sábado, 3 de mayo de 2014

Régimen de Franco



Extracto de «Castilla arcaica, Cataluña moderna», capítulo IV del libro «Los mitos de la Historia de España», Fernando García de Cortázar.

Felipe V y Carlos III han pasado a la historia como los reyes que impusieron el castellano al servicio de la uniformización y que prohibieron el catalán, algo que, supuestamente, el pueblo y la inteligencia catalana debían de sentir, por fuerza, como una humillación.
Lo peor es que el mito ha terminado por cuajar, por flotar en el aire, por ser una certeza común.
Lo peor es que la mayoría de los españoles han terminado por interiorizar la idea de un trato injusto y vejatorio para las lenguas minoritarias, un trato que se debe a la intromisión más grosera del castellano y a su imposición a golpe de decreto.
El mito se ha hecho carne, y aunque la comunidad lingüística se haya conseguido por necesidad e interés, aunque el verso castellano deba mucho a escritores catalanes, aunque su supuesta intromisión haya sido en el fondo aquella que señores, notables y comerciantes catalanes han querido que fuera, el murmullo que perdura es el de una lengua que avanza por las tierras de España en compañía de fieros conquistadores, monjes inquisidores, reyes absolutistas y terribles dictadores.(...)

Hay en toda esta retahíla de lamentos una melancolía de cortes medievales.

Hay también un olvido: que las lenguas se hablan porque interesa materialmente hablarlas, porque su lógica es la de la necesidad y no la del discurrir divino de las naciones.
El mito llevado a la calle evoca un paraíso políglota donde los catalanes vivían sin arado, sin latín, sin comercio en América, sin carreteras ni ferrocarriles que les abrieran el mercado nacional y permitieran un trasiego de ideas, viajeros y mercancías mucho más rápido e intenso, sin industria que reclamara mano de obra inmigrante y atrajera gente de toda España, especialmente del sur, sin contactos ni mestizaje ni intercambios culturales...
El mito es la historia mutilada, sin personas de carne y hueso, sin mercaderes que comercian por los caminos reales de Castilla, sin poetas que buscan para sus versos un eco de más lectores, sin editores que llevan el español a las prensas porque el negocio pasa por la impresión de libros en la lengua de Garcilaso de la Vega ni burgueses atraídos por las rutas mercantiles que atraviesan el Atlántico.


LA LENGUA / El comercio, la industria, las finanzas apostaron por el castellano
El mito ha extendido la idea de que las gentes del pasado consideraban la lengua como algo sagrado, el eco de un vínculo viejísimo, y que si se perdió debió de perderse, a la fuerza, por imposición foránea.
Lo que no se dice es que las lenguas están más sujetas a los avatares de la sociedad y a los intereses de las personas que a una supuesta herencia natural y divina.
Lo que no se dice es que el tantas veces comentado texto de Nebrija -«que siempre la lengua fue compañera del imperio»- tuvo muy escaso eco en su época y que las directrices de la Inquisición se refieren a la conveniencia del uso del castellano en la redacción de los procesos, únicamente, en función de criterios de eficacia y funcionalidad administrativa, no de legitimaciones de mayor alcance.

Lo que no se dice es que los edictos de fe -los documentos de cara al exterior- se siguieron publicando en catalán.
Lo que no se dice es que el castellano estaba en boca de catalanes mucho antes de la unión de las Coronas y que tras la llegada de Carlos V su uso se extendió entre la nobleza y la burguesía, que tenían a gala presumir de sus conocimientos de castellano y considerar a su lengua vernácula como propia de clases incultas. Lo que no se dice es que en la época de los Austrias las elites de las cortes europeas juzgaban de buen tono conocer y expresarse en español, antes que en francés o en alemán, y que el papel del mercado se dejó sentir en la voluntad de los escritores catalanes de ser leídos, a través de la imprenta, por un mayor abanico de lectores.

Se escribía en español porque era más provechoso, de la misma manera que los impresores de Barcelona editaban a Fernando de Rojas, Garcilaso de la Vega, Montemayor, Mateo Alemán y tantos otros autores castellanos porque de ese modo podían competir con Sevilla, Valencia o Toledo y llevar sus libros a Europa y al Nuevo Mundo. Aunque los poetas de la Renaixença explicaran la decadencia literaria del catalán por la pérdida de peso político de Cataluña y se dijera que el castellano se había beneficiado de ser la lengua de la Corte y del gobierno, lo cierto es que su expansión natural por tierras de Aragón, Valencia o Cataluña se debía sobre todo a los intereses comunes de las elites, a su fonética innovadora y a que en el siglo XVI tenía una gran proyección internacional.

Lo que no se dice es que si el español se extendió a Cataluña fue porque la cultura, el comercio, la industria y las finanzas apostaron por la lengua de Cervantes, una lengua internacional con la que hasta el siglo XVIII podía recorrerse Europa, Asia, Africa y América con mucho provecho.

Decir que los Borbones «descatalanizaron Cataluña» al prohibir la lengua vernácula en la enseñanza es llevar al siglo XVIII los inventos de algún historiador acosado por los fantasmas del franquismo.
La muy citada Real Cédula otorgada por Carlos III en 1768 y las provisiones de años posteriores no iban dirigidas a la gente en general, analfabeta y alejada de las aulas en la sociedad del Antiguo Régimen, sino a los grupos selectos y adinerados, cuyos hijos debían ocupar los altos cargos de la administración, las finanzas, el comercio o el ejército y ya se educaban en latín y español desde antes de Carlos III y desde antes de los Reyes Católicos sin mayores nostalgias.
Leídas en su contexto, las leyes de uniformización lingüística del siglo XVIII proceden en su mayoría de leyes de comercio, de administración común, de unificación de moneda y de liquidación de aduanas, de modo que en el mismo documento donde se regulan esas materias aparece la referencia a la lengua castellana. Leídas en su contexto, ocurre que esas leyes a quienes más interesaban era a los fabricantes y comerciantes catalanes, hechizados por las jugosas ganancias que podía reportarles el mercado de las colonias americanas.


