viernes, 24 de abril de 2009

La política exterior de la Transición.

JAVIER RUPÉREZ
EL franquismo no había tenido más política exterior que la derivada de sus propias exigencias: en principio, sobrevivir; luego, no ser excesivamente molestado.
Desde ese punto de vista, y a diferencia de lo ocurrido con otros sistemas autoritarios, la política exterior del franquismo nunca tuvo pretensiones imperia­les, se contentó con el cumplimiento de esos limitados objetivos y, en gran medida, fue consciente de las dificultades en las que debía desenvolverse.
Siempre tuvo una marcada tentación grandilocuente, en correspondencia con sistemas análogos. En la distancia del tiempo transcurrido, sin embargo, quedan de ella dos o tres rasgos significativos.
De un lado, la grandilocuencia rara vez pasó de un artificio dialéctico para uso doméstico.
De otro, la política exterior del franquismo nunca vivió fuera de la anomalía encarna­da en el propio sistema autoritario.
No parece que intentara supe­rar sus fronteras naturales —aquellas que hubieran podido hacer creer a alguien que el futuro secular de la nación dependía de decisiones tomadas en aquellos momentos. No es que ello consti­tuya un absoluto mérito digno de figurar en las enciclopedias —porque cuatro decenios dictatoriales produjeron no pocas y gra­ves deformaciones en la reflexión colectiva de los españoles, y también en el terreno de la política exterior— pero al menos deja­ron el terreno relativamente libre de hipotecas.
Incluso las pocas que de manera firme contrajeron —las derivadas de los acuerdos bilaterales con los americanos, por ejemplo— estaban situadas en el buen terreno, aunque respondiera a las malas razones.
Sólo en los últimos años de vida del General pareció como si el Régimen sintiera el momento llegado para una distinta proyec­ción de la política exterior española. Una proyección que hubiera debido permitir más presencia, más amplio margen de maniobra.

Desde ese punto de vista, sin embargo, cabe recordar lo evidente: el franquismo acabó de manera casi milimétrica allí donde había comenzado.

A pesar de los cambios evidentes ocurridos entre 1939 y 1975 —el periplo de la dictadura, si descontamos los tres años de la guerra civil— la situación exterior del país en noviem­bre del último año citado no puede ser más patética:
*.- sin haber nunca llegado a establecer relaciones diplomáticas con los países del Este,
*.- los embajadores de un buen número de países occidenta­les europeos han sido temporalmente retirados como gesto de pro­testa por las ejecuciones que habían tenido lugar pocas semanas antes;
*.- la Marcha Verde, sus antecedentes y consecuencias —entre ellos los Acuerdos de Madrid, por los que se cedía la soberanía sobre el Sahara a Marruecos y Mauritania— simbolizaba penosa­mente la trágica fragilidad de un Régimen que tantas veces había presumido de fuerza;
*.-y las mismas exequias de Francisco Franco sirven para que los representantes del mundo exterior, al Occiden­te y al Oriente, con la conspicua excepción de Pinochet, demues­tren con su clamorosa mediocridad de rango el poco aprecio que siempre tuvieron al principio y al final, por la España de la dicta­dura.

En resumen, esa sería la situación con que la España del post­franquismo ha de enfrentarse al final de las casi cuatro décadas dictatoriales.

Desde luego, es el aislamiento la palabra que mejor define el momento.
También, la incertidumbre —como en tantos otros terrenos de la vida nacional. Quizá incluso un tanto más profunda. La reclamación democrática era una constante por de­más generalizada. ¿Lo era en el mismo grado una determinada y unívoca política exterior? Es cierto que el europeísmo en sus múl­tiples versiones tenía una gran capacidad de convocatoria para muchos, seguramente mayoría, españoles del momento.
Pero ¿quería ello necesariamente decir que nuestra política exterior de­biera estar por la pertenencia a la CEE?
¿Cuántos eran en aquel momento los españoles que, aun desde creencias firmemente de­mocráticas, no hubieran indicado una inclinación preferencial por el mundo iberoamericano, e incluso por el árabe?
