jueves, 31 de enero de 2013

25 ANIVERSARIO DE LA LEGALIZACIÓN DEL PCE ( I )

Sábado Santo rojo
Santiago Carrillo pactó con Adolfo Suárez el contenido de su primera declaración tras la legalización del PCE.

VICTORIA PREGO
Bajo la férrea vigilancia de las Fuerzas de Orden Público, el PCE empezó a salir de la clandestinidad varios meses antes de ser legalizado.
«...Yo no creo que el presidente Suárez sea un amigo de los comunistas. Le considero más bien un anticomunista, pero un anticomunista inteligente que ha comprendido que las ideas no se destruyen con represión e ilegalizaciones. Y que está dispuesto a enfrentar a las nuestras, las suyas. Bien, ése es el terreno en el que deben dirimirse las divergencias. Y que el pueblo, con su voto, decida».
Así termina la declaración que Santiago Carrillo, líder del, hasta ese día histórico, ilegal Partido Comunista de España, hace pública desde Cannes a las 18 horas del 9 de abril de 1977, Sábado Santo.
La declaración es su primera reacción ante la noticia, inesperada y casi inverosímil para todos los españoles, de que el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, acaba de legalizar al PCE, el más odiado por los franquistas, el más temido por la sociedad.
La noticia cae literalmente como una bomba en el país. Provoca el estupor y el miedo en los sectores no politizados, una indignación inmensa en la derecha franquista y una furia casi incontenible en el seno del Ejército.
Lo que nadie en España puede imaginar es que esa declaración de Carrillo no es obra suya sino producto de una negociación, palabra por palabra, con el propio presidente Adolfo Suárez, quien ha pedido expresamente a Carrillo que se abstenga de elogiarle. Su petición ha sido enviada, como siempre durante los últimos nueve meses, a través de José Mario Armero, abogado y presidente de la agencia de noticias Europa Press, y uno de los pocos hombres que apoyó incondicionalmente a Suárez en todo el proceso que acabó en la legalización.
Es más, Santiago Carrillo se encuentra en esos momentos en Cannes por indicación directa de Suárez, que hace días ya le ha advertido de que la legalización es inminente y que conviene que no esté en España cuando salte la noticia.
Y un detalle curioso: a Carrillo no le hace demasiada gracia que la legalización del PCE se haga en plena Semana Santa y así se lo había expuesto a José Mario Armero: «Santiago me dice que pediría que no se hiciera la legalización en Semana Santa porque hay muchos comunistas muy religiosos y no sería bueno hacer coincidir las alegrías de la legalización del PCE con los actos de pasión de la Semana Santa».
Pero las cosas son como pueden ser, y ése es para Suarez el momento menos difícil para intentar una operación que sabe casi imposible.Así que Carrillo se conforma porque ya tiene lo que más le importa: el anuncio de que su sueño de décadas puede estar a punto de cumplirse.
«Días antes del Sábado Santo», confirma Carrillo, «a través de Armero me dicen cómo van a intentar la legalización y me recomiendan que no esté aquí. Yo me voy entonces a casa de Lagunero y quedo con Armero en que él me llama en cuanto la legalización se produzca».

