I.
Democracia y conflicto español (1)
El desorden
bajo un gobierno sin autoridad. Un juicio excesivamente simplista, que no tiene
en cuenta la realidad de los hechos notorios, y los efectos de una propaganda,
más hábil que sincera, han dado lugar a que muchos hombres que tienen la
fortuna de vivir en las democracias anglo-sajonas y escandinavas, adopten
frente a la guerra civil española una posición espiritual que está en pugna con
sus más íntimas convicciones. Creen esos hombres que la lucha, en España, está
entablada entre un gobierno legítimo, hijo del sufragio, y una parte del
ejército español que, restaurando el período vergonzoso de los pronunciamientos
militares, se levantó contra los poderes constitucionales, para satisfacer
ansias de dominio y bastardas aspiraciones de clases.
Y, a base de
esta opinión, creen que el triunfo del gobierno designado por el señor Azaña
significaría la consolidación de una democracia liberal, y su derrota la
instauración indefinida de una dictadura militar.
La dictadura
de clase. El que estas líneas escribe, que ha proclamado siempre, a pesar de
todos sus defectos, su preferencia por las democracias parlamentarias y su
disconformidad con las dictaduras indefinidas -cualquiera que sea su partido,
la clase o el hombre que las ejerza- se cree en el deber de mostrar el error en
que están los que juzgan los acontecimientos de España con el criterio antes
expuesto.
Ni es cierto
que el Frente Popular haya alcanzado el poder a base de una formidable corriente
de opinión que le diera un rotundo triunfo electoral. Ni es exacto que la
España donde domina aun el Frente Popular esté regida por un gobierno
constitucional y parlamentario, sino que lo está por la más bárbara y feroz
dictadura de clase. Ni puede admitirse que la derrota de los nacionalistas
consolidaría una democracia que dejó de existir hace mucho tiempo; como no
puede darse por descontado que su triunfo implicaría la instauración indefinida
de un régimen fascista y la infeudación de España a la política exterior de
Italia y Alemania.
Vamos a verlo:
Programa
sincero. La disolución de las Cortes elegidas en noviembre de 1933, antes de
transcurrir la mitad del tiempo de su mandato, fue una enorme imprudencia que,
quizá con recta intención, cometió el Presidente de la República, con la vana
ilusión de que unas nuevas elecciones, hechas por un hombre sin partido y sin
otro apoyo que la benevolencia presidencial, producirían el milagro de crear
una fuerza adicta a su persona que podría ser un regulador de la vida política
española. El régimen electoral vigente en España -combinación monstruosa del
régimen mayoritario, con el sufragio por lista, a base de grandes
circunscripciones- y el clima pasional en que se desenvolvían las luchas políticas
condenaban al fracaso, anticipadamente, la desgraciada iniciativa presidencial.
Las elecciones
se prepararon bajo el signo del Frente Popular, que unía las izquierdas burguesas,
con escasa fuerza en la opinión, a las organizaciones proletarias, incluso las
más extremistas. El programa del Frente Popular no rebasaba los límites de un
programa de izquierda burguesa y democrática. Pero las organizaciones
proletarias que la aceptaron -dirigidas por hombres que proclaman la guerra de
clases y la dictadura del proletariado- y las masas que los seguían -más
extremistas aun que sus directores, sabían que, en caso de triunfar impondrían
su voluntad porque eran el número y la audacia, mientras que ni el señor Azaña
ni otro hombre alguno de las izquierdas burguesas, tenía voluntad y entereza
para resistir sus demandas... o sus amenazas.
Odios
excitados. Y así, se daba el caso que, mientras el programa electoral del
Frente Popular -documento largo y pesado que nadie leyó- era en materia
política y social, de un reformismo casi conservador, la propaganda que se hizo
en el período electoral -acaparada por los líderes de organizaciones
proletarias- fue de una violencia inaudita: dejando de lado lo que pueda haber
de constructivo en el socialismo y aun en el comunismo, se consagraba a excitar
los malos instintos de la plebe, a fomentar todos los rencores y a prometer las
más absurdas realizaciones sociales basadas siempre en la destrucción, en el
aniquilamiento de sus adversarios.