LA SOCIEDAD / España era la nación y Cataluña la patria
Los catalanes del siglo XIX, como sus antecesores del XVIII, participaron plenamente, y sin albergar dudas al respecto, en la construcción de la España moderna.
Catalanidad y españolidad eran dos alientos estrechamente hermanados entre sí.
Las gentes de la Renaixença tenían claro que España era la nación y Cataluña la patria.
La mitificación de la Edad Media, la elaboración de una cultura propia y la recuperación de la lengua vernácula se debió a la necesidad de borrar la intensa confrontación de clases que la rápida expansión industrial estaba abriendo en Barcelona.

El ideal de una burguesía nacionalista, laica, liberal en política, librecambista en economía, defensora de la industria y la modernidad, racionalista y creyente en la acción imparable del progreso científico, no deja de ser un mito.
Católica hasta las entrañas y ferozmente proteccionista, la burguesía catalana fue culturalmente muy poco avanzada, socialmente muy refractaria a cualquier reformismo y políticamente muy conservadora.
En 1833 se opuso al carlismo, porque sus intereses económicos pasaban por el liberalismo. Terminada la guerra, aunque alejada de la política partidaria, se identificó con el moderantismo y se emocionó con la guerra de Africa auspiciada por Leopoldo O'Donnell. En 1874, tiroteado Prim y hostiles a la bullanga republicana, los patronos catalanes se entusiasmaron con la Restauración y con el regreso de la gente de orden al gobierno.
Hasta finales del siglo XIX, recelosos del movimiento federalista, antimonárquico y republicano al que se vio abocada Barcelona tras el destronamiento de Isabel II, se olvidaron de la descentralización y las leyes viejas. La Restauración les trajo el fin de los agitados días de la República, les trajo en unos pocos años el proteccionismo, tan necesario a sus negocios (...)
Los fabricantes catalanes compartirían sueños y mantel con Cánovas del Castillo y sostendrían la intransigencia más cerril contra los rebeldes cubanos y filipinos. Frente a mambises y tagalos fueron más colonialistas que Weyler y Polavieja, de la misma manera que años después, frente a la Semana Trágica y el sindicalismo anarquista, cerrarían filas en torno a la represión del conservador Antonio Maura, el orden feroz -ley de fugas incluida- impuesto por el general Martínez Anido, los pistoleros de raíz carlista de los Sindicatos Libres o el dictador Primo de Rivera, antecesor de otro dictador al que terminarían ayudando en la guerra civil.
El 98, con su malestar y su crisis, les llevaría a confiar en el catalanismo su desahogo contra los gobiernos de la monarquía: el Estado castellano, incompetente y anticuado se había dejado arrebatar el mercado colonial, en la práctica monopolio de Barcelona. De golpe, los empresarios del Principado -cuya negativa al libre comercio de Cuba, la gran reivindicación de la burguesía isleña, había sido una de las causas de la catástrofe- descubrían su conciencia nacional catalana y reclamaban mayor participación en la vida pública y la reforma del régimen político que, de repente, se convertía en un estorbo para el desarrollo de los intereses de Cataluña... es decir, sus intereses...
Pero el eco del 98 duró poco. En unos años la crispación obrera y el atentado anarquista rebajaron las críticas que, de la mano de la Lliga Regionalista, habían tensado su relación con el obsoleto gobierno central. Tras el sobresalto de 1917, la escalada de la conflictividad social les empujaría a colaborar con los partidos dinásticos, a sostener la dictadura de Primo de Rivera y a financiar el levantamiento del 18 de julio. Un camino parecido recorrería Francesc Cambó, el líder político de la Lliga Regionalista.Otro catalán que siempre se comportó antes como un burgués.

LA POLITICA / Hay muchas Cataluñas a principios del siglo XX
Ni Cataluña fue sólo moderna y europea, ni la burguesía catalana fue progresista, ni el autoritarismo o el imperialismo de corte fascista fueron delirios creados en la rural y decrépita Castilla, como imaginan, o desean imaginar, los nacionalistas catalanes del siglo XXI. Un mito muy extendido en España tras la muerte de Franco y el asalto de los nacionalismos periféricos al Estado consiste en inventar una Castilla mística y homogénea, impositora de caudillos, refugio de esencias opresivas, creadora de autoritarismos y cortes fascistas.
Hay muchas Cataluñas a comienzos del siglo XX, de la misma manera que hay muchas Barcelonas. La capital del Principado fue la fábrica de España, el laboratorio del republicanismo anticlerical de Lerroux, la educación sentimental de Companys y la ciudad de los apagones y la rabia anarquista, pero también fue el seminario de España, la pionera en acoger la utopía reaccionaria de Charles Maurras -intelectual conservador ferozmente crítico con la nación constitucional creada tras la Revolución de 1789 y para quien los genuinos representantes de la Francia eterna residían en el clero católico, el ejército y la aristocracia de la sangre- o el centro, según el embajador de Mussolini, donde podía brotar el fascismo español.
En Barcelona se hablaba entonces de la superioridad de la raza catalana, se criticaba con dureza el liberalismo, se conjuraba la tierra y los muertos, se soñaba con imperios y naciones inferiores que dominar...