Teodulfo Lagunero es para Carrillo lo que Armero es para Suárez: un amigo dispuesto a ayudar al líder comunista hasta el límite de sus fuerzas y a apoyar la causa de la legalización del PCE porque cree en ello. Y que, como Armero, pone todo su esfuerzo en la misión a cambio de nada.
Teodulfo Lagunero tiene un chalé en la Costa Azul, Villa Comet, y allá se va con su amigo Santiago a esperar el momento mágico y desde luego histórico que permitirá coronar el fragilísimo e inestable castillo de naipes que está levantando trabajosamente el presidente del Gobierno. Sin esta última carta, la construcción emprendida no estaría completa, pero ésta es precisamente también la carta que podría hundir definitivamente el esqueleto del futuro edificio y acabar para siempre con el proyecto.
«Yo nunca había visto a Santiago tan nervioso», recuerda Lagunero.«El es un hombre templado, tiene nervios de acero, pero aquella vez estaba impaciente, intranquilo, ansioso. No es que desconfiara, no. El estaba convencido de que el partido se legalizaba, pero quería que fuera ya, que todo sucediera de una vez».
Tiene motivos Santiago Carrillo para no desconfiar: muy pocas semanas antes, el 27 de febrero por la tarde, el líder comunista había celebrado una entrevista en el máximo de los secretos con el propio presidente Suárez. Por entonces él era el jefe de un partido clandestino y apreciaba bien la valentía y la decisión de un presidente del Gobierno que, en medio de un clima político extremadamente incierto, se había arriesgado hasta el punto de aceptar verse cara a cara con él. De aquel encuentro secretísimo Carrillo había salido sin ningún compromiso por parte de Suárez pero sí con dos convicciones: una, que la legalización se iba a producir y, dos, que Adolfo Suárez era hombre en cuya palabra él podía confiar. Los hechos posteriores no le desmintieron, todo lo contrario.
El Viernes Santo, 8 de abril, Adolfo Suárez se queda en Madrid con muy pocos de los suyos, los que él necesita para dar este salto mortal de resultados más que inciertos y en el que se lo está jugando todo. Y no sólo él: también se juega todo el Rey, que está al tanto de la operación y la bendice.

SOLO ANTE EL PELIGRO
El presidente se queda en Madrid sólo con las personas imprescindibles
«En ese momento, Adolfo no cuenta con casi nadie» dice Armero, «y esa decisión que él toma, de mandar a todo el mundo fuera de Madrid, es algo más que un acto simbólico de estar solo ante el peligro. Ese día nos quedamos en Madrid muy pocos, exactamente los que él necesita para mover el juego de ajedrez. Y nada más».
Las operaciones jurídicas y administrativas imprescindibles para cerrar la operación están aún sin terminar ese viernes y no será hasta el día siguiente cuando todas las jugadas acaben cuajando en un resultado positivo. Pero eso nadie, ni siquiera Suárez, lo sabe con certeza todavía.
Por eso, el propio presidente del Gobierno y cinco de sus ministros trabajan ese día en un Madrid vacío por vacaciones, en silencio absoluto y a toda velocidad, pero con el vértigo de no saber si las cartas que esperan tener pronto en las manos les van a permitir ganar finalmente la partida.

Sábado Santo, 9 de abril.
Las cosas se suceden esa mañana a un ritmo frenético. «Esa mañana temprano me llama Suárez» cuenta José Mario Armero, «y me dice: 'Voy a legalizar hoy al Partido Comunista'. Yo me puse muy nervioso y, como no sabía si tenía el teléfono de mi casa intervenido me tuve que marchar a la calle.Estuve andando por Madrid yo solo, esperando la llamada definitiva».
Pero lo más importante, lo que va a permitir a Suárez tomar en cuestión de horas la decisión de legalizar el PCE, está aún por llegar. Se trata del dictamen de la Junta de Fiscales, que ha sido convocada de máxima urgencia ese Sábado Santo a las nueve de la mañana.
Los fiscales deliberan durante tres interminables horas. Por fin, a las doce del mediodía la cúpula de la Fiscalía, presidida por el fiscal del Reino, concluye que, de la documentación que le ha sido presentada «no se desprende ningún dato que determine de modo directo la incriminación del expresado partido [el PCE] en cualquiera de las formas de asociacion ilícita que castiga el artículo 172 [del Código Penal] en su reciente redacción».Vía libre, pues, para Adolfo Suárez.
Una hora después, a la una de la tarde, el Ministerio de la Gobernación ya tiene preparada la resolución por la que el PCE queda inscrito en el registro de Asociaciones Políticas según la terminología vigente en la época. Y tanta prisa se dio Rodolfo Martín Villa, hoy presidente de Endesa y en aquel tiempo ministro de la Gobernación, en dar cauce rapidísimo a la legalización del PCE, que el documento que entra a formar parte del expediente oficial del caso se queda sin firmar. Pasados los años, siendo ministro del Interior el socialista José Barrionuevo, Martín Villa firmó por fin para la Historia un documento tan singular.
A esa misma hora, y en una carrera contra reloj perfectamente sincronizada, José Mario Armero, el intermediario de Suárez, llama a La Moncloa y recibe de boca del presidente la noticia que tanto había esperado: «Hablé con Suárez a la una de la tarde desde un bar del Rastro, el bar Alvarez. Después me marché inmediatamente a casa de mi amigo Basilio Martín Patino, [director de cine] para poder hablar ya más tranquilamente. Desde allí hablé con Carrillo y le comuniqué la noticia que, en principio, pues casi no lo podía creer».
Teodulfo Lagunero describe aquellos primeros instantes en su casa de Cannes, al borde del mar, como de un entusiasmo indescriptible.

