Por Alejandro Diz, profesor de Historia de las Ideas en la Universidad Rey Juan Carlos (EL MUNDO, 29/01/08):
Con la llamada ley de recuperación de la memoria histórica se ha pretendido, entre otras cosas, la falacia de identificar como heredera ideológica del franquismo a la actual oposición política, con el sospechoso intento de finiquitar el consenso de la Transición, aislando y enviando a la oposición a una especie de forzado Aventino, y así fraguar otro consenso distinto entre fuerzas de izquierda y nacionalistas de diferente jaez, que desembocaría en unas nuevas condiciones constitucionales de imprevisibles consecuencias. Pero es que, además, la polémica y actitudes que han surgido a raíz de la presentación de esta ley pueden estar conformando un fenómeno de no poca importancia y gravedad como es el de intentar fraguar en el patrimonio cultural común una visión hemipléjica del totalitarismo, en el sentido de denunciar y rechazar solamente el totalitarismo de derechas y edulcorar e incluso aceptar sin reservas el de izquierdas, incurriendo en la perversa actitud que Carmen Iglesias ha caracterizado como de «indulgencia asimétrica». Porque, cuando en el mundo de la política, de la academia, de las letras o de la comunicación se oyen voces, y a veces estridentes, con las que se critica -justamente- la represión y los crímenes del franquismo, pero se silencia e incluso se justifica la represión y los crímenes que se llevaron a cabo por las fuerzas de izquierda republicanas; cuando se critica y se repudia -justamente- el totalitarismo nazi y fascista, pero se sigue justificando, o cuando menos silenciando, el totalitarismo de los regímenes comunistas; cuando se critica -a veces justamente y otras no tanto, hasta casi el paroxismo- errores o deficiencias en los países de democracia liberal, pero se pasan por alto a beneficio de inventario los crímenes, represiones y falta de libertad en regímenes como los actuales de Cuba, Irán o Venezuela; cuando esa hemiplejía de visión y de juicio se mantiene y se ha acentuado en los últimos tiempos en nuestro país, preocupa el que nos estemos retrotrayendo a épocas anteriores a la caída del Muro de Berlín, cuando en partes considerables de las opiniones públicas europeas, y de manera destacada entre la llamada intelectualidad, las justificaciones acerca de los regímenes totalitarios de izquierda fueron un auténtico baldón para lo que genéricamente se ha venido en llamar las fuerzas progresistas.
Este fenómeno está ligado a la visión histórica maniquea de la Guerra Civil española, porque el proceso de aquella contienda fue una especie de fractal -el objeto cuya estructura básica se repite a diferentes escalas- del fenómeno de los dos grandes totalitarismos en Europa de la época contemporánea, fascismo y comunismo. Y eso es así, porque, especialmente a lo largo del proceso de la guerra, y aún en meses anteriores, el estilo de gobierno que predominaba en España era ya de claros visos totalitarios: no hay más que leer los discursos y escritos de destacados dirigentes de la República, como Largo Caballero o Negrín, por no acudir a otros comunistas o anarquistas, para comprobar que lo que se propugnaba y se practicaba no era una república de democracia liberal -aunque formalmente lo aparentase-, sino de carácter totalitario.
Defender, pues, de manera acrítica aquel régimen que se fue conformando a lo largo de la guerra, o silenciar sus errores, crímenes y actitudes totalitarias, puede estar llevando a inocular venenos peligrosos que históricamente han estado en los orígenes del totalitarismo moderno, mientras que, por el contrario, no se crean anticuerpos frente al estado latente del peligro totalitario que en cualquier momento puede hacer acto de presencia, o ya ha aparecido en no pocos sitios e instituciones en nuestro país, por ejemplo en el País Vasco. Porque el lager y el Holocausto en Alemania, el gulag soviético, no surgieron por generación espontánea, sino que se crearon sobre un humus de actitudes y reticencias diversas.
Así, la mentira (el escritor Sándor Márai, cuando recuerda sus vivencias de la época de entreguerras, escribe que «la mentira nunca fue una fuerza tan potente y tan determinante de la Historia como en aquellos años»); la falsificación del contenido del lenguaje (la «perversión completa del lenguaje, el cambio del significado de las palabras con las que se expresan los ideales» de los regímenes totalitarios, escribe Hayek; el frenesí de «nombrarlo todo de nuevo», en palabras del escritor ruso Andréi Platónov, junto con el objetivo de «complicar la vida»); el fanatismo (el fanático «no quiere pensar ni saber; sólo quiere creer», opinaba Santayana); la indiferencia hacia los crímenes, la represión o los abusos (tras el incendio del Reichstag en 1933, el escritor Musil escribe desde Berlín: «Todos los derechos fundamentales han sido marginados sin que nadie se haya indignado violentamente… Lo aceptan como al mal tiempo…»); la hipocresía de pretender, en teoría, la defensa de una serie de valores y de la perfectibilidad humana, cuando se sirven de los más viles y siniestros métodos (Nadezda Mandelstam, mujer del famoso poeta Osip Mandelstam, hablaba de la «hipocresía sin precedentes» del régimen bolchevique); el miedo (el «pánico al timbre», en palabras de Márai, viviendo en la «telaraña del control en cada lugar». «La gente que iba a trabajar se despedía de la familia todos los días, porque nadie estaba seguro de regresar por la noche», escribe Solzhenitsky); el uso diabólico de la propaganda (ese error habitual de nuestro tiempo, como escribiera Arendt, de que con ella se «puede lograrlo todo y que a un hombre puede convencérsele de cualquier cosa con tal de que se le hable suficientemente alto y con suficiente habilidad», junto con la fascinación por ciertos líderes o ideales, lo que lleva a que «cualquiera que no sólo posea opiniones, sino que las presente en un tono de convicción inconmovible, no perderá fácilmente su prestigio aunque hayan sido muchas las veces en que se haya demostrado que estaba equivocado»)… Habría que preguntarse si estas actitudes y peligros que estuvieron en el origen de los totalitarismos vividos en el siglo XX acaso no están apareciendo, aunque algunos sólo sea en germen, en nuestro país, en especial en algunos de sus territorios.