¿Cuántos no fueron los que opinaron entonces que el futuro de España debía ser el de un país neutral, e incluso no alineado?
¿Y qué no decir de los americanos, de nuestras relaciones con ellos, de las ambivalen­cias, cuando no de los abiertos rechazos que suscitaban?
¿No era sobre todo una gran ignorancia la que rodeaba, por ejemplo, el tema de la OTAN y nuestra eventual participación en la misma?
¿Cuántas telarañas no eran las que tenían los juicios de los españo­les de 1975 por lo que pudiera afectar a la posición de su país, de ellos mismos, en el mundo?
Y de manera lógicamente equivalen­te, ¿cuáles y cuántas no eran las preguntas o las apetencias que desde más allá de nuestras fronteras unos no se hacían y otros no imaginaban sobre lo que los españoles decidieran sobre su propio destino nacional y consiguiente puesto en el concierto internacio­nal?
Todas esas interrogantes, y seguramente muchas otras, defi­nían una situación con notable margen de imprevisibilidad.

En la moneda convencional con que suelen ser descritas las posiciones internacionales, nuestras coordenadas eran por demás someras. Más allá de las geográficas o culturales, debían limitarse a la exis­tencia de unos pactos político-defensivos con los estados Unidos.
Para simple recordatorio comparativo, sirva la mención a Portugal cuando Salazar desaparece: nuestro vecino era miembro de la OTAN y de la EFTA. Claro que nadie, o muy pocos, dentro o fuera de nuestro país, pudiera haber mantenido que todo nos era posible. Y en general, es cierto decir que pocos estaban en situa­ción de imaginar lo que era deseable.
Con todo, y antes de la imaginación de cualquier futuro, el inmediato postfranquismo, el de los seis primeros meses de 1976, el del último gobierno de Arias Navarro y primero de la Monarquía, con lógica inevitable se planteó la normalización de las rela­ciones exteriores de España como exigencia prioritaria.

Cualquiera que hubiera sido el Gobierno en aquellas circunstancias, hubiera dedicado atención preferente a esa tarea, dentro de lo que supo­nían las cuestiones internacionales del país. Lo que España recibía como herencia en este terreno, era, sobre todo, la realidad y la percepción psicológica del aislamiento.
No fue la política exterior la preocupación fundamental de aquel Gobierno. Ni la del país en aquel momento.

Las incertidumbres suscitadas por la muerte de Franco sólo en parte habían sido satisfechas por una instauración monárquica que no dejó de tener reticencias exteriores e interiores.
El cambio de titular en la Jefatura del Gobierno, en cualquier caso, había ya traído consigo un significativo cambio de actitud por parte de las cancillerías de algunos países occidentales. La diferencia en el tratamiento dado a los funerales de Franco y al juramento del Rey Juan Carlos I resul­ta prueba con fuerza gráfica: de la primera ocasión queda reseñada la parquedad representativa; a la segunda, que habría de tener lugar pocos días después, asistía de manera destacada, y en un conjunto con capacidad representativa mucho más elevada, el en­tonces Presidente de la República Francesa, Valery Giscard D'Es-taing. Era evidentemente una voluntad de traducir la presencia en a modo de «apuesta» por el futuro de España bajo la Monarquía. Entendida, como no podía serlo de otra manera, en su versión constitucional, democrática y parlamentaria.
Poco tiempo después, ya en 1976, los americanos parecen rea­lizar la misma «apuesta». En sesión por demás formal, que tiene lugar en Madrid a primeros de año, Areilza y Kissinger, firman la renovación de los acuerdos de amistad y cooperación entre Espa­ña y los EE, UU. Los acuerdos introducen dos importantes nove­dades: por primera vez en su historia adquieren la categoría jurídi-co-internacional de Tratado y, además, contienen una cláusula desnuclearizadora que a partir de 1979 había de suponer la desa­parición de todo el armamento nuclear americano hasta entonces estacionado en territorio español. El gesto, porque sobre todo de un gesto se trataba, tenía sobre todo ese valor de voluntad que transmite una confianza en el futuro.