Lo había estado esperando durante décadas, había empezado a considerarlo posible tan sólo hacía unos meses, lo sintió ya como cierto muy pocas semanas atrás y, por fin, ese día 9 de abril de 1977, se había hecho realidad en las siete palabras que Armero le lanzó por el teléfono: «Ya se ha legalizado el Partido Comunista».

Y, sin embargo, tiene razón el líder comunista cuando, años más tarde, comenta las sensaciones vividas en aquel instante único: lo más emocionante no fue ese momento irrepetible, sino todos los episodios que lo habían precedido y que habían ido abriendo, muy poco a poco, y en un recorrido cargado de alta tensión dramática, el camino para que ese día de Semana Santa acabara por llegar:

 «Era un momento emocionante, pero es verdad que, para quienes habíamos seguido ese proceso de cerca, ya no era tan emocionante porque era algo que esperábamos. Había sido mucho más emocionante el proceso en sí y los episodios que habíamos vivido, que la propia legalización».
A esas horas, la noticia política más importante y más decisiva de la historia de la Transición española es todavía un secreto.Y lo es porque el presidente Suárez necesita imperiosamente amarrar toda reacción, cada una de las palabras que vaya a pronunciar a partir de ahora el líder comunista y cada uno de los comportamientos que los militantes del PCE vayan a exteriorizar públicamente en todo el país.
«El contaba con el hecho de que estaba solo», explica Armero, «que no tenía ni amigos, ni ministros, ni militantes que le fueran a apoyar cuando se encontraran nada menos que con la noticia de la legalización del Partido Comunista en plena Semana Santa.¡Claro que temía la reacción y era lógico temerla! El quería hacer la mejor presentación posible de una decisión así, y por eso se hace la declaración».
Las negociaciones para la declaración pública del líder comunista se hacen a golpe de teléfono entre los dos hombres: Carrillo desde Cannes, Armero desde Madrid.
«Hombre, yo iba diciéndole a Carrillo lo que a Suárez le gustaría que se dijera. Santiago estuvo muy fácil, hizo la declaración de acuerdo con lo que yo le iba diciendo que era más conveniente y que tampoco iba contra sus principios».
Mientras la larga negociación telefónica transcurre, hay un hombre estupefacto que asiste al desarrollo de las conversaciones.Teodulfo Lagunero no da crédito a lo que oye de labios de Carrillo:
«Santiago tenía que hacer una declaracion pública en la que poco menos que se metía con Suárez diciendo algo así como que era anticomunista. Y le dije:
Hombre Santiago, yo creo que eso al pueblo español no le va a gustar, es un acto de desagradecimiento. Joder, si al jefe del Gobierno que te legaliza, tú vas y te metes con él van a decir '¿Pero este hombre quién es? ¡Pues vaya un sentido del agradecimiento que tiene!'. Y me dice Santiago:
Sí, ya lo sé, pero es que me lo ha pedido el propio Suárez y el que yo haga esta declaración está dentro del acuerdo.
Bueno, pues hazla muy moderadamente, de modo que no parezca un gesto tuyo de desagradecimiento, porque el pueblo no sabe que tú has pactado esa declaración».

«Entonces Santiago la redactó en mi casa, allí, de puño y letra, la firmó Villa Comet, 9 de abril, Tehoule sur Mer y me la regaló.Tiene tachaduras de cosas que se modificaron sobre la marcha, se la leyó por teléfono a Armero, que aún le dijo que cambiara algunos pequeños detalles. Santiago aceptó, le dijo que los podía cambiar y esa fue la declaración que dió enseguida Europa Press sobre la reaccion de Santiago ante la legalizacion del Partido».

