El pasado 17 de abril nos dejó el guerrillero Florián García Velasco, “Grande”. Entre 1946 y 1952 peleó contra la dictadura de Franco por los montes de Teruel, Cuenca y Valencia.
Florián era un mítico jefe de guerrilleros, el único jefe que tuvo el 11º Sector de la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón, el más activo y organizado de los cuatro sectores que la componían.
Florián era segoviano, de Aldealcorbo. Trabajó de camarero en Madrid y durante la guerra civil sirvió como Capitán de Carabineros en el ejército republicano.
Subió al monte desde Valencia con “Pepito el Gafas” a principios de 1946. Participó en la fundación de la Agrupación Guerrillera de Levante en la cueva del Regajo de Camarena en agosto de ese año.
Dirigió la acción más espectacular de la historia del movimiento guerrillero antifranquista: el asalto al tren pagador en Caudé, donde obtuvieron un botín de 750.000 pesetas, una fortuna para la época. Entró en muchos pueblos de la provincia para repartir propaganda y dar mítines en favor de la República y contra la dictadura.
En el asalto al polvorín de las minas de azufre de Libros-Riodeva, los guerrilleros consiguieron varias cajas de dinamita. Era el jefe del campamento escuela del Rodeno en Valdecuenca cuando fue asaltado por la Guardia Civil siguiendo las órdenes del general Manuel Pizarro Cenjor. En esa escuela guerrillera, situada en el privilegiado entorno del Rodeno de la Sierra de Albarracín, “Pepito el Gafas” impartía clases de formación militar y teórica y se editaba la revista El Guerrillero.
Varias promociones de guerrilleros pasaron por ella y muchos aprendieron allí a leer y escribir. La mayoría de los Guerrilleros de Levante procedían de la provincia de Teruel: 171 de los 689 guerrilleros de la lista del historiador Salvador F. Cava, la cuarta parte del total, eran nacidos en nuestra provincia. Sus oficios: sobre todo, labradores, jornaleros y mineros.
Durante aquellos amargos años, la dictadura, aislada internacionalmente, repudiada en silencio por buena parte de la población y atacada por la guerrilla, no estaba ni mucho menos consolidada, y eso que la guerra civil había terminado casi una década antes. “Grande” se convirtió en un mito y en una pesadilla para las fuerzas represoras del régimen. Poseía carisma y un gran sentido del humor.
Era querido y respetado por los demás guerrilleros y muchas veces terminaba sus discursos políticos ante sus camaradas, o ante los campesinos de los pueblos donde se presentaban, cantando algún fandango o contando chistes. Se dice que en Cascante, el 14 de abril del 48, día de la República, invitaron a todo el mundo a café, copa y puro, pagando los guerrilleros. “Chaval” (guerrillero del grupo de “los Maños” fallecido en el día de ayer) decía que allí “Grande” dio el discurso de su vida.
Ese mismo guerrillero solía comentar que de no ser por “Grande”, todos se hubieran ido del monte dos o tres años antes.Salió con vida de muchos asaltos a campamentos, que se saldaban con las mínimas pérdidas propias. Él me contó que el secreto consistía en seguir unas normas elementales y cumplirlas siempre disciplinadamente: no refugiarse en cuevas, dormir junto a las armas, no dormir nunca en casas o pajares, caminar siempre de noche, no cruzar nunca un río sin haberlo vigilado 24 horas antes…
Aunque una vez me dijo que, a veces, cuando iba acompañado de “Cojonudo”, le decía: ¿Qué, morimos en caliente? Y se lanzaban corriendo por los puentes.La fortuna acompañó siempre a “Grande”, como cuando en compañía de “Matías” se topó con un falangista y su escolta en Sinarcas: se dispararon todos a bocajarro y nadie salió herido. O cuando se escondieron todo un día en un aliagar para no ser descubiertos por una batida de la Guardia Civil.
Un día le pregunté por León Quílez, “Pedro” (de Camarena, también del grupo de “los Maños”, que murió en 1947) y me dijo: “Ese era el más valiente de todos nosotros”. Otro guerrillero de Camarena, José Zuriaga, “Carlos el Gafas”, escribió de él en 1950: “La gente le quiere mucho; sabe conocer a los hombres y tratarlos. Aunque es cariñoso, es enérgico cuando hace falta. Es un camarada que da ejemplo con su conducta.
En el 11 Sector las cosas marchan bien”.En 1952 marchó con los 27 últimos supervivientes a pie desde Cofrentes a Francia, en una marcha de más de un mes, sin suministrarse en ningún punto de apoyo y sin tener un solo encuentro con la Guardia Civil. Franco solicitó su extradición, pero el Partido Comunista Francés consiguió que el gobierno no la concediera.
Se exilió entonces en Checoslovaquia y allí se unió para siempre con una de las guerrilleras de Levante, Remedios Montero, “Celia”. Al morir el dictador, tuvieron que esperar aún tres años para poder volver, pues los guerrilleros antifranquistas fueron los últimos exiliados a los que se permitió regresar. Conocí a Florián y a Reme en Valencia, donde siguieron luchando, ahora de otra forma, contra la injusticia, desde el Partido Comunista, en Comisiones Obreras y en Izquierda Unida. También, trabajó intensamente hasta el final por el reconocimiento y la reivindicación de la memoria de los últimos combatientes de la República, los guerrilleros antifranquistas, los “maquis”. Ahora “Celia” se ha quedado sin Florián, pero es que el pequeño “Grande” ha vuelto, con su sombrero siempre ladeado, a las azules montañas del Sector 11.
Manuel Marco Aparicio. Valencia
martes, 28 de abril de 2009
viernes, 24 de abril de 2009
APUNTES SOBRE LA TRANSICIÓN POLÍTICA (Adolfo Suárez)
Adolfo Suárez. Cambio16, 16-01-1991
Resumir, con la brevedad que requiere un artículo periodístico, la transición española constituye para mí no sólo dar cuenta de un proyecto político que, bajo el impulso de la corona, hube de conducir, sino también relatar mi propia experiencia política como presidente del Gobierno desde julio de 1976 a enero de 1981.
El periodo que se conoce como transición política está integrado por tres años que cambiaron políticamente a España: 1976, 1977 y 1978. El primero fue el año de la Reforma Política; el segundo, el de las primeras elecciones generales libres después de 40 años; el tercero, el año de la Constitución.
El proyecto de cambio de un sistema autoritario a una democracia plena, su articulación y desarrollo, constituyó una operación política de gran calado, arriesgada y difícil.
Era necesario, en primer lugar, plantear rotundamente el protagonismo político de la sociedad civil. En el anterior régimen las Fuerzas Armadas, consideradas vencedoras de la guerra civil de 1936, asumían el papel de vigilante de la actividad pública y garante de los llamados Principios Fundamentales del Movimiento. Era preciso reinstaurar el carácter civil de la política, al mismo tiempo que iniciar una modernización de los ejércitos, que les situara en la posición que tienen los ejércitos en cualquier país democrático, y los convirtiera en instrumentos aptos para garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad y respetar la libre expresión de la voluntad popular.
Había que conectar, con la moderna sociedad española, formada sin los prejuicios y dogmatismos que habían llevado a las generaciones anteriores a un sangriento conflicto civil, y lograr que, como pueblo, expresase su voluntad política con absoluta libertad. Después había que respetar esa voluntad y articularla institucionalmente.
En España la Corona constituyó el punto de apoyo imprescindible para llevar a cabo el cambio político. Para ello utilizamos los poderes que las Leyes Fundamentales del Régimen atribuían al Rey para, renunciando a ellos, establecer una monarquía parlamentaria y moderna que se convirtiera en referencia común de todos los españoles. Bajo la Corona había que introducir, como principio legitimador básico, el principio democrático de la soberanía nacional.
El proyecto político de la transición tuvo como meta ese gran objetivo que, en julio de 1976, describí como «la devolución de la soberanía al pueblo español», de modo que los gobiernos del futuro fueran el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles.
Ese objetivo pasaba necesariamente por la implantación de las libertades de expresión e información, la regulación democrática de los derechos de asociación y reunión, la legalización de todos los partidos políticos, la amnistía de todos los llamados delitos políticos o de opinión, la celebración de unas elecciones generales libres -las primeras después de 40 años- y la regularización y aplicación de un sistema electoral que permitiera, en el Parlamento así elegido, la presencia de todas las fuerzas políticas que tuvieran apoyo significativo en el electorado a fin de que con todas ellas se pudiera elaborar una Constitución válida para todos.
La realización de este proyecto implicaba una dificultad formal importante, ya que debía hacerse a partir de la legalidad vigente y para cambiar esa misma legalidad. La prudencia política y hasta las exigencias éticas requerían que el conjunto de decisiones políticas que instauraban la democracia fueran aprobadas por las Cortes Orgánicas, informadas por el Consejo Nacional del Movimiento, que reunía a la elite del régimen, y ratificadas por el pueblo en referéndum nacional. Era previsible que Cortes y Consejo reaccionaran ante un proyecto de ley que implicaba su propia disolución.
La apuesta política era muy arriesgada y se producía en momentos de serias dificultades interiores: desórdenes, pretensiones involucionistas, secuestros de personalidades políticas como don Antonio María de Oriol y el general Villaescusa, asesinatos como el de los abogados laboralistas de la calle de Atocha que pertenecían al PCE, etc. Había que hacer frente al acoso terrorista sin dejar de progresar en la reforma política.
Esta exigía dos tácticas distintas: una para convencer a los grupos que pretendían la continuidad del régimen de la necesidad de la reforma; otra, para las fuerzas políticas de la entonces llamada oposición para convencerles también de que la reforma abriría los caminos de la libertad que ellos demandaban. Ambas debían converger en la aprobación de una Constitución elaborada entre todos y que para todos sirviera.
La primera suponía la aceptación, por los grupos del régimen, de tres órdenes de decisiones: la amnistía más completa que permitiera la reconciliación de todos los españoles; la legalización de todos los partidos políticos y todos los sindicatos, y la celebración de unas elecciones generales libres, único medio para que el pueblo español recobrase su soberanía y expresara su voluntad.
La amnistía se articuló a través de tres textos legales de similar rango normativo: el Real Decreto-Ley de 30 de julio de 1976, el Real Decreto-Ley de 14 de marzo de 1977, y — aprobada ya por las nuevas Cortes Generales la Ley de 15 de octubre de 1977. Todos los exiliados políticos pudieron volver a España.
La legalización de todos los Partidos políticos —considerados por el anterior régimen como «intrínsecamente perversos»—se llevó a cabo a través de la ley reguladora del derecho de asociación política —que yo mismo defendí ante las Cortes Orgánicas, como ministro del primer Gobierno de la monarquía- y por el Real Decreto de 8 de febrero de 1977, y por otras normas posteriores siendo yo presidente del Gobierno.
La devolución al pueblo español de su soberanía se consiguió con la aprobación por las Cortes Orgánicas, el 18 de noviembre de 1976, del Proyecto de Ley para la Reforma Política. En su breve articulado se establecía que, en el Estado español, la democracia se basaba en la supremacía de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo, y se consagraban los derechos fundamentales de la persona como inviolables y vinculantes para todos los órganos del Estado; se creaba un Congreso y un Senado, elegidos por sufragio universal, directo y secreto y se atribuía al Congreso la iniciativa para la reforma constitucional.
La Ley para la Reforma Política fue ratificada por el pueblo español en el referéndum nacional del 15 de diciembre de 1976. Desde su convocatoria hasta su celebración, los partidos y grupos de la oposición pudieron llevar a cabo, libremente, su campaña a favor del NO o de la abstención.
Aprobada la Reforma Política era preciso desarrollar un diálogo constructivo con las fuerzas políticas que emergían de una clandestinidad de casi 40 años. En todo momento me esforcé en comprender los puntos de vista de sus líderes, aunque éstos interrumpieran las conversaciones o plantearan posiciones maximalistas.
La clave de la credibilidad interna y externa del proceso político de cambio era el reconocimiento del Partido Comunista. La propaganda anticomunista de los 40 años había conseguido que amplios sectores del régimen y, desde luego, las Fuerzas Armadas, vieran con enorme recelo su legalización. No es éste el lugar apropiado para dar cuenta de todas las conversaciones y gestiones que hube de llevar a cabo. El resultado fue que, ante la inhibición de la Sala Cuarta del Tribunal Supremo, decidí asumir la responsabilidad del reconocimiento del Partido Comunista que quedó legalizado el 9 de abril de 1977.
Reconocidos todos los grupos políticos, el Gobierno, recogiendo las garantías y aspiraciones de la oposición, promulgó el Decreto Ley de 18 de mayo de 1977, que establece las bases del régimen electoral, y convocó las primeras elecciones generales libres después de 40 años, para el 15 de junio de 1977.
El año 1977 constituyó, sin duda, el ecuador de la transición. El 1 de abril de ese mismo año se promulgó la ley que decretaba la libertad de sindicación de empresarios y trabajadores, complementada después por el Decreto Ley de 2 de junio que dejaba sin efecto la sindicación obligatoria. También el 1 de abril de 1977 se decretaba la supresión de la Secretaría General del Movimiento, pasando al Estado su patrimonio y sus funcionarios. El 30 de abril y el 11 de mayo de 1977 se ratifican los pactos internacionales de derechos civiles y políticos, los de derechos económicos y sociales, el de la libertad sindical y protección del derecho de sindicación y el de aplicación de los principios del derecho de sindicación y de negociación colectiva.
El 15 de junio de 1977 los españoles pudieron expresar libremente sus preferencias políticas. A estas elecciones concurrí con la creación de una oferta política de Centro -la UCD—que, en mi opinión, respondía a las necesidades de la moderna sociedad española y constituía una firme garantía para el establecimiento de nuestra jóven democracia. En las elecciones generales UCD consiguió el 34 por ciento de los votos, lo que significó el respaldo de seis millones de votantes y el resultado de 165 escaños en el Congreso de los Diputados. Más tarde UCD revalidó estos resultados en las elecciones generales de 1979.
La constitución de las Cortes democráticas vertebró la vida pública española a través de los partidos políticos y normalizó las relaciones Gobierno-oposición en el marco de una nueva legalidad. La misión fundamental de las nuevas Cortes consistía en la elaboración de una Constitución desde el mayor acuerdo posible entre todos los partidos que habían alcanzado representación parlamentaria. No era la dialéctica del enfrentamiento político, sino la práctica del consenso, del común acuerdo en las cuestiones fundamentales de Estado, lo que, en mi opinión, podía asentar con firmeza las bases de una democracia moderna y, por tanto, la elaboración de nuestra norma fundamental.
El año 1977 es de una fecundidad política extraordinaria. Es en este año cuando se dan los primeros pasos hacia el Estado de las autonomías. En este campo se adoptan, con carácter provisional, dos decisiones de gran magnitud: la restauración de las Juntas Generales de Vizcaya y Guipúzcoa y el restablecimiento de la Generalitat de Cataluña. En este año se inicia el sistema de las preautonomías para toda España que, en la Constitución, daría lugar al Estado de las autonomías como fórmula de autogobierno para todas las nacionalidades y regiones.
También 1977 es el año de los Pactos de La Moncloa que extendieron el consenso entre las fuerzas políticas con representación parlamentaria a las medidas de ajuste que debían adoptarse para hacer frente a la crisis económica que padecíamos. Los efectos de los Pactos no se hicieron esperar. La tendencia de la inflación se rompió y al iniciarse 1978 se consiguieron tasas que reducían a menos de la mitad la inflación vigente en los meses centrales de 1977. El déficit previsto en la balanza de pagos para 1977 se redujo a la mitad. Con todo ello se evitó el caos económico y los actores sociales demostraron sentido de la responsabilidad ante el proceso económico.
En 1977, en el campo internacional, España concluyó su apertura al exterior e inició su incorporación a los organismos e instituciones que agrupan a los países democráticos. En febrero se establecen relaciones diplomáticas plenas con todos los países del Este (Unión Soviética, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía, Polonia, Yugoslavia y Bulgaria). Un mes más tarde se reanudan las relaciones diplomáticas con México, y en el mes de noviembre España se convierte en miembro de pleno derecho del Consejo de Europa. Es también en este año cuando el Gobierno solicita de la Comunidad Europea—y ésta acepta—que se inicien las negociaciones que, más tarde, habrán de desembocar en la plena integración de España en la CEE.
El siguiente año, 1978, es, ante todo, el año de nuestra Constitución. En ella los representantes del pueblo, libremente elegidos, encauzaron las grandes cuestiones nacionales, algunas tradicionalmente irresueltas, entre ellas:
La organización de la convivencia española en un moderno Estado social y democrático de Derecho.
La forma de Estado.
El carácter no confesional del Estado.
El autogobierno de las nacionalidades y regiones que integran España.
Pronto va a cumplir nuestra Constitución 12 años de vigencia, periodo suficiente para comprobar su eficacia como norma fundamental de nuestra convivencia. Pese a las ambigüedades e imperfecciones que se han imputado a su texto, puede afirmarse que ha cumplido satisfactoriamente su función y sigue representando el compromiso público de todos los españoles para ordenar la convivencia nacional desde los valores de la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político.
Nuestra convulsa historia constitucional nos había dado numerosos ejemplos de constituciones que representaban la imposición de unos españoles sobre otros, como consecuencia de una revolución, una guerra civil o un pronunciamiento militar. Esta vez no podía suceder lo mismo. La democracia era el resultado de un entendimiento común y la Constitución que la consagraba debía ser el resultado de un consenso generalizado. El acuerdo final con los partidos nacionalistas que se articuló en los Estatutos de Sau y Guernica, en 1979, y la aceptación de la monarquía parlamentaria como forma política del Estado fueron, entre otros, frutos de ese consenso.
A partir de la Constitución era necesario sustituir un Estado centralista por el Estado de las autonomías; pasar de una economía fuertemente intervenida a una etapa de liberalización como complemento de nuestra integración en el mundo libre; modificar el sistema de relaciones sociales, organizar un poder judicial independiente, más rápido y eficaz; modernizar las fuerzas armadas, estructurar un nuevo sistema educativo y, en definitiva, conseguir que toda la sociedad española hiciera de la libertad, igualdad y solidaridad los valores humanos y políticos más transcendentes.
Los gobiernos que presidí, los del señor Calvo Sotelo y, a partir de 1982, los gobiernos socialistas de Felipe González, tuvieron que afrontar muchos de estos retos. Hoy España es un país con una democracia consolidada que tiene un lugar destacado en la Europa Comunitaria y que se ha proyectado plenamente al exterior, de manera especial en sus relaciones de vecindad y hacia Latinoamérica.
Resumir, con la brevedad que requiere un artículo periodístico, la transición española constituye para mí no sólo dar cuenta de un proyecto político que, bajo el impulso de la corona, hube de conducir, sino también relatar mi propia experiencia política como presidente del Gobierno desde julio de 1976 a enero de 1981.
El periodo que se conoce como transición política está integrado por tres años que cambiaron políticamente a España: 1976, 1977 y 1978. El primero fue el año de la Reforma Política; el segundo, el de las primeras elecciones generales libres después de 40 años; el tercero, el año de la Constitución.
El proyecto de cambio de un sistema autoritario a una democracia plena, su articulación y desarrollo, constituyó una operación política de gran calado, arriesgada y difícil.
Era necesario, en primer lugar, plantear rotundamente el protagonismo político de la sociedad civil. En el anterior régimen las Fuerzas Armadas, consideradas vencedoras de la guerra civil de 1936, asumían el papel de vigilante de la actividad pública y garante de los llamados Principios Fundamentales del Movimiento. Era preciso reinstaurar el carácter civil de la política, al mismo tiempo que iniciar una modernización de los ejércitos, que les situara en la posición que tienen los ejércitos en cualquier país democrático, y los convirtiera en instrumentos aptos para garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad y respetar la libre expresión de la voluntad popular.
Había que conectar, con la moderna sociedad española, formada sin los prejuicios y dogmatismos que habían llevado a las generaciones anteriores a un sangriento conflicto civil, y lograr que, como pueblo, expresase su voluntad política con absoluta libertad. Después había que respetar esa voluntad y articularla institucionalmente.
En España la Corona constituyó el punto de apoyo imprescindible para llevar a cabo el cambio político. Para ello utilizamos los poderes que las Leyes Fundamentales del Régimen atribuían al Rey para, renunciando a ellos, establecer una monarquía parlamentaria y moderna que se convirtiera en referencia común de todos los españoles. Bajo la Corona había que introducir, como principio legitimador básico, el principio democrático de la soberanía nacional.
El proyecto político de la transición tuvo como meta ese gran objetivo que, en julio de 1976, describí como «la devolución de la soberanía al pueblo español», de modo que los gobiernos del futuro fueran el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles.
Ese objetivo pasaba necesariamente por la implantación de las libertades de expresión e información, la regulación democrática de los derechos de asociación y reunión, la legalización de todos los partidos políticos, la amnistía de todos los llamados delitos políticos o de opinión, la celebración de unas elecciones generales libres -las primeras después de 40 años- y la regularización y aplicación de un sistema electoral que permitiera, en el Parlamento así elegido, la presencia de todas las fuerzas políticas que tuvieran apoyo significativo en el electorado a fin de que con todas ellas se pudiera elaborar una Constitución válida para todos.