José María de Areilza como Ministro de Asuntos Exteriores en aquellos momentos iniciales, entendió la tarea que en el Gabinete le correspondía como la de transmisor de «aquella buena nueva» que la Monarquía encarnaba. Viajó incansablemente para expli­carlo. Le creyeron poco. No porque le faltara convicción en su tarea. Y como meses más tarde habría de verse, no porque las defensas de la causa y de la real, personas por las que se había convertido en distinguido viajante, estuvieran más que justifica­das. El problema era otro y de índole doméstica, y más profunda. Arias Navarro no encarnaba otra cosa que la voluntad continuista de un imposible franquismo sin Franco. Quizá el error de Areilza —y de las otras personas que con él, en aquel Gobierno, encarna­ban cuanta esperanza el momento pudiera ofrecer de una apertura democrática en los términos inequívocos y los ritmos rápidos que
la ocasión exigía— estuvo en ignorar que sin otra y muy distinta realidad interior el escaso crédito adquirido por el país en el cum­plimiento de las condiciones sucesorias, pronto quedaría agotado. Que se necesitaba de una acción rápida y sin vacilaciones. Y que era esa acción, en el sentido adecuado, la que se esperaba dentro y fuera.
No es extraño, en consecuencia, que el período acabara por saldarse, tanto en el interior como en el exterior, con más incerti-dumbres de las que a su comienzo había conocido. Como dato indudable quedaba la muestra de un nuevo talante y los datos parciales no pueden ser desdeñados. Algunos, como la firma del nuevo Tratado con los EE. UU. quedan ya referido. Otros, como el esfuerzo para equilibrar nuestras relaciones con los países mo-grebíes, tan desmesuradamente inclinadas hacia Marruecos tras la Marcha Verde y los Acuerdos sobre el Sahara, o el inicio de las conversaciones con el Vaticano para concebir las relaciones de la nueva época bajo prismas diferentes, deben ser también reseñados. Aunque permanecieran como esbozos que sólo un poco más tarde llegarían a ser completados.
Desde julio de 1976, con la llegada de Suárez a la Presidencia del Gobierno —y de Marcelino Oreja al Ministerio de Asuntos Exteriores— hasta diciembre de 1978, coincidiendo con la apro­bación constitucional, hubo tiempo suficiente para sentar las bases de lo que hoy es la columna vertebral de la política exterior espa­ñola. Cierto que no todo se decidió en aquellos años —la última decisión sobre la OTAN, por ejemplo, no había sido tomada. Pero lo fundamental de los perfiles, de la proyección en definitiva de la filosofía de la política exterior española —e incluso de la política de defensa— viene en gran parte ya prefigurado desde aquellos meses. Que, por otra parte, y en examen retrospectivo, resultaron el período más innovador y creativo que la política exterior españo­la ha conocido en el curso de los últimos decenios.
Ciertamente, no fue un período sin problemas ni vacilaciones. Creo, por ejemplo, que a efectos analíticos se podrían distinguir dos etapas dentro del mismo período. Una que cubre desde el principio hasta diciembre de 1977 y caracterizada por un tono muy afirmativo y contundente —quizá porque se estaba todavía en los propósitos más generales. Y una segunda, que llega hasta finales del 78, en donde las opciones, dentro del sentido abierto, empiezan a mostrar una pluralidad evidente —son los tiempos de las inclinaciones no alineadas o neutralistas, de' algunas dudas res­pecto a las relaciones con la CEE, del primer debate sobre la OTAN, etc. Y, claro es, la historia continuó más allá de los límites temporales en que se mueven este curso y, forzosamente, mis pa­labras. Con todo, y simplemente como apunte, quede la reafirma­ción de una creencia; la de que en aquellos tiempos tempranos de la transición fueron sentadas las bases de la política exterior espa­ñola tal como hoy la conocemos y, con mejor o peor éxito, la practicamos. Quizá la mejor demostración experimental del aserto esté en ese grado de generalización que hoy, en sus líneas básicas, ha adquirido esa visión de la política exterior española. Porque
también debe ser recordado en el capítulo de las contrariedades, las propuestas que el Gobierno de la UCD realizaba en este terreno no solían contar con el apoyo de una oposición socialista que por entonces se encontraba acariciando otros y bastantes diferentes modelos de política exterior para España.