DRAMATICO Y CHUSCO
Carrillo criticó públicamente a Suárez a petición del propio presidente del Gobierno
La situación, anómala y casi surrealista, encaja perfectamente con el espíritu que dominó el proceso de Transición desde su comienzo hasta que la Constitución fue aprobada. Este es uno de los incontables episodios tan dramáticamente arriesgados como irremediablemente chuscos de los que tuvieron lugar durante aquel tiempo.
«¡Joder!», recuerda Lagunero que le comentó a Santiago Carrillo.«¡Ahora resulta que el secretario general del Partido Comunista recién legalizado se mete con el jefe del Gobierno que le acaba de legalizar y lo hace, además, a petición del propio presidente del Gobierno!» Pero él me dijo:

«Así son las cosas de la política».
Carrillo, por su parte, aclara: «Yo sabía que si le daba un abrazo [a Suárez] en ese momento, era el abrazo del oso e iba a agravar todavía más sus dificultades. Y sabía también que si emitía una reserva sobre Suárez, en el fondo eso le iba a ayudar. Era una forma de mostrar que la legalización del PCE tampoco era una bajada de pantalones de Suárez. Diciendo que Suárez era un anticomunista inteligente pensábamos ayudarle porque a nuestra gente la legalización le bastaba para considerar a Suárez de una manera positiva, de nuestro lado no le iba a perjudicar».
A las seis de la tarde salta la noticia por los teletipos de la agencia Europa Press, la que tiene como presidente a José Mario Armero, quien se cobra así un precio simbólico y más que merecido por los esfuerzos denodados que ha dedicado a esta causa durante los últimos nueve meses.

La noticia es recogida inmediatamente por Radio Nacional de España:
«Señoras y señores, hace unos momentos, fuentes autorizadas del Ministerio de la Gobernación han confirmado que el Partido Comunista...perdón... que el Partido Comunista de España ha quedado legalizado e inscrito en el... perdón... (ráfaga musical)... Hace unos momentos fuentes autorizadas...(ráfaga musical)».
Los españoles se quedan en ese instante sin aliento. Así mismo se ha quedado ante el micrófono el periodista de Radio Nacional de España Alejo García que, vista la noticia en el teletipo, la arranca y sale corriendo al estudio para transmitir semejante bombazo informativo a todos los ciudadanos. A Alejo García no es sólo la emoción del impacto, sino también los efectos de la carrera los que le han dejado sin resuello.
Por fin, pasados unos segundos, retoma la palabra y suelta la noticia completa: el Partido Comunista ha quedado legalizado e inscrito en el Registro de Asociaciones Políticas.

«Eso era la ruptura» asegura Santiago Carrillo. «La ruptura con el pasado era la destrucción de todo lo que había sido la argumentación básica del régimen, según la cual el franquismo había surgido para contener la revolución comunista. Que se legalizara al PCE era romper ya con eso definitivamente. Yo creo que ese fue un momento crucial y por eso muy difícil, el más difícil de la Transición».

La noticia corre por toda España en cuestión de minutos. El júbilo de los militantes del partido es inmenso, pero sucede que, junto con la noticia, han recibido también unas instrucciones muy precisas: nada de demostraciones excesivas de júbilo que puedan ser consideradas como una provocación. Contención y buenas maneras.Esa es la orden.
El PCE era todavía por entonces, y lo siguió siendo durante algunos años más, un partido perfectamente disciplinado que obedecía como un sólo hombre las consignas de su dirección. Y, aquel día extraordinario, las bases responden sin excepciones y sin la menor resistencia a las órden impartidas por Santiago Carrillo.