La realización de este proyecto implicaba una dificultad formal importante, ya que debía hacerse a partir de la legalidad vigente y para cambiar esa misma legalidad. La prudencia política y hasta las exigencias éticas requerían que el conjunto de decisiones políticas que instauraban la democracia fueran aprobadas por las Cortes Orgánicas, informadas por el Consejo Nacional del Movimiento, que reunía a la elite del régimen, y ratificadas por el pueblo en referéndum nacional. Era previsible que Cortes y Consejo reaccionaran ante un proyecto de ley que implicaba su propia disolución.
La apuesta política era muy arriesgada y se producía en momentos de serias dificultades interiores: desórdenes, pretensiones involucionistas, secuestros de personalidades políticas como don Antonio María de Oriol y el general Villaescusa, asesinatos como el de los abogados laboralistas de la calle de Atocha que pertenecían al PCE, etc. Había que hacer frente al acoso terrorista sin dejar de progresar en la reforma política.
Esta exigía dos tácticas distintas: una para convencer a los grupos que pretendían la continuidad del régimen de la necesidad de la reforma; otra, para las fuerzas políticas de la entonces llamada oposición para convencerles también de que la reforma abriría los caminos de la libertad que ellos demandaban. Ambas debían converger en la aprobación de una Constitución elaborada entre todos y que para todos sirviera.
La primera suponía la aceptación, por los grupos del régimen, de tres órdenes de decisiones: la amnistía más completa que permitiera la reconciliación de todos los españoles; la legalización de todos los partidos políticos y todos los sindicatos, y la celebración de unas elecciones generales libres, único medio para que el pueblo español recobrase su soberanía y expresara su voluntad.
La amnistía se articuló a través de tres textos legales de similar rango normativo: el Real Decreto-Ley de 30 de julio de 1976, el Real Decreto-Ley de 14 de marzo de 1977, y — aprobada ya por las nuevas Cortes Generales la Ley de 15 de octubre de 1977. Todos los exiliados políticos pudieron volver a España.
La legalización de todos los Partidos políticos —considerados por el anterior régimen como «intrínsecamente perversos»—se llevó a cabo a través de la ley reguladora del derecho de asociación política —que yo mismo defendí ante las Cortes Orgánicas, como ministro del primer Gobierno de la monarquía- y por el Real Decreto de 8 de febrero de 1977, y por otras normas posteriores siendo yo presidente del Gobierno.
La devolución al pueblo español de su soberanía se consiguió con la aprobación por las Cortes Orgánicas, el 18 de noviembre de 1976, del Proyecto de Ley para la Reforma Política. En su breve articulado se establecía que, en el Estado español, la democracia se basaba en la supremacía de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo, y se consagraban los derechos fundamentales de la persona como inviolables y vinculantes para todos los órganos del Estado; se creaba un Congreso y un Senado, elegidos por sufragio universal, directo y secreto y se atribuía al Congreso la iniciativa para la reforma constitucional.
La Ley para la Reforma Política fue ratificada por el pueblo español en el referéndum nacional del 15 de diciembre de 1976. Desde su convocatoria hasta su celebración, los partidos y grupos de la oposición pudieron llevar a cabo, libremente, su campaña a favor del NO o de la abstención.
Aprobada la Reforma Política era preciso desarrollar un diálogo constructivo con las fuerzas políticas que emergían de una clandestinidad de casi 40 años. En todo momento me esforcé en comprender los puntos de vista de sus líderes, aunque éstos interrumpieran las conversaciones o plantearan posiciones maximalistas.
La clave de la credibilidad interna y externa del proceso político de cambio era el reconocimiento del Partido Comunista. La propaganda anticomunista de los 40 años había conseguido que amplios sectores del régimen y, desde luego, las Fuerzas Armadas, vieran con enorme recelo su legalización. No es éste el lugar apropiado para dar cuenta de todas las conversaciones y gestiones que hube de llevar a cabo. El resultado fue que, ante la inhibición de la Sala Cuarta del Tribunal Supremo, decidí asumir la responsabilidad del reconocimiento del Partido Comunista que quedó legalizado el 9 de abril de 1977.
Reconocidos todos los grupos políticos, el Gobierno, recogiendo las garantías y aspiraciones de la oposición, promulgó el Decreto Ley de 18 de mayo de 1977, que establece las bases del régimen electoral, y convocó las primeras elecciones generales libres después de 40 años, para el 15 de junio de 1977.
El año 1977 constituyó, sin duda, el ecuador de la transición. El 1 de abril de ese mismo año se promulgó la ley que decretaba la libertad de sindicación de empresarios y trabajadores, complementada después por el Decreto Ley de 2 de junio que dejaba sin efecto la sindicación obligatoria. También el 1 de abril de 1977 se decretaba la supresión de la Secretaría General del Movimiento, pasando al Estado su patrimonio y sus funcionarios. El 30 de abril y el 11 de mayo de 1977 se ratifican los pactos internacionales de derechos civiles y políticos, los de derechos económicos y sociales, el de la libertad sindical y protección del derecho de sindicación y el de aplicación de los principios del derecho de sindicación y de negociación colectiva.
El 15 de junio de 1977 los españoles pudieron expresar libremente sus preferencias políticas. A estas elecciones concurrí con la creación de una oferta política de Centro -la UCD—que, en mi opinión, respondía a las necesidades de la moderna sociedad española y constituía una firme garantía para el establecimiento de nuestra jóven democracia. En las elecciones generales UCD consiguió el 34 por ciento de los votos, lo que significó el respaldo de seis millones de votantes y el resultado de 165 escaños en el Congreso de los Diputados. Más tarde UCD revalidó estos resultados en las elecciones generales de 1979.
La constitución de las Cortes democráticas vertebró la vida pública española a través de los partidos políticos y normalizó las relaciones Gobierno-oposición en el marco de una nueva legalidad. La misión fundamental de las nuevas Cortes consistía en la elaboración de una Constitución desde el mayor acuerdo posible entre todos los partidos que habían alcanzado representación parlamentaria. No era la dialéctica del enfrentamiento político, sino la práctica del consenso, del común acuerdo en las cuestiones fundamentales de Estado, lo que, en mi opinión, podía asentar con firmeza las bases de una democracia moderna y, por tanto, la elaboración de nuestra norma fundamental.
El año 1977 es de una fecundidad política extraordinaria. Es en este año cuando se dan los primeros pasos hacia el Estado de las autonomías. En este campo se adoptan, con carácter provisional, dos decisiones de gran magnitud: la restauración de las Juntas Generales de Vizcaya y Guipúzcoa y el restablecimiento de la Generalitat de Cataluña. En este año se inicia el sistema de las preautonomías para toda España que, en la Constitución, daría lugar al Estado de las autonomías como fórmula de autogobierno para todas las nacionalidades y regiones.
También 1977 es el año de los Pactos de La Moncloa que extendieron el consenso entre las fuerzas políticas con representación parlamentaria a las medidas de ajuste que debían adoptarse para hacer frente a la crisis económica que padecíamos. Los efectos de los Pactos no se hicieron esperar. La tendencia de la inflación se rompió y al iniciarse 1978 se consiguieron tasas que reducían a menos de la mitad la inflación vigente en los meses centrales de 1977. El déficit previsto en la balanza de pagos para 1977 se redujo a la mitad. Con todo ello se evitó el caos económico y los actores sociales demostraron sentido de la responsabilidad ante el proceso económico.
En 1977, en el campo internacional, España concluyó su apertura al exterior e inició su incorporación a los organismos e instituciones que agrupan a los países democráticos. En febrero se establecen relaciones diplomáticas plenas con todos los países del Este (Unión Soviética, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía, Polonia, Yugoslavia y Bulgaria). Un mes más tarde se reanudan las relaciones diplomáticas con México, y en el mes de noviembre España se convierte en miembro de pleno derecho del Consejo de Europa. Es también en este año cuando el Gobierno solicita de la Comunidad Europea—y ésta acepta—que se inicien las negociaciones que, más tarde, habrán de desembocar en la plena integración de España en la CEE.
El siguiente año, 1978, es, ante todo, el año de nuestra Constitución. En ella los representantes del pueblo, libremente elegidos, encauzaron las grandes cuestiones nacionales, algunas tradicionalmente irresueltas, entre ellas:
La organización de la convivencia española en un moderno Estado social y democrático de Derecho.
La forma de Estado.
El carácter no confesional del Estado.
El autogobierno de las nacionalidades y regiones que integran España.
Pronto va a cumplir nuestra Constitución 12 años de vigencia, periodo suficiente para comprobar su eficacia como norma fundamental de nuestra convivencia. Pese a las ambigüedades e imperfecciones que se han imputado a su texto, puede afirmarse que ha cumplido satisfactoriamente su función y sigue representando el compromiso público de todos los españoles para ordenar la convivencia nacional desde los valores de la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político.
Nuestra convulsa historia constitucional nos había dado numerosos ejemplos de constituciones que representaban la imposición de unos españoles sobre otros, como consecuencia de una revolución, una guerra civil o un pronunciamiento militar. Esta vez no podía suceder lo mismo. La democracia era el resultado de un entendimiento común y la Constitución que la consagraba debía ser el resultado de un consenso generalizado. El acuerdo final con los partidos nacionalistas que se articuló en los Estatutos de Sau y Guernica, en 1979, y la aceptación de la monarquía parlamentaria como forma política del Estado fueron, entre otros, frutos de ese consenso.
A partir de la Constitución era necesario sustituir un Estado centralista por el Estado de las autonomías; pasar de una economía fuertemente intervenida a una etapa de liberalización como complemento de nuestra integración en el mundo libre; modificar el sistema de relaciones sociales, organizar un poder judicial independiente, más rápido y eficaz; modernizar las fuerzas armadas, estructurar un nuevo sistema educativo y, en definitiva, conseguir que toda la sociedad española hiciera de la libertad, igualdad y solidaridad los valores humanos y políticos más transcendentes.
Los gobiernos que presidí, los del señor Calvo Sotelo y, a partir de 1982, los gobiernos socialistas de Felipe González, tuvieron que afrontar muchos de estos retos. Hoy España es un país con una democracia consolidada que tiene un lugar destacado en la Europa Comunitaria y que se ha proyectado plenamente al exterior, de manera especial en sus relaciones de vecindad y hacia Latinoamérica.
El PSOE en la transición
IGNACIO SOTELO. Profesor de Ciencia Política en la Universidad Libre de Berlín.
Voy a circunscribir el tema a la evolución del socialismo español entre 1974 y 1982.
La transición, que de hecho empieza con el asesinato del almirante Carrero Blanco, enfocada desde el PSOE tiene su punto de arranque en la renovación que se produce en Suresnes y se cierra con la llegada al poder en octubre de 1982, en que se inicia una segunda etapa, ya no de transición, sino de consolidación de la democracia.
Circunscripción temporal que no permite una geográfica; sólo cabe entender la evolución ideológica de los socialistas españoles en un contexto europeo. En un mundo de la super comunicación en que todo se intercambia rápidamente, las ideas, como el capital, han perdido cualquier carácter nacional.
La izquierda revolucionaria, alcanzó su momento culminante inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, verdadera guerra civil europea, que marca el principio del fin de toda una edad histórica que hemos llamado modernidad. Para la izquierda, este momento de apogeo revolucionario —la revolución que fue una consecuencia de la guerra— supuso una nueva división.
La izquierda revolucionaria, alcanzó su momento culminante inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, verdadera guerra civil europea, que marca el principio del fin de toda una edad histórica que hemos llamado modernidad. Para la izquierda, este momento de apogeo revolucionario —la revolución que fue una consecuencia de la guerra— supuso una nueva división.
La primera ya se había producido en la segunda mitad del siglo xix, entre el marxismo y el anarquismo, el socialismo autoritario y el socialismo libertario; la segunda, la ocasiona la Revolución de Octubre, de un lado, la línea comunista o bolchevique, de otro, la ratificación del viejo socialismo europeo, que al desembarazarse del marxismo, desembocará en el «socialismo democrático».
Esta polarización del movimiento obrero y las consecuencias trágicas del Tratado de Versalles llevan a un nuevo enfrentamiento que marcará el período de entreguerras, entre la izquierda y la derecha revolucionaria, o si se quiere en el lenguaje de la época, entre la «revolución proletaria» y la «revolución nacional».
No se supo hacer la paz después de la Gran Guerra, y las contradicciones abiertas conducen a la segunda que, tras el aplastamiento del fascismo, al menos logró superar las divisiones internas, así como impulsar la unidad de la Europa occidental, al precio de dividir nuestro continente en dos bloques hostiles, dirigido cada uno por una gran potencia extraeuropea o al margen de Europa. En nuestros días estamos dejando atrás esta última consecuencia negativa de la Segunda Guerra Mundial y en el horizonte se abre una Europa unida dispuesta a convivir en paz.
En el movimiento obrero este proceso tiene su traducción en la superación de la vieja hostilidad entre socialistas y comunistas que la «guerra fría», impuesta por las potencias hegemónicas, había potenciado al máximo en las primeras décadas de la posguerra y que hizo crisis definitiva después del 68.
En el movimiento obrero este proceso tiene su traducción en la superación de la vieja hostilidad entre socialistas y comunistas que la «guerra fría», impuesta por las potencias hegemónicas, había potenciado al máximo en las primeras décadas de la posguerra y que hizo crisis definitiva después del 68.
Hoy el partido comunista italiano, el más importante de la Europa occidental, se ha convertido en un partido socialista demócrata típico, a la vez que en los «países socialistas», el «comunismo reformista», también con una larga historia desconocida en occidente, por grandes que sean las dificultades y los riesgos, acabará por prevalecer.
Importa recapitular la historia de la izquierda europea occidental teniendo en cuenta los altibajos que ha sufrido desde el fin de la segunda guerra mundial, con momentos de esplendor y otros, como el actual, de franco retroceso. Después de una fulminante presencia en los primeros años de la posguerra, los países europeos se consolidan con gobiernos conservadores que la «guerra fría» fortalece. A finales de los cincuenta, la social democracia alemana, con la mira puesta en el poder, da un paso de enorme transcendencia: en su famoso programa de Bad Fodesherg (1959), todavía vigente aunque, ya muy avanzado el que vendrá a sustituirle al cumplir los treinta años, la socialdemocracia abandona por completo al marxismo. Antes o después, con mayor o menor reticencia todos los partidos socialistas europeos han terminado por seguir el ejemplo alemán.
La desmarxistización del socialismo se produce en el país en el que, en el pasado, el marxismo había calado más hondo en el movimiento obrero y en amplios círculos intelectuales y universitarios, confrontado ahora con la rápida reconstrucción que el capitalismo había propiciado en la parte occidental y en la impotencia, ineficacia, dogmatismo tiránico de la burocracia estalinista en la oriental. Una «generación escéptica» que en su juventud se había entusiasmado con el nazismo y que había experimentado en su propia carne las consecuencias, interesada únicamente en rehacer sus vidas particulares y gozar de un consumo creciente, se adapta perfectamente al positivismo del «fin de las ideologías», considerándolas ya tan sólo propias de países subdesarrollados que no han logrado industrializarse.
En este ambiente, a mediados de los sesenta, se produce un salto generacional, con una juventud que no ha vivido la guerra, crecida en libertad y con bienestar, que replantea las preguntas que sus padres habían tratado de olvidar; qué relación hubo en el pasado entre fascismo y capitalismo; qué relación sigue existiendo en el presente entre el capitalismo mundial («imperialismo») y la explotación del «tercer mundo». La mala conciencia de los padres se transforma en una utopía revolucionaria en los hijos. El recién suprimido marxismo reaparece, en una nueva versión altamente intelectualizada, con dos rasgos propios. Se trata primero de un renacimiento del marxismo, limitado a los ámbitos universitarios, sin penetrar lo más mínimo en la clase obrera. El gran descubrimiento de aquel momento es que la clase obrera per se no es revolucionaria, ni siquiera progresista. Se derrumba en la experiencia diaria uno de los grandes mitos del marxismo, por mucho que al estilo hegeliano se haya distinguido entre «clase en sí» y «clase para sí».
El abandono del marxismo por la clase obrera se muestra imparable. En segundo lugar, el marxismo que renace en las aulas universitarias es crítico feroz, tanto del marxismo que había albergado la socialdemocracia como del soviético, petrificado en el dogma estalinista; su pureza e innegable atracción intelectual se debía, en buena parte, a que nunca se había mezclado con los avalares de la práctica.
Se trata de un marxismo académico, que gozó de prestigio mientras se mantuvo en el plano de la teoría. Cuando, después de las escaramuzas del 68, pretende encarnarse en la acción, degenera en la «lucha armada» o bien se disuelve en cien sectas, a la búsqueda de la pureza revolucionaria. Justamente, cuando parecía que este renacimiento del marxismo se consumía sin dejar otra huella que unos cuantos libros brillantes, prende en el socialismo francés, como uno de los elementos esenciales de su refundación en 1971.
Un socialismo marxista que rechaza tanto el reformismo socialdemócrata, como el colectivismo burocrático soviético y que pretende por la vía democrática «la ruptura con el capitalismo» logra tomar cuerpo en un país industrializado de la Europa occidental. La renovación interna del partido socialista francés va acorde con su capacidad de innovación ideológica. Desde el punto de vista táctico, la mayor novedad consiste en atenerse a un «proyecto autónomo», sin caer en el viejo dilema de asumir el principio de la unidad del movimiento obrero, con el riesgo de convertirse en un simple apéndice de los comunistas o aferrarse a un anticomunismo visceral que impide toda libertad de movimiento. De esta concepción francesa lo único que va a pervivir es la autonomía del «proyecto socialista», sin preocuparse obsesivamente de su relación con el partido comunista.
La influencia que va a ejercer el socialismo francés renovado sobre el socialismo de los países mediterráneos, a punto de salir o saliendo de la dictadura es enorme, con la sola excepción de Italia con una democracia establecida, donde la relación socialismo-comunismo tiene su propia dinámica. La convergencia del socialismo portugués, griego y español que, en su origen, han sufrido la impronta del socialismo francés, y que habiendo partido prácticamente de la nada —el partido socialista portugués y el griego son creaciones recientes— llegan en poco tiempo al gobierno, es harto llamativa.
La influencia que va a ejercer el socialismo francés renovado sobre el socialismo de los países mediterráneos, a punto de salir o saliendo de la dictadura es enorme, con la sola excepción de Italia con una democracia establecida, donde la relación socialismo-comunismo tiene su propia dinámica. La convergencia del socialismo portugués, griego y español que, en su origen, han sufrido la impronta del socialismo francés, y que habiendo partido prácticamente de la nada —el partido socialista portugués y el griego son creaciones recientes— llegan en poco tiempo al gobierno, es harto llamativa.
Cierto que, mirados más de cerca, resultan patentes los rasgos diferenciales debidos, tanto a las diferencias de los regímenes autoritarios que estuvieron vigentes en Portugal, Grecia y España, como por las formas distintas de transición, originadas por un golpe militar, el derrumbamiento del régimen militar por una intervención exterior fracasada o la simple muerte del dictador. Con todo, pese a los matices más radicales, casi tercermundistas del PASSOC, dominado en su origen por un antinorteamericanis-mo furibundo que, nunca tuvo el socialismo español y menos el portugués, el más conservador de los tres, al encontrarse en una situación objetivamente revolucionaria, los elementos comunes, tanto en su ideología originaria, como en la conversión realizada una vez en el poder, son altamente significativos. Llaman la atención los planteamientos semejantes, digamos, en 1975 y en la actualidad con experiencia de gobierno o todavía gobernando. Los partidos socialistas mediterráneos han pasado de «la ruptura del capitalismo» a una misma noción de «modernización», como único sostén ideológico, que ya nada tiene que ver con el pensamiento socialista.
En esta convergencia han influido no sólo una misma cultura política, condicionamientos socioeconómicos semejantes, sino, sobre todo, los mismos factores externos. El «proyecto socialista» de los países mediterráneos no encajaba en la Europa comunitaria ni, mucho menos, en el mundo atlántico al que pertenecen más allá de lo que pudieran ser las distintas voluntades nacionales. Enma-nuel Wallenstein escribía recientemente (junio de 1988): «En los años 80, hemos conocido varias experiencias socialistas en el mundo mediterráneo: en Francia, Grecia, España, Portugal e incluso Italia, con un denominador común, la frustración. Sin tomar la defensa de estos distintos gobiernos se puede afirmar que uña gran parte de la decepción proviene del hecho de que no se había discernido espacio-tiempo en su justo valor y que se habían sobreva-lorado —y de lejos— los poderes potenciales de estos Estados».
Si juzgamos la política socialista en los países mediterráneos desde las pautas que se establecieron en los 70, hemos de dejar constancia de un enorme fiasco. Los éxitos de los que se enorgullecen los partidos socialistas del área sólo pueden percibirse cambiando de criterios. El grado de dependencia de Francia, España, Grecia y Portugal sería de tal envergadura que se convierte en ilusorio un desarrollo socialista autónomo. El «proyecto socialista» era autónomo respecto al partido comunista pero, no podía serlo frente a los condicionamientos internos y externos.