Las elecciones
del 16 de febrero, celebradas en medio de un ambiente de pasión prerrevolucionaria,
dieron, en muchas de las capitales de provincias y ciudades importantes de España,
la mayoría a las candidaturas de Frente Popular. Y como los resultados
electorales de las grandes ciudades fueron los primeros en conocerse, las masas
proletarias creyeron, desde el día 17, en la seguridad de su triunfo... que no
era de un programa, que no habían leído y del cual nadie les había hablado,
sino de las doctrinas incendiarias que les habían suministrado en mítines y
hojas volantes durante la campaña electoral.
Y empezaron
los desmanes de las turbas frente a los cuales la fuerza pública guardaba actitud
expectante, porque las autoridades de que dependían directamente, los
gobernadores civiles nombrados por el señor Portela, se fugaban, se escondían o
no se atrevían a dar orden de ninguna clase que pudiera contrariar a las masas
que, unas horas después, tendrían, de hecho, y tal vez de derecho, el Poder en
sus manos.
Resultados
falsificados. Si durante los días 17 y 18 el resultado de las elecciones
aparecía incierto y las fuerzas de derecha y de izquierda estaban muy
equilibradas, el fracaso total de las candidaturas gubernamentales, patrocinadas
por el Presidente de la República y el Gobierno del señor Portela, se vio claro
desde el primer momento. El Jefe del Gobierno, ante la magnitud de su fracaso
no se sentía con autoridad alguna, ni siquiera para mantener el orden.
Inexistentes, en realidad, el poder central y su dirección la máquina coactiva
del Estado. Se había creado y crecía por momentos, en muchas provincias de
España, una situación anárquica, de verdadera jacquerie. Gibraltar, en los días
17 y 18 de febrero -antes de que el resultado de las elecciones fuera conocido-
se llenó de propietarios y comerciantes de las provincias andaluzas más cercanas,
que buscaban, bajo la bandera inglesa, una protección, una garantía, que no
encontraban en su país, huérfano de autoridad.
Fue en estas
condiciones que el día 19 se ofreció el Poder al jefe del Frente Popular, señor
Azaña.
Las noticias
que se iban recibiendo de los resultados electorales, daban un gran número de
puestos al Frente Popular, pero no le aseguraban la mayoría. Para intentar
alcanzarla, durante los días 19 y parte del 20 -fecha en que debía hacerse el
escrutinio y la proclamación de candidatos triunfantes- bajo la coacción de las
masas proletarias del Frente Popular y ante la pusilánime abstención de sus
adversarios, privados de toda garantía, se falsificaron gran número de
certificados de escrutinios parciales. Pero, a pesar de todas estas falsedades,
aún el Frente Popular no alcanzaba mayoría. Para obtenerla, fue preciso
aplazar, en algunas provincias, el escrutinio general para que hubiera tiempo
de hacer nuevas falsificaciones. Con todo ello se llegó a que apareciera una
mayoría de diez o doce puestos en favor del Frente Popular, que no significa
siquiera, ni aún con todas las falsificaciones hechas, la mitad de los votos
emitidos.
Una mayoría
tan insignificante condenaba a la impotencia a las nuevas Cortes. Es verdad que
podía confiarse en que, con la atracción del Poder, podrían obtenerse algunas
incorporaciones que ampliasen y consolidasen la base parlamentaria del
Gobierno. No quiso el señor Azaña correr este albur y utilizó la mayoría
insignificante, obtenida a fuerza de falsedades, para anular las elecciones en
algunas provincias en que las había perdido el Frente Popular. Unas nuevas
elecciones, en las cuales las violencias de las turbas fueron protegidas y
amparadas por las autoridades, dieron, por fin, al Gobierno del Frente Popular
el asiento parlamentario que no le habían dado los votos de los electores
españoles.
¿Es que la
conducta del Gobierno español del Frente Popular logró, o lo intentó siquiera,
borrar el turbio origen de su ascensión al Poder y ganarse la confianza o, por
lo menos, el respeto de los ciudadanos españoles? ¡Todo lo contrario!