«Armero, de parte de Suárez, nos había dicho que si, como consecuencia de la legalización, se creaba en la calle una situación de desorden, con banderas rojas, con La Internacional, con todo, eso podía dar pretexto al Ejército para intervenir.
Quizá nos pareció un poco exagerado, pero tampoco era tan irreal.Por eso decidimos aconsejar a nuestros camaradas que fueran prudentes, que no manifestaran de una manera desabrida o exultante su euforia porque se trataba de un proceso complicado y difícil en el que había que ir paso a paso y en el que había que evitar provocar a la ultraderecha y fundamentalmente al Ejército».
Tanto el líder comunista como el presidente del Gobierno tienen perfectamente claro en ese instante que este delicadísmo tramo de la transición política hacia la democracia sólo se podrá recorrer con alguna garantía de éxito si cada una de las dos partes cumple escrupulosamente su palabra y juega con total lealtad hacia el otro.
Es decir, si a cada movimiento de uno se sucede una reacción del otro que sea estrictamente la esperada o la solicitada. Nada más. Y nada menos.
Por eso, porque la moderación de los comunistas está en el pacto no escrito entre Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, un pacto mudo que fue sellado en el encuentro secreto que ambos celebraron en la casa de campo de José Mario Armero el 27 de febrero, no hace ni seis semanas, por eso se cumple religiosamente el compromiso de la moderación pedida.
Centenares de manifestaciones de militantes comunistas se celebran en toda España. Las banderas rojas con la hoz y el martillo ondean sin afán de provocación pero también sin complejos y la alegría es más que palpable en las caras de los militantes.
Ahora bien, todas las manifestaciones tienen lugar en medio de un orden impecable. Muchas de ellas discurren por las aceras o a un lado de la calzada para no interrumpir el tráfico, cosa innecesaria porque en esos días las ciudades españolas están prácticamente desiertas a causa de las vacaciones de Semana Santa.
En el interior de los locales que a lo largo de años han albergado de una u otra manera al PCE, la celebración es por todo lo alto.
La sede clandestina del Partido Comunista en Madrid ha estado durante años en la calle de Peligros. Oficialmente, albergaba el Centro de Estudios de Investigaciones Sociales, CEISA. A partir de ese día una pancarta enorme cubre las cinco ventanas de la fachada con esta leyenda: PARTIDO COMUNISTA DE ESPAÑA.Esta es la sede del PCE.

En Cannes, mientras tanto, Santiago Carrillo hace las maletas.Se viene inmediatamente para Madrid. Le van a acompañar en el viaje tres personas: su mujer, Carmen; Teodulfo Lagunero y la mujer de éste, Rocío.


Lo peor y más dramático de este episodio está aún por llegar. Santiago Carrillo lo intuye. Pero para Adolfo Suarez se trata de una absoluta y aplastante certeza

martes, 15 de enero de 2013

Delenda est Monarchia.- José Ortga y Gasset.



El error Berenguer
No, no es una errata.
Es probable que en los libros futuros de historia de España se encuentre un capítulo con el mismo título que este artículo.
El buen lector, que es el cauteloso y alerta, habrá advertido que en esa expresión el señor Berenguer no es el sujeto del error, sino el objeto.
No se dice que el error sea de Berenguer, sino más bien lo contrario -que Berenguer es del error, que Berenguer es un error-.
Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen; otros toda una porción de España, aunque, a mi juicio, no muy grande. Por ello trasciende ese error los límites de la equivocación individual y quedará inscrito en la historia de nuestro país.