En esta convergencia han influido no sólo una misma cultura política, condicionamientos socioeconómicos semejantes, sino, sobre todo, los mismos factores externos. El «proyecto socialista» de los países mediterráneos no encajaba en la Europa comunitaria ni, mucho menos, en el mundo atlántico al que pertenecen más allá de lo que pudieran ser las distintas voluntades nacionales. Enma-nuel Wallenstein escribía recientemente (junio de 1988): «En los años 80, hemos conocido varias experiencias socialistas en el mundo mediterráneo: en Francia, Grecia, España, Portugal e incluso Italia, con un denominador común, la frustración. Sin tomar la defensa de estos distintos gobiernos se puede afirmar que uña gran parte de la decepción proviene del hecho de que no se había discernido espacio-tiempo en su justo valor y que se habían sobreva-lorado —y de lejos— los poderes potenciales de estos Estados».
Si juzgamos la política socialista en los países mediterráneos desde las pautas que se establecieron en los 70, hemos de dejar constancia de un enorme fiasco. Los éxitos de los que se enorgullecen los partidos socialistas del área sólo pueden percibirse cambiando de criterios. El grado de dependencia de Francia, España, Grecia y Portugal sería de tal envergadura que se convierte en ilusorio un desarrollo socialista autónomo. El «proyecto socialista» era autónomo respecto al partido comunista pero, no podía serlo frente a los condicionamientos internos y externos.
La política realizada se justifica de este tenor: en la oposición, y tanto más cuanto más alejados del poder, pensamos lo imposible; hay que empezar por modernizar nuestros países para hacerlos internacionalmente competitivos; en un futuro, con una economía fuerte y una democracia consolidada ya intentaremos hacer una política socialista, que habrá todavía que inventar, porque no sabemos en qué pueda consistir. Lo que por lo menos hemos aprendido es que el socialismo sólo es realizable a nivel europeo. El futuro del socialismo se vincula así al de la unidad de Europa, proyecto que no se opone, todo lo contrario, al que mantiene el capitalismo transnacional. Mientras se haga coincidir al socialismo con los intereses de las clases dominantes no se plantearán graves problemas y podremos seguir gobernando.
Al haber delineado, en apretada síntesis, el contexto europeo dentro del cual se produce la evolución del socialismo español durante la transición, nos permite aminorar la sorpresa por lo ocurrido, no muy diferente de lo que ha sucedido en otros países mediterráneos, así como centrarnos en los elementos específicos de nuestro caso.
Conviene distinguir dos etapas. Una primera que va de 1974 (Congreso de Suresnes) a 1979 (XXVIII Congreso) en la que va amortiguándose el modelo originario de «socialismo revolucionario», en el sentido de pretender una «ruptura con el capitalismo». La «ruptura democrática» como supuesto de una posterior «ruptura con el capitalismo» constituye la pretensión, al menos en su inicio, de esta etapa. A toro pasado resulta muy fácil negar que se hubiera tenido esta meta. Cierto que el régimen sobrevivió al dictador, poniendo de manifiesto la debilidad de la oposición democrática. Un régimen de poder personal no se disuelve a la muerte del dictador. Funcionaron los mecanismos de sucesión por los que algunos no hubieran dado un centavo. Qué duda cabe que nadie medianamente informado pensaba que iba a ser fácil el imponer el programa rupturista de un «gobierno provisional», pero también una buena parte de la oposición al final del franquismo seguía convencida de la incapacidad absoluta del régimen para evolucionar desde dentro hacia la democracia. Recuerdo dos artículos de Luis García San Miguel en «Sistema» (1974) en los que subrayaba la incapacidad de la oposición para acabar con el franquismo, así como barajaba la idea, que incluso le produjo un incidente desagradable al autor, de que había que apostar por una reforma interna del régimen.
Al haber delineado, en apretada síntesis, el contexto europeo dentro del cual se produce la evolución del socialismo español durante la transición, nos permite aminorar la sorpresa por lo ocurrido, no muy diferente de lo que ha sucedido en otros países mediterráneos, así como centrarnos en los elementos específicos de nuestro caso.
Conviene distinguir dos etapas. Una primera que va de 1974 (Congreso de Suresnes) a 1979 (XXVIII Congreso) en la que va amortiguándose el modelo originario de «socialismo revolucionario», en el sentido de pretender una «ruptura con el capitalismo». La «ruptura democrática» como supuesto de una posterior «ruptura con el capitalismo» constituye la pretensión, al menos en su inicio, de esta etapa. A toro pasado resulta muy fácil negar que se hubiera tenido esta meta. Cierto que el régimen sobrevivió al dictador, poniendo de manifiesto la debilidad de la oposición democrática. Un régimen de poder personal no se disuelve a la muerte del dictador. Funcionaron los mecanismos de sucesión por los que algunos no hubieran dado un centavo. Qué duda cabe que nadie medianamente informado pensaba que iba a ser fácil el imponer el programa rupturista de un «gobierno provisional», pero también una buena parte de la oposición al final del franquismo seguía convencida de la incapacidad absoluta del régimen para evolucionar desde dentro hacia la democracia. Recuerdo dos artículos de Luis García San Miguel en «Sistema» (1974) en los que subrayaba la incapacidad de la oposición para acabar con el franquismo, así como barajaba la idea, que incluso le produjo un incidente desagradable al autor, de que había que apostar por una reforma interna del régimen.
Quizá algunos pocos conocedores de sus interioridades podían contar con una evolución paulatina hacia la democracia, pero un dogma entonces indiscutible de la oposición democrática era que el régimen sería irreformable y que después de una etapa, más o menos larga, más o menos conflictiva de franquismo sin Franco, la «ruptura democrática», no sólo era la salida más deseable, sino también la única posible. El que'esta etapa durase menos de dos años se debió al papel decisivo que desempeñó la Corona con su opción por la democracia.
Hasta conseguir la «ruptura» la oposición caminaría unida; una vez lograda la democracia, la misión histórica del socialismo sería sentar las bases para llevar adelante la «ruptura con el capitalismo». Los socialistas españoles mantenían viva una de las ideas fundamentales de la tradición socialista, la incompatibilidad de una verdadera democracia mientras subsistiera el capitalismo. El proceso de democratización en que consistiría el socialismo implicaba alcanzar la ruptura irreversible con el capitalismo por medio de «reformas estructurales» apoyadas democráticamente. Los textos aprobados en el XXVII Congreso (diciembre de 1976) ahondan en esta estrategia de «ruptura con el capitalismo», eso sí, sin considerar ya la previa «ruptura democrática».
El fin de esta etapa se produce en el XXVIII Congreso (1979) en sus dos versiones, la dramática (primavera) y la reconstituyente (otoño). El que no se hubiera producido la «ruptura democrática», por un lado, y el que el partido socialista se hubiera convertido, por otro, en la segunda fuerza electoral del país, vacían de contenido real la pretensión de romper con el capitalismo. Si se ha sido débil incluso para provocar la «ruptura democrática», la idea de romper con el capitalismo aparece como una quimera, no sólo inalcanzable, sino harto desestabilizadora, de empeñarse en ello. Las tensiones que conlleva este descubrimiento se reflejan en la polémica sobre el marxismo. Los que siguen soñando con la «ruptura del capitalismo» se declaran marxistas; para los no marxistas deja incluso de existir el capitalismo como un orden socioeconómico históricamente superable.
Hasta conseguir la «ruptura» la oposición caminaría unida; una vez lograda la democracia, la misión histórica del socialismo sería sentar las bases para llevar adelante la «ruptura con el capitalismo». Los socialistas españoles mantenían viva una de las ideas fundamentales de la tradición socialista, la incompatibilidad de una verdadera democracia mientras subsistiera el capitalismo. El proceso de democratización en que consistiría el socialismo implicaba alcanzar la ruptura irreversible con el capitalismo por medio de «reformas estructurales» apoyadas democráticamente. Los textos aprobados en el XXVII Congreso (diciembre de 1976) ahondan en esta estrategia de «ruptura con el capitalismo», eso sí, sin considerar ya la previa «ruptura democrática».
El fin de esta etapa se produce en el XXVIII Congreso (1979) en sus dos versiones, la dramática (primavera) y la reconstituyente (otoño). El que no se hubiera producido la «ruptura democrática», por un lado, y el que el partido socialista se hubiera convertido, por otro, en la segunda fuerza electoral del país, vacían de contenido real la pretensión de romper con el capitalismo. Si se ha sido débil incluso para provocar la «ruptura democrática», la idea de romper con el capitalismo aparece como una quimera, no sólo inalcanzable, sino harto desestabilizadora, de empeñarse en ello. Las tensiones que conlleva este descubrimiento se reflejan en la polémica sobre el marxismo. Los que siguen soñando con la «ruptura del capitalismo» se declaran marxistas; para los no marxistas deja incluso de existir el capitalismo como un orden socioeconómico históricamente superable.
Entramos así en la segunda etapa, que va de 1979 a 1982. El partido socialista ha conseguido tras su primer éxito electoral integrar a los distintos partidos socialistas, ampliar considerablemente la militancia y penetrar en la sociedad. Al desprenderse de un modelo alternativo de sociedad, se convierte en una alternativa real de gobierno.
La consolidación de la democracia exige el acceso de los socialistas al poder. Desde él habrá que hacer las reformas imprescindibles para que funcione una «sociedad moderna», recuperando la «sociedad burguesa» que no pudo desarrollar el liberalismo decimonónico y que terminó estrellándose en la guerra civil. Hay que construir un Estado eficaz, fortalecido por una economía eficiente. La necesaria «modernización» se resume en la tarea de obtener una sociedad con una alta capacidad productiva, a la vez que un Estado capaz de fomentar el desenvolvimiento libre de las distintas fuerzas sociales. Hay que poner a punto desde la tecnología hasta las formas de organización social que nos permitan engancharnos al tren de los países más desarrollados de la Comunidad Europea. Un carácter prioritario tiene la labor de consolidar la democracia, al insertarla en una sociedad y en un Estado que han mejorado sensiblemente su eficacia. La perspectiva ya no es ningún tipo de ruptura sino el acceso al poder para «modernizar» a España.
El hecho fundamental que ratifica esta estrategia es el 23-F. Queda patente la fragilidad de la democracia, así como la impotencia de UCD para encarar consecuentemente el proceso de modernización. Aquella noche humillante convierte al régimen establecido a la mayoría de los españoles. Queda desprestigiado cualquier experimento social que pueda ocasionar la repetición del golpe. Ya en 1979 el partido socialista había abandonado cualquier tentación rupturista. En 1981 se hace evidente que la prioridad indiscutible es consolidar el ordenamiento constitucional, tal como se practica. El triunfo arrollador de octubre de 1982 puso de manifiesto que una buena parte de los españoles pensó que el PSOE era la única fuerza disponible para cumplir esta tarea. El precio que ha tenido que pagar el socialismo español para estar a la altura de las circunstancias es la pérdida de gran parte de sus señas de identidad.
La consolidación de la democracia exige el acceso de los socialistas al poder. Desde él habrá que hacer las reformas imprescindibles para que funcione una «sociedad moderna», recuperando la «sociedad burguesa» que no pudo desarrollar el liberalismo decimonónico y que terminó estrellándose en la guerra civil. Hay que construir un Estado eficaz, fortalecido por una economía eficiente. La necesaria «modernización» se resume en la tarea de obtener una sociedad con una alta capacidad productiva, a la vez que un Estado capaz de fomentar el desenvolvimiento libre de las distintas fuerzas sociales. Hay que poner a punto desde la tecnología hasta las formas de organización social que nos permitan engancharnos al tren de los países más desarrollados de la Comunidad Europea. Un carácter prioritario tiene la labor de consolidar la democracia, al insertarla en una sociedad y en un Estado que han mejorado sensiblemente su eficacia. La perspectiva ya no es ningún tipo de ruptura sino el acceso al poder para «modernizar» a España.
El hecho fundamental que ratifica esta estrategia es el 23-F. Queda patente la fragilidad de la democracia, así como la impotencia de UCD para encarar consecuentemente el proceso de modernización. Aquella noche humillante convierte al régimen establecido a la mayoría de los españoles. Queda desprestigiado cualquier experimento social que pueda ocasionar la repetición del golpe. Ya en 1979 el partido socialista había abandonado cualquier tentación rupturista. En 1981 se hace evidente que la prioridad indiscutible es consolidar el ordenamiento constitucional, tal como se practica. El triunfo arrollador de octubre de 1982 puso de manifiesto que una buena parte de los españoles pensó que el PSOE era la única fuerza disponible para cumplir esta tarea. El precio que ha tenido que pagar el socialismo español para estar a la altura de las circunstancias es la pérdida de gran parte de sus señas de identidad.
La política exterior de la Transición.
JAVIER RUPÉREZ
EL franquismo no había tenido más política exterior que la derivada de sus propias exigencias: en principio, sobrevivir; luego, no ser excesivamente molestado.
Desde ese punto de vista, y a diferencia de lo ocurrido con otros sistemas autoritarios, la política exterior del franquismo nunca tuvo pretensiones imperiales, se contentó con el cumplimiento de esos limitados objetivos y, en gran medida, fue consciente de las dificultades en las que debía desenvolverse.
Siempre tuvo una marcada tentación grandilocuente, en correspondencia con sistemas análogos. En la distancia del tiempo transcurrido, sin embargo, quedan de ella dos o tres rasgos significativos.
De un lado, la grandilocuencia rara vez pasó de un artificio dialéctico para uso doméstico.
De otro, la política exterior del franquismo nunca vivió fuera de la anomalía encarnada en el propio sistema autoritario.
No parece que intentara superar sus fronteras naturales —aquellas que hubieran podido hacer creer a alguien que el futuro secular de la nación dependía de decisiones tomadas en aquellos momentos. No es que ello constituya un absoluto mérito digno de figurar en las enciclopedias —porque cuatro decenios dictatoriales produjeron no pocas y graves deformaciones en la reflexión colectiva de los españoles, y también en el terreno de la política exterior— pero al menos dejaron el terreno relativamente libre de hipotecas.
Incluso las pocas que de manera firme contrajeron —las derivadas de los acuerdos bilaterales con los americanos, por ejemplo— estaban situadas en el buen terreno, aunque respondiera a las malas razones.
Sólo en los últimos años de vida del General pareció como si el Régimen sintiera el momento llegado para una distinta proyección de la política exterior española. Una proyección que hubiera debido permitir más presencia, más amplio margen de maniobra.
Desde ese punto de vista, sin embargo, cabe recordar lo evidente: el franquismo acabó de manera casi milimétrica allí donde había comenzado.
A pesar de los cambios evidentes ocurridos entre 1939 y 1975 —el periplo de la dictadura, si descontamos los tres años de la guerra civil— la situación exterior del país en noviembre del último año citado no puede ser más patética:
*.- sin haber nunca llegado a establecer relaciones diplomáticas con los países del Este,
*.- los embajadores de un buen número de países occidentales europeos han sido temporalmente retirados como gesto de protesta por las ejecuciones que habían tenido lugar pocas semanas antes;
*.- la Marcha Verde, sus antecedentes y consecuencias —entre ellos los Acuerdos de Madrid, por los que se cedía la soberanía sobre el Sahara a Marruecos y Mauritania— simbolizaba penosamente la trágica fragilidad de un Régimen que tantas veces había presumido de fuerza;
*.-y las mismas exequias de Francisco Franco sirven para que los representantes del mundo exterior, al Occidente y al Oriente, con la conspicua excepción de Pinochet, demuestren con su clamorosa mediocridad de rango el poco aprecio que siempre tuvieron al principio y al final, por la España de la dictadura.
En resumen, esa sería la situación con que la España del postfranquismo ha de enfrentarse al final de las casi cuatro décadas dictatoriales.
Desde luego, es el aislamiento la palabra que mejor define el momento.
También, la incertidumbre —como en tantos otros terrenos de la vida nacional. Quizá incluso un tanto más profunda. La reclamación democrática era una constante por demás generalizada. ¿Lo era en el mismo grado una determinada y unívoca política exterior? Es cierto que el europeísmo en sus múltiples versiones tenía una gran capacidad de convocatoria para muchos, seguramente mayoría, españoles del momento.
Pero ¿quería ello necesariamente decir que nuestra política exterior debiera estar por la pertenencia a la CEE?
¿Cuántos eran en aquel momento los españoles que, aun desde creencias firmemente democráticas, no hubieran indicado una inclinación preferencial por el mundo iberoamericano, e incluso por el árabe?
¿Cuántos no fueron los que opinaron entonces que el futuro de España debía ser el de un país neutral, e incluso no alineado?
¿Y qué no decir de los americanos, de nuestras relaciones con ellos, de las ambivalencias, cuando no de los abiertos rechazos que suscitaban?
¿No era sobre todo una gran ignorancia la que rodeaba, por ejemplo, el tema de la OTAN y nuestra eventual participación en la misma?
¿Cuántas telarañas no eran las que tenían los juicios de los españoles de 1975 por lo que pudiera afectar a la posición de su país, de ellos mismos, en el mundo?
Y de manera lógicamente equivalente, ¿cuáles y cuántas no eran las preguntas o las apetencias que desde más allá de nuestras fronteras unos no se hacían y otros no imaginaban sobre lo que los españoles decidieran sobre su propio destino nacional y consiguiente puesto en el concierto internacional?
Todas esas interrogantes, y seguramente muchas otras, definían una situación con notable margen de imprevisibilidad.
En la moneda convencional con que suelen ser descritas las posiciones internacionales, nuestras coordenadas eran por demás someras. Más allá de las geográficas o culturales, debían limitarse a la existencia de unos pactos político-defensivos con los estados Unidos.
Para simple recordatorio comparativo, sirva la mención a Portugal cuando Salazar desaparece: nuestro vecino era miembro de la OTAN y de la EFTA. Claro que nadie, o muy pocos, dentro o fuera de nuestro país, pudiera haber mantenido que todo nos era posible. Y en general, es cierto decir que pocos estaban en situación de imaginar lo que era deseable.
Con todo, y antes de la imaginación de cualquier futuro, el inmediato postfranquismo, el de los seis primeros meses de 1976, el del último gobierno de Arias Navarro y primero de la Monarquía, con lógica inevitable se planteó la normalización de las relaciones exteriores de España como exigencia prioritaria.
Cualquiera que hubiera sido el Gobierno en aquellas circunstancias, hubiera dedicado atención preferente a esa tarea, dentro de lo que suponían las cuestiones internacionales del país. Lo que España recibía como herencia en este terreno, era, sobre todo, la realidad y la percepción psicológica del aislamiento.
No fue la política exterior la preocupación fundamental de aquel Gobierno. Ni la del país en aquel momento.
Las incertidumbres suscitadas por la muerte de Franco sólo en parte habían sido satisfechas por una instauración monárquica que no dejó de tener reticencias exteriores e interiores.
El cambio de titular en la Jefatura del Gobierno, en cualquier caso, había ya traído consigo un significativo cambio de actitud por parte de las cancillerías de algunos países occidentales. La diferencia en el tratamiento dado a los funerales de Franco y al juramento del Rey Juan Carlos I resulta prueba con fuerza gráfica: de la primera ocasión queda reseñada la parquedad representativa; a la segunda, que habría de tener lugar pocos días después, asistía de manera destacada, y en un conjunto con capacidad representativa mucho más elevada, el entonces Presidente de la República Francesa, Valery Giscard D'Es-taing. Era evidentemente una voluntad de traducir la presencia en a modo de «apuesta» por el futuro de España bajo la Monarquía. Entendida, como no podía serlo de otra manera, en su versión constitucional, democrática y parlamentaria.
Poco tiempo después, ya en 1976, los americanos parecen realizar la misma «apuesta». En sesión por demás formal, que tiene lugar en Madrid a primeros de año, Areilza y Kissinger, firman la renovación de los acuerdos de amistad y cooperación entre España y los EE, UU. Los acuerdos introducen dos importantes novedades: por primera vez en su historia adquieren la categoría jurídi-co-internacional de Tratado y, además, contienen una cláusula desnuclearizadora que a partir de 1979 había de suponer la desaparición de todo el armamento nuclear americano hasta entonces estacionado en territorio español. El gesto, porque sobre todo de un gesto se trataba, tenía sobre todo ese valor de voluntad que transmite una confianza en el futuro.
José María de Areilza como Ministro de Asuntos Exteriores en aquellos momentos iniciales, entendió la tarea que en el Gabinete le correspondía como la de transmisor de «aquella buena nueva» que la Monarquía encarnaba. Viajó incansablemente para explicarlo. Le creyeron poco. No porque le faltara convicción en su tarea. Y como meses más tarde habría de verse, no porque las defensas de la causa y de la real, personas por las que se había convertido en distinguido viajante, estuvieran más que justificadas. El problema era otro y de índole doméstica, y más profunda. Arias Navarro no encarnaba otra cosa que la voluntad continuista de un imposible franquismo sin Franco. Quizá el error de Areilza —y de las otras personas que con él, en aquel Gobierno, encarnaban cuanta esperanza el momento pudiera ofrecer de una apertura democrática en los términos inequívocos y los ritmos rápidos que
la ocasión exigía— estuvo en ignorar que sin otra y muy distinta realidad interior el escaso crédito adquirido por el país en el cumplimiento de las condiciones sucesorias, pronto quedaría agotado. Que se necesitaba de una acción rápida y sin vacilaciones. Y que era esa acción, en el sentido adecuado, la que se esperaba dentro y fuera.