Promesas por
radio. A las pocas horas de haberse encargado del Poder el señor Azaña, se
dirigió por radio a todos los españoles en términos irreprochables. Declaró que
cumpliría fielmente el programa del Frente Popular, con el concurso del
Parlamento, dentro de la más estricta observancia de la Constitución y sin
consentir que se impusieran, en el Poder, soluciones que no había aceptado en
la oposición.
Las palabras,
llenas de buen sentido, del señor Azaña y la energía con que fueron pronunciadas,
produjeron un momento de esperanza. La esperanza quedó desvanecida a las pocas
horas: los directores de las organizaciones socialistas y comunistas requirieron
al señor Azaña para que se empezara a dar cumplimiento al programa del Frente
Popular, sin esperar el voto de las Cortes, en materias que la Constitución lo
exige. Esta exigencia pugnaba, no sólo con la Constitución, sino con el
compromiso solemne que, horas antes, había contraído el señor Azaña ante todos
los españoles. No se sabe si fue porfiada la resistencia, lo que es cierto es
que fue vencida ante la amenaza de que las masas desbordarían a sus directores.
Y así, contra la Constitución, fue otorgada una amnistía general que sólo puede
otorgarse por ley, y sin ley y contra la Constitución, se ordenó a los patronos
que readmitieran a los obreros despedidos, aunque lo hubieran sido por causa
legítima, aunque hubieran acordado el despido los Tribunales arbitrales, aunque
lo hubiese impuesto el Gobierno.
Se impone el
desorden. Con la aplicación combinada de ambos decretos se destruyó toda
disciplina en el trabajo y se produjeron infinidad de casos monstruosos. Me
limitaré a citar uno solo: un obrero que pocos meses antes había asesinado a un
patrono, debía ser readmitido por los hijos de la víctima, en el mismo puesto
que antes ocupaba y, como premio, debían abonarle los salarios desde el día que
cometió el crimen.
Estas primeras
claudicaciones del Poder público significaron una considerable agravación en el
proceso de descomposición social en que, desde el 17 de febrero, vivía España.
El señor Azaña demostró que sus arrogancias eran puramente verbales: los
meneurs averiguaron que, ante su voluntad, cedía el Gobierno, se torcía la ley,
y se burlaba la Constitución; las masas extremistas se apercibieron de que sus
directores estaban dispuestos a sostener y amparar todas las violencias y todos
los crímenes.
Y así empezó
la guerra civil española: con invasión de fincas, asesinatos de patronos, incendios
de iglesias... y persecución de fascistas.
Bajo la
tiranía anarquista (2)
El golpe de
Franco como manifestación de patriotismo. Hay que advertir que en España el
fascismo no tuvo importancia alguna hasta después de las elecciones del 16 de
febrero. En dichas elecciones la candidatura fascista por Madrid, que era donde
estaba el núcleo mayor y donde tenía mayor ambiente, obtuvo tres mil votos,
entre cuatrocientos mil votantes. En España, el Frente Popular, creado para
combatir un fascismo que no existía, al perseguir un fantasma, ha creado una
realidad... que se llama fascismo, porque con tal denominación se le ha
combatido, pero que, en realidad, no es otra cosa que la reacción natural y
salvadora que se produce en una colectividad política cuando actúan
violentamente gérmenes de descomposición que amenazan acabar con ella, y el
Poder público, mediatizado por la anarquía, no quiere ni puede cumplir con su
deber elemental de mantener el orden y hacer cumplir las leyes.
Ayudas a los
rojos. Elegido presidente de la República el señor Azaña, se encargó del Poder
el señor Casares Quiroga. Bajo su mando el proceso de descomposición interna de
España se acentuó de día en día. El Gobierno actuaba al dictado de comunistas,
anarquistas y socialistas bolchevizantes. Los crímenes políticos y sociales estaban
a la orden del día. Por las carreteras no se podía circular sin pagar tributo a
unas bandas que, con el nombre de «Socorro Rojo» desvalijaban a los transeúntes
ante los agentes de la autoridad obligados a permanecer como meros espectadores
de todos los delitos cometidos en nombre de una ideología revolucionaria.
Bastaba una bandera roja o un puño en alto para poder robar, incendiar,
asesinar impunemente.