El primer diseño de política exterior de la transición tenía como voluntad la de reflejar una idea global e integrada de Espa­ña.

Por un lado, pues, procuró imaginar la política exterior como una lógica consecuencia de un determinado ordenamiento interior. Desde ese punto de vista, el presupuesto básico e irrenunciable era la democracia.
Esa misma «idea de España», en segundo lugar, procuraba reflejar los condicionantes geográficos, culturales o his­tóricos del país, con una referencia que hacía estado de su carácter europeo y occidental.
En tercer y último lugar, el planteamiento incluía una mirada hacia el entorno interior y exterior. Porque dentro era fácilmente perceptible un deseo generalizado de «ho­mologación» con realidades a veces más intuidas que experimen­tadas y que tendían a identificar en «lo europeo» cuanto de libre y próspero conocía la humanidad. Hacia el exterior, precisamente ese exterior inmediato, porque interesaba su experiencia —no se trataba de comenzar ex novo toda una peripecia nacional ni de recrearse en xenofobias nacionalistas y autoritarias— y su apoyo. El embrión de política exterior que se comenzaba a gestar era claramente uno que tendría su justificación última en la participa­ción española en los esquemas integrados de colaboración inicia­dos entre las democracias occidentales después de la II Guerra Mundial.
Tanto como todo eso se encontraba ya bastante perfilado en el discurso que Marcelino Oreja pronunciaba ante la Asamblea Ge­neral de la ONU, el 27 de septiembre de 1976. Era la primera vez que un Ministro de Asuntos Exteriores de la recién reinstaurada Monarquía española tomaba la palabra en el foro neoyorquino y de la ocasión, por demás significativa, cabe extraer unas cuantas afirmaciones. Todas ellas tienen un evidente afán programático. Y dicen:
«Mi país atraviesa ahora un proceso de transformación de sus estructuras interiores que le conduce, porque esa es la voluntad del pueblo español, del Gobierno y de la Corona, a la implantación de un sistema democrático... Este propósito influye en los plantea­mientos y realizaciones de nuestra política exterior... España está incluida en un determinado espacio geo-político... Europeos y oc­cidentales por la vocación y la geografía, formamos parte de la familia cultural y política de la que proviene nuestra filosofía y con la cual queda emparentado nuestro sistema de creencias y valores... España cree en la necesidad del refuerzo de los esquemas de seguridad en el plano regional... En la CSCE se encuentran las primicias,de una negociación que sustituya a la confrontación... Otro factor esencial de la seguridad es el de los Derechos Huma­nos... El Gobierno español ha hecho suyos tales propósitos (los de la ONU sobre el respeto de los Derechos Humanos) y en su repre­sentación voy a firmar mañana los Pactos sobre los Derechos Civi­les y Políticos y sobre los Derechos Económicos, Sociales y Cultu-
rales de 1966. Con este acto, el Gobierno español quiere expresar su firme voluntad de hacer del respeto de los Derechos Humanos y de las libertades fundamentales, pieza clave de su política interna y exterior...»
Entre otras cosas novedosas, y seguramente algunas que no lo eran tanto, aquellas palabras encerraban primicias significativas. Por un lado, el evidente esfuerzo de apuntar hacia los Derechos Humanos como factor de trascendencia para España, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Por otro lado, el no menos evidente deseo de calificar a España como país europeo y occidental —co­rrigiendo tendencias anteriores, que ponían el énfasis más bien en coordenadas iberoamericanistas.