No es extraño, en consecuencia, que el período acabara por saldarse, tanto en el interior como en el exterior, con más incerti-dumbres de las que a su comienzo había conocido. Como dato indudable quedaba la muestra de un nuevo talante y los datos parciales no pueden ser desdeñados. Algunos, como la firma del nuevo Tratado con los EE. UU. quedan ya referido. Otros, como el esfuerzo para equilibrar nuestras relaciones con los países mo-grebíes, tan desmesuradamente inclinadas hacia Marruecos tras la Marcha Verde y los Acuerdos sobre el Sahara, o el inicio de las conversaciones con el Vaticano para concebir las relaciones de la nueva época bajo prismas diferentes, deben ser también reseñados. Aunque permanecieran como esbozos que sólo un poco más tarde llegarían a ser completados.
Desde julio de 1976, con la llegada de Suárez a la Presidencia del Gobierno —y de Marcelino Oreja al Ministerio de Asuntos Exteriores— hasta diciembre de 1978, coincidiendo con la aprobación constitucional, hubo tiempo suficiente para sentar las bases de lo que hoy es la columna vertebral de la política exterior española. Cierto que no todo se decidió en aquellos años —la última decisión sobre la OTAN, por ejemplo, no había sido tomada. Pero lo fundamental de los perfiles, de la proyección en definitiva de la filosofía de la política exterior española —e incluso de la política de defensa— viene en gran parte ya prefigurado desde aquellos meses. Que, por otra parte, y en examen retrospectivo, resultaron el período más innovador y creativo que la política exterior española ha conocido en el curso de los últimos decenios.
Ciertamente, no fue un período sin problemas ni vacilaciones. Creo, por ejemplo, que a efectos analíticos se podrían distinguir dos etapas dentro del mismo período. Una que cubre desde el principio hasta diciembre de 1977 y caracterizada por un tono muy afirmativo y contundente —quizá porque se estaba todavía en los propósitos más generales. Y una segunda, que llega hasta finales del 78, en donde las opciones, dentro del sentido abierto, empiezan a mostrar una pluralidad evidente —son los tiempos de las inclinaciones no alineadas o neutralistas, de' algunas dudas respecto a las relaciones con la CEE, del primer debate sobre la OTAN, etc. Y, claro es, la historia continuó más allá de los límites temporales en que se mueven este curso y, forzosamente, mis palabras. Con todo, y simplemente como apunte, quede la reafirmación de una creencia; la de que en aquellos tiempos tempranos de la transición fueron sentadas las bases de la política exterior española tal como hoy la conocemos y, con mejor o peor éxito, la practicamos. Quizá la mejor demostración experimental del aserto esté en ese grado de generalización que hoy, en sus líneas básicas, ha adquirido esa visión de la política exterior española. Porque
también debe ser recordado en el capítulo de las contrariedades, las propuestas que el Gobierno de la UCD realizaba en este terreno no solían contar con el apoyo de una oposición socialista que por entonces se encontraba acariciando otros y bastantes diferentes modelos de política exterior para España.
El primer diseño de política exterior de la transición tenía como voluntad la de reflejar una idea global e integrada de España.
Por un lado, pues, procuró imaginar la política exterior como una lógica consecuencia de un determinado ordenamiento interior. Desde ese punto de vista, el presupuesto básico e irrenunciable era la democracia.
Esa misma «idea de España», en segundo lugar, procuraba reflejar los condicionantes geográficos, culturales o históricos del país, con una referencia que hacía estado de su carácter europeo y occidental.
En tercer y último lugar, el planteamiento incluía una mirada hacia el entorno interior y exterior. Porque dentro era fácilmente perceptible un deseo generalizado de «homologación» con realidades a veces más intuidas que experimentadas y que tendían a identificar en «lo europeo» cuanto de libre y próspero conocía la humanidad. Hacia el exterior, precisamente ese exterior inmediato, porque interesaba su experiencia —no se trataba de comenzar ex novo toda una peripecia nacional ni de recrearse en xenofobias nacionalistas y autoritarias— y su apoyo. El embrión de política exterior que se comenzaba a gestar era claramente uno que tendría su justificación última en la participación española en los esquemas integrados de colaboración iniciados entre las democracias occidentales después de la II Guerra Mundial.
Tanto como todo eso se encontraba ya bastante perfilado en el discurso que Marcelino Oreja pronunciaba ante la Asamblea General de la ONU, el 27 de septiembre de 1976. Era la primera vez que un Ministro de Asuntos Exteriores de la recién reinstaurada Monarquía española tomaba la palabra en el foro neoyorquino y de la ocasión, por demás significativa, cabe extraer unas cuantas afirmaciones. Todas ellas tienen un evidente afán programático. Y dicen:
«Mi país atraviesa ahora un proceso de transformación de sus estructuras interiores que le conduce, porque esa es la voluntad del pueblo español, del Gobierno y de la Corona, a la implantación de un sistema democrático... Este propósito influye en los planteamientos y realizaciones de nuestra política exterior... España está incluida en un determinado espacio geo-político... Europeos y occidentales por la vocación y la geografía, formamos parte de la familia cultural y política de la que proviene nuestra filosofía y con la cual queda emparentado nuestro sistema de creencias y valores... España cree en la necesidad del refuerzo de los esquemas de seguridad en el plano regional... En la CSCE se encuentran las primicias,de una negociación que sustituya a la confrontación... Otro factor esencial de la seguridad es el de los Derechos Humanos... El Gobierno español ha hecho suyos tales propósitos (los de la ONU sobre el respeto de los Derechos Humanos) y en su representación voy a firmar mañana los Pactos sobre los Derechos Civiles y Políticos y sobre los Derechos Económicos, Sociales y Cultu-
rales de 1966. Con este acto, el Gobierno español quiere expresar su firme voluntad de hacer del respeto de los Derechos Humanos y de las libertades fundamentales, pieza clave de su política interna y exterior...»
Entre otras cosas novedosas, y seguramente algunas que no lo eran tanto, aquellas palabras encerraban primicias significativas. Por un lado, el evidente esfuerzo de apuntar hacia los Derechos Humanos como factor de trascendencia para España, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Por otro lado, el no menos evidente deseo de calificar a España como país europeo y occidental —corrigiendo tendencias anteriores, que ponían el énfasis más bien en coordenadas iberoamericanistas.
En el marco temporal en que aquellas manifestaciones se producían —eran todavía las primeras semanas de Suárez al frente del Gobierno— mucho espacio cabía para el excepticismo. Era aquel un Gobierno en el mejor de los casos «pre-democrático», y cuya legitimidad muchos ponían abiertamente en duda. Eran también los tiempos, hay que recordarlo, de la polémica, o de sus principios, entre la «reforma» y la «ruptura». Tiempos anteriores al referéndum de diciembre de 1976 sobre la reforma política. Tiempos, en definitiva, inciertos. Esas, las reproducidas, y otras declaraciones gubernamentales, podían ser interpretadas tanto como un firme deseo de compromiso como, por el contrario, como espejuelos vacíos de contenido. Resultaron, y por ello apostamos muchos, cauces viables y tangibles, tanto para orientar la proyección exterior —e interior— de la voluntad nacional como para ir comprometiendo a todos, empezando por el mismo Gobierno, en el cumplimiento de los propósitos tan solemnemente anunciados.
Pero incluso antes de su comparecencia ante las Naciones Unidas, el Gobierno se había apresurado a finalizar las conversaciones con el Vaticano para encontrar un nuevo marco que sustituyera al Concordato de 1959. El 28 de julio de 1976, en Roma, Marcelino Oreja y el Cardenal Villot, Secretario de Estado de la Santa Sede, firmaban un acuerdo por el que España renunciaba al derecho de presentación episcopal y la Santa Sede a su vez renunciaba al privilegio del fuero eclesiástico. El Acuerdo había sido precedido por una carta del Rey Juan Carlos I al Papa Pablo VI, anunciando su voluntad de renunciar al privilegio mencionado y habría de culminar, apenas dos años más tarde con la firma de acuerdos parciales que sustituían al Concordato y situaban las relaciones con la Santa Sede en una perspectiva radicalmente nueva. Precisamente la que desde el punto de vista eclesiástico tenía su origen en el Concilio y que, desde el punto de vista español, tendría su consagración constitucional a finales de 1978: España se configura como Estado no confesional: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrá las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones» (Artículo 16,3).
No era ninguna coincidencia que la política exterior de la primera transición cambiara los enfoques de las relaciones con los EE. UU. y con el Vaticano. Ambas habían sido las piedras angulares en que el franquismo había construido su primer y rudimenta-rio diseño de presencia exterior sobre un esquema de claudicaciones imposible de mantener, no ya de justificar, en los nuevos tiempos. Aunque no todo estuviera dicho en ninguno de los dos terrenos —incidencias posteriores lo acreditan sobradamente—, era ya en aquellos momentos evidente no sólo la necesidad para la política exterior española de encontrar enfoques nuevos y no enfeudados, sino también la relativa urgencia con que Washington y Roma entendieron y captaron las nuevas ópticas. Aquí y allí, unos y otros, y precisamente en relaciones tan sensibles como emblemáticas se trataba de echar por la borda y cuanto antes el lastre del pasado.
Entre finales de 1976 y mediados de 1977 se produjo la manifestación más plástica de lo que podría considerarse el final del aislamiento: España y todos los países socialistas del Este de Europa —con la excepción de Albania— restablecen relaciones diplomáticas. En ese restablecimiento de relaciones hay que incluir también el producido con Méjico, en los primeros meses del 77. Con ello se cerraba la anomalía que desde 1939 había mantenido a nuestro país en situación de grave carencia por lo que al despliegue diplomático se refería.
En la distancia del tiempo transcurrido pudieron aparecer como naderías intranscendentes, o escucharse como ecos de la prehistoria, datos como los que aquí ofrezco al historiador y valorar la política exterior de la transición. Lo hago, sin embargo, porque tuvieron en su momento una importancia que rebasaba el simple dato mecánico del intercambio de Embajadores para cobrar toda una serie de significados políticos e incluso emocionales. En el caso de Méjico, por ejemplo, las relaciones finalizaban un largo período de silencio e incluso de animosidad que necesitaron de un previo desbroce negociador hasta llegar al restablecimiento. Con menos contenidos emocionales, el hecho de entrar en la normalidad diplomática con la URSS y sus aliados, levantaba unas hipotecas de entendimiento y de simple conocimiento que tenía 40 años de antigüedad. Cierto es que todo aquello estaba en la lógica de las cosas. Que una vez recuperada la normalidad pronto, muy pronto, se entró en la rutina. Que la normalización diplomática fue buscada por el Gobierno del momento en una atmósfera generalizada de apoyo e incluso aplauso. Que incluso sería exagerado afirmar que la consecución de tales propósitos necesitaran de arduos esfuerzos o negociaciones. Pero que no todc fueron facilidades puede quedar simbolizado con lo que entonces quedó pendiente y sólo de manera mucho más tardía ha sido realizable: las relaciones con Israel. El hábito de la falta de relaciones alimenta reflejos condicionados muchas veces convertidos en dogmas políticos. La primera transición en su política exterior quiso, y pudo en la inmensa mayoría de los casos, acabar en hora temprana con una anomalía aquejada ya de inercia histórica.
En el contexto general en el que el país vivía en aquellos momentos, y que tenía mucho de expectante euforia, la primera pues-
ta en práctica de una política exterior que decía inspirarse en los principios practicados por los países democráticos y querer por encima de todo respetar los derechos humanos, y que además recobraba la normalidad participativa, contaba sin ninguna duda, con el apoyo y aliento de la mayor parte de la población. Es cierto que la derecha en gran parte callaba y la izquierda o bien repetía propuestas que ya en aquel momento ni siquiera guardaban el atractivo de la utopía, o bien ponían en duda la legitimidad del Gobierno que hacía tales planteamientos. Socialistas de aquella hora fueron, y todavía son, los que pretendieron retrasar aquel diseño de una nueva política exterior, no porque estuvieran en desacuerdo con sufundamentación, sino porque, decían, aquello podían hacerlo los «rupturistas», nunca los «reformistas». Quiero con todo ello decir que en torno a los temas mencionados, el sentir popular encontraba una identificación bastante inmediata: los españoles, por primera vez en años, podían sentirse protagonistas, participantes, escuchados e incluso admirados. La política exterior de la transición, en definitiva, no era otra cosa que el intento, en gran manera exitoso, de explicar hacia fuera el significado délos nuevos tiempos españoles y, al hacerlo, recabar para el país un determinado puesto de presencia en la arena internacional. En eso, muchos estaban de acuerdo. E incluso, aunque con ciertos matices, en que todo ello tuviera una traducción fundamentalmente anclada en Europa.
Y debe ser también tenido en cuenta que toda esa tarea venía facilitada por la calurosa recepión, a veces no exenta de entusiasmo, con que la España democrática era acogida en los medios internacionales. Era como el final de un largo período de congelación. Que su salida fuera pacífica y en libertad y no, como tantos habían pronosticado o temido, en violencia y caos, era motivo adicional para facilitar desde fuera la evolución de contactos y acontecimientos.
Creo no equivocarme si ejemplifico la culminación de ese estado anímico en las fechas de 1977, cuando España entra a formar parte del Consejo de Europa. Situación, de nuevo, que debe colocarse más en el indudable pacto simbólico del momento que en su trascendencia real: la primera en el tiempo de las instituciones de integración europea, seguramente la más exigente, en cuanto a credenciales afecta, ha visto palidecer su estrella ante la progresiva capacidad decisoria y de cohesión que hoy encarna la CEE. Pero en aquel entonces, las peras comunitarias estaban por demás inmaduras. Y el Consejo de Europa admitió a España en su seno en una decisión cargada también de significado: España, aunque hubiera celebrado ya las primeras elecciones nacionales, no tenía todavía una Constitución democrática —requisito éste que el Consejo exige antes de considerar la adhesión de nuevos miembros. La norma fue en aquella ocasión olvidada ante la petición unánime de las fuerzas democráticas españolas y europeas.
En esos momentos de diciembre de 1977 situaría yo, con la artificiosidad que siempre tienen estas distinciones temporales, el final de una etapa. España tenía normalizadas sus relaciones diplomáticas, definida una filosofía de presencia y actuación en sus relaciones internacionales y, en consecuencia, formaba yaparte de la institución que en principio definía «lo europeo y lo democrático». Dos años después de la muerte de Franco ello constituía un balance por demás apreciable. Pero no suficiente. Lo que quedaba por hacer constituía precisamente lo más específico de cualquier política exterior, las decisiones que rebasaban lo genérico para entrar en opciones excluyentes. En definitiva, lo más complejo, lo más debatible, lo más divisorio. Y en consecuencia, lo que menos consenso suscitaba. Cuando precisamente con la discusión del texto constitucional se entraba en una época, sólo finalizada en diciembre de 1978, que iba a estar marcada precisamente por esa noción: la del consenso.
El 15 de junio de 1977 tuvieron lugar en España las primeras elecciones democráticas que los españoles habían conocido desde 1936. Y el 28 de julio de ese mismo año, apenas constituido el primer Gobierno español, producto de unas elecciones libres en tan largo período de tiempo, Marcelino Oreja depositaba en Bruselas ante Roy Jenkins, entonces Presidente de la Comisión de la CEE, la solicitud española para entrar a formar parte de las Comunidades. Recordemos que la firma del Tratado de Adhesión de la CEE se firmó el 12 de junio de 1985. Aquella fue, junto con la que más tarde se tomaría sobre la OTAN, la decisión de más largo y profundo alcance tomada en el período objeto de análisis. Y tomada, también hay que recordarlo, con ciertas reticencias por parte de algunos de los ministros que en aquel momento integraban el Gobierno de la Nación.
Posiblemente fue el primer y último momento para tomarla. Cualquier retraso, por mínimo que hubiera sido, habría tenido consecuencias incalculables. Desde el punto de vista de la política doméstica, resulta por lo menos debatible el saber si aquel Gobierno habría tenido la misma capacidad de maniobra meses más tarde, ya en plena discusión constitucional, y con un socialismo opositor que, sin criticar abiertamente la decisión, la calificó de precipitada. El PSOE del momento oponía a la Europa «de los mercaderes» que la CEE encarnaría una también intencionada, como hasta el momento, mal descrita, Europa «de los trabajadores». En cualquier caso me parece evidente que si el PSOE hubiera estado en el Gobierno en 1977, hoy España no sería miembro del Mercado Común.
Simplemente a efectos de situar el momento, recordemos que fue en diciembre de 1977 cuando Felipe González, encabezando tina delegación del PSOE en Moscú, había firmado con los representantes del PCUS un comunicado en el que se decía aquello de que «las delegaciones han reafirmado los criterios de sus partidos acerca de la necesidad de superar la visión del mundo contemporáneo en bloques político-militares contra puestos y se han pronunciado contra la ampliación de dichos bloques».
Desde el punto de vista exterior, de la misma CEE, un retraso en la solicitud inicial hubira tenido como efecto el separar definitivamente la negociación española de la portuguesa —la solicitud presentada por Lisboa había precedido a la española en bastante tiempo— y los comunitarios se mostraron siempre reacios a tra-
tarlas por separado. De manera que aquella inicial fue una decisión probablemente con sus escollos pero fundamental para todo el desarrollo posterior de nuestra política exterior. E incluso, como hoy todo el mundo comprende y percibe para nuestra política interior: España apostaba en un grado más, y cuan significativo por su europeidad.
La narración valorativa de lo que aportó la primera transición debe cerrarse con dos codas adicionales. La primera, que sólo tendría su plasmación definitiva en 1980 pero que se gestó en 1977. Fue la oferta del Gobierno español, posteriormente aceptada por los estados participantes, para que la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, que ya había celebrado sendas reuniones plenarias en Helsinki y Belgrado, tuviera Madrid como sede sucesiva. El mismo hecho de que la candidatura fuera aceptada era signo más que significativo de la nueva capacidad de presencia: habría de ser la primera gran conferencia internacional que tenía lugar en nuestro país desde tiempo casi inmemorial. También signo, dicho sea de paso, de las esperanzas que algunos, los países socialistas, se habían hecho de nuestra voluntad supuestamente neutralista. Por el contrario, la CSCE en Madrid sirvió para reforzar y en cierto sentido prefigurar nuestras relaciones con los países occidentales. Sirvió también para otras cosas: una resolución en contra del terrorismo, por ejemplo, que tuvo su origen en una propuesta española y que era y sigue siendo el primer texto de ese tipo donde se recoge un amplio consenso antiterrorista hallado en un contexto Este-Oeste. Pero esa es otra y más tardía historia.
La segunda coda, ya plenamente instalada en 1978, es el I Congreso Nacional de UCD y las decisiones que allí se tomaron sobre política exterior y defensiva. Retengo de ellas como lo más significativo los términos en que se realiza la propuesta de una política exterior para España y, de manera más concreta, la voluntad expresa de entrada en la OTAN. En dos breves citas, queda ello reflejado: «España está políticamente incluida, por la voluntad soberana de su pueblo, en el modelo de sociedad democrática imperante en el mundo Occidental... En la opción que UCD propone como primordial para la política exterior española —europea, occidental y democrática— existe ciertamente una preferencia ideológica... En esa opción incluye la UCD nuestra integración en las Comunidades Europeas, el mantenimiento de un alto nivel en las relaciones entre España y Portugal; el ingreso de España en la OTAN; una presencia activa en el Consejo de Europa y, finalmente, la remodelación creativa de nuestras relaciones con los países neutrales del centro y norte de Europa». La ponencia sobre temas defensivos añadía escuetamente: «UCD es partidaria de la incorporación de nuestra nación al pacto de alianza que actualmente asocia a la mayor parte de los países de la Europa Occidental, la Alianza Atlántica».
Como dicho queda, 1978 no dio mucho más de sí por lo que a política exterior afectaba. El debate constitucional y sus evidentes exigencias políticas cobraron la prioridad que el Gobierno del momento y el principal partido de la oposición le quisieron dar. Todos sabemos dónde estaba cada cual en aquellos momentos. Y ahora. E incluso muchos intuimos las razones múltiples y complejas aparte de las señaladas, para que la política exterior española de la transición no hubiera entonces culminado el edificio tan nítidamente comenzado. Ocurre en cualquier caso que al leer los textos de UCD, los de su I Congreso arriba reproducidos, la evidencia se impone: una inmensa mayoría de los partidos que hoy, en 1988, forman el arco parlamentario español, suscriben tales tesis en su integridad. Porque esa es hoy, con indudables matiza-ciones pero con certeza, la política exterior de España. Mérito de la transición de los que la hicieron y la continuaron, de todos los españoles en definitiva. Porque con las diferencias de matiz que subsisten, aquel diseño tenía sobre todo una voluntad: la de proponer un sistema de presencia exterior acorde con nuestras necesidades e intereses y hacerlo de manera que una buena parte de los españoles, en él y sin violencia, se sintieran representados. En definitiva, una política exterior que en sus líneas básicas quedara por encima y más allá de las querellas partidistas. Parece que lo hemos conseguido. Aunque algunos hayan debido recorrer un largo periplo para conocerlo.