El juicio que
merezca la conducta política del señor Casares Quiroga, queda juzgado en dos
hechos:
Primero: En el
Parlamento, al ser requerido para que pusiera fin al estado de guerra civil en
que se vivía, en muchas provincias españolas, imponiendo a todos, derechas e
izquierdas, fascistas y comunistas, el cumplimiento de la ley y el respeto a la
autoridad, contestó que el Gobierno, en la lucha, no se sentía juez, sino
beligerante.
Segundo: El
asesinato del jefe monárquico señor Calvo Sotelo, cometido por agentes de autoridad,
vestidos de uniforme y utilizando una camioneta del Cuerpo de Seguridad, no
arrancó de labios del señor Casares Quiroga ni una palabra de protesta, ni un
gesto que significara que iban a ser castigados los asesinos.
Creo que es
suficiente para retratar un hombre y definir una política.
La acción del
Ejército. Y fue entonces cuando se produjo el alzamiento militar.
La actitud de
la mayoría del Ejército era conocida: respeto absoluto al Gobierno y a la legalidad
constituida, mientras no fuera inminente el desquiciamiento y la bolchevización
de España; en este momento, al lado del gobierno, si, por fortuna, el Gobierno
quería resistir; frente al Gobierno, si éste se resignaba a la descomposición
interior de España.
Y aquí
llegamos al punto más delicado y trascendental. ¿Se había llegado ya al momento
en que un deber elemental de patriotismo exigía al Ejército que interviniera,
sin el gobierno, contra el Gobierno, para atajar el proceso, avanzadísimo, de
la descomposición de España?
Este es un
punto en que muchos pueden dudar; en que muchos dudamos y aún nos inclinábamos
a la negativa, cuando se produjo el alzamiento militar.
Pero nuestras
dudas se han desvanecido cuando hemos visto que la FAI, la formidable organización
anarquista -que hoy ejerce, de hecho, el poder en las provincias controladas
por los Gobiernos del Frente Popular-, tenía perfectamente preparada su
intervención revolucionaria para apoderarse del mando en el momento en que,
anarquizado y descompuesto el ejército, no encontraría fuerza alguna que se
opusiera a su audacia.
El ejemplo de
Cataluña. Que las organizaciones extremistas exigían la separación del ejército
de todos los generales, jefes y oficiales que pudieran oponerse a un golpe de
mano anarquista o comunista, era notorio. También lo era, por desgracia, que el
Gobierno no tenía la entereza necesaria para resistir a la conminación. Si
hubiera alguna duda, la desvanecería el ejemplo de lo que ocurría con la
Guardia Civil -el Instituto armado que era la máxima garantía del mantenimiento
de la paz y del respeto a la ley- de la cual, el mes de abril, se iban
eliminando los jefes y oficiales que señalaban los comunistas y socialistas
bolchevizantes.
Y a los que
dudaban de la realidad del peligro y creían que el tiempo podía atenuarlo y suprimirlo,
les invito a que quieran contemplar una realidad que les dirá cuán profundo es
su error. Esta realidad es la situación de Cataluña.
En Cataluña,
la sublevación militar duró sólo veinticuatro horas. Puede decirse que a las doce
horas estaba vencida, porque su jefe, rendido y prisionero, se dirigía, por
radio, a todas las guarniciones de Cataluña invitándolas a la rendición. Los
hombres del Frente Popular quedaron, desde el día 20 de julio, totalmente
dueños de la situación en Cataluña. La zona de guerra está muy lejos del
territorio catalán. Ningún ataque se ha producido por parte de los ejércitos
nacionales. La situación interior de Cataluña, con su Gobierno autónomo, no
está, pues, determinada por la guerra civil: es el desemboque natural de la
situación que, en toda España, existía antes del alzamiento militar.
¿Qué ocurre en
Cataluña? Que el terror rojo reina allí más violento y salvaje que en cualquier
otra región de España.
Una amenaza
para España. No sólo son perseguidos y asesinados los sacerdotes, los burgueses,
los hombres de derechas; lo son igualmente los hombres de las izquierdas
burguesas... que iniciaron la constitución del Frente Popular: sus
personalidades más salientes ya están ocultas en Francia o en Bélgica,
desempeñan, más allá del Atlántico, fantásticas misiones que disimulan la
realidad de su huida. Los que están aún en Barcelona es porque no han podido
salvar la vigilancia implacable de los hombres de la FAI. Por cada burgués y
cada cura asesinado, lo han sido diez obreros.