En el marco temporal en que aquellas manifestaciones se pro­ducían —eran todavía las primeras semanas de Suárez al frente del Gobierno— mucho espacio cabía para el excepticismo. Era aquel un Gobierno en el mejor de los casos «pre-democrático», y cuya legitimidad muchos ponían abiertamente en duda. Eran tam­bién los tiempos, hay que recordarlo, de la polémica, o de sus principios, entre la «reforma» y la «ruptura». Tiempos anteriores al referéndum de diciembre de 1976 sobre la reforma política. Tiempos, en definitiva, inciertos. Esas, las reproducidas, y otras declaraciones gubernamentales, podían ser interpretadas tanto como un firme deseo de compromiso como, por el contrario, como espejuelos vacíos de contenido. Resultaron, y por ello apos­tamos muchos, cauces viables y tangibles, tanto para orientar la proyección exterior —e interior— de la voluntad nacional como para ir comprometiendo a todos, empezando por el mismo Go­bierno, en el cumplimiento de los propósitos tan solemnemente anunciados.
Pero incluso antes de su comparecencia ante las Naciones Uni­das, el Gobierno se había apresurado a finalizar las conversaciones con el Vaticano para encontrar un nuevo marco que sustituyera al Concordato de 1959. El 28 de julio de 1976, en Roma, Marcelino Oreja y el Cardenal Villot, Secretario de Estado de la Santa Sede, firmaban un acuerdo por el que España renunciaba al derecho de presentación episcopal y la Santa Sede a su vez renunciaba al pri­vilegio del fuero eclesiástico. El Acuerdo había sido precedido por una carta del Rey Juan Carlos I al Papa Pablo VI, anunciando su voluntad de renunciar al privilegio mencionado y habría de culmi­nar, apenas dos años más tarde con la firma de acuerdos parciales que sustituían al Concordato y situaban las relaciones con la Santa Sede en una perspectiva radicalmente nueva. Precisamente la que desde el punto de vista eclesiástico tenía su origen en el Concilio y que, desde el punto de vista español, tendría su consagración cons­titucional a finales de 1978: España se configura como Estado no confesional: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los pode­res públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la socie­dad española y mantendrá las consiguientes relaciones de coopera­ción con la Iglesia Católica y las demás confesiones» (Artículo 16,3).
No era ninguna coincidencia que la política exterior de la pri­mera transición cambiara los enfoques de las relaciones con los EE. UU. y con el Vaticano. Ambas habían sido las piedras angula­res en que el franquismo había construido su primer y rudimenta-rio diseño de presencia exterior sobre un esquema de claudicacio­nes imposible de mantener, no ya de justificar, en los nuevos tiempos. Aunque no todo estuviera dicho en ninguno de los dos terrenos —incidencias posteriores lo acreditan sobradamente—, era ya en aquellos momentos evidente no sólo la necesidad para la política exterior española de encontrar enfoques nuevos y no en­feudados, sino también la relativa urgencia con que Washington y Roma entendieron y captaron las nuevas ópticas. Aquí y allí, unos y otros, y precisamente en relaciones tan sensibles como emblemá­ticas se trataba de echar por la borda y cuanto antes el lastre del pasado.
Entre finales de 1976 y mediados de 1977 se produjo la mani­festación más plástica de lo que podría considerarse el final del aislamiento: España y todos los países socialistas del Este de Euro­pa —con la excepción de Albania— restablecen relaciones diplo­máticas. En ese restablecimiento de relaciones hay que incluir también el producido con Méjico, en los primeros meses del 77. Con ello se cerraba la anomalía que desde 1939 había mantenido a nuestro país en situación de grave carencia por lo que al desplie­gue diplomático se refería.