EL franquismo no había tenido más política exterior que la derivada de sus propias exigencias: en principio, sobrevivir; luego, no ser excesivamente molestado.
Desde ese punto de vista, y a diferencia de lo ocurrido con otros sistemas autoritarios, la política exterior del franquismo nunca tuvo pretensiones imperiales, se contentó con el cumplimiento de esos limitados objetivos y, en gran medida, fue consciente de las dificultades en las que debía desenvolverse.
Siempre tuvo una marcada tentación grandilocuente, en correspondencia con sistemas análogos. En la distancia del tiempo transcurrido, sin embargo, quedan de ella dos o tres rasgos significativos.
De un lado, la grandilocuencia rara vez pasó de un artificio dialéctico para uso doméstico.
De otro, la política exterior del franquismo nunca vivió fuera de la anomalía encarnada en el propio sistema autoritario.
No parece que intentara superar sus fronteras naturales —aquellas que hubieran podido hacer creer a alguien que el futuro secular de la nación dependía de decisiones tomadas en aquellos momentos. No es que ello constituya un absoluto mérito digno de figurar en las enciclopedias —porque cuatro decenios dictatoriales produjeron no pocas y graves deformaciones en la reflexión colectiva de los españoles, y también en el terreno de la política exterior— pero al menos dejaron el terreno relativamente libre de hipotecas.
Incluso las pocas que de manera firme contrajeron —las derivadas de los acuerdos bilaterales con los americanos, por ejemplo— estaban situadas en el buen terreno, aunque respondiera a las malas razones.
Sólo en los últimos años de vida del General pareció como si el Régimen sintiera el momento llegado para una distinta proyección de la política exterior española. Una proyección que hubiera debido permitir más presencia, más amplio margen de maniobra.
Desde ese punto de vista, sin embargo, cabe recordar lo evidente: el franquismo acabó de manera casi milimétrica allí donde había comenzado.
A pesar de los cambios evidentes ocurridos entre 1939 y 1975 —el periplo de la dictadura, si descontamos los tres años de la guerra civil— la situación exterior del país en noviembre del último año citado no puede ser más patética:
*.- sin haber nunca llegado a establecer relaciones diplomáticas con los países del Este,
*.- los embajadores de un buen número de países occidentales europeos han sido temporalmente retirados como gesto de protesta por las ejecuciones que habían tenido lugar pocas semanas antes;
*.- la Marcha Verde, sus antecedentes y consecuencias —entre ellos los Acuerdos de Madrid, por los que se cedía la soberanía sobre el Sahara a Marruecos y Mauritania— simbolizaba penosamente la trágica fragilidad de un Régimen que tantas veces había presumido de fuerza;
*.-y las mismas exequias de Francisco Franco sirven para que los representantes del mundo exterior, al Occidente y al Oriente, con la conspicua excepción de Pinochet, demuestren con su clamorosa mediocridad de rango el poco aprecio que siempre tuvieron al principio y al final, por la España de la dictadura.
En resumen, esa sería la situación con que la España del postfranquismo ha de enfrentarse al final de las casi cuatro décadas dictatoriales.
Desde luego, es el aislamiento la palabra que mejor define el momento.
También, la incertidumbre —como en tantos otros terrenos de la vida nacional. Quizá incluso un tanto más profunda. La reclamación democrática era una constante por demás generalizada. ¿Lo era en el mismo grado una determinada y unívoca política exterior? Es cierto que el europeísmo en sus múltiples versiones tenía una gran capacidad de convocatoria para muchos, seguramente mayoría, españoles del momento.
Pero ¿quería ello necesariamente decir que nuestra política exterior debiera estar por la pertenencia a la CEE?
¿Cuántos eran en aquel momento los españoles que, aun desde creencias firmemente democráticas, no hubieran indicado una inclinación preferencial por el mundo iberoamericano, e incluso por el árabe?
¿Cuántos no fueron los que opinaron entonces que el futuro de España debía ser el de un país neutral, e incluso no alineado?
¿Y qué no decir de los americanos, de nuestras relaciones con ellos, de las ambivalencias, cuando no de los abiertos rechazos que suscitaban?
¿No era sobre todo una gran ignorancia la que rodeaba, por ejemplo, el tema de la OTAN y nuestra eventual participación en la misma?
¿Cuántas telarañas no eran las que tenían los juicios de los españoles de 1975 por lo que pudiera afectar a la posición de su país, de ellos mismos, en el mundo?
Y de manera lógicamente equivalente, ¿cuáles y cuántas no eran las preguntas o las apetencias que desde más allá de nuestras fronteras unos no se hacían y otros no imaginaban sobre lo que los españoles decidieran sobre su propio destino nacional y consiguiente puesto en el concierto internacional?
Todas esas interrogantes, y seguramente muchas otras, definían una situación con notable margen de imprevisibilidad.
En la moneda convencional con que suelen ser descritas las posiciones internacionales, nuestras coordenadas eran por demás someras. Más allá de las geográficas o culturales, debían limitarse a la existencia de unos pactos político-defensivos con los estados Unidos.
Para simple recordatorio comparativo, sirva la mención a Portugal cuando Salazar desaparece: nuestro vecino era miembro de la OTAN y de la EFTA. Claro que nadie, o muy pocos, dentro o fuera de nuestro país, pudiera haber mantenido que todo nos era posible. Y en general, es cierto decir que pocos estaban en situación de imaginar lo que era deseable.
Con todo, y antes de la imaginación de cualquier futuro, el inmediato postfranquismo, el de los seis primeros meses de 1976, el del último gobierno de Arias Navarro y primero de la Monarquía, con lógica inevitable se planteó la normalización de las relaciones exteriores de España como exigencia prioritaria.
Cualquiera que hubiera sido el Gobierno en aquellas circunstancias, hubiera dedicado atención preferente a esa tarea, dentro de lo que suponían las cuestiones internacionales del país. Lo que España recibía como herencia en este terreno, era, sobre todo, la realidad y la percepción psicológica del aislamiento.
No fue la política exterior la preocupación fundamental de aquel Gobierno. Ni la del país en aquel momento.
Las incertidumbres suscitadas por la muerte de Franco sólo en parte habían sido satisfechas por una instauración monárquica que no dejó de tener reticencias exteriores e interiores.
El cambio de titular en la Jefatura del Gobierno, en cualquier caso, había ya traído consigo un significativo cambio de actitud por parte de las cancillerías de algunos países occidentales. La diferencia en el tratamiento dado a los funerales de Franco y al juramento del Rey Juan Carlos I resulta prueba con fuerza gráfica: de la primera ocasión queda reseñada la parquedad representativa; a la segunda, que habría de tener lugar pocos días después, asistía de manera destacada, y en un conjunto con capacidad representativa mucho más elevada, el entonces Presidente de la República Francesa, Valery Giscard D'Es-taing. Era evidentemente una voluntad de traducir la presencia en a modo de «apuesta» por el futuro de España bajo la Monarquía. Entendida, como no podía serlo de otra manera, en su versión constitucional, democrática y parlamentaria.
Poco tiempo después, ya en 1976, los americanos parecen realizar la misma «apuesta». En sesión por demás formal, que tiene lugar en Madrid a primeros de año, Areilza y Kissinger, firman la renovación de los acuerdos de amistad y cooperación entre España y los EE, UU. Los acuerdos introducen dos importantes novedades: por primera vez en su historia adquieren la categoría jurídi-co-internacional de Tratado y, además, contienen una cláusula desnuclearizadora que a partir de 1979 había de suponer la desaparición de todo el armamento nuclear americano hasta entonces estacionado en territorio español. El gesto, porque sobre todo de un gesto se trataba, tenía sobre todo ese valor de voluntad que transmite una confianza en el futuro.
José María de Areilza como Ministro de Asuntos Exteriores en aquellos momentos iniciales, entendió la tarea que en el Gabinete le correspondía como la de transmisor de «aquella buena nueva» que la Monarquía encarnaba. Viajó incansablemente para explicarlo. Le creyeron poco. No porque le faltara convicción en su tarea. Y como meses más tarde habría de verse, no porque las defensas de la causa y de la real, personas por las que se había convertido en distinguido viajante, estuvieran más que justificadas. El problema era otro y de índole doméstica, y más profunda. Arias Navarro no encarnaba otra cosa que la voluntad continuista de un imposible franquismo sin Franco. Quizá el error de Areilza —y de las otras personas que con él, en aquel Gobierno, encarnaban cuanta esperanza el momento pudiera ofrecer de una apertura democrática en los términos inequívocos y los ritmos rápidos que
la ocasión exigía— estuvo en ignorar que sin otra y muy distinta realidad interior el escaso crédito adquirido por el país en el cumplimiento de las condiciones sucesorias, pronto quedaría agotado. Que se necesitaba de una acción rápida y sin vacilaciones. Y que era esa acción, en el sentido adecuado, la que se esperaba dentro y fuera.
No es extraño, en consecuencia, que el período acabara por saldarse, tanto en el interior como en el exterior, con más incerti-dumbres de las que a su comienzo había conocido. Como dato indudable quedaba la muestra de un nuevo talante y los datos parciales no pueden ser desdeñados. Algunos, como la firma del nuevo Tratado con los EE. UU. quedan ya referido. Otros, como el esfuerzo para equilibrar nuestras relaciones con los países mo-grebíes, tan desmesuradamente inclinadas hacia Marruecos tras la Marcha Verde y los Acuerdos sobre el Sahara, o el inicio de las conversaciones con el Vaticano para concebir las relaciones de la nueva época bajo prismas diferentes, deben ser también reseñados. Aunque permanecieran como esbozos que sólo un poco más tarde llegarían a ser completados.
Desde julio de 1976, con la llegada de Suárez a la Presidencia del Gobierno —y de Marcelino Oreja al Ministerio de Asuntos Exteriores— hasta diciembre de 1978, coincidiendo con la aprobación constitucional, hubo tiempo suficiente para sentar las bases de lo que hoy es la columna vertebral de la política exterior española. Cierto que no todo se decidió en aquellos años —la última decisión sobre la OTAN, por ejemplo, no había sido tomada. Pero lo fundamental de los perfiles, de la proyección en definitiva de la filosofía de la política exterior española —e incluso de la política de defensa— viene en gran parte ya prefigurado desde aquellos meses. Que, por otra parte, y en examen retrospectivo, resultaron el período más innovador y creativo que la política exterior española ha conocido en el curso de los últimos decenios.
Ciertamente, no fue un período sin problemas ni vacilaciones. Creo, por ejemplo, que a efectos analíticos se podrían distinguir dos etapas dentro del mismo período. Una que cubre desde el principio hasta diciembre de 1977 y caracterizada por un tono muy afirmativo y contundente —quizá porque se estaba todavía en los propósitos más generales. Y una segunda, que llega hasta finales del 78, en donde las opciones, dentro del sentido abierto, empiezan a mostrar una pluralidad evidente —son los tiempos de las inclinaciones no alineadas o neutralistas, de' algunas dudas respecto a las relaciones con la CEE, del primer debate sobre la OTAN, etc. Y, claro es, la historia continuó más allá de los límites temporales en que se mueven este curso y, forzosamente, mis palabras. Con todo, y simplemente como apunte, quede la reafirmación de una creencia; la de que en aquellos tiempos tempranos de la transición fueron sentadas las bases de la política exterior española tal como hoy la conocemos y, con mejor o peor éxito, la practicamos. Quizá la mejor demostración experimental del aserto esté en ese grado de generalización que hoy, en sus líneas básicas, ha adquirido esa visión de la política exterior española. Porque
también debe ser recordado en el capítulo de las contrariedades, las propuestas que el Gobierno de la UCD realizaba en este terreno no solían contar con el apoyo de una oposición socialista que por entonces se encontraba acariciando otros y bastantes diferentes modelos de política exterior para España.
El primer diseño de política exterior de la transición tenía como voluntad la de reflejar una idea global e integrada de España.
Por un lado, pues, procuró imaginar la política exterior como una lógica consecuencia de un determinado ordenamiento interior. Desde ese punto de vista, el presupuesto básico e irrenunciable era la democracia.
Esa misma «idea de España», en segundo lugar, procuraba reflejar los condicionantes geográficos, culturales o históricos del país, con una referencia que hacía estado de su carácter europeo y occidental.
En tercer y último lugar, el planteamiento incluía una mirada hacia el entorno interior y exterior. Porque dentro era fácilmente perceptible un deseo generalizado de «homologación» con realidades a veces más intuidas que experimentadas y que tendían a identificar en «lo europeo» cuanto de libre y próspero conocía la humanidad. Hacia el exterior, precisamente ese exterior inmediato, porque interesaba su experiencia —no se trataba de comenzar ex novo toda una peripecia nacional ni de recrearse en xenofobias nacionalistas y autoritarias— y su apoyo. El embrión de política exterior que se comenzaba a gestar era claramente uno que tendría su justificación última en la participación española en los esquemas integrados de colaboración iniciados entre las democracias occidentales después de la II Guerra Mundial.
Tanto como todo eso se encontraba ya bastante perfilado en el discurso que Marcelino Oreja pronunciaba ante la Asamblea General de la ONU, el 27 de septiembre de 1976. Era la primera vez que un Ministro de Asuntos Exteriores de la recién reinstaurada Monarquía española tomaba la palabra en el foro neoyorquino y de la ocasión, por demás significativa, cabe extraer unas cuantas afirmaciones. Todas ellas tienen un evidente afán programático. Y dicen:
«Mi país atraviesa ahora un proceso de transformación de sus estructuras interiores que le conduce, porque esa es la voluntad del pueblo español, del Gobierno y de la Corona, a la implantación de un sistema democrático... Este propósito influye en los planteamientos y realizaciones de nuestra política exterior... España está incluida en un determinado espacio geo-político... Europeos y occidentales por la vocación y la geografía, formamos parte de la familia cultural y política de la que proviene nuestra filosofía y con la cual queda emparentado nuestro sistema de creencias y valores... España cree en la necesidad del refuerzo de los esquemas de seguridad en el plano regional... En la CSCE se encuentran las primicias,de una negociación que sustituya a la confrontación... Otro factor esencial de la seguridad es el de los Derechos Humanos... El Gobierno español ha hecho suyos tales propósitos (los de la ONU sobre el respeto de los Derechos Humanos) y en su representación voy a firmar mañana los Pactos sobre los Derechos Civiles y Políticos y sobre los Derechos Económicos, Sociales y Cultu-
rales de 1966. Con este acto, el Gobierno español quiere expresar su firme voluntad de hacer del respeto de los Derechos Humanos y de las libertades fundamentales, pieza clave de su política interna y exterior...»
Entre otras cosas novedosas, y seguramente algunas que no lo eran tanto, aquellas palabras encerraban primicias significativas. Por un lado, el evidente esfuerzo de apuntar hacia los Derechos Humanos como factor de trascendencia para España, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Por otro lado, el no menos evidente deseo de calificar a España como país europeo y occidental —corrigiendo tendencias anteriores, que ponían el énfasis más bien en coordenadas iberoamericanistas.
En el marco temporal en que aquellas manifestaciones se producían —eran todavía las primeras semanas de Suárez al frente del Gobierno— mucho espacio cabía para el excepticismo. Era aquel un Gobierno en el mejor de los casos «pre-democrático», y cuya legitimidad muchos ponían abiertamente en duda. Eran también los tiempos, hay que recordarlo, de la polémica, o de sus principios, entre la «reforma» y la «ruptura». Tiempos anteriores al referéndum de diciembre de 1976 sobre la reforma política. Tiempos, en definitiva, inciertos. Esas, las reproducidas, y otras declaraciones gubernamentales, podían ser interpretadas tanto como un firme deseo de compromiso como, por el contrario, como espejuelos vacíos de contenido. Resultaron, y por ello apostamos muchos, cauces viables y tangibles, tanto para orientar la proyección exterior —e interior— de la voluntad nacional como para ir comprometiendo a todos, empezando por el mismo Gobierno, en el cumplimiento de los propósitos tan solemnemente anunciados.
Pero incluso antes de su comparecencia ante las Naciones Unidas, el Gobierno se había apresurado a finalizar las conversaciones con el Vaticano para encontrar un nuevo marco que sustituyera al Concordato de 1959. El 28 de julio de 1976, en Roma, Marcelino Oreja y el Cardenal Villot, Secretario de Estado de la Santa Sede, firmaban un acuerdo por el que España renunciaba al derecho de presentación episcopal y la Santa Sede a su vez renunciaba al privilegio del fuero eclesiástico. El Acuerdo había sido precedido por una carta del Rey Juan Carlos I al Papa Pablo VI, anunciando su voluntad de renunciar al privilegio mencionado y habría de culminar, apenas dos años más tarde con la firma de acuerdos parciales que sustituían al Concordato y situaban las relaciones con la Santa Sede en una perspectiva radicalmente nueva. Precisamente la que desde el punto de vista eclesiástico tenía su origen en el Concilio y que, desde el punto de vista español, tendría su consagración constitucional a finales de 1978: España se configura como Estado no confesional: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrá las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones» (Artículo 16,3).
No era ninguna coincidencia que la política exterior de la primera transición cambiara los enfoques de las relaciones con los EE. UU. y con el Vaticano. Ambas habían sido las piedras angulares en que el franquismo había construido su primer y rudimenta-rio diseño de presencia exterior sobre un esquema de claudicaciones imposible de mantener, no ya de justificar, en los nuevos tiempos. Aunque no todo estuviera dicho en ninguno de los dos terrenos —incidencias posteriores lo acreditan sobradamente—, era ya en aquellos momentos evidente no sólo la necesidad para la política exterior española de encontrar enfoques nuevos y no enfeudados, sino también la relativa urgencia con que Washington y Roma entendieron y captaron las nuevas ópticas. Aquí y allí, unos y otros, y precisamente en relaciones tan sensibles como emblemáticas se trataba de echar por la borda y cuanto antes el lastre del pasado.
Entre finales de 1976 y mediados de 1977 se produjo la manifestación más plástica de lo que podría considerarse el final del aislamiento: España y todos los países socialistas del Este de Europa —con la excepción de Albania— restablecen relaciones diplomáticas. En ese restablecimiento de relaciones hay que incluir también el producido con Méjico, en los primeros meses del 77. Con ello se cerraba la anomalía que desde 1939 había mantenido a nuestro país en situación de grave carencia por lo que al despliegue diplomático se refería.
En la distancia del tiempo transcurrido pudieron aparecer como naderías intranscendentes, o escucharse como ecos de la prehistoria, datos como los que aquí ofrezco al historiador y valorar la política exterior de la transición. Lo hago, sin embargo, porque tuvieron en su momento una importancia que rebasaba el simple dato mecánico del intercambio de Embajadores para cobrar toda una serie de significados políticos e incluso emocionales. En el caso de Méjico, por ejemplo, las relaciones finalizaban un largo período de silencio e incluso de animosidad que necesitaron de un previo desbroce negociador hasta llegar al restablecimiento. Con menos contenidos emocionales, el hecho de entrar en la normalidad diplomática con la URSS y sus aliados, levantaba unas hipotecas de entendimiento y de simple conocimiento que tenía 40 años de antigüedad. Cierto es que todo aquello estaba en la lógica de las cosas. Que una vez recuperada la normalidad pronto, muy pronto, se entró en la rutina. Que la normalización diplomática fue buscada por el Gobierno del momento en una atmósfera generalizada de apoyo e incluso aplauso. Que incluso sería exagerado afirmar que la consecución de tales propósitos necesitaran de arduos esfuerzos o negociaciones. Pero que no todc fueron facilidades puede quedar simbolizado con lo que entonces quedó pendiente y sólo de manera mucho más tardía ha sido realizable: las relaciones con Israel. El hábito de la falta de relaciones alimenta reflejos condicionados muchas veces convertidos en dogmas políticos. La primera transición en su política exterior quiso, y pudo en la inmensa mayoría de los casos, acabar en hora temprana con una anomalía aquejada ya de inercia histórica.
En el contexto general en el que el país vivía en aquellos momentos, y que tenía mucho de expectante euforia, la primera pues-
ta en práctica de una política exterior que decía inspirarse en los principios practicados por los países democráticos y querer por encima de todo respetar los derechos humanos, y que además recobraba la normalidad participativa, contaba sin ninguna duda, con el apoyo y aliento de la mayor parte de la población. Es cierto que la derecha en gran parte callaba y la izquierda o bien repetía propuestas que ya en aquel momento ni siquiera guardaban el atractivo de la utopía, o bien ponían en duda la legitimidad del Gobierno que hacía tales planteamientos. Socialistas de aquella hora fueron, y todavía son, los que pretendieron retrasar aquel diseño de una nueva política exterior, no porque estuvieran en desacuerdo con sufundamentación, sino porque, decían, aquello podían hacerlo los «rupturistas», nunca los «reformistas». Quiero con todo ello decir que en torno a los temas mencionados, el sentir popular encontraba una identificación bastante inmediata: los españoles, por primera vez en años, podían sentirse protagonistas, participantes, escuchados e incluso admirados. La política exterior de la transición, en definitiva, no era otra cosa que el intento, en gran manera exitoso, de explicar hacia fuera el significado délos nuevos tiempos españoles y, al hacerlo, recabar para el país un determinado puesto de presencia en la arena internacional. En eso, muchos estaban de acuerdo. E incluso, aunque con ciertos matices, en que todo ello tuviera una traducción fundamentalmente anclada en Europa.