A finales del siglo XIX el doctor Bartomeu Robert, alcalde de Barcelona, hacía exhaustivas mediciones de cráneos a gentes del país, para demostrar que efectivamente la estirpe catalana era superior. Ya metidos en el siglo XX el joven Eugenio d'Ors, lector ferviente de Sorel, «el nuevo profeta de la espiritualidad obrera », y devoto seguidor del futuro consejero de Pétain, Charles Maurras, lanzaba sus glosas aristocráticas contra todo lo que oliera a democracia y a liberalismo mientras los vanguardistas José Vicente Foix y, sobre todo, José Carbonell, educados en el catalanismo de Prat de la Riba y la Lliga Regionalista, acusaban a Cambó de no entender la novedad del fascismo y de no plantearse su posible adaptación a Cataluña. Hubo a comienzos del siglo XX una Cataluña laica, progresista y republicana, pero aquella herencia no era del gusto de los catalanistas.

LA GUERRA CIVIL / Media Cataluña ocupó a la otra media
Las raíces del nacionalismo catalán no son republicanas ni liberales sino profundamente católicas y profundamente conservadoras. Las raíces están en la Renaixença, cuyos insignes representantes fueron muy del gusto de Menéndez Pelayo. Cataluña no era ni moderna ni antigua, era medieval, debía ser medieval, espíritu de honor, moral severa y fe sólida, según el ensueño de Milá y Fontanals.Cataluña era una nación esencialmente católica. Cataluña debía aspirar a la representación corporativa mediante el sufragio de los cabezas de familia, por gremios y profesiones, a fin de acabar con el parlamentarismo que entregaba el gobierno a los charlatanes de oficio, de acuerdo con el espíritu de las Bases de Manresa. Su solución, según Prat de la Riba, era la representación corporativa, el Estado federal en el interior y el imperialismo en el exterior, imperialismo como expansión cultural, política y económica de Cataluña a costa de las naciones menos cultas, a las que cabía imponer la civilización más desarrollada por mecanismos pacíficos o por la fuerza.
Eugenio d'Ors también haría culminar su proyecto novecentista en la idea de Imperio. El imperialismo de D'Ors comportaba un antiseparatismo que evidenciaba la voluntad de conseguir la hegemonía política en el resto de España. Por eso reclamaba una Cataluña interventora en los asuntos del mundo, con una referencia clara a Jaime I, algo que también resuena en la pluma de Prat de la Riba: «Nuestro rey fue grande, por haber hecho la Unión Catalana, por haber derramado sobre los asuntos del mundo su acción. Nuestra patria fue grande porque era una, porque era Imperio».

Grande. Una. Imperio... La crisis de los años veinte y treinta no fue una crisis castellana ni la guerra civil ni la restauración del caudillismo, el organicismo y el autoritarismo fueron cosa única de Castilla. La Lliga Regionalista, partido ideado por Prat de la Riba y liderado hasta el final de su sueño por Francesc Cambó, no sólo estuvo al lado de los gobiernos dinásticos en los momentos de crisis sino que su eco latió hermanado al maurismo, corriente ideológica con la que tenía muchos puntos en común, y simpatizó con el golpe de Estado de Primo de Rivera. La voz de la Lliga Regionalista jamás fue separatista. Cambó siempre pensó en un catalanismo que tuviera cabida en una España regenerada, y su táctica política siempre estuvo marcada por el posibilismo y por la aceptación plena del marco de la Restauración. Como Prat de la Riba, Cambó defendía la idea de una España grande, combinando autonomía y unidad, orden y catolicismo. Su fracaso ya lo vaticinó Alcalá Zamora en el Congreso de los Diputados: «Su señoría pretende ser a la vez el Bolívar de Cataluña y el Bismarck de España, son pretensiones contradictorias y es preciso que su señoría escoja entre una y otra.»

Al final, como la inmensa mayoría de los dirigentes de la Lliga, escogió Bismarck y apoyó a Franco en la guerra civil. Era obvio. El catalanismo conservador no podía identificarse con los hombres que enarbolaron la bandera de la Cataluña autónoma el 19 de julio de 1936 ni con un gobierno por el que iban a pasar comunistas, anarquistas, marxistas disidentes y que incautaba empresas, cuentas corrientes de valores y hasta cajas fuertes.

Tras la guerra media España ocupó a la otra media, lo que quiere decir también, muy a pesar de quienes han inventado una Cataluña exclusivamente republicana, que media Cataluña ocupó a la otra media. En Cataluña muchos sintieron con alivio la derrota republicana por aquello que se recuperaba con la entrada triunfal de Franco en Barcelona: la paz social, las fábricas, las empresas, las tierras, los bancos, los títulos de propiedad y el viejo orden de poder económico.