En la distancia del tiempo transcurrido pudieron aparecer como naderías intranscendentes, o escucharse como ecos de la prehistoria, datos como los que aquí ofrezco al historiador y valo­rar la política exterior de la transición. Lo hago, sin embargo, porque tuvieron en su momento una importancia que rebasaba el simple dato mecánico del intercambio de Embajadores para co­brar toda una serie de significados políticos e incluso emocionales. En el caso de Méjico, por ejemplo, las relaciones finalizaban un largo período de silencio e incluso de animosidad que necesitaron de un previo desbroce negociador hasta llegar al restablecimiento. Con menos contenidos emocionales, el hecho de entrar en la nor­malidad diplomática con la URSS y sus aliados, levantaba unas hipotecas de entendimiento y de simple conocimiento que tenía 40 años de antigüedad. Cierto es que todo aquello estaba en la lógica de las cosas. Que una vez recuperada la normalidad pronto, muy pronto, se entró en la rutina. Que la normalización diplomá­tica fue buscada por el Gobierno del momento en una atmósfera generalizada de apoyo e incluso aplauso. Que incluso sería exage­rado afirmar que la consecución de tales propósitos necesitaran de arduos esfuerzos o negociaciones. Pero que no todc fueron facili­dades puede quedar simbolizado con lo que entonces quedó pen­diente y sólo de manera mucho más tardía ha sido realizable: las relaciones con Israel. El hábito de la falta de relaciones alimenta reflejos condicionados muchas veces convertidos en dogmas políti­cos. La primera transición en su política exterior quiso, y pudo en la inmensa mayoría de los casos, acabar en hora temprana con una anomalía aquejada ya de inercia histórica.
En el contexto general en el que el país vivía en aquellos mo­mentos, y que tenía mucho de expectante euforia, la primera pues-
ta en práctica de una política exterior que decía inspirarse en los principios practicados por los países democráticos y querer por encima de todo respetar los derechos humanos, y que además recobraba la normalidad participativa, contaba sin ninguna duda, con el apoyo y aliento de la mayor parte de la población. Es cierto que la derecha en gran parte callaba y la izquierda o bien repetía propuestas que ya en aquel momento ni siquiera guardaban el atractivo de la utopía, o bien ponían en duda la legitimidad del Gobierno que hacía tales planteamientos. Socialistas de aquella hora fueron, y todavía son, los que pretendieron retrasar aquel di­seño de una nueva política exterior, no porque estuvieran en desa­cuerdo con sufundamentación, sino porque, decían, aquello podían hacerlo los «rupturistas», nunca los «reformistas». Quiero con todo ello decir que en torno a los temas mencionados, el sentir popular encontraba una identificación bastante inmediata: los españoles, por primera vez en años, podían sentirse protagonistas, participan­tes, escuchados e incluso admirados. La política exterior de la transición, en definitiva, no era otra cosa que el intento, en gran manera exitoso, de explicar hacia fuera el significado délos nuevos tiempos españoles y, al hacerlo, recabar para el país un determina­do puesto de presencia en la arena internacional. En eso, muchos estaban de acuerdo. E incluso, aunque con ciertos matices, en que todo ello tuviera una traducción fundamentalmente anclada en Europa.
Y debe ser también tenido en cuenta que toda esa tarea venía facilitada por la calurosa recepión, a veces no exenta de entusias­mo, con que la España democrática era acogida en los medios internacionales. Era como el final de un largo período de congela­ción. Que su salida fuera pacífica y en libertad y no, como tantos habían pronosticado o temido, en violencia y caos, era motivo adicional para facilitar desde fuera la evolución de contactos y acontecimientos.
Creo no equivocarme si ejemplifico la culminación de ese esta­do anímico en las fechas de 1977, cuando España entra a formar parte del Consejo de Europa. Situación, de nuevo, que debe colo­carse más en el indudable pacto simbólico del momento que en su trascendencia real: la primera en el tiempo de las instituciones de integración europea, seguramente la más exigente, en cuanto a credenciales afecta, ha visto palidecer su estrella ante la progresiva capacidad decisoria y de cohesión que hoy encarna la CEE. Pero en aquel entonces, las peras comunitarias estaban por demás in­maduras. Y el Consejo de Europa admitió a España en su seno en una decisión cargada también de significado: España, aunque hu­biera celebrado ya las primeras elecciones nacionales, no tenía to­davía una Constitución democrática —requisito éste que el Conse­jo exige antes de considerar la adhesión de nuevos miembros. La norma fue en aquella ocasión olvidada ante la petición unánime de las fuerzas democráticas españolas y europeas.