Y debe ser también tenido en cuenta que toda esa tarea venía facilitada por la calurosa recepión, a veces no exenta de entusiasmo, con que la España democrática era acogida en los medios internacionales. Era como el final de un largo período de congelación. Que su salida fuera pacífica y en libertad y no, como tantos habían pronosticado o temido, en violencia y caos, era motivo adicional para facilitar desde fuera la evolución de contactos y acontecimientos.
Creo no equivocarme si ejemplifico la culminación de ese estado anímico en las fechas de 1977, cuando España entra a formar parte del Consejo de Europa. Situación, de nuevo, que debe colocarse más en el indudable pacto simbólico del momento que en su trascendencia real: la primera en el tiempo de las instituciones de integración europea, seguramente la más exigente, en cuanto a credenciales afecta, ha visto palidecer su estrella ante la progresiva capacidad decisoria y de cohesión que hoy encarna la CEE. Pero en aquel entonces, las peras comunitarias estaban por demás inmaduras. Y el Consejo de Europa admitió a España en su seno en una decisión cargada también de significado: España, aunque hubiera celebrado ya las primeras elecciones nacionales, no tenía todavía una Constitución democrática —requisito éste que el Consejo exige antes de considerar la adhesión de nuevos miembros. La norma fue en aquella ocasión olvidada ante la petición unánime de las fuerzas democráticas españolas y europeas.
En esos momentos de diciembre de 1977 situaría yo, con la artificiosidad que siempre tienen estas distinciones temporales, el final de una etapa. España tenía normalizadas sus relaciones diplomáticas, definida una filosofía de presencia y actuación en sus relaciones internacionales y, en consecuencia, formaba yaparte de la institución que en principio definía «lo europeo y lo democrático». Dos años después de la muerte de Franco ello constituía un balance por demás apreciable. Pero no suficiente. Lo que quedaba por hacer constituía precisamente lo más específico de cualquier política exterior, las decisiones que rebasaban lo genérico para entrar en opciones excluyentes. En definitiva, lo más complejo, lo más debatible, lo más divisorio. Y en consecuencia, lo que menos consenso suscitaba. Cuando precisamente con la discusión del texto constitucional se entraba en una época, sólo finalizada en diciembre de 1978, que iba a estar marcada precisamente por esa noción: la del consenso.
El 15 de junio de 1977 tuvieron lugar en España las primeras elecciones democráticas que los españoles habían conocido desde 1936. Y el 28 de julio de ese mismo año, apenas constituido el primer Gobierno español, producto de unas elecciones libres en tan largo período de tiempo, Marcelino Oreja depositaba en Bruselas ante Roy Jenkins, entonces Presidente de la Comisión de la CEE, la solicitud española para entrar a formar parte de las Comunidades. Recordemos que la firma del Tratado de Adhesión de la CEE se firmó el 12 de junio de 1985. Aquella fue, junto con la que más tarde se tomaría sobre la OTAN, la decisión de más largo y profundo alcance tomada en el período objeto de análisis. Y tomada, también hay que recordarlo, con ciertas reticencias por parte de algunos de los ministros que en aquel momento integraban el Gobierno de la Nación.
Posiblemente fue el primer y último momento para tomarla. Cualquier retraso, por mínimo que hubiera sido, habría tenido consecuencias incalculables. Desde el punto de vista de la política doméstica, resulta por lo menos debatible el saber si aquel Gobierno habría tenido la misma capacidad de maniobra meses más tarde, ya en plena discusión constitucional, y con un socialismo opositor que, sin criticar abiertamente la decisión, la calificó de precipitada. El PSOE del momento oponía a la Europa «de los mercaderes» que la CEE encarnaría una también intencionada, como hasta el momento, mal descrita, Europa «de los trabajadores». En cualquier caso me parece evidente que si el PSOE hubiera estado en el Gobierno en 1977, hoy España no sería miembro del Mercado Común.
Simplemente a efectos de situar el momento, recordemos que fue en diciembre de 1977 cuando Felipe González, encabezando tina delegación del PSOE en Moscú, había firmado con los representantes del PCUS un comunicado en el que se decía aquello de que «las delegaciones han reafirmado los criterios de sus partidos acerca de la necesidad de superar la visión del mundo contemporáneo en bloques político-militares contra puestos y se han pronunciado contra la ampliación de dichos bloques».
Desde el punto de vista exterior, de la misma CEE, un retraso en la solicitud inicial hubira tenido como efecto el separar definitivamente la negociación española de la portuguesa —la solicitud presentada por Lisboa había precedido a la española en bastante tiempo— y los comunitarios se mostraron siempre reacios a tra-
tarlas por separado. De manera que aquella inicial fue una decisión probablemente con sus escollos pero fundamental para todo el desarrollo posterior de nuestra política exterior. E incluso, como hoy todo el mundo comprende y percibe para nuestra política interior: España apostaba en un grado más, y cuan significativo por su europeidad.
La narración valorativa de lo que aportó la primera transición debe cerrarse con dos codas adicionales. La primera, que sólo tendría su plasmación definitiva en 1980 pero que se gestó en 1977. Fue la oferta del Gobierno español, posteriormente aceptada por los estados participantes, para que la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, que ya había celebrado sendas reuniones plenarias en Helsinki y Belgrado, tuviera Madrid como sede sucesiva. El mismo hecho de que la candidatura fuera aceptada era signo más que significativo de la nueva capacidad de presencia: habría de ser la primera gran conferencia internacional que tenía lugar en nuestro país desde tiempo casi inmemorial. También signo, dicho sea de paso, de las esperanzas que algunos, los países socialistas, se habían hecho de nuestra voluntad supuestamente neutralista. Por el contrario, la CSCE en Madrid sirvió para reforzar y en cierto sentido prefigurar nuestras relaciones con los países occidentales. Sirvió también para otras cosas: una resolución en contra del terrorismo, por ejemplo, que tuvo su origen en una propuesta española y que era y sigue siendo el primer texto de ese tipo donde se recoge un amplio consenso antiterrorista hallado en un contexto Este-Oeste. Pero esa es otra y más tardía historia.
La segunda coda, ya plenamente instalada en 1978, es el I Congreso Nacional de UCD y las decisiones que allí se tomaron sobre política exterior y defensiva. Retengo de ellas como lo más significativo los términos en que se realiza la propuesta de una política exterior para España y, de manera más concreta, la voluntad expresa de entrada en la OTAN. En dos breves citas, queda ello reflejado: «España está políticamente incluida, por la voluntad soberana de su pueblo, en el modelo de sociedad democrática imperante en el mundo Occidental... En la opción que UCD propone como primordial para la política exterior española —europea, occidental y democrática— existe ciertamente una preferencia ideológica... En esa opción incluye la UCD nuestra integración en las Comunidades Europeas, el mantenimiento de un alto nivel en las relaciones entre España y Portugal; el ingreso de España en la OTAN; una presencia activa en el Consejo de Europa y, finalmente, la remodelación creativa de nuestras relaciones con los países neutrales del centro y norte de Europa». La ponencia sobre temas defensivos añadía escuetamente: «UCD es partidaria de la incorporación de nuestra nación al pacto de alianza que actualmente asocia a la mayor parte de los países de la Europa Occidental, la Alianza Atlántica».
Como dicho queda, 1978 no dio mucho más de sí por lo que a política exterior afectaba. El debate constitucional y sus evidentes exigencias políticas cobraron la prioridad que el Gobierno del momento y el principal partido de la oposición le quisieron dar. Todos sabemos dónde estaba cada cual en aquellos momentos. Y ahora. E incluso muchos intuimos las razones múltiples y complejas aparte de las señaladas, para que la política exterior española de la transición no hubiera entonces culminado el edificio tan nítidamente comenzado. Ocurre en cualquier caso que al leer los textos de UCD, los de su I Congreso arriba reproducidos, la evidencia se impone: una inmensa mayoría de los partidos que hoy, en 1988, forman el arco parlamentario español, suscriben tales tesis en su integridad. Porque esa es hoy, con indudables matiza-ciones pero con certeza, la política exterior de España. Mérito de la transición de los que la hicieron y la continuaron, de todos los españoles en definitiva. Porque con las diferencias de matiz que subsisten, aquel diseño tenía sobre todo una voluntad: la de proponer un sistema de presencia exterior acorde con nuestras necesidades e intereses y hacerlo de manera que una buena parte de los españoles, en él y sin violencia, se sintieran representados. En definitiva, una política exterior que en sus líneas básicas quedara por encima y más allá de las querellas partidistas. Parece que lo hemos conseguido. Aunque algunos hayan debido recorrer un largo periplo para conocerlo.
jueves, 23 de abril de 2009
Ley de 22 de Octubre de 1945 del Referéndum Nacional
LEY DE 22 DE OCTUBRE DE 1945 por la que el Jefe del Estado podrá someter a referéndum aquellas Leyes que su trascendencia lo aconseje o el interés público lo demande.
JEFATURA DEL ESTADO (B. O. núm. 297, 24 de octubre de 1945, pág. 2522)
Abierta para todos los españoles su colaboración en las tareas del Estado a través de los organismos naturales, constituidos por la familia, el municipio y el sindicato, y promulgadas las Leyes básicas que han de dar nueva vida y mayor espontaneidad a las representaciones dentro de un Régimen de cristiana convivencia, con el fin de garantizar a la Nación contra el desvío que la historia política de los pueblos viene registrando de que en los asuntos de mayor trascendencia o interés pública, la voluntad de la Nación pueda ser suplantada por el juicio subjetivo de sus mandatarios; esta Jefatura del Estado, en uso de las facultades que le reservan las Leyes de treinta de enero de mil novecientos treinta y ocho y de ocho de agosto de mil novecientos treinta y nueve, ha creído conveniente instituir la consulta directa a la Nación en referéndum público en todos aquellos casos en que, por la trascendencia de las leyes o incertidumbres en la opinión, el Jefe del Estado estime la oportunidad y conveniencia de esta consulta.
En su virtud,
DISPONGO:
Artículo primero.
Cuando la trascendencia de determinadas Leyes lo aconsejen o el interés público lo demande, podrá el Jefe del Estado, para mejor servicio de la Nación, someter a referéndum los proyectos de Leyes elaborados por las Cortes.
Artículo segundo.
El referéndum se llevará a cabo entre todos los hombres y mujeres de la Nación mayores de veintiún años.
Artículo tercero.
Se autoriza al Gobierno para dictar las disposiciones complementarias conducentes a la formación del censo y ejecución de la presente Ley.
Así lo dispongo por la presente Ley, dada en Madrid a veintidós de octubre de mil novecientos cuarenta y cinco.
FRANCISCO FRANCO
JEFATURA DEL ESTADO (B. O. núm. 297, 24 de octubre de 1945, pág. 2522)
Abierta para todos los españoles su colaboración en las tareas del Estado a través de los organismos naturales, constituidos por la familia, el municipio y el sindicato, y promulgadas las Leyes básicas que han de dar nueva vida y mayor espontaneidad a las representaciones dentro de un Régimen de cristiana convivencia, con el fin de garantizar a la Nación contra el desvío que la historia política de los pueblos viene registrando de que en los asuntos de mayor trascendencia o interés pública, la voluntad de la Nación pueda ser suplantada por el juicio subjetivo de sus mandatarios; esta Jefatura del Estado, en uso de las facultades que le reservan las Leyes de treinta de enero de mil novecientos treinta y ocho y de ocho de agosto de mil novecientos treinta y nueve, ha creído conveniente instituir la consulta directa a la Nación en referéndum público en todos aquellos casos en que, por la trascendencia de las leyes o incertidumbres en la opinión, el Jefe del Estado estime la oportunidad y conveniencia de esta consulta.
En su virtud,
DISPONGO:
Artículo primero.
Cuando la trascendencia de determinadas Leyes lo aconsejen o el interés público lo demande, podrá el Jefe del Estado, para mejor servicio de la Nación, someter a referéndum los proyectos de Leyes elaborados por las Cortes.
Artículo segundo.
El referéndum se llevará a cabo entre todos los hombres y mujeres de la Nación mayores de veintiún años.
Artículo tercero.
Se autoriza al Gobierno para dictar las disposiciones complementarias conducentes a la formación del censo y ejecución de la presente Ley.
Así lo dispongo por la presente Ley, dada en Madrid a veintidós de octubre de mil novecientos cuarenta y cinco.
FRANCISCO FRANCO
Ley Constitutiva de las Cortes de 1942
(17 de julio de 1942)
La creación de un régimen jurídico, la ordenación de la actividad administrativa del Estado, el encuadramiento del orden nuevo en un sistema institucional con claridad y rigor, requieren un proceso de elaboración del que, tanto para lograr la mejor calidad de la obra como para su arraigo en el país, no conviene estén ausentes representaciones de los elementos constitutivos de la comunidad nacional. El contraste de pareceres dentro de la unidad del régimen, la audiencia de aspiraciones, la crítica fundamentada y solvente y la intervención de la técnica legislativa deben contribuir a la vitalidad, justicia y perfeccionamiento del Derecho positivo de la Revolución y de la nueva Economía del pueblo español.
Azares de una anormalidad que, por evidente, es ocioso explicar, han retrasado la realización de este designio. Pero, superada la fase del Movimiento Nacional en que no era factible llevarlo a cabo, se estima llegado el momento de establecer un órgano que cumpla aquellos cometidos.
Continuando en la Jefatura del Estado la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general, en los términos de las Leyes de 30 de enero de 1938 y 8 de agosto de 1939, el órgano que se crea significará, a la vez que eficaz instrumento de colaboración en aquella función, principio de autolimitación para una institución más sistemática del Poder.
Siguiendo la línea del Movimiento Nacional, las Cortes que ahora se crean, tanto por su nombre cuanto por su composición y atribuciones, vendrán a reanudar gloriosas tradiciones españolas.
Las modificaciones introducidas por la Ley Orgánica del Estado y por sus disposiciones adicionales, perfeccionan y acentúan el carácter representativo del orden político que es principio básico de nuestras instituciones públicas y, por lo que a las Cortes se refiere, significan fundamentalmente: dar entrada en ellas a un nuevo grupo de Procuradores representantes de la familia, elegidos por los Cabezas de Familia y las mujeres casadas, de acuerdo con el principio de igualdad de derechos políticos de la mujer; extender la representación a otros Colegios, Corporaciones o Asociaciones al tiempo que se reduce ponderadamente el total de Procuradores que los integran y, en general, acentuar la autenticidad de la representación e incrementar muy considerablemente la proporción de los Procuradores electivos respecto de los que lo son por razones de cargo. En esta misma línea está la elección por el pleno de las Cortes y en cada Legislatura, de los dos Vicepresidentes y de los cuatro Secretarios de la Mesa.
En su virtud, dispongo:
Artículo 1.- Las Cortes son el órgano superior de participación del pueblo español en las tareas del Estado. Es misión principal de las Cortes la elaboración y aprobación de las Leyes, sin perjuicio de la sanción que corresponde al Jefe del Estado.
Artículo 2.-
I. Las Cortes se componen de los Procuradores comprendidos en los apartados siguientes:
a) Los miembros del Gobierno.b) Los Consejeros Nacionales.c) El Presidente del Tribunal Supremo de Justicia, el del Consejo de Estado, el del Consejo Supremo de Justicia Militar, el del Tribunal de Cuentas del Reino y el del Consejo de Economía Nacional.d) Ciento cincuenta representantes de la Organización Sindical.e) Un representante de los Municipios de cada Provincia elegido por sus Ayuntamientos entre sus miembros y otro de cada uno de los Municipios de más de trescientos mil habitantes y de los de Ceuta y Melilla, elegidos por los respectivos Ayuntamientos entre sus miembros; un representante por cada Diputación Provincial y Mancomunidad Interinsular canaria, elegido por las Corporaciones respectivas entre sus miembros, y los representantes de las Corporaciones locales de los territorios no constituidos en provincias, elegidos de la misma forma.f) Dos representantes de la Familia por cada provincia, elegidos por quienes figuren en el censo electoral de cabezas de familia y por las mujeres casadas, en la forma que se establezcan por Ley.g) Los Rectores de las Universidades.h) El Presidente del Instituto de España y dos representantes elegidos entre los miembros de las Reales Academias que lo componen; el Presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y dos representantes del mismo elegidos por sus miembros.i) El Presidente del Instituto de Ingenieros Civiles y un representante de las Asociaciones de Ingenieros que lo constituyen; dos representantes de los Colegios de Abogados; dos representantes de los Colegios Médicos. Un representante por cada uno de los siguientes Colegios: de Agentes de Cambio y Bolsa, de Arquitectos, de Economistas, de Farmacéuticos, de Licenciados y Doctores en Ciencias y Letras, de Licenciados y Doctores en Ciencias Químicas y Físico Químicas, de Notarios, de Procuradores de los Tribunales, de Registradores de la Propiedad, de Veterinarios y de los demás Colegios profesionales de título académico superior que en lo sucesivo se reconozcan a estos efectos, que serán elegidos por los respectivos Colegios Oficiales. Tres representantes de las Cámaras Oficiales de Comercio; uno de las Cámaras de la Propiedad Urbana y otro en representación de las Asociaciones de Inquilinos, elegidos por sus Juntas u órganos representativos.Todos los elegidos por este apartado deberán ser miembros de los respectivos Colegios, Corporaciones o Asociaciones que los elijan.La composición y distribución de los Procuradores comprendidos en este apartado podrá ser variada por ley, sin que su número total sea superior a treinta.j) Aquellas personas que por su jerarquía eclesiástica, militar o administrativa, o por sus relevantes servicios a la Patria, designe el Jefe del Estado, oído el Consejo del Reino, hasta un número no superior a veinticinco.
II. Todos los Procuradores en Cortes representan al Pueblo español, deben servir a la Nación y al bien común y no están ligados por mandato imperativo alguno.
Artículo 3.- Para ser Procuradores en Cortes se requiere:
1. Ser español y mayor de edad.
2. Estar en el pleno uso de los derechos civiles y no sufrir inhabilitación política.
Artículo 4.- Los Procuradores en Cortes acreditarán ante el Presidente de las mismas la elección, designación o cargo que les dé derecho a tal investidura. El Presidente de las Cortes les tomará juramento, dará posesión y expedirá los títulos correspondientes.
Artículo 5.- Los Procuradores en Cortes no podrán ser detenidos sin previa autorización de su Presidente, salvo en caso de flagrante delito. La detención, en este caso, será comunicada al Presidente de las Cortes.
Artículo 6.- Los Procuradores en Cortes que lo fueren por razón del cargo que desempeñan, perderán aquella condición al cesar en éste. Los designados por el Jefe del Estado la perderán por revocación del mismo. Los demás Procuradores lo serán por cuatro años, siendo susceptibles de reelección; pero si durante estos cuatro años un representante de Diputación, Ayuntamiento o Corporación cesare como elemento constitutivo de los mismos, cesará también en su cargo de Procurador.
Artículo 7.-
I. El Presidente de las Cortes será designado por el Jefe del Estado entre los Procuradores en Cortes que figuren en una terna que le someterá el Consejo del Reino en el plazo máximo de diez días desde que se produzca la vacante. Su nombramiento será refrendado por el Presidente en funciones del Consejo del Reino.
II. Su mandato será de seis años, manteniendo durante este plazo su condición de Procurador en Cortes. El cargo de Presidente de las Cortes tendrá las incompatibilidades que señalen las Leyes.
III. El Presidente de las Cortes cesará en su cargo:
a) Por expirar el término de su mandato. b) A petición propia, una vez aceptada su dimisión por el Jefe del Estado, oído el Consejo del Reino reunido en ausencia del Presidente de las Cortes.c) Por decisión del Jefe del Estado, de acuerdo con el Consejo del Reino en reunión análoga a la prevista en el párrafo anterior.d) Por incapacidad apreciada por los dos tercios de las Cortes, presididas por el primer Vicepresidente o, en su caso, el segundo Vicepresidente, previa propuesta razonada de la Comisión Permanente, con análoga presidencia, o del Gobierno.
IV. Vacante la presidencia de las Cortes, se hará cargo de ella el primer Vicepresidente o, en su caso, el segundo Vicepresidente hasta que se designe nuevo Presidente dentro del plazo de diez días.
V. Los dos Vicepresidentes y los cuatro Secretarios de las Cortes serán elegidos, en cada legislatura y entre sus Procuradores, por el Pleno de las Cortes.
Artículo 8.- Las Cortes funcionarán en Pleno y por Comisiones. Las Comisiones las fija y nombra el Presidente de las Cortes, a propuesta de la Comisión Permanente y de acuerdo con el Gobierno. El presidente fija, de acuerdo con el Gobierno, el orden del día, tanto del Pleno como de las Comisiones.
Artículo 9.- Las Cortes se reúnen en Pleno para el examen de las leyes que requieran esta competencia y, además, siempre que sean convocadas por el Presidente, de acuerdo con el Gobierno.