Las historias que los nacionalistas cuentan para después de la guerra olvidan a menudo que la Cataluña de la juerga revolucionaria aterró a la gran burguesía y a las clases medias.
Que la guerra civil, como en el resto de España, supuso el ensañamiento de catalanes contra catalanes.
Que la represión del 39 fue masiva, arbitraria y clasista -se ensañó con campesinos y obreros pero que la desatada por los utopistas del 36, aunque menor, también fulminó a un buen número de catalanes: periodistas, abogados, militares, y algunos notables que venían siendo públicamente hostiles a los sueños revolucionarios que se anunciaban en las calles.
Que quienes militarmente terminaron por aplastar la utopía revolucionaria traían una idea totalitaria y centralizadora de España.
Que a esa idea de patria se adhirieron por simpatía, entusiasmo e interés, muchos catalanes.
Cambó y la burguesía financiaron a Franco. Josep Pla, exiliado en Roma durante la guerra civil, trabajó como espía del general rebelde. Juan Estelrich fue uno de los propagandistas más refinados de la dictadura y Eugenio d'Ors se convirtió en la gran figura intelectual de la España franquista.
Todos ellos hablaban catalán, venían del sueño de Prat de la Riba y del catalanismo político de la Lliga. Todos ellos parecen fantasmas, seres que deambulan sin fe por la historia, desterrados del pasado soñado por los nacionalistas catalanes de la transición.Todos ellos parecen no existir. Transitan más allá de los márgenes del silencio: son silencio. O figuras desposeídas de su raíz, desterradas de su verdad íntima, histórica, para poder ser admitidos en la herencia de la Cataluña siempre noble, laica y progresista que hoy se quiere recordar

La dudas del Príncipe.

La Ley de Sucesión de 1947 y el principio VII de la Ley de Principios del Movimiento Nacional, establecieron como forma del Estado español, “la Monarquía tradicional, católica, social y representativa”.
Para Franco, desde 1947, el sucesor sería el primogénito de don Juan de Borbón y éste debía formarse como heredero en España.
“Así pues -explicó Franco ante las Cortes en julio de 1969-, consciente de mi responsabilidad ante Dios y ante la Historia, y valorando con toda objetividad las condiciones que concurren en la persona del Príncipe Juan Carlos de Borbón y Borbón, que perteneciendo a la dinastía que reinó en España durante varios siglos ha dado claras muestras de lealtad a los principios e instituciones del Régimen, se halla estrechamente vinculado a los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, en los cuales forjó su carácter, y al correr de los últimos veinte años ha sido perfectamente preparado para la alta misión a la que podía ser llamado... estimo llegado el momento de proponer a las Cortes Españolas, como persona llamada en su día a sucederme, a título de Rey, al Príncipe Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, quien, tras haber recibido la adecuada formación para su alta misión, y formar parte de los tres Ejércitos, ha dado pruebas fehacientes de su acendrado patriotismo y de su total identificación con los Principios del Movimiento y Leyes Fundamentales del Reino, y en el que concurren las demás condiciones establecidas por el artículo noveno de la Ley de Sucesión”.
Franco presentó un Príncipe que había sido especialmente preparado por él para su tarea; vinculado al Ejército, pero que es más que cualquier militar (por ello obligaría al Príncipe a retirar de su discurso la expresión “como soldado”); un heredero leal tanto a los Principios del Movimiento como a las Leyes Fundamentales, dos elementos constitucionales distintos, siendo los primeros de orden jurídico superior. Franco entendió siempre que el único régimen político posible para España era la Monarquía (virtualizada, expurgada de los errores pasados, alejada de los cortesanos y de los intereses de clase a los que siempre había estado vinculada y asentada sobre un marco social y económico estable que impidiera una nueva caída de la institución, haciéndola así perdurable.

La transmisión de la legitimidad.
La cuestión monárquica y su proceso instituyente fue siempre un ámbito de decisión que Franco se reservó en exclusiva. Dejó que todos opinaran, que todos actuaran a favor o en contra, pero en ningún momento dejó de controlar el proceso.
Y se inclinó por una Monarquía que, a su juicio, debía de conservar importantes poderes, cuando en la mayoría de las monarquías occidentales el monarca o carecía de los mismos o eran muy limitados.
Franco se propuso devolver la Corona a la Jefatura del Estado en un país donde los monárquicos eran una exigua minoría y la coalición política que, en cierto modo, acaudillaba desde la guerra, no era significativamente monárquica.

Hizo de Juan Carlos primero y de sus sucesores, sus sucesores naturales.
No le interesaba tanto que el sucesor se ganara a la aristocracia, a los sectores económicos o a la clase política como al pueblo; impulsó a los Príncipes a llevar a cabo una auténtica campaña de popularización, de contacto con el pueblo, como las que él mismo solía hacer en los años cuarenta o cincuenta, cuyos beneficiarios eran mucho más que la institución la pareja que formaban Juan Carlos y Sofía.
En 1964 Franco realizó, con un gesto, la primera designación popular de don Juan Carlos al presidir a su lado el desfile conmemorativo de la Victoria.
Franco se preocupó, además, de que su sucesor contara si no con sus poderes y su carisma, algo imposible de transmitir, si con la transmisión de su legitimidad personal.
A la muerte de Franco no se produjo la sustitución de un poder de hecho por otro distinto, sino que se producirá una continuidad natural en el poder, atendiendo a la norma constitucional vigente. Fue para los españoles una transmisión normal. Esa transmisión de su legitimidad personal fue muy importante para poder llevar a cabo la transición en dos sectores básicos: en una parte importantísima de la clase política del régimen y en el Ejército.
En su testamento político dejo escrito: “por el amor que siento por nuestra Patria, os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y rodéis al futuro Rey de España, Don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado, y le prestéis, en todo momento, el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido”. Palabras suyas, escritas de puño y letra.
En sus confidencias a José Luis de Villalonga, Juan Carlos afirma: “en los días que siguieron a la muerte de Franco, el ejército hubiera podido hacer lo que le diera la gana. Pero obedeció al Rey. Y seamos claros, le obedeció porque yo había sido nombrado por Franco y en el ejército las órdenes de Franco, incluso después de muerto, no se discutían”.