Se han
suprimido los Tribunales de Justicia, así en lo criminal como en lo civil, y
han sido substituidos por Tribunales Populares, integrados por representantes
de los Comités revolucionarios, con encargo de hacer justicia prescindiendo de
las leyes y ateniéndose únicamente a los dictados de su conciencia
revolucionaria. Téngase en cuenta que la mayor parte de las ejecuciones
capitales no las decretan estos Tribunales Populares, sino bandas y comités de
las organizaciones comunistas y anarquistas.
Las iglesias han
sido quemadas; la mayoría de las viviendas, saqueadas y expoliadas; todas las
propiedades, tanto de españoles como de extranjeros, han sido incautadas; han
sido abiertas las cajas de los Bancos y los comités anarquistas de intervención
disponen a su antojo de los bienes de los Bancos y de lo que en ellos habían
depositado los particulares. Todos los periódicos han sido incautados, no por
el Gobierno, sino por miembros de las distintas organizaciones revolucionarias
y, a costa de sus antiguos propietarios -si tienen bienes en España- defienden
la política de los incautadores.
Sólo en la
Hungría de Bela Khun puede encontrarse algo semejante al régimen que impera en
Cataluña.
Y el régimen
de Cataluña es el que impera en Valencia y Alicante, Jaén y Málaga y Cartagena,
y en todas las provincias gobernadas por el Frente Popular, es el régimen que
imperaría en toda España si no se hubiera producido el alzamiento militar.
Si ocurriese
en Inglaterra. Esta es la reflexión que deben hacerse los ciudadanos que, por
vivir en países de régimen democrático y parlamentario, donde el respeto a la
ley y a la autoridad son postulados que admiten todos los partidos, les hace
difícil comprender la realidad de lo que ocurrió en España desde el 17 de
febrero.
Es natural la
tendencia que tienen todos los hombres equilibrados a juzgar los hechos según
las normas corrientes que presiden, en general, su origen y su trayectoria,
resistiéndose, por instinto, a admitir lo monstruoso, lo anormal, lo absurdo.
Pero cuando se produce una situación que ofrece estas características, hay que
juzgarla así, aunque su anormalidad nos moleste y nos choque. Es para cuando se
producen en la vida pública de un país casos de esta índole, que los romanos
inventaron la fórmula salus populi suprema lex que han aplicado, olvidando, por
un momento, las normas y preceptos usuales, todos los pueblos, cuando han
sentido la inminencia de un gran peligro.
Yo invito a
estos hombres a que piensen cuál sería su actitud en su país -en Inglaterra,
por ejemplo-, si llegase el caso de que un gobierno se sometiera a las órdenes
de comités anarquistas y comunistas, que se les impusieran y aquél las
aceptara, toda suerte de claudicaciones: gobernar contra la Constitución;
infringir las leyes; prostituir la Justicia; amparar el crimen impidiendo que
la fuerza pública se oponga a los robos, incendios y asesinatos que se cometen
ante su presencia y separando de sus cargos a los que no muestren su
satisfacción por cooperar en esta obra de descomposición nacional; organizar,
valiéndose de los agentes de orden público, vestidos de uniforme, el asesinato
de los adversarios políticos; preparar la destrucción del ejército, para que no
pueda impedir que la más espantosa anarquía se apodere del país.
Ya sé que me
dirán que esto no es posible. Y yo les digo que esto es lo que ha pasado en
España y que no habrá un representante diplomático o consular que pueda negar
mis afirmaciones.
El dilema. Y
cuando tengan que aceptar la realidad de aquellos hechos, tendrán que admitir
que se había producido en España aquella situación en que la insurrección
contra el Poder público, no sólo era un derecho, sino un deber de patriotismo y
de ciudadanía.