Artículo 10.- Las Cortes conocerán, en Pleno, de los actos o leyes que tengan por objeto alguna de las materias siguientes:
a) Los presupuestos ordinarios y extraordinarios del Estado.
b) Las grandes operaciones de carácter económico y financiero.
c) El establecimiento o reforma del régimen tributario.
d) La ordenación bancaria y monetaria.
e) La intervención económica de los Sindicatos y cuantas medidas legislativas afecten, en grado trascendental, a la Economía de la Nación.
f) Leyes básicas de regulación de la adquisición y pérdida de nacionalidad española y de los deberes y derechos de los españoles.
g) La ordenación político-jurídica de las instituciones del Estado.
h) Las bases del régimen local.
i) Las bases del Derecho Civil, Mercantil, Social, Penal y Procesal.
j) Las bases de la Organización judicial y de la Administración pública.
k) Las bases para la ordenación agraria, mercantil e industrial.
l) Los planes nacionales de enseñanza.
m) Las mismas Leyes que el Gobierno, por sí o a propuesta de la Comisión correspondiente, decida someter al Pleno de las Cortes.
Igualmente el Gobierno podrá someter al Pleno materias o acuerdos que no tengan carácter de Ley.
Artículo 11.- Los proyectos de ley que hayan de someterse al Pleno pasarán previamente a informe y propuesta de las Comisiones correspondientes.
Artículo 12.-
I. Son de la competencia de las Comisiones de las Cortes todas las disposiciones que no estén comprendidas en el Artículo 10 y que deban revestir forma le ley, bien porque así se establezca en alguna posterior a la presente o bien porque se dictamine en dicho sentido por una Comisión compuesta por el Presidente de las Cortes, un Ministro designado por el Gobierno, un Consejero perteneciente a la Comisión Permanente del Consejo Nacional, un Procurador en Cortes con título de Letrado, el Presidente del Consejo de Estado y el del Tribunal Supremo de Justicia. Esta Comisión emitirá dictamen a requerimiento del Gobierno o de la Comisión Permanente de las Cortes.
II. Si alguna Comisión de las Cortes plantease, con ocasión del estudio de un proyecto, proposición de ley o moción independiente, alguna cuestión que no fuere de la competencia de las Cortes, el Presidente de éstas, por propia iniciativa o a petición del Gobierno, podrá requerir el dictamen de la Comisión a que se refiere el párrafo anterior. En caso de que el dictamen estimara no ser la cuestión de la competencia de las Cortes, el asunto será retirado del orden del día de la Comisión.
Artículo 13.- Por razones de urgencia, el Gobierno podrá proponer al Jefe del Estado la sanción de decretos-leyes para regular materias enunciadas en los Artículos 10 y 12. La urgencia será apreciada por el Jefe del Estado, oída la Comisión a que se refiere el Artículo anterior, la cual podrá llamar la atención de la Comisión Permanente si advirtiera materia de contrafuero. Acto continuo de la promulgación de un decreto-ley se dará cuenta de él a las Cortes.
Artículo 14.-
I. La ratificación de tratados o convenios internacionales que afecten a la plena soberanía o a la integridad territorial española, serán objeto de ley aprobada por el Pleno de las Cortes.
II. Las Cortes en Pleno o en Comisión, según los casos, serán oídas para la ratificación de los demás tratados que afecten a materias cuya regulación sea de su competencia, conforme a los Artículos 10 y 12.
Artículo 15.-
I. Además del examen y elevación al Pleno del proyecto de Ley del Gobierno, las Comisiones legislativas podrán someter proposiciones de ley al Presidente de las Cortes, a quien corresponde, de acuerdo con el Gobierno, su inclusión en el orden del día.
II. Las Comisiones legislativas podrán recibir del Presidente de las Cortes otros cometidos, tales como realizar estudios, practicar informaciones y formular peticiones o propuestas. Podrán constituirse, para estos fines, en Comisiones especiales distintas de las legislativas.
Artículo 16.- El Presidente de las Cortes someterá al Jefe del Estado, para su sanción, las leyes aprobadas por las mismas, que deberán ser promulgadas en el plazo de un mes desde su recepción por el Jefe del Estado.
Artículo 17.- El Jefe del Estado, mediante mensaje motivado y previo dictamen favorable del Consejo del Reino, podrá devolver una ley a las Cortes para nueva deliberación.
Disposición adicional
Las Cortes, de acuerdo con el Gobierno, redactarán su reglamento.
La creación de un régimen jurídico, la ordenación de la actividad administrativa del Estado, el encuadramiento del orden nuevo en un sistema institucional con claridad y rigor, requieren un proceso de elaboración del que, tanto para lograr la mejor calidad de la obra como para su arraigo en el país, no conviene estén ausentes representaciones de los elementos constitutivos de la comunidad nacional. El contraste de pareceres dentro de la unidad del régimen, la audiencia de aspiraciones, la crítica fundamentada y solvente y la intervención de la técnica legislativa deben contribuir a la vitalidad, justicia y perfeccionamiento del Derecho positivo de la Revolución y de la nueva Economía del pueblo español.
Azares de una anormalidad que, por evidente, es ocioso explicar, han retrasado la realización de este designio. Pero, superada la fase del Movimiento Nacional en que no era factible llevarlo a cabo, se estima llegado el momento de establecer un órgano que cumpla aquellos cometidos.
Continuando en la Jefatura del Estado la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general, en los términos de las Leyes de 30 de enero de 1938 y 8 de agosto de 1939, el órgano que se crea significará, a la vez que eficaz instrumento de colaboración en aquella función, principio de autolimitación para una institución más sistemática del Poder.
Siguiendo la línea del Movimiento Nacional, las Cortes que ahora se crean, tanto por su nombre cuanto por su composición y atribuciones, vendrán a reanudar gloriosas tradiciones españolas.
Las modificaciones introducidas por la Ley Orgánica del Estado y por sus disposiciones adicionales, perfeccionan y acentúan el carácter representativo del orden político que es principio básico de nuestras instituciones públicas y, por lo que a las Cortes se refiere, significan fundamentalmente: dar entrada en ellas a un nuevo grupo de Procuradores representantes de la familia, elegidos por los Cabezas de Familia y las mujeres casadas, de acuerdo con el principio de igualdad de derechos políticos de la mujer; extender la representación a otros Colegios, Corporaciones o Asociaciones al tiempo que se reduce ponderadamente el total de Procuradores que los integran y, en general, acentuar la autenticidad de la representación e incrementar muy considerablemente la proporción de los Procuradores electivos respecto de los que lo son por razones de cargo. En esta misma línea está la elección por el pleno de las Cortes y en cada Legislatura, de los dos Vicepresidentes y de los cuatro Secretarios de la Mesa.
En su virtud, dispongo:
Artículo 1.- Las Cortes son el órgano superior de participación del pueblo español en las tareas del Estado. Es misión principal de las Cortes la elaboración y aprobación de las Leyes, sin perjuicio de la sanción que corresponde al Jefe del Estado.
Artículo 2.-
I. Las Cortes se componen de los Procuradores comprendidos en los apartados siguientes:
a) Los miembros del Gobierno.b) Los Consejeros Nacionales.c) El Presidente del Tribunal Supremo de Justicia, el del Consejo de Estado, el del Consejo Supremo de Justicia Militar, el del Tribunal de Cuentas del Reino y el del Consejo de Economía Nacional.d) Ciento cincuenta representantes de la Organización Sindical.e) Un representante de los Municipios de cada Provincia elegido por sus Ayuntamientos entre sus miembros y otro de cada uno de los Municipios de más de trescientos mil habitantes y de los de Ceuta y Melilla, elegidos por los respectivos Ayuntamientos entre sus miembros; un representante por cada Diputación Provincial y Mancomunidad Interinsular canaria, elegido por las Corporaciones respectivas entre sus miembros, y los representantes de las Corporaciones locales de los territorios no constituidos en provincias, elegidos de la misma forma.f) Dos representantes de la Familia por cada provincia, elegidos por quienes figuren en el censo electoral de cabezas de familia y por las mujeres casadas, en la forma que se establezcan por Ley.g) Los Rectores de las Universidades.h) El Presidente del Instituto de España y dos representantes elegidos entre los miembros de las Reales Academias que lo componen; el Presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y dos representantes del mismo elegidos por sus miembros.i) El Presidente del Instituto de Ingenieros Civiles y un representante de las Asociaciones de Ingenieros que lo constituyen; dos representantes de los Colegios de Abogados; dos representantes de los Colegios Médicos. Un representante por cada uno de los siguientes Colegios: de Agentes de Cambio y Bolsa, de Arquitectos, de Economistas, de Farmacéuticos, de Licenciados y Doctores en Ciencias y Letras, de Licenciados y Doctores en Ciencias Químicas y Físico Químicas, de Notarios, de Procuradores de los Tribunales, de Registradores de la Propiedad, de Veterinarios y de los demás Colegios profesionales de título académico superior que en lo sucesivo se reconozcan a estos efectos, que serán elegidos por los respectivos Colegios Oficiales. Tres representantes de las Cámaras Oficiales de Comercio; uno de las Cámaras de la Propiedad Urbana y otro en representación de las Asociaciones de Inquilinos, elegidos por sus Juntas u órganos representativos.Todos los elegidos por este apartado deberán ser miembros de los respectivos Colegios, Corporaciones o Asociaciones que los elijan.La composición y distribución de los Procuradores comprendidos en este apartado podrá ser variada por ley, sin que su número total sea superior a treinta.j) Aquellas personas que por su jerarquía eclesiástica, militar o administrativa, o por sus relevantes servicios a la Patria, designe el Jefe del Estado, oído el Consejo del Reino, hasta un número no superior a veinticinco.
II. Todos los Procuradores en Cortes representan al Pueblo español, deben servir a la Nación y al bien común y no están ligados por mandato imperativo alguno.
Artículo 3.- Para ser Procuradores en Cortes se requiere:
1. Ser español y mayor de edad.
2. Estar en el pleno uso de los derechos civiles y no sufrir inhabilitación política.
Artículo 4.- Los Procuradores en Cortes acreditarán ante el Presidente de las mismas la elección, designación o cargo que les dé derecho a tal investidura. El Presidente de las Cortes les tomará juramento, dará posesión y expedirá los títulos correspondientes.
Artículo 5.- Los Procuradores en Cortes no podrán ser detenidos sin previa autorización de su Presidente, salvo en caso de flagrante delito. La detención, en este caso, será comunicada al Presidente de las Cortes.
Artículo 6.- Los Procuradores en Cortes que lo fueren por razón del cargo que desempeñan, perderán aquella condición al cesar en éste. Los designados por el Jefe del Estado la perderán por revocación del mismo. Los demás Procuradores lo serán por cuatro años, siendo susceptibles de reelección; pero si durante estos cuatro años un representante de Diputación, Ayuntamiento o Corporación cesare como elemento constitutivo de los mismos, cesará también en su cargo de Procurador.
Artículo 7.-
I. El Presidente de las Cortes será designado por el Jefe del Estado entre los Procuradores en Cortes que figuren en una terna que le someterá el Consejo del Reino en el plazo máximo de diez días desde que se produzca la vacante. Su nombramiento será refrendado por el Presidente en funciones del Consejo del Reino.
II. Su mandato será de seis años, manteniendo durante este plazo su condición de Procurador en Cortes. El cargo de Presidente de las Cortes tendrá las incompatibilidades que señalen las Leyes.
III. El Presidente de las Cortes cesará en su cargo:
a) Por expirar el término de su mandato. b) A petición propia, una vez aceptada su dimisión por el Jefe del Estado, oído el Consejo del Reino reunido en ausencia del Presidente de las Cortes.c) Por decisión del Jefe del Estado, de acuerdo con el Consejo del Reino en reunión análoga a la prevista en el párrafo anterior.d) Por incapacidad apreciada por los dos tercios de las Cortes, presididas por el primer Vicepresidente o, en su caso, el segundo Vicepresidente, previa propuesta razonada de la Comisión Permanente, con análoga presidencia, o del Gobierno.
IV. Vacante la presidencia de las Cortes, se hará cargo de ella el primer Vicepresidente o, en su caso, el segundo Vicepresidente hasta que se designe nuevo Presidente dentro del plazo de diez días.
V. Los dos Vicepresidentes y los cuatro Secretarios de las Cortes serán elegidos, en cada legislatura y entre sus Procuradores, por el Pleno de las Cortes.
Artículo 8.- Las Cortes funcionarán en Pleno y por Comisiones. Las Comisiones las fija y nombra el Presidente de las Cortes, a propuesta de la Comisión Permanente y de acuerdo con el Gobierno. El presidente fija, de acuerdo con el Gobierno, el orden del día, tanto del Pleno como de las Comisiones.
Artículo 9.- Las Cortes se reúnen en Pleno para el examen de las leyes que requieran esta competencia y, además, siempre que sean convocadas por el Presidente, de acuerdo con el Gobierno.
Artículo 10.- Las Cortes conocerán, en Pleno, de los actos o leyes que tengan por objeto alguna de las materias siguientes:
a) Los presupuestos ordinarios y extraordinarios del Estado.
b) Las grandes operaciones de carácter económico y financiero.
c) El establecimiento o reforma del régimen tributario.
d) La ordenación bancaria y monetaria.
e) La intervención económica de los Sindicatos y cuantas medidas legislativas afecten, en grado trascendental, a la Economía de la Nación.
f) Leyes básicas de regulación de la adquisición y pérdida de nacionalidad española y de los deberes y derechos de los españoles.
g) La ordenación político-jurídica de las instituciones del Estado.
h) Las bases del régimen local.
i) Las bases del Derecho Civil, Mercantil, Social, Penal y Procesal.
j) Las bases de la Organización judicial y de la Administración pública.
k) Las bases para la ordenación agraria, mercantil e industrial.
l) Los planes nacionales de enseñanza.
m) Las mismas Leyes que el Gobierno, por sí o a propuesta de la Comisión correspondiente, decida someter al Pleno de las Cortes.
Igualmente el Gobierno podrá someter al Pleno materias o acuerdos que no tengan carácter de Ley.
Artículo 11.- Los proyectos de ley que hayan de someterse al Pleno pasarán previamente a informe y propuesta de las Comisiones correspondientes.
Artículo 12.-
I. Son de la competencia de las Comisiones de las Cortes todas las disposiciones que no estén comprendidas en el Artículo 10 y que deban revestir forma le ley, bien porque así se establezca en alguna posterior a la presente o bien porque se dictamine en dicho sentido por una Comisión compuesta por el Presidente de las Cortes, un Ministro designado por el Gobierno, un Consejero perteneciente a la Comisión Permanente del Consejo Nacional, un Procurador en Cortes con título de Letrado, el Presidente del Consejo de Estado y el del Tribunal Supremo de Justicia. Esta Comisión emitirá dictamen a requerimiento del Gobierno o de la Comisión Permanente de las Cortes.
II. Si alguna Comisión de las Cortes plantease, con ocasión del estudio de un proyecto, proposición de ley o moción independiente, alguna cuestión que no fuere de la competencia de las Cortes, el Presidente de éstas, por propia iniciativa o a petición del Gobierno, podrá requerir el dictamen de la Comisión a que se refiere el párrafo anterior. En caso de que el dictamen estimara no ser la cuestión de la competencia de las Cortes, el asunto será retirado del orden del día de la Comisión.
Artículo 13.- Por razones de urgencia, el Gobierno podrá proponer al Jefe del Estado la sanción de decretos-leyes para regular materias enunciadas en los Artículos 10 y 12. La urgencia será apreciada por el Jefe del Estado, oída la Comisión a que se refiere el Artículo anterior, la cual podrá llamar la atención de la Comisión Permanente si advirtiera materia de contrafuero. Acto continuo de la promulgación de un decreto-ley se dará cuenta de él a las Cortes.
Artículo 14.-
I. La ratificación de tratados o convenios internacionales que afecten a la plena soberanía o a la integridad territorial española, serán objeto de ley aprobada por el Pleno de las Cortes.
II. Las Cortes en Pleno o en Comisión, según los casos, serán oídas para la ratificación de los demás tratados que afecten a materias cuya regulación sea de su competencia, conforme a los Artículos 10 y 12.
Artículo 15.-
I. Además del examen y elevación al Pleno del proyecto de Ley del Gobierno, las Comisiones legislativas podrán someter proposiciones de ley al Presidente de las Cortes, a quien corresponde, de acuerdo con el Gobierno, su inclusión en el orden del día.
II. Las Comisiones legislativas podrán recibir del Presidente de las Cortes otros cometidos, tales como realizar estudios, practicar informaciones y formular peticiones o propuestas. Podrán constituirse, para estos fines, en Comisiones especiales distintas de las legislativas.
Artículo 16.- El Presidente de las Cortes someterá al Jefe del Estado, para su sanción, las leyes aprobadas por las mismas, que deberán ser promulgadas en el plazo de un mes desde su recepción por el Jefe del Estado.
Artículo 17.- El Jefe del Estado, mediante mensaje motivado y previo dictamen favorable del Consejo del Reino, podrá devolver una ley a las Cortes para nueva deliberación.
Disposición adicional
Las Cortes, de acuerdo con el Gobierno, redactarán su reglamento.
Fuero del Trabajo de 1938
9 de marzo de 1938)
Renovando la tradición católica de justicia social y alto sentido humano que informó la legislación de nuestro glorioso pasado, el Estado asume la tarea de garantizar a los españoles la Patria, el Pan y la Justicia.
Para conseguirlo atendiendo, por otra parte, a robustecer la unidad, libertad y grandeza de España acude al plano de lo social con la voluntad de poner la riqueza al servicio del pueblo español, subordinando la economía a la dignidad de la persona humana, teniendo en cuenta sus necesidades materiales y las exigencias de su vida intelectual, moral, espiritual y religiosa.
Y partiendo de una concepción de España como unidad de destino, manifiesta, mediante las presentes declaraciones, su designio de que también la producción española, en la hermandad de todos sus elementos, constituya una unidad de servicio a la fortaleza de la Patria y al bien común de todos los españoles.
El Estado español formula estas declaraciones, que inspiraran su política social y económica, por imperativos de justicia y en el deseo y exigencia de cuantos habiendo laborado por la Patria forman, por el honor, el valor y el trabajo, la más adelantada aristocracia de esta era nacional. Ante los españoles, irrevocablemente unidos en el sacrificio y en la esperanza, declaramos:
- I -
1.- El trabajo es la participación del hombre en la producción mediante el ejercicio voluntariamente prestado de sus facultades intelectuales y manuales, según la personal vocación, en orden al decoro y holgura de su vida y al mejor desarrollo de la economía nacional.
2.- Por ser esencialmente personal y humano, el trabajo no puede reducirse a un concepto material de mercancía, ni ser objeto de transacción incompatible con la dignidad personal de quien lo preste.
3.- El derecho de trabajar es consecuencia del deber impuesto al hombre por Dios, para el cumplimiento de sus fines individuales y la prosperidad y grandeza de la Patria.
4.- El Estado valora y exalta el trabajo, fecunda expresión del espíritu creador del hombre y, en tal sentido, lo protegerá con la fuerza de la ley, otorgándole las máximas consideraciones y haciéndole compatible con el cumplimiento de los demás fines individuales, familiares y sociales.
5.- El trabajo, como deber social, será exigido inexcusablemente, en cualquiera de sus formas, a todos los españoles no impedidos estimándolo tributo obligado al patrimonio nacional.
6.- El trabajo constituye uno de los más nobles atributos de jerarquía y de honor, y es título suficiente para exigir la asistencia y tutela del Estado.
7.- Servicio es el trabajo que se presta con heroísmo, desinterés o abnegación, con ánimo de contribuir al bien superior que España representa.
8.- Todos los españoles tienen derecho al trabajo. La satisfacción de este derecho es misión primordial del Estado.
- II -
1.- El Estado se compromete a ejercer una acción constante y eficaz en defensa del trabajador, su vida y su trabajo. Limitará convenientemente la duración de la jornada para que no sea excesiva, y otorgará al trabajo toda suerte de garantías de orden defensivo y humanitario. En especial prohibirá el trabajo nocturno de las mujeres y niños, regulará el trabajo a domicilio y liberará a la mujer casada del taller y de la fábrica.
2.- El Estado mantendrá el descanso dominical como condición sagrada en la prestación del trabajo.
3.- Sin pérdida de la retribución y teniendo en cuenta las necesidades técnicas de las empresas, las leyes obligarán a que sean respetadas las fiestas religiosas y civiles declaradas por el Estado.
4.- Declarado fiesta nacional el 18 de julio, iniciación del Glorioso Alzamiento, será considerado, además, como Fiesta de Exaltación del Trabajo.
5.- Todo trabajador tendrá derecho a unas vacaciones anuales retribuidas para proporcionarle un merecido reposo, organizándose al efecto las instituciones que aseguren el mejor cumplimiento de esta disposición.
6.- Se crearán las instituciones necesarias para que en las horas libres y en los recreos de los trabajadores, tengan éstos acceso al disfrute de todos los bienes de la cultura, la alegría, la milicia, la salud y el deporte.
- III -
1.- La retribución del trabajo será, como mínimo, suficiente para proporcionar al trabajador y su familia una vida moral y digna.
2.- Se establecerá el subsidio familiar por medio de organismos adecuados.