Franco al transmitir a su sucesor un poder especial, superior al contenido en la Constitución del Régimen; poder que es el que le permite proceder a su demolición. Joaquín Bardavío, escribe: “muerto Franco, al franquismo se le invitó a suicidarse y lo hizo con patriotismo y obediencia al heredero de todos los poderes”, al heredero de Franco.

Las circunstancias geopolíticas.
Transformar el régimen de Franco en un sistema democrático al modo occidental no obedeció sólo a razones de ideológicas o internas. En ella intervinieron las circunstancias geopolíticas del momento.
Terminada la II Guerra Mundial, los aliados decidieron acabar con el régimen condenándolo al ostracismo al descartar una posible intervención militar.
No era un sistema democrático pero tampoco lo eran infinidad de países miembros de las Naciones Unidas, el Régimen de Franco tampoco era un Régimen impuesto a los españoles por las potencias derrotadas y menos constituía una amenaza para la paz mundial.
Franco, que ya había denunciado el entreguismo occidental al avance y la previsión de la Guerra Fría, reaccionó afirmando su régimen político. España era, según declaró a la Associated Press, un “país de constitución abierta” que seguiría el camino trazado de perfeccionamiento institucional sin abrir “periodos constituyentes de interinidad”.
A partir de 1947, EE.UU. consideró oportuno de “modificar su política hacia España”, constatando además que en España no existía una oposición cohesionada capaz de hacerse con el poder. La situación previsible de una retirada de Franco podía conducir al caos.
Lo único conseguido con el aislamiento había sido “reforzar el régimen de Franco, impedir la reconstrucción económica de España y operar contra el mantenimiento de una atmósfera pacífica en España en caso de conflicto internacional”.
Lo deseable: la evolución del régimen de Franco de una forma ordenada hacia un régimen democrático, pero para ello será necesario ir convenciendo a “los elementos derechistas que apoyan al régimen, al ejército y a la Iglesia”.
Los Estados Unidos hicieron llegar a Madrid su idea de que a Franco debería sucederle, conservando siempre el orden y la estabilidad en la evolución, un sistema basado en la alternancia de dos fuerzas moderadas: una de centro derecha y otra de centro izquierda.
Independientemente de los deseos exteriores, Franco continuó fiel a su idea de poner en marcha un Nuevo Estado (cerrado en 1967 con la promulgación de la Ley Orgánica del Estado); La institucionalización final estuvo más para el sucesor que para el propio Franco.

Años sesenta: la desideologización del régimen.
Cuando entro en vigor la Ley Orgánica, una parte importante de la clase política del régimen había dejado de creer en el mismo y orientaba su acción política hacia la futura homologación del sistema con occidente; había un consenso casi unánime de que tal homologación política solamente alcanzaría entidad real una vez proclamado el sucesor y con la progresiva desaparición de Franco de la escena política.

El proyecto del sucesor.
El príncipe Juan Carlos pronto fue consciente de que más tarde o más temprano tendría que enfrentarse políticamente a su padre y a la Corte de Estéril; pronto asumió que, para ser rey, debería ganarse la voluntad de Franco, aceptando su proyecto instaurador. Don Juan Carlos se ganó esa voluntad.
Franco cuidó hasta los límites más insospechados de su sucesor. Preparó sus estudios, vigiló su formación, hablaba con unos y con otros, hacía pequeñas indicaciones, bloqueaba cualquier información que él consideraba que podía dañar su imagen.
Se reunía con el Príncipe, al que hablaba de su experiencia, dándole lecciones de comportamiento y de conducta: un rey no debía tener, su existencia fue una de las causas de la caída de la Monarquía; el rey no debía tener amigos públicos; la Monarquía debía enterrar a la Corte y ganarse al pueblo.
Pemán dejó constancia de que Franco veía en el Príncipe a un hijo, y que Juan Carlos asumía esta relación como la del abuelo con el nieto. Doña Sofía también estima que Franco vio a su esposo “como el hijo que no había tenido”.
El médico privado de Franco, doctor Vicente Pozuelo, dejó escrito que consideraba a los Príncipes como parte de su propia familia.

La Ley y los Principios: controversias sobre la idea de la Ley a la Ley.
La Ley de Sucesión de 1947, en su artículo noveno, fijaba la obligatoriedad de que el sucesor jurara lealtad a las dos realidades jurídicas que formaban el entramado constitucional del régimen:
*.- Las Leyes Fundamentales del Reino.
*.- Los “Principios que informan el Movimiento Nacional”. (Pero esos principios no estaban precisados, salvo que se entendiera como tales, a través del Decreto de Unificación, los puntos programáticos de Falange).
Una de las batallas políticas de José Luis de Arrese fue la de fijar esos Principios que aseguraran la permanencia de la ideología que animaba al régimen, sin mención a la Monarquía y se aseguraba la pervivencia del Movimiento.
El equipo de López Rodó, una vez frenados los proyectos de Arrese, preparó una nueva redacción, obra, en gran medida, de Fernández de la Mora, que sería la promulgada en 1958.
Los Principios Fundamentales eran los inspiradores de las leyes, de la acción política y del ejercicio de la misma en el Régimen (un corpus ideológico no negociable, no sujeto al debate político en el que se subsumían los principios del Tradicionalismo, del Derecho Público Cristiano y los conceptos joseantonianos. Estos principios no podían ser vulnerados ni modificados por el sistema constitucional que informaban; quizás sólo pudieran ser ampliados o matizados a través de un sistema de enmiendas siguiendo el modelo americano).
En el ordenamiento constitucional español, ante los Principios, las Leyes Fundamentales quedaban en un rango inferior. El juramento de fidelidad exigido al Jefe del Estado le convertía en el encargado de mantenerlas, observarlas y defenderlas. Como el propio Franco precisaría, no se trataba de un juramente único sino de un juramento doble y diferenciado.