En esos momentos de diciembre de 1977 situaría yo, con la artificiosidad que siempre tienen estas distinciones temporales, el final de una etapa. España tenía normalizadas sus relaciones di­plomáticas, definida una filosofía de presencia y actuación en sus relaciones internacionales y, en consecuencia, formaba yaparte de la institución que en principio definía «lo europeo y lo democráti­co». Dos años después de la muerte de Franco ello constituía un balance por demás apreciable. Pero no suficiente. Lo que quedaba por hacer constituía precisamente lo más específico de cualquier política exterior, las decisiones que rebasaban lo genérico para en­trar en opciones excluyentes. En definitiva, lo más complejo, lo más debatible, lo más divisorio. Y en consecuencia, lo que menos consenso suscitaba. Cuando precisamente con la discusión del tex­to constitucional se entraba en una época, sólo finalizada en di­ciembre de 1978, que iba a estar marcada precisamente por esa noción: la del consenso.
El 15 de junio de 1977 tuvieron lugar en España las primeras elecciones democráticas que los españoles habían conocido desde 1936. Y el 28 de julio de ese mismo año, apenas constituido el primer Gobierno español, producto de unas elecciones libres en tan largo período de tiempo, Marcelino Oreja depositaba en Bru­selas ante Roy Jenkins, entonces Presidente de la Comisión de la CEE, la solicitud española para entrar a formar parte de las Co­munidades. Recordemos que la firma del Tratado de Adhesión de la CEE se firmó el 12 de junio de 1985. Aquella fue, junto con la que más tarde se tomaría sobre la OTAN, la decisión de más largo y profundo alcance tomada en el período objeto de análisis. Y tomada, también hay que recordarlo, con ciertas reticencias por parte de algunos de los ministros que en aquel momento integra­ban el Gobierno de la Nación.
Posiblemente fue el primer y último momento para tomarla. Cualquier retraso, por mínimo que hubiera sido, habría tenido consecuencias incalculables. Desde el punto de vista de la política doméstica, resulta por lo menos debatible el saber si aquel Gobier­no habría tenido la misma capacidad de maniobra meses más tarde, ya en plena discusión constitucional, y con un socialismo opositor que, sin criticar abiertamente la decisión, la calificó de precipitada. El PSOE del momento oponía a la Europa «de los mercaderes» que la CEE encarnaría una también intencionada, como hasta el momento, mal descrita, Europa «de los trabajado­res». En cualquier caso me parece evidente que si el PSOE hubiera estado en el Gobierno en 1977, hoy España no sería miembro del Mercado Común.
Simplemente a efectos de situar el momento, recordemos que fue en diciembre de 1977 cuando Felipe González, encabezando tina delegación del PSOE en Moscú, había firmado con los repre­sentantes del PCUS un comunicado en el que se decía aquello de que «las delegaciones han reafirmado los criterios de sus partidos acerca de la necesidad de superar la visión del mundo contempo­ráneo en bloques político-militares contra puestos y se han pro­nunciado contra la ampliación de dichos bloques».
Desde el punto de vista exterior, de la misma CEE, un retraso en la solicitud inicial hubira tenido como efecto el separar definiti­vamente la negociación española de la portuguesa —la solicitud presentada por Lisboa había precedido a la española en bastante tiempo— y los comunitarios se mostraron siempre reacios a tra-
tarlas por separado. De manera que aquella inicial fue una deci­sión probablemente con sus escollos pero fundamental para todo el desarrollo posterior de nuestra política exterior. E incluso, como hoy todo el mundo comprende y percibe para nuestra política interior: España apostaba en un grado más, y cuan significativo por su europeidad.
