de la República. La agitción más o menos clandestina de la
Compañía de Jesús o de ésta o de la de más allá, podrá ser cierta, podrá ser
grave, podrá ser en ocasiones risible, pero esta acción continua de las Ordenes
religiosas sobre las conciencias juveniles es cabalmente el secreto de la
situación política por que España transcurre y que está en nuestra obligación
de republicanos, y no de republicanos, de españoles, impedir a todo trance.
(Muy bien.) A mí queno me vengan a decir que esto es contrario a la libertad,
porque esto es una cuestión de salud pública. ¿Permitiríais vosotros, los que,
a nombre de liberales, os oponéis a esta doctrina, permitiríais vosotros que un
catedrático en la Universidad explicase la Astronomía de Aristóteles y que
dijese que el cielo se compone de varias esferas a las cuales están
atornilladas las estrellas? ¿Permitiríais que se propagase en la cátedra de la
Universidad española la Medicina del siglo XVI? No lo permitiríais; a pesar del
derecho de enseñanza del catedrático y de su libertad de conciencia, no se
permitiría. Pues yo digo que en el orden de las ciencias morales y políticas,
la obligación de las Ordenes religiosas católicas, en virtud de su dogma, es
enseñar todo lo que es contrario a los principios en que se funda el Estado
moderno. Quien no tenga la experiencia de estas cosas no puede hablar, y yo,
que he comprobado en tantos y tantos compañeros de mi juventud que se
encontraban en la robustez de su vida ante la tragedia de que se le derrumbaban
los principios básicos de su cultura intelectual y moral, os he dedecir que ése
es un drama que yo con mi voto no consentiré que se reproduzca jamás. (Grandes
aplausos.)
Si resulta, señores Diputados, que de esta redacción
del dictamen las Cortes pueden acordar la disolución de todas las Ordenes
religiosas que estime perjudiciales para el Estado, es sobre la conciencia y la
responsabilidad de las propias Cortes sobre quien recae la mayor o menor
extensión de esto que llamamos el peligro monástico. Sois vosotros los jueces,
no el Gobierno ni éste ni otro. Y yo estimo que si unas institucines, si queda
alguna, si las Cortes acuerdan que queda alguna aquienes se les prohibe
adquirir y conservar bienes inmuebles, si no es aquel en que habitan, a quienes
se les prohibe ejercer la industria y el comercio, a quienes se les ha de prohibir
la enseñanza, a quienes se les ha de limitar la acción benéfica, hasta que
puedan ser sustituídas por otros organismos del Estado, y a quienes se los
obliga a dar anualmente cuenta al Estado de la inversión de sus bienes, si son
todavía peligrosos para la República, será preciso reconocer que ni la
República no nosotros valemos gran cosa. (Risas:)
Planteamiento del problema político
Y ahora, señores Diputados, llegamos a la última parte
de la cuestión. Ya he expuesto la posición histórica y política tal como yo la
veo; he penetrado en el problema político tal como yo me lo describo y llegamos
a la situación parlamentaria. Si yo perteneciese a un partido que tuviera en
esta Cámara la mitad más uno de los diputados, la mitad más uno de los votos,
en ningún momento, ni ahora ni desde que se discute la Constitución, habría
vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una
Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizaría el
sufragio y el rigor del sistema de mayorías. Pero con una condición: que al día
siguiente de aprobarse la Constitución, con los votos de este partido
hipotético, este mismo partido ocuparía el Poder. (Muy bien.- Aplausos.) Ese partido
ocuparía el Poder para tomar sobre sí la responsabilidad y la gloria de
aplicar, desde el Gobierno, lo que había tenido el lucimiento de votar en las
Cortes.
Por desgracia, no existe este partido hipotético con
que yo sueño, ni ningún otro que esté en condiciones de ejercer aquí la ley
rigurosa de las mayorías. Por tanto, señores Diputados, debiendo ser la
Constitución, no obra de mi capricho personal, ni del de sus señorías, ni de un
grupo, tampoco de una transacción en que se abandonen los principios de cada
cual, sino de un texto legislativo que permita gobernar a todos los partidos
que sostienen la República..., yo sostengo, señores Diputados, que el peso de
cada cual en el voto de la Constitución debe ser correlativo a la
responsabilidad en el Gobierno de mañana. Yo planteo la cuestión con toda
claridad: aquí está el voto particular que sostienen nuestros amigos los
socialistas; y yo digo francamente: si el partido socialista va a a sumir
mañana el Poder y me dice que necesita ese texto para gobernar, yo se lo voto
(Muy bien, muy bien. Aplausos.) Porque, señores Diputados, no es mi partido el
que haya de negar ni ahora ni nunca al partido socialista las condiciones que
crea necesarias para gobernar la República. Pero si esto no es así (yo no entiendo
de estas cosas; estoy discutiendo en hipótesis), veamos la manera de que el
texto constitucional, sin impediros a vosotros gobernar, no se lo impida a los
demás que tienen derecho a gobernar la República española, puesto que la han
traído, la gobiernan, la administran y la defienden. (Muy bien.)
Este es mi punto de vista, señores Diputados: mejor
dicho, este es el punto de vista de Acción Republicana, que no tiene por qué
disimular ni su laicismo ni su radicalismo constructor ni el concepto moderno
que tiene de la vida española, en la cual de nada reniega, pero que está
resuelta a contribuir a su renovación desde la raíz hasta la fronda, y que
además supone para todos los republicanos de izquierda una base de inteligencia
y colaboración, no para hoy, porque hoy se acaba pronto, sino para mañana, para
el mañana de la República, que todos queremos que sea tranquilo, fecundo y
florioso para los que la administren y defiendan. (Grandes y prolongados
aplausos.)
(El Sol, 14 de octubre de 1931.)
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