Eliminada del ordenamiento la fórmula de reaseguro preconizada por Arrese al exigir que “la redacción de las leyes deba evitar que queden (los Principios y el Movimiento) a merced de los caprichos y de las veleidades posibles de los hombres teniendo como objetivo lograr la continuidad política fijando las facultades y funciones, dentro de un sistema de garantías políticas, que aseguren la adecuación de la gestión de gobierno a esos principios inmutables”.
El problema político de la redacción final era que todas las garantías consistían en la lealtad a un juramento. Para Francisco Franco, era imposible que un Rey no cumpliera lo que jurara, porque teniendo presente lo expuesto es evidente que prestar el mismo con cualquier tipo de reserva mental constituiría un engaño o una traición.

En la Ley de Principios, los tres artículos que acompañaban a la Declaración de Principios eran muy claros en su intención: los Principios inspiran las leyes; son de obligado cumplimiento para todos los cargos públicos; cualquier ley o disposición que los vulneren o simplemente eviten su cumplimiento en lo más mínimo serían nulas.
La Ley Orgánica del Estado cerró el entramado constitucional del régimen de Franco, en su artículo tercero, volvía a situar, por encima de la misma, a los Principios Fundamentales, que son “por su propia naturaleza, permanentes e inalterables”.
Algo que se reiteraría en la refundición en un solo documento de las Leyes Fundamentales del Reino, publicado unos meses después.
En su exposición indicaba que la refundición mantenía la “permanencia e ineltarabilidad de los principios que las inspiran”, volviéndolos a situar en un plano distinto y superior a las leyes. La insistencia en la importancia de la correcta observación de los Principios resulta en la Ley Orgánica reiterativa.
El artículo sexto de la Ley obliga al Jefe del Estado a la “más exacta observancia de los principios del Movimiento y demás Leyes Fundamentales del Reino, así como de la continuidad del Estado y del Movimiento Nacional”.

Leyendo la ley, difícilmente, desde su óptica, si se aceptaba el juramento de las leyes, se podía promover una acción contra lo que precisamente se había encomendado.
La Ley Orgánica, también limitaba los poderes del Jefe del Estado, cuyas decisiones necesitaban el refrendo del presidente del gobierno, del ministro correspondiente o del presidente del Consejo del Reino según los casos.
Además, al Consejo Nacional se le encomendaba la misión de “defender la integridad de los Principios del Movimiento Nacional”, correspondiéndole velar porque las leyes se ajusten a los mismos y puedan ejercer, en caso contrario, el recurso de contrafuero.
La Transición (la reforma-ruptura realizada por don Juan Carlos, a través de Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda) fue “un pequeño golpe de estado legal”, el artículo 59 de la Ley era determinante y no abierto a interpretación al afirmar en su apartado primero: “es contrafuero todo acto legislativo o disposición del gobierno que vulnere los Principios del Movimiento Nacional o las demás Leyes Fundamentales del Reino”.
Además, en la refundición de las leyes se recordaba de forma taxativa que “serán nulas las leyes y disposiciones de cualquier clase que vulneren o menoscaben los Principios proclamados en la presente Ley Fundamental del Reino”.

De con las leyes del Régimen, la Ley de la Reforma Política era en derecho nula y el axioma de ir de la “Ley a la Ley” una justificación, porque la reforma lo que en realidad implicaba era una ruptura realizada desde el poder. Fue en realidad, si nos ceñimos a lo dispuesto en las leyes, un golpe de estado legislativo. Josep Meliá, un hombre de la Reforma, escribió: “con arreglo a derecho, Blas Piñar y todos los ultras tienen razón. Porque el proyecto de Ley de Reforma Política incurre en contrafuero”.

La redacción definitiva de las leyes logró un complejo sistema de relaciones orgánicas entre los poderes e instituciones del Estado, que incluía un fuerte sistema de seguridades que, en teoría, hacía imposible que las leyes vulnerasen la filosofía del Régimen.
Tenía, en este sentido, razón Franco cuando afirmaba que “todo estaba atado y bien atado”: ni el Presidente del Gobierno, ni el de las Cortes, ni el Consejo del Reino, ni las propias Cortes o el Jefe del Estado podían pasar por encima de los Principios, a no ser, claro está, que todos estuvieran de acuerdo en vulnerar las leyes, pero esto era algo impensable para Franco.
Lograr la aceptación de esas instituciones, de un modo u otro, al impulso del Jefe del Estado, se basó la primera fase de la Transición que condujo a la Ley de Reforma Política.
Las leyes obligaban a todos, desde el Jefe del Estado hasta el último de los procuradores y consejeros nacionales, a la defensa activa de los principios y a evitar su vulneración.
Ahora bien, el sistema legal de seguros estaba pensado en función de posibles actos gubernativos. Frente a éstos estaba la capacidad del Consejo Nacional para operar como Tribunal Constitucional. Lo que no estaba previsto es que el Consejo Nacional no ejerciera esa misión a través de los vericuetos legales, porque la hipótesis que Franco nunca barajó fue que el Jefe del Estado, la pieza clave, se convirtiera en el elemento activo que impulsara la conculcación de los Principios.
Para ello, Juan Carlos se benefició de los poderes de Franco. Poderes que aunque legalmente no heredaba, si quedaban en su acervo personal por la inercia propia de la situación. Esta legitimidad le abrió las puertas de las instituciones del régimen para su demolición. Para ello fue necesario controlar las instituciones mediante hombres vinculados a sus propósitos de cambio.