Estos párrafos pretenden dibujar, con los menos aspavientos posibles, en qué consiste desliz tan importante, tan histórico.
Para esto necesitamos proceder magnánimamente, acomodando el aparato ocular a lo esencial y cuantioso, retrayendo la vista de toda cuestión personal y de detalle. Por eso, yo voy a suponer aquí que ni el presidente del gobierno ni ninguno de sus ministros han cometido error alguno en su actuación concreta y particular.
Después de todo, no está esto muy lejos de la pura verdad. Esos hombres no habrán hecho ninguna cosa positiva de grueso calibre; pero es justo reconocer que han ejecutado pocas indiscreciones. Algunos de ellos han hecho más.
El señor Tormo, por ejemplo, ha conseguido lo que parecía imposible: que a estas fechas la situación estudiantil no se haya convertido en un conflicto grave. Es mucho menos fácil de lo que la gente puede suponer que exista, rebus sic stantibus, y dentro del régimen actual, otra persona, sea cual fuere, que hubiera podido lograr tan inverosímil cosa.
Las llamadas «derechas» no se lo agradecen porque la especie humana es demasiado estúpida para agradecer que alguien le evite una enfermedad. Es preciso que la enfermedad llegue, que el ciudadano se retuerza de dolor y de angustia: entonces siente «generosamente» exquisita gratitud hacia quien le quita le enfermedad que le ha martirizado. Pero así, en seco, sin martirio previo, el hombre, sobre todo el feliz hombre de la «derecha», es profundamente ingrato.
Es probable también que la labor del señor Wais para retener la ruina de la moneda merezca un especial aplauso. Pero, sin que yo lo ponga en duda, no estoy tan seguro como de lo anterior, porque entiendo muy poco de materias económicas, y eso poquísimo que entiendo me hace disentir de la opinión general, que concede tanta importancia al problema de nuestro cambio. Creo que, por desgracia, no es la moneda lo que constituye el problema verdaderamente grave, catastrófico y sustancial de la economía española -nótese bien, de la española-. Pero, repito, estoy dispuesto a suponer lo contrario y que el Sr. Wals ha sido el Cid de la peseta. Tanto mejor para España, y tanto mejor para lo que voy a decir, pues cuantos menos errores haya cometido este Gobierno, tanto mejor se verá el error que es.
Un Gobierno es, ante todo, la política que viene a presentar. En nuestro caso se trata de una política sencillísima. Es un monomio. Se reduce a un tema. Cien veces lo ha repetido el señor Berenguer.
La política de este Gobierno consiste en cumplir la resolución adoptada por la Corona de volver a la normalidad por los medios normales. Aunque la cosa es clara como «¡buenos días!», conviene que el lector se fije. El fin de la política es la normalidad. Sus medios son... los normales.
Yo no recuerdo haber oído hablar nunca de una política más sencilla que ésta. Esta vez, el Poder público, el Régimen, se ha hartado de ser sencillo.
Bien. Pero ¿a qué hechos, a qué situación de la vida pública responde el Régimen con una política tan simple y unicelular? ¡Ah!, eso todos lo sabemos. La situación histórica a que tal política responde era también muy sencilla. Era ésta: España, una nación de sobre veinte millones de habitantes, que venía ya de antiguo arrastrando una existencia política bastante poco normal, ha sufrido durante siete años un régimen de absoluta anormalidad en el Poder público, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que nadie, así, de pronto, podrá recordar haber sido usados nunca ni dentro ni fuera de España, ni en este ni en cualquier otro siglo.
Lo cual anda muy lejos de ser una frase. Desde mi rincón sigo estupefacto ante el hecho de que todavía ningún sabedor de historia jurídica se haya ocupado en hacer notar a los españoles minuciosamente y con pruebas exuberantes esta estricta verdad: que no es imposible, pero sí sumamente difícil, hablando en serio y con todo rigor, encontrar un régimen de Poder público como el que ha sido de hecho nuestra Dictadura en todo al ámbito de la historia, incluyendo los pueblos salvajes.
Sólo el que tiene una idea completamente errónea de lo que son los pueblos salvajes puede ignorar que la situación de derecho público en que hemos vivido es más salvaje todavía, y no sólo es anormal con respecto a España y al siglo XX, sino que posee el rango de una insólita anormalidad en la historia humana.
Hay quien cree poder controvertir esto sin más que hacer constar el hecho de que la Dictadura no ha matado; pero eso, precisamente eso -creer que el derecho se reduce a no asesinar-, es una idea del derecho inferior a la que han sólido tener los pueblos salvajes.

La Dictadura ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya establecida, pero ni aun conocida, sino que no se ha circunscrito a la órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el orden privadísimo brutal y soezmente.
Colmo de todo ello es que no se ha contentado con mandar a pleno y frenético arbitrio, «sino que aún le ha sobrado holgura de Poder para insultar líricamente a personas y cosas colectivas e individuales.
No hay punto de la vida española en que la Dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón. Esa mano ha hecho saltar las puertas de las cajas de los Bancos, y esa misma mano, de paso, se ha entretenido en escribir todo género de opiniones estultísimas, hasta sobre la literatura que los poetas españoles.
Claro que esto último no es de importancia sustantiva, entre otras cosas porque a los poetas los traían sin cuidado las opiniones literarias de los dictadores y sus criados; pero lo cito precisamente como un colmo para que conste y recuerde y simbolice la abracadabrante y sin par situación por que hemos pasado.
Yo ahora no pretendo agitar la opinión, sino, al contrario, definir y razonar, que es mi primario deber y oficio. Por eso eludo recordar aquí, con sus espeluznantes pelos y señales, los actos más graves de la Dictadura. Quiero, muy deliberadamente, evitar lo patético. Aspiro hoy a persuadir y no a conmover. Pero he tenido que evocar con un mínimum de evidencia lo que la Dictadura fue. Hoy parece un cuento. Yo necesitaba recordar que no es un cuento, sino que fue un hecho.
Y que a ese hecho responde el Régimen con el Gobierno Berenguer, cuya política significa: volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos «como si» aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal.
Eso, eso es todo lo que el Régimen puede ofrecer, en este momento tan difícil para Europa entera, a los veinte millones de hombres ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejado, pisoteado, envilecido y esquilmado durante siete años. Y, no obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos históricos de esos españoles y de esta España.
Pero no es eso lo peor. Lo peor son los motivos por los que cree poderse contentar con ofrecer tan insolente ficción.