Yo no sé, ni
sabe nadie, el régimen que se instaurará en España si triunfa el movimiento que
acaudilla el general Franco. Lo que parece evidente es que tendrá un carácter
acentuadamente nacional y que, por tanto, inspirará su política exterior en un
patriótico egoísmo que excluirá toda posibilidad de que los intereses de España
se subordinen a cualquier interés o cualquiera ideología extranacional. Y,
basta mirar el mapa de España para ver, claramente, que su interés nacional, ni
está ni puede estar en pugna con el de la Gran Bretaña.
En cambio, si
fuera vencido el alzamiento nacionalista, no ofrece duda alguna que se instauraría
en España -una España que es pieza esencial para la libre navegación en el
estrecho de Gibraltar y que ocupa posiciones admirables en el Mediterráneo- una
República soviética, gobernada por Moscú, incorporada integralmente a la política
de la URSS.
¿Puede haber
un ciudadano inglés, un espíritu incorporado a la civilización occidental
-individualista y cristiana- que dude ante la perspectiva que le ofrecen estas
alternativas?
La cruzada española (3)
Los que no ven
en la gran tragedia española más que una guerra civil, con los horrores que
acompañan siempre la lucha entre hermanos, sufren lamentable ceguera. Una lucha
interior, en un país fuera de las corrientes del tráfico de las mercancías y de
las ideas, que no tiene peso específico bastante para influir en la vida
internacional ni por su fuerza económica, ni por su potencia militar, ni por su
posición política, podría haber despertado algún interés en los tiempos
tranquilos que vivió la Humanidad algunas décadas atrás. Pero en los momentos
agitados y frenéticos que vivimos, nadie le prestaría hoy atención. Y la realidad
nos dice que desde sus comienzos la guerra civil española es el acontecimiento
que más preocupa a las cancillerías y aquel que más profundamente agita y
apasiona las masas.
Es que el
mundo entero se da cuenta de que en tierras de España, en medio de horrores y
de heroísmo, está entablada una contienda que interesa a todas las naciones del
mundo y a todos los hombres del planeta.
Para
comprender su magnitud hay que recordar el año 1917, el de la instauración del
bolcheviquismo en Rusia, y pensar en todas las desdichas que de aquel hecho se
han derivado para todos los pueblos.
La
implantación del sovietismo en Rusia, uno de los mayores retrocesos históricos
de la humanidad, significó el triunfo, en un gran Imperio, del materialismo
sobre todos los valores espirituales que hasta entonces habían guiado a la
humanidad camino del progreso, y habían agrupado a los hombres en naciones y en
Estados.
La lucha entre
las más opuestas concepciones de la vida de hombres y pueblos surgió inmediata
y no ha cesado un momento, porque los directores del bolcheviquismo ruso
tuvieron, desde luego, la clara visión de que su régimen no podía subsistir más
que perturbando la paz y disminuyendo el bienestar en el resto del mundo, único
modo de enturbiar la visión de la espantosa miseria en que tienen sumido a su
pueblo.
La Rusia
bolchevique alcanzó la ventaja que en toda lucha obtienen los que emprenden la
ofensiva, y su brutal agresión no encontró más que una débil resistencia en la
endeble estructura político-social-religiosa de la vieja Rusia, auxiliada sin
energía ni constancia por los Estados que mayor interés tenían en impedir el
triunfo de aquélla.
Después, todos
los países cristianos, uno tras otro, ya con la esperanza de obtener un lucro,
ya por la inercia que impele a seguir la corriente, no sólo reconocieron al
gobierno bolchevique, sino que le prestaron toda suerte de concursos para que
pudiera forjar las armas con que trataría luego de aniquilarles.
La cruzada de
la España nacional es, exactamente, lo contrario de la victoria del bolcheviquismo
en 1917, y su triunfo puede tener y tendrá para el bien la trascendencia que
para el mal tuvo aquélla. Significa que allá, en el extremo sudoccidental de
Europa, se levantó un pueblo dispuesto a todos los sacrificios para que los
valores espirituales (religión, patria, familia) no fueran destruidos por la
invasión bolchevique que se estaba adueñando del poder.
Es porque
tiene un valor universal la cruzada española por lo que interesa no sólo a
todos los pueblos, sino a todos los hombres del planeta.
Ante ella no
hay, no puede haber indiferentes. La guerra civil que asola España existe, en
el orden espiritual, en todos los países. En vano proclaman algunas potencias
que hay que evitar la formación de bloques a base de idearios contrapuestos.