 El compromiso de 1969.
Lo que se produce en julio de 1969, de acuerdo con la legislación vigente, es una instauración convertida en reinstauración por el hecho de que el sucesor es heredero directo de la rama reinante hasta 1931.
No es una restauración porque no se vuelve a la legitimidad de 1876, sino que se llega al trono a partir de la realidad engendrada por el 18 de julio. Es lo que el Príncipe afirma en su discurso: “quiero expresar, en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el Jefe del Estado, Generalísimo Franco, la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936 en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos tristes, pero necesarios, para que nuestra Patria encauzase su nuevo destino”.
Después recordará que “pertenece por línea directa a la Casa Real Española”, ¿reivindicando que su legitimidad venía de más allá del Régimen?.
El al final reitera, “estoy seguro de que mi pulso no temblará para hacer cuanto fuera preciso en defensa de los principios y leyes que acabo de jurar”.
Hay testimonios que indican que el ya Príncipe de España no tenía intención de preservar esos Principios Fundamentales, sino hacer evolucionar el sistema hacia formas democráticas (lo difícil el cómo y en qué forma se podría realizar semejante operación política y si tendría que conservar alguna de las aportaciones del Régimen).
Conocía la posibilidad de cambiar el régimen desde la legalidad, evitando la oposición de las instituciones. Según testimonia doña Sofía, a Juan Carlos le preocupaba la fórmula del juramento: “no quería ser perjuro. Ni que alguien pudiera llamarle perjuro”.El propio rey ha dicho: “son muy pocos los que hablan de lo mal que lo pasé yo antes de prestar un juramento de fidelidad a unos Principios que yo sabía que no podía respetar”.

El 18 de julio de 1969 tuvo lugar la célebre conversación entre don Juan Carlos y Fernández Miranda, en la que, de algún modo, se selló el mecanismo de la Transición. El profesor tranquilizó su conciencia con el siguiente razonamiento: “al jurar las Leyes Fundamentales, las juráis en su totalidad; por lo tanto, también juráis el artículo 20 de la Ley de Sucesión, que dice que las leyes pueden ser derogadas y reformadas. Luego aceptáis desde ellas mismas esa posibilidad de reforma”.
Para Fernández Miranda, los Principios no era una realidad distinta a las Leyes Fundamentales sino parte de las mismas y por tanto modificables.
La reforma era posible si se hacía de acuerdo con lo establecido por las leyes y ese camino evitaría el continuo empezar de nuevo de la anterior historia de España desde las Cortes de Cádiz. Lo que en realidad había encontrado era un vericueto legal, una trampa jurídica que él sabía contraria tanto a la inspiración como a la intención de las leyes y a la propia filosofía política del régimen.
Torcuato no ignoraba que los Principios estaban situados en un rango superior. El argumento, en definitiva, era válido tan solo en la medida en que se quisiera compartir; porque, como ya hemos apuntado, éstos no eran, como sostiene el profesor del Príncipe, síntesis de las leyes sino inspiradores de las mismas. No eran resumen de su filosofía sino la filosofía que las impregnaba.
Torcuato tuvo, además, buen cuidado de no hacer referencia al artículo tercero de la Ley de Principios que declaraba nula cualquier ley que entrara en colisión con los mismos. Y el recurso de contrafuero era práctica parlamentaria habitual en la época.
Don Juan Carlos, años después comentaría, “aquello que me decía Torcuato de que toda ley lleva en sí misma el principio de su reforma y que nada es eterno y que todo se puede cambiar por la vía de la legalidad sonaba muy bonito, pero una cosa es hablar de ello y otra hacerlo”.

El piloto del cambio.
En “Todo un Rey” se dice: “cuando Franco le nombró Príncipe de España, Juan Carlos programó cada minuto de su vida para preparar la Transición en el momento oportuno. Sin perder nunca el respeto personal a Franco”.
Nicolás de Cotoner, marqués de Mondéjar, en el prólogo a la obra de los familiares de Fernández Miranda, significativamente titulada “Lo que el rey me ha pedido”, dice “que nuestro Rey ha sido el motor del cambio, el empresario de la obra y el piloto que manejó con pulso firme la nave del Estado en su travesía hacia la orilla democrática”. Pero tras el juramento y la decisión de cambiar el régimen no existía certeza sobre el cómo hacerlo.
Lo que sí se puede afirmar es que en 1969 don Juan Carlos debió moverse en la órbita de los sectores aperturistas del régimen.
Entre 1969 y 1975 el Príncipe fue adquiriendo el compromiso de no ser el continuador de la obra política de Franco, sin que esto significase que renegar o poner en tela de juicio la legitimidad que le había hecho rey.
En el período que va desde 1969 a 1975 dos tiempos en la acción del motor del cambio:
*.- En el primero, el Príncipe juega con la hipótesis de ser rey en vida de Franco. En ese marco, los cambios por fuerza deberían ser muy lentos y dentro de los límites de lo que se venía denominando el reformismo del régimen, en el que militaba una joven generación de burócratas del Movimiento.
*.- El segundo tiempo vendrá determinado por la asunción del hecho de que no sería rey en vida de Franco. Ante el después de Franco se dedicaría a dar a conocer cuál era su proyecto tanto a la oposición como a los ambientes internacionales.