El Estado tradicional, es decir, la Monarquía, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los españoles.
Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea.
Como mi única misión en esta vida es decir lo que creo verdad, -y, por supuesto, desdecirme tan pronto como alguien me demuestre que padecía equivocación-, no puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el español tenidas por su Estado son, en dosis considerable, ciertas. 
Bien está, pues, que la Monarquía piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello.
Cuanta mayor verdad sean, razón de más para que la Monarquía, responsable ante el Altísimo de nuestros últimos destinos históricos, se hubiese extenuado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad política persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión lanuda.
No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde Sagunto, la Monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces ésta: «¡En España no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.
He aquí los motivos por los cuales el Régimen ha creído posible también en esta ocasión superlativa responder, no más que decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada. Esta ficción es el Gobierno Berenguer.
Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de gobierno emoliente bastarían para hacer olvidar a la amnesia celtíbera de los siete años de Dictadura. 
Por otra parte, del anuncio de elecciones se esperaba mucho. Entre las ideas sociológicas, nada equivocadas, que sobre España posee el Régimen actual, está esa de que los españoles se compran con actas. Por eso ha usado siempre los comicios -función suprema y como sacramental de la convivencia civil- con instintos simonianos. Desde que mi generación asiste a la vida pública no ha visto en el Estado otro comportamiento que esa especulación sobre los vicios nacionales. Ese comportamiento se llama en latín y en buen castellano: indecencia, indecoro. El Estado en vez de ser inexorable educador de nuestra raza desmoralizada, no ha hecho más que arrellanarse en la indecencia nacional.
Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Berenguer. Al cabo de diez meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar la «gran vilt`» que fue la Dictadura. El Régimen sigue solitario, acordonado como leproso en lazareto. No hay un hombre hábil que quiera acercarse a él; actas, carteras, promesas -las cuentas de vidrio perpetuas-, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esta última ficción colma el vaso. La reacción indignada de España empieza ahora, precisamente ahora, y no hace diez meses. España se toma siempre tiempo, el suyo.
Y no vale oponer a lo dicho que el advenimiento de la Dictadura fue inevitable y, en consecuencia, irresponsable. No discutamos ahora las causas de la Dictadura. Ya hablaremos de ellas otro día, porque, en verdad, está aún hoy el asunto aproximadamente intacto. Para el razonamiento presentado antes la cuestión es indiferente. Supongamos un instante que el advenimiento de la dictadura fue inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela lo más mínimo el hecho de que sus actos después de advenir fueron una creciente y monumental injuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad pública y privada. Por tanto, si el Régimen la aceptó obligado, razón de más para que al terminar se hubiese dicho: Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constituía la unión civil de los españoles se ha roto. La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado español. ¡Españoles: reconstruid vuestro Estado!
Pero no ha hecho esto, que era lo congruente con la desastrosa situación, sino todo lo contrario. Quiere una vez más salir del paso, como si los veinte millones de españoles estuviésemos ahí para que él saliese del paso. Busca a alguien que se encargue de la ficción, que realice la política del «aquí no ha pasado nada». Encuentra sólo un general amnistiado.
Este es el error Berenguer de que la historia hablará.
Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestrosconciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!
Delenda est Monarchia.- José Ortga y Gasset.
(El Sol, 15 de noviembre de 1930).