Los que tal afirman, si examinan la situación de su propio país, verán que
estos bloques ideológicos existen ya y tienen una fuerza inquebrantable. Los
encontrarán dentro de los partidos y de las agrupaciones profesionales, aun en
los grupos más restringidos de sus relaciones particulares y familiares.
A España le ha
correspondido, una vez más, el terrible honor de ser el paladín de una causa
universal. Durante ocho siglos, Bizancio, en la extremidad oriental, y España,
en la extremidad occidental, defendieron a Europa en lucha constante: aquélla
con las invasiones asiáticas y ésta con las asiáticas y con las africanas. Y
cuando Bizancio cayó para siempre, España preparaba el último y formidable
esfuerzo que le dio definitiva victoria, que la Providencia quiso premiar
dándole otra misión de trascendencia universal: la de descubrir y cristianizar
un nuevo mundo.
Cuando la
Iglesia católica, en el siglo XVI, sufrió el más duro embate de su existencia,
fue España la que asumió la misión terrena de salvarla. Y ya en el siglo XIX,
cuando el destino de Napoleón se apartó del servicio de su patria para servir
únicamente su propia causa, fue España, la España inmortal, la que ofreciendo
al héroe hasta entonces invencible una resistencia inquebrantable, salvó a
Europa y a la propia Francia.
Hoy se cumple
una vez más la ley providencial que reserva a España el cumplimiento de los
grandes destinos, el servicio de las causas más nobles, que lo son tanto más
cuanto implican grandes dolores sin la esperanza de provecho alguno.
Y las grandes
democracias de la Europa occidental, que miran con reserva y prevención la gran
cruzada española, se empeñan en no ver que para ellas será el mayor provecho,
como para ellas sería el mayor estrago si el bolcheviquismo ruso tuviera una
sucursal en la península ibérica.
No es hoy
momento de discutir cómo se regirá la nueva España. Pero una cosa podemos
decir: España, como lo dejó probado de modo irrebatible Menéndez Pelayo, fue un
más grande valor universal en cuanto fue más española, más íntimamente unida a
la solera medieval que la forjó preparando la gran obra de los Reyes Católicos
y de los primeros Austrias, mientras que las etapas de su decadencia coinciden
con las de su decoloración tradicional. La nueva España será, de ello estamos
seguros, genuinamente española, y para crear las instituciones que deben
regirla no necesitará copiar ejemplos de fuera, porque en el riquísimo arsenal
de su tradición más que milenaria encontrará las fórmulas para mejor servir y
atender las necesidades de la nueva etapa de su historia.
No hay que
olvidar un hecho en el cual se encuentran en germen muchos de los ingredientes
que ha producido la guerra civil. Es un hecho que nunca, y hoy menos aún, han
de olvidar los españoles: al triunfar el espíritu patriótico-religioso en la
resistencia española a la dominación napoleónica, se reunieron primero en la
Isla de León y después en Cádiz, los hombres que habían de forjar las
instituciones que rigieron la España que con su sangre habían reconquistado sus
hijos. Y la Constitución llamada de Cádiz olvidó la tradición española para
inspirarse en las doctrinas de la Revolución Francesa: ¡el vencedor implantaba
las doctrinas del vencido! Y así quedó frustrado el glorioso y triunfal
esfuerzo y desconectada la corriente tradicional española de sus nuevas
instituciones políticas, iniciándose una pugna que ha culminado en la lucha actual.
Es
indispensable que el caso no se repita; la sangre de los millares de héroes que
están dando su vida por salvar a España del materialismo y la barbarie
bolcheviques, ha de servir, por lo menos, para que nuestra patria vuelva a
marchar por la senda que le señala la tradición y que no debió abandonar jamás.
Francisco
Cambó
1
La traducción inglesa incompleta se publicó en «The Daily Telegraph»
(28-XII-1936). B. de Ríquer ha recuperado los textos originales en español (El
último Cambó. Barcelona, 1997, págs. 286 y ss.)
2
Traducido al inglés en «The Daily Telegraph», 29-XII-1936..
3
Publicado en «La Nación», Buenos Aires, 17-XI-1937.
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