El Gobierno formado en octubre de 1969, el gobierno del Príncipe, hechura de Laureano López Rodó, estaba destinado a presidir la proclamación de Juan Carlos como rey. En el mismo figuraba, como Ministro Secretario General del Movimiento, un hombre de la confianza del Príncipe, Torcuato Fernández Miranda.
Un gobierno que se movía dentro de la órbita reformista y aperturista del momento que en cierto modo trataba de ir sentando las bases para un cambio. Torcuato se proponía consumar, bajo la aparente ortodoxia de las palabras, la desfalangistización del Movimiento para convertirlo en una estructura de apoyo a la Monarquía.
Las denuncias contra este gobierno por parte de los sectores más militantes del régimen, acusado de querer desmantelar el régimen y socavar el prestigio de Franco arreciaron y finalmente tanto Franco como Carrero se hicieron eco de las mismas. Mientras, el Príncipe continuaba dando muestras de lealtad a Franco y a los Principios Fundamentales en los primeros discursos públicos que pronuncia. Es el hombre que mide las palabras para no despertar recelos.
Apoya el proceso de desmantelamiento del Movimiento que muchos pretenden incluso desde el Gobierno o sus aledaños, conclusión lógica de parte de la política de los sesenta; como otros, cree que la estrategia acertada es que el Movimiento se vaya diluyendo; se muestra partidario de que se produzca la separación de la Jefatura del Estado y la Presidencia del Gobierno; quiere las asociaciones políticas porque ellas abrirán las puertas a los partidos.
Su opción parece ser la evolución lenta, quizás conservando algunos elementos del régimen. Probablemente está en la órbita de lo que desde hace años ha planteado la política exterior americana como salida al régimen de Franco: un sistema con dos grandes fuerzas que no cuestionen el orden.
Cuando esté próxima la muerte de Franco se planteará impulsar la formación de esas fuerzas.

El presidente Nixon, al conocer sus propósitos durante su visita a los EEUU en 1971, le recomendó tranquilidad en un camino donde lo importante era conservar el orden y la estabilidad.
Pero también en esos años hizo llegar a los centros de opinión internacionales su intención de hacer cambiar el sistema. En 1970, el prestigioso articulista, Richard Eder publicó un importante artículo bajo el título de “Juan Carlos quiere una España democrática”.
Conforme avancen los años setenta y la decadencia de Franco se haga más evidente mayor será la actividad del piloto del cambio.
En 1971 visitó los EEUU, en 1972 la República Federal Alemana. Después, a través de colaboradores, buscó convencer a la oposición de sus deseos de cambio. A través de José Mario Armero llegó hasta Felipe González. También enlazará con Luis Yañez y Luis Solana. En el maletero de Puig de la Bellacasa llegan a la Zarzuela hombres como Jordi Pujol o Leopoldo Torres.

En 1972, Herrero de Miñón publicó en Cuadernos para el Diálogo su trabajo “El Principio Monárquico”, en el niega la inmutabilidad de los Principios e indica que la clave está en la utilización del artículo 10 de la Ley de Sucesión, confiando a la Corona, gracias a su poder soberano, la misión de poner en marcha el cambio.

En 1974, Rafael Arias Salgado, había defendido que el cambio debería ser obra de un gobierno liberalizador.

Jorge Esteban publica la obra “Desarrollo Político y Constitución Española” y Fernández Miranda “Estado y Constitución”, defendiendo su idea de que “el único camino para erradicar las leyes que no nos gustan es trabajar para conseguir cambiarlas desde los mecanismos de reforma en ellas establecidos.

En 1973, Franco decidió separar la Presidencia del Gobierno de la Jefatura del Estado nombrando presidente a un hombre leal, Luis Carrero Blanco. El gobierno está también pensado de cara al momento de la sucesión real pero es muy distinto al de 1969. Carrero supone la continuidad del régimen y un escollo para un cambio absoluto, pero lo corta un atentado terrorista de ETA.
El propio don Juan Carlos ha precisado que de vivir el Almirante, un hombre que en silencio había trabajado por la restauración de la Monarquía y por don Juan Carlos, no hubiera podido desmantelar el régimen tan rápidamente, aunque creía que Carrero, finalmente, no se le hubiera opuesto presentándole su dimisión.
Don Juan Carlos ya trabajaba abiertamente para el cambio político, quedaba diseñar el camino legal.
Franco murió el 20 de noviembre de 1975. Probablemente era consciente de que su régimen no le sobreviviría. En su última conversación con el hombre al que, en definitiva, le había hecho rey, ya en la Ciudad Sanitaria de La Paz, sólo pidió al Príncipe una cosa: que preservara la unidad de España: “la última vez que le ví ya no se encontraba en estado de hablar.
 La última frase coherente que salió de su boca, cuando ya se hallaba prácticamente en la agonía, es la que he mencionado ya, referida a la unidad de España.
Más que sus palabras, lo que me sorprendió sobre todo fue la fuerza con que sus manos apretaron las mías para decirme que lo único que me pedía era que preservara la unidad de España. La fuerza de sus manos y la intensidad de su mirada. Era muy impresionante. La unidad de España era su obsesión. Franco era un militar para quien había cosas con las que no se podía bromear. La unidad de España era una de ellas”.

Esa España que, como afirma el propio Rey, es la que le permitió llevar a cabo la Transición: “todo lo que hice cuando me vi con las manos libres pude hacerlo porque antes habíamos tenido cuarenta años de paz. Una paz, estoy de acuerdo, que no era del gusto de todo el mundo, pero que de todos modos, fue una paz que me transmitió unas estructuras en las que me pude apoyar”.