3.- Gradual e inflexiblemente se elevará el nivel de vida de los trabajadores, en la medida que lo permita el superior interés de la Nación.
4.- El Estado fijará las bases mínimas para la ordenación del trabajo, con sujeción a las cuales se establecerán las relaciones entre los trabajadores y las empresas. El contenido primordial de dichas relaciones será tanto la prestación del trabajo y su remuneración, como la ordenación de los elementos de la empresa, basada en la justicia, la recíproca lealtad y la subordinación de los valores económicos a los de orden humano y social.
5.- A través del Sindicato, el Estado cuidará de conocer si las condiciones económicas y de todo orden en que se realiza el trabajo son las que en justicia corresponden al trabajador.
6.- El Estado velará por la seguridad y continuidad en el trabajo.
7.- La Empresa habrá de informar a su personal de la marcha de la producción en la medida necesaria para fortalecer su sentido de responsabilidad en la misma, en los términos que establezcan las leyes.
- IV -
1.- El artesanado herencia viva de un glorioso pasado gremial será fomentado y eficazmente protegido por ser proyección completa de la persona humana en su trabajo y suponer una forma de producción igualmente apartada de la concentración capitalista y del gregarismo marxista.
- V -
1.- Las normas de trabajo en la empresa agrícola se ajustarán a sus especiales características y a las variaciones estacionales impuestas por la naturaleza.
2.- El Estado cuidará especialmente la educación técnica del productor agrícola, capacitándole para realizar todos los trabajos exigidos por cada unidad de explotación.
3.- Se disciplinarán y revalorizarán los precios de los principales productos, a fin de asegurar un beneficio mínimo en condiciones normales al empresario agrícola y, en consecuencia, exigirle para los trabajadores jornales que les permitan mejorar sus condiciones de vida.
4.- Se tenderá a dotar a cada familia campesina de una pequeña parcela, el huerto familiar, que le sirva para atender a sus necesidades elementales y ocupar su actividad en los días de paro.
5.- Se conseguirá el embellecimiento de la vida rural, perfeccionando la vivienda campesina y mejorando las condiciones higiénicas de los pueblos y caseríos de España.
6.- El Estado asegurará a los arrendatarios la estabilidad en el cultivo de la tierra por medio de contratos a largo plazo, que les garanticen contra el desahucio injustificado y les aseguren la amortización de las mejoras que hubieren realizado en el predio. Es aspiración del Estado arbitrar los medios conducentes para que la tierra, en condiciones justas, pase a ser de quienes directamente la explotan.
- VI -
1.- El Estado atenderá con máxima solicitud a los trabajadores del mar, dotándoles de instituciones adecuadas para impedir la depreciación de la mercancía y facilitarles el acceso a la propiedad de los elementos necesarios para el desempeño de su profesión.
- VII -
1.- Se creará una nueva Magistratura del Trabajo, con sujeción al principio de que esta función de justicia corresponde al Estado.
- VIII -
1.- El capital es un instrumento de la producción.
2.- La Empresa, como unidad productora, ordenará los elementos que la integran en una jerarquía que subordine los de orden instrumental a los de categoría humana y todos ellos al bien común.
3.- La dirección de la empresa será responsable de la contribución de ésta al bien común de la economía nacional.
4.- El beneficio de la empresa, atendido un justo interés del capital, se aplicará con preferencia a la formación de las reservas necesarias para su estabilidad, al perfeccionamiento de la producción y al mejoramiento de las condiciones de trabajo y vida de los trabajadores.
- IX -
1.- El crédito se ordenará en forma que, además de atender a su cometido de desarrollar la riqueza nacional, contribuya a crear y sostener el pequeño patrimonio agrícola, pesquero, industrial y comercial.
2.- La honorabilidad y la confianza, basada en la competencia y en el trabajo, constituirán garantías efectivas para la concesión de créditos.
3.- El Estado perseguirá implacablemente todas las formas de usura.
- X -
1.- La previsión proporcionará al trabajador la seguridad de su amparo en el infortunio.
2.- Se incrementarán los seguros sociales de vejez, invalidez, maternidad, accidentes del trabajo, enfermedades profesionales, tuberculosis y paro forzoso, tendiéndose a la implantación de un seguro total. De modo primordial se atenderá a dotar a los trabajadores ancianos de un retiro suficiente.
- XI -
1.- La producción nacional constituye una unidad económica al servicio de la Patria. Es deber de todo español defenderla, mejorarla e incrementarla. Todos los factores que en la producción intervienen quedan subordinados a su supremo interés de la Nación.
2.- Los actos ilegales, individuales o colectivos, que perturben de manera grave la producción o atenten contra ella, serán sancionados con arreglo a las leyes.
3.- La disminución dolosa del rendimiento en el trabajo habrá de ser objeto de sanción adecuada.
4.- En general, el Estado no será empresario sino cuando falte la iniciativa privada o lo exijan los intereses superiores de la Nación.
5.- El Estado, por sí o a través de los Sindicatos, impedirá toda competencia desleal en el campo de la producción, así como aquellas actividades que dificulten el normal desarrollo de la economía nacional, estimulando, en cambio, cuantas iniciativas tiendan a su perfeccionamiento.
6.- El Estado reconoce la iniciativa privada como fuente fecunda de la vida económica de la Nación.
- XII -
1.- El Estado reconoce y ampara la propiedad privada como medio natural para el cumplimiento de las funciones individuales, familiares y sociales. Todas las formas de propiedad quedan subordinadas al interés supremo de la Nación, cuyo intérprete es el Estado.
2.- El Estado asume la tarea de multiplicar y hacer asequibles a todos los españoles las formas de propiedad ligadas vitalmente a la persona humana: el hogar familiar, la heredad de tierra y los instrumentos o bienes de trabajo para uso cotidiano.
3.- Reconoce a la familia como célula primaria natural y fundamento de la sociedad, y al mismo tiempo como institución moral dotada de derecho inalienable y superior a toda ley positiva. Para mayor garantía de su conservación y continuidad, se reconocerá el patrimonio familiar inembargable.
- XIII -
1.- Los españoles, en cuanto participan en el trabajo y la producción, constituyen la Organización Sindical.
2.- La Organización Sindical se constituye en un orden de Sindicatos industriales, agrarios y de servicios, por ramas de actividades a escala territorial y nacional que comprenda a todos los factores de la producción.
3.- Los Sindicatos tendrán la condición de corporaciones de derecho público de base representativa, gozando de personalidad jurídica y plena capacidad funcional en sus respectivos ámbitos de competencia. Dentro de ellos y en la forma que legalmente se determine, se constituirán las asociaciones respectivas de empresarios, técnicos y trabajadores que se organicen para la defensa de sus intereses peculiares y como medio de participación, libre y representativa, en las actividades sindicales y, a través de los Sindicatos, en las tareas comunitarias de la vida política, económica y social.
4.- Los Sindicatos son el cauce de los intereses profesionales y económicos para el cumplimiento de los fines de la comunidad nacional y tienen la representación de aquéllos.
5.- Los Sindicatos colaborarán en el estudio de los problemas de la producción y podrán proponer soluciones e intervenir en la reglamentación, vigilancia y cumplimiento de las condiciones de trabajo.
6.- Los Sindicatos podrán crear y mantener organismos de investigación, formación moral, cultural y profesional, previsión, auxilio y demás de carácter social que interesen a los partícipes de la producción.
7.- Establecerán oficinas de colocación para proporcionar empleo al trabajador de acuerdo con su aptitud y mérito.
8.- Corresponde a los Sindicatos suministrar al Estado los datos precisos para elaborar las estadísticas de su producción.
9.- La Ley de Sindicación determinará la forma de incorporar a la nueva organización las actuales asociaciones económicas y profesionales.
- XIV -
1.- El Estado dictará las oportunas medidas de protección del trabajo nacional en nuestro territorio y, mediante Tratados de trabajo con otras Potencias, cuidará de amparar la situación profesional de los trabajadores españoles residentes en el extranjero.
- XV -
En la fecha en que esta Carta se promulga, España está empeñada en una heroica tarea militar, en la que salva los valores del espíritu y la cultura del mundo a costa de perder buena parte de sus riquezas materiales.
A la generosidad de la juventud que combate y a la de España misma ha de responder abnegadamente la producción nacional con todos sus elementos.
Por ello en esta Carta de derechos y deberes dejamos aquí consignados como más urgentes e ineludibles los de que aquellos elementos productores contribuyan con equitativa y resuelta aportación a rehacer el suelo español y las bases de su poderío.
- XVI -
El Estado se compromete a incorporar la juventud combatiente a los puestos de trabajo, honor o de mando, a los que tienen derecho como españoles y que han conquistado como héroes.
Renovando la tradición católica de justicia social y alto sentido humano que informó la legislación de nuestro glorioso pasado, el Estado asume la tarea de garantizar a los españoles la Patria, el Pan y la Justicia.
Para conseguirlo atendiendo, por otra parte, a robustecer la unidad, libertad y grandeza de España acude al plano de lo social con la voluntad de poner la riqueza al servicio del pueblo español, subordinando la economía a la dignidad de la persona humana, teniendo en cuenta sus necesidades materiales y las exigencias de su vida intelectual, moral, espiritual y religiosa.
Y partiendo de una concepción de España como unidad de destino, manifiesta, mediante las presentes declaraciones, su designio de que también la producción española, en la hermandad de todos sus elementos, constituya una unidad de servicio a la fortaleza de la Patria y al bien común de todos los españoles.
El Estado español formula estas declaraciones, que inspiraran su política social y económica, por imperativos de justicia y en el deseo y exigencia de cuantos habiendo laborado por la Patria forman, por el honor, el valor y el trabajo, la más adelantada aristocracia de esta era nacional. Ante los españoles, irrevocablemente unidos en el sacrificio y en la esperanza, declaramos:
- I -
1.- El trabajo es la participación del hombre en la producción mediante el ejercicio voluntariamente prestado de sus facultades intelectuales y manuales, según la personal vocación, en orden al decoro y holgura de su vida y al mejor desarrollo de la economía nacional.
2.- Por ser esencialmente personal y humano, el trabajo no puede reducirse a un concepto material de mercancía, ni ser objeto de transacción incompatible con la dignidad personal de quien lo preste.
3.- El derecho de trabajar es consecuencia del deber impuesto al hombre por Dios, para el cumplimiento de sus fines individuales y la prosperidad y grandeza de la Patria.
4.- El Estado valora y exalta el trabajo, fecunda expresión del espíritu creador del hombre y, en tal sentido, lo protegerá con la fuerza de la ley, otorgándole las máximas consideraciones y haciéndole compatible con el cumplimiento de los demás fines individuales, familiares y sociales.
5.- El trabajo, como deber social, será exigido inexcusablemente, en cualquiera de sus formas, a todos los españoles no impedidos estimándolo tributo obligado al patrimonio nacional.
6.- El trabajo constituye uno de los más nobles atributos de jerarquía y de honor, y es título suficiente para exigir la asistencia y tutela del Estado.
7.- Servicio es el trabajo que se presta con heroísmo, desinterés o abnegación, con ánimo de contribuir al bien superior que España representa.
8.- Todos los españoles tienen derecho al trabajo. La satisfacción de este derecho es misión primordial del Estado.
- II -
1.- El Estado se compromete a ejercer una acción constante y eficaz en defensa del trabajador, su vida y su trabajo. Limitará convenientemente la duración de la jornada para que no sea excesiva, y otorgará al trabajo toda suerte de garantías de orden defensivo y humanitario. En especial prohibirá el trabajo nocturno de las mujeres y niños, regulará el trabajo a domicilio y liberará a la mujer casada del taller y de la fábrica.
2.- El Estado mantendrá el descanso dominical como condición sagrada en la prestación del trabajo.
3.- Sin pérdida de la retribución y teniendo en cuenta las necesidades técnicas de las empresas, las leyes obligarán a que sean respetadas las fiestas religiosas y civiles declaradas por el Estado.
4.- Declarado fiesta nacional el 18 de julio, iniciación del Glorioso Alzamiento, será considerado, además, como Fiesta de Exaltación del Trabajo.
5.- Todo trabajador tendrá derecho a unas vacaciones anuales retribuidas para proporcionarle un merecido reposo, organizándose al efecto las instituciones que aseguren el mejor cumplimiento de esta disposición.
6.- Se crearán las instituciones necesarias para que en las horas libres y en los recreos de los trabajadores, tengan éstos acceso al disfrute de todos los bienes de la cultura, la alegría, la milicia, la salud y el deporte.
- III -
1.- La retribución del trabajo será, como mínimo, suficiente para proporcionar al trabajador y su familia una vida moral y digna.
2.- Se establecerá el subsidio familiar por medio de organismos adecuados.
3.- Gradual e inflexiblemente se elevará el nivel de vida de los trabajadores, en la medida que lo permita el superior interés de la Nación.
4.- El Estado fijará las bases mínimas para la ordenación del trabajo, con sujeción a las cuales se establecerán las relaciones entre los trabajadores y las empresas. El contenido primordial de dichas relaciones será tanto la prestación del trabajo y su remuneración, como la ordenación de los elementos de la empresa, basada en la justicia, la recíproca lealtad y la subordinación de los valores económicos a los de orden humano y social.
5.- A través del Sindicato, el Estado cuidará de conocer si las condiciones económicas y de todo orden en que se realiza el trabajo son las que en justicia corresponden al trabajador.
6.- El Estado velará por la seguridad y continuidad en el trabajo.
7.- La Empresa habrá de informar a su personal de la marcha de la producción en la medida necesaria para fortalecer su sentido de responsabilidad en la misma, en los términos que establezcan las leyes.
- IV -
1.- El artesanado herencia viva de un glorioso pasado gremial será fomentado y eficazmente protegido por ser proyección completa de la persona humana en su trabajo y suponer una forma de producción igualmente apartada de la concentración capitalista y del gregarismo marxista.
- V -
1.- Las normas de trabajo en la empresa agrícola se ajustarán a sus especiales características y a las variaciones estacionales impuestas por la naturaleza.
2.- El Estado cuidará especialmente la educación técnica del productor agrícola, capacitándole para realizar todos los trabajos exigidos por cada unidad de explotación.
3.- Se disciplinarán y revalorizarán los precios de los principales productos, a fin de asegurar un beneficio mínimo en condiciones normales al empresario agrícola y, en consecuencia, exigirle para los trabajadores jornales que les permitan mejorar sus condiciones de vida.
4.- Se tenderá a dotar a cada familia campesina de una pequeña parcela, el huerto familiar, que le sirva para atender a sus necesidades elementales y ocupar su actividad en los días de paro.
5.- Se conseguirá el embellecimiento de la vida rural, perfeccionando la vivienda campesina y mejorando las condiciones higiénicas de los pueblos y caseríos de España.
6.- El Estado asegurará a los arrendatarios la estabilidad en el cultivo de la tierra por medio de contratos a largo plazo, que les garanticen contra el desahucio injustificado y les aseguren la amortización de las mejoras que hubieren realizado en el predio. Es aspiración del Estado arbitrar los medios conducentes para que la tierra, en condiciones justas, pase a ser de quienes directamente la explotan.
- VI -
1.- El Estado atenderá con máxima solicitud a los trabajadores del mar, dotándoles de instituciones adecuadas para impedir la depreciación de la mercancía y facilitarles el acceso a la propiedad de los elementos necesarios para el desempeño de su profesión.
- VII -
1.- Se creará una nueva Magistratura del Trabajo, con sujeción al principio de que esta función de justicia corresponde al Estado.
- VIII -
1.- El capital es un instrumento de la producción.
2.- La Empresa, como unidad productora, ordenará los elementos que la integran en una jerarquía que subordine los de orden instrumental a los de categoría humana y todos ellos al bien común.
3.- La dirección de la empresa será responsable de la contribución de ésta al bien común de la economía nacional.
4.- El beneficio de la empresa, atendido un justo interés del capital, se aplicará con preferencia a la formación de las reservas necesarias para su estabilidad, al perfeccionamiento de la producción y al mejoramiento de las condiciones de trabajo y vida de los trabajadores.
- IX -
1.- El crédito se ordenará en forma que, además de atender a su cometido de desarrollar la riqueza nacional, contribuya a crear y sostener el pequeño patrimonio agrícola, pesquero, industrial y comercial.
2.- La honorabilidad y la confianza, basada en la competencia y en el trabajo, constituirán garantías efectivas para la concesión de créditos.
3.- El Estado perseguirá implacablemente todas las formas de usura.
- X -
1.- La previsión proporcionará al trabajador la seguridad de su amparo en el infortunio.
2.- Se incrementarán los seguros sociales de vejez, invalidez, maternidad, accidentes del trabajo, enfermedades profesionales, tuberculosis y paro forzoso, tendiéndose a la implantación de un seguro total. De modo primordial se atenderá a dotar a los trabajadores ancianos de un retiro suficiente.
- XI -
1.- La producción nacional constituye una unidad económica al servicio de la Patria. Es deber de todo español defenderla, mejorarla e incrementarla. Todos los factores que en la producción intervienen quedan subordinados a su supremo interés de la Nación.
2.- Los actos ilegales, individuales o colectivos, que perturben de manera grave la producción o atenten contra ella, serán sancionados con arreglo a las leyes.
3.- La disminución dolosa del rendimiento en el trabajo habrá de ser objeto de sanción adecuada.
4.- En general, el Estado no será empresario sino cuando falte la iniciativa privada o lo exijan los intereses superiores de la Nación.
5.- El Estado, por sí o a través de los Sindicatos, impedirá toda competencia desleal en el campo de la producción, así como aquellas actividades que dificulten el normal desarrollo de la economía nacional, estimulando, en cambio, cuantas iniciativas tiendan a su perfeccionamiento.
6.- El Estado reconoce la iniciativa privada como fuente fecunda de la vida económica de la Nación.
- XII -
1.- El Estado reconoce y ampara la propiedad privada como medio natural para el cumplimiento de las funciones individuales, familiares y sociales. Todas las formas de propiedad quedan subordinadas al interés supremo de la Nación, cuyo intérprete es el Estado.
2.- El Estado asume la tarea de multiplicar y hacer asequibles a todos los españoles las formas de propiedad ligadas vitalmente a la persona humana: el hogar familiar, la heredad de tierra y los instrumentos o bienes de trabajo para uso cotidiano.
3.- Reconoce a la familia como célula primaria natural y fundamento de la sociedad, y al mismo tiempo como institución moral dotada de derecho inalienable y superior a toda ley positiva. Para mayor garantía de su conservación y continuidad, se reconocerá el patrimonio familiar inembargable.
- XIII -
1.- Los españoles, en cuanto participan en el trabajo y la producción, constituyen la Organización Sindical.
2.- La Organización Sindical se constituye en un orden de Sindicatos industriales, agrarios y de servicios, por ramas de actividades a escala territorial y nacional que comprenda a todos los factores de la producción.
3.- Los Sindicatos tendrán la condición de corporaciones de derecho público de base representativa, gozando de personalidad jurídica y plena capacidad funcional en sus respectivos ámbitos de competencia. Dentro de ellos y en la forma que legalmente se determine, se constituirán las asociaciones respectivas de empresarios, técnicos y trabajadores que se organicen para la defensa de sus intereses peculiares y como medio de participación, libre y representativa, en las actividades sindicales y, a través de los Sindicatos, en las tareas comunitarias de la vida política, económica y social.
4.- Los Sindicatos son el cauce de los intereses profesionales y económicos para el cumplimiento de los fines de la comunidad nacional y tienen la representación de aquéllos.
5.- Los Sindicatos colaborarán en el estudio de los problemas de la producción y podrán proponer soluciones e intervenir en la reglamentación, vigilancia y cumplimiento de las condiciones de trabajo.
6.- Los Sindicatos podrán crear y mantener organismos de investigación, formación moral, cultural y profesional, previsión, auxilio y demás de carácter social que interesen a los partícipes de la producción.
7.- Establecerán oficinas de colocación para proporcionar empleo al trabajador de acuerdo con su aptitud y mérito.
8.- Corresponde a los Sindicatos suministrar al Estado los datos precisos para elaborar las estadísticas de su producción.
9.- La Ley de Sindicación determinará la forma de incorporar a la nueva organización las actuales asociaciones económicas y profesionales.
- XIV -
1.- El Estado dictará las oportunas medidas de protección del trabajo nacional en nuestro territorio y, mediante Tratados de trabajo con otras Potencias, cuidará de amparar la situación profesional de los trabajadores españoles residentes en el extranjero.
- XV -
En la fecha en que esta Carta se promulga, España está empeñada en una heroica tarea militar, en la que salva los valores del espíritu y la cultura del mundo a costa de perder buena parte de sus riquezas materiales.
A la generosidad de la juventud que combate y a la de España misma ha de responder abnegadamente la producción nacional con todos sus elementos.
Por ello en esta Carta de derechos y deberes dejamos aquí consignados como más urgentes e ineludibles los de que aquellos elementos productores contribuyan con equitativa y resuelta aportación a rehacer el suelo español y las bases de su poderío.
- XVI -
El Estado se compromete a incorporar la juventud combatiente a los puestos de trabajo, honor o de mando, a los que tienen derecho como españoles y que han conquistado como héroes.
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