Hoy en día son una verdad fehaciente, históricamente comprobada, los crímenes y monstruosidades de todo tipo que cometieron tanto los totalitarismos de derecha como los de izquierda, los regímenes fascistas y los del llamado socialismo real. No cabe ya, pues, desde cualquier punto de vista moral, tener una visión hemipléjica, tanto de un lado como de otro, de este terrible fenómeno histórico, de esta «tragedia antropológica sin precedentes» en palabras de Brodsky.
Un papel no menor en ese emponzoñamiento de las conciencias y, de manera particular en la visión hemipléjica del totalitarismo, lo ha tenido parte de la llamada intelectualidad. Lúcida y estremecedora es la reflexión de Arendt: «Más amenazadora para nuestra paz mental que la lealtad incondicional de los miembros de los movimientos totalitarios y que el apoyo popular a los regímenes totalitarios es la indiscutible atracción que estos movimientos ejercen sobre la élite y no sólo sobre los elementos del populacho en la sociedad. Sería temerario tratar de disminuir la importancia de la terrible lista de hombres preclaros a los que el totalitarismo puede contar entre sus simpatizantes, compañeros de viaje y afiliados del partido, atribuyéndolo a extravagancias artísticas o a una ingenuidad académica». Fue esa culpa, en cierta medida, la que hizo suya la gran poeta rusa Anna Ajmátova - «la musa del llanto», como la definió la otra gran poeta Marina Tsvetáieva-, quien en su profundo sentimiento ético, sintió la responsabilidad de su generación por los acontecimientos revolucionarios, y cómo, luego, muchos de los mismos intelectuales rusos pagaron muy cara su indigencia ética: «¿Al Príncipe de las Tinieblas / no habréis osado traer aquí? / Es esa máscara un cráneo, un rostro / -mueca de dolor y de ira- / que sólo Goya representó. / […] ¿Se estará acabando el plazo…? / He olvidado vuestras enseñanzas, / charlatanes y falsos profetas, / pero no os habéis olvidado vosotros de mí».
Si hoy en día los totalitarismos de derecha están en lo fundamental desacreditados y son repudiados, todavía los de izquierda siguen teniendo patente de corso en sectores de la opinión pública. Presentados como una utopía, serían una especie de Lisístrata moderna, que el público puede disfrutarla en la escena, aunque difícil de llevar a la práctica. En realidad, el comunismo -el llamado socialismo real- ha sido la gran falacia de nuestra época, una utopía que siempre se ha transformado en distopía.
Porque el progreso sólo lo es en verdad si, básicamente, es progreso de la libertad humana, mientras que el pretendido progreso que acarrean los regímenes totalitarios es -como lo sintió Ajmátova en relación con la revolución rusa, en palabras de Joseph Brodsky- «un terrible cataclismo nacional que significaba un tremendo aumento del dolor por persona». O, por decirlo con palabras de Primo Levi, tras su experiencia en los campos de concentración nazis, porque «… no es humana la experiencia de quien ha vivido días en que el hombre ha sido una cosa para el hombre».
El que, ahora, en nuestro país se intentase reivindicar o edulcorar formas de gobierno y de hacer política que encapsulan los gérmenes del totalitarismo, a través del canal de la pretendida «recuperación de la memoria histórica», o desvirtuando la esencia de la Transición tras la muerte del dictador Franco, tratando de convencer de que aquélla no supuso el paso a una auténtica democracia -que lo es en lo esencial, pese a las imperfecciones de la Transición, que se han ido manifestando en la experiencia de los últimos tiempos-, hay que desenmascararlo intelectual y moralmente, puesto que la llamada ruptura supondría no consolidar una auténtica democracia liberal, sino más bien una recuperación de aquel régimen de izquierda de tintes totalitarios de la época de la Guerra Civil, que coadyuvó, junto con el totalitarismo de derechas, al drama nacional de aquellos tiempos.
El asentarse en esa visión hemipléjica del totalitarismo no es un problema sólo político, sino también de instalación en un marco u otro de mentalidad, de un estar distinto en el sistema de vigencias, que de consolidarse alejaría a nuestra sociedad de las sociedades más abiertas y liberales, acercándonos peligrosamente por correa simpática a ideologías y regímenes de populismo totalitario que están floreciendo en otras partes del mundo, de manera especial en Iberoamérica.
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