La narración valorativa de lo que aportó la primera transición debe cerrarse con dos codas adicionales. La primera, que sólo ten­dría su plasmación definitiva en 1980 pero que se gestó en 1977. Fue la oferta del Gobierno español, posteriormente aceptada por los estados participantes, para que la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, que ya había celebrado sendas reunio­nes plenarias en Helsinki y Belgrado, tuviera Madrid como sede sucesiva. El mismo hecho de que la candidatura fuera aceptada era signo más que significativo de la nueva capacidad de presen­cia: habría de ser la primera gran conferencia internacional que tenía lugar en nuestro país desde tiempo casi inmemorial. Tam­bién signo, dicho sea de paso, de las esperanzas que algunos, los países socialistas, se habían hecho de nuestra voluntad supuesta­mente neutralista. Por el contrario, la CSCE en Madrid sirvió para reforzar y en cierto sentido prefigurar nuestras relaciones con los países occidentales. Sirvió también para otras cosas: una resolu­ción en contra del terrorismo, por ejemplo, que tuvo su origen en una propuesta española y que era y sigue siendo el primer texto de ese tipo donde se recoge un amplio consenso antiterrorista hallado en un contexto Este-Oeste. Pero esa es otra y más tardía historia.
La segunda coda, ya plenamente instalada en 1978, es el I Con­greso Nacional de UCD y las decisiones que allí se tomaron sobre política exterior y defensiva. Retengo de ellas como lo más signifi­cativo los términos en que se realiza la propuesta de una política exterior para España y, de manera más concreta, la voluntad ex­presa de entrada en la OTAN. En dos breves citas, queda ello reflejado: «España está políticamente incluida, por la voluntad so­berana de su pueblo, en el modelo de sociedad democrática impe­rante en el mundo Occidental... En la opción que UCD propone como primordial para la política exterior española —europea, oc­cidental y democrática— existe ciertamente una preferencia ideo­lógica... En esa opción incluye la UCD nuestra integración en las Comunidades Europeas, el mantenimiento de un alto nivel en las relaciones entre España y Portugal; el ingreso de España en la OTAN; una presencia activa en el Consejo de Europa y, finalmen­te, la remodelación creativa de nuestras relaciones con los países neutrales del centro y norte de Europa». La ponencia sobre temas defensivos añadía escuetamente: «UCD es partidaria de la incor­poración de nuestra nación al pacto de alianza que actualmente asocia a la mayor parte de los países de la Europa Occidental, la Alianza Atlántica».
Como dicho queda, 1978 no dio mucho más de sí por lo que a política exterior afectaba. El debate constitucional y sus evidentes exigencias políticas cobraron la prioridad que el Gobierno del mo­mento y el principal partido de la oposición le quisieron dar. Todos sabemos dónde estaba cada cual en aquellos momentos. Y ahora. E incluso muchos intuimos las razones múltiples y comple­jas aparte de las señaladas, para que la política exterior española de la transición no hubiera entonces culminado el edificio tan nítidamente comenzado. Ocurre en cualquier caso que al leer los textos de UCD, los de su I Congreso arriba reproducidos, la evi­dencia se impone: una inmensa mayoría de los partidos que hoy, en 1988, forman el arco parlamentario español, suscriben tales tesis en su integridad. Porque esa es hoy, con indudables matiza-ciones pero con certeza, la política exterior de España. Mérito de la transición de los que la hicieron y la continuaron, de todos los españoles en definitiva. Porque con las diferencias de matiz que subsisten, aquel diseño tenía sobre todo una voluntad: la de pro­poner un sistema de presencia exterior acorde con nuestras necesi­dades e intereses y hacerlo de manera que una buena parte de los españoles, en él y sin violencia, se sintieran representados. En defi­nitiva, una política exterior que en sus líneas básicas quedara por encima y más allá de las querellas partidistas. Parece que lo hemos conseguido. Aunque algunos hayan debido recorrer un largo periplo para conocerlo.

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