Por Antonio Elorza, catedrático de Ciencias Políticas (EL PAÍS, 31/03/09):
“Si cada muerte individual es una tragedia, la muerte de un millón de personas es una estadística”. Esta frase atribuida a Stalin, que recoge Martín Amis, refleja muy bien la doble cara del estalinismo. De un lado su dimensión monstruosa, de política que para alcanzar sus fines recurre de modo sistemático a la destrucción de los hombres; de otro, su componente de racionalidad, en el sentido que aborda los grandes problemas buscando en todo momento aplicar el criterio de elección racional.
El gran error fue su previsión de que Hitler no iba a atacarle, posiblemente porque en la partida que ambos jugaban, sobreestimó la capacidad intelectual de su oponente y no creyó que iba a cometer aquel tremendo error de precipitarse con una invasión a pocos meses del invierno. Además, tanto a Hitler como a Stalin, por atención a la guerra en curso en el primer caso y por falta de preparación suficiente en el segundo, les convenía aplazar el enfrentamiento.
Claro que la vocación punitiva de sesgo paranoide también afectaba a esa búsqueda de racionalidad y al volumen de recursos disponibles para su política expansiva: ejemplo, la purga de Tujashevski y de buena parte de los mandos militares, una mutilación del potencial ofensivo cuyo coste pudo ya estimarse con ocasión de la penosa victoria sobre Finlandia. Y aspecto que jugará un papel no desdeñable en la guerra de España, coincidente en el tiempo con los grandes procesos de 1936-1938.
Por lo demás, el planteamiento de Stalin fue desde 1933 a 1938 impecable, teniendo en cuenta que, a diferencia de Lenin, el georgiano se dio perfecta cuenta de lo que las instituciones representativas suponían para los trabajadores de Europa occidental. Eran algo a tener en cuenta, no podía reproducirse sin más la vía soviética al socialismo, lo cual era bien distinto de asumir la democracia como fin en sí mismo. A partir de 1935, en el tiempo de la guerra española, la aplicación del viraje representado por el VII Congreso de la Internacional Comunista, el del antifascismo y los frentes populares, se ajusta a esa camisa de fuerza. Por otra parte, Stalin mueve sus fichas pensando que la guerra es inevitable y tanto él como sus colaboradores (Litvinov) están dispuestos a que en cada jugada no haya el menor menoscabo para los intereses de una “patria del socialismo” necesitada de anclaje en la escena internacional (de ahí que suscriban el Pacto de No Intervención al consolidarse la sublevación militar en España).
En la primavera del 36, en plena efervescencia popular, los comunistas españoles se encontraban bajo la férrea dirección del italoargentino Victorio Codovilla, comprometido luego en el asesinato de Trotski en México yencantado con la idea de una próxima revolución española. Sólo que a partir de la entrada de las tropas de Hitler en Renania, mes de marzo, y a la vista de la inestabilidad reinante, no era ya tiempo para Moscú de revolución en España, sino de prevenir el golpe de la reacción. Por eso al llegar éste, la respuesta firmada por Dimitrov es inmediata, frente a las manifestaciones de entusiasmo de Codovilla por un aplastamiento supuestamente inmediato de la rebelión: “Lo más importante es el mantenimiento y reforzamiento del Frente Popular. Hay que actuar exclusivamente bajo la bandera de la defensa de la República que permite reunir la mayoría aplastante del pueblo español frente a la contrarrevolución”.
La defensa de la república democrática se convierte en la consigna central de la Komintern y del PCE, por contraste con los planteamientos izquierdistas del POUM de Andrés Nin y con la revolución colectivista de la CNT, lo cual no significa que los comunistas dejen de participar en el proceso revolucionario, tanto en sus aspectos positivos como en la práctica de la represión (checas).
Stalin acepta que la URSS suscriba la No Intervención, pero con toda cautela decide apoyar a la República al constatar en agosto del 36 el deterioro de la situación militar. El programa de recepción al embajador de la República, Marcelino Pascua, será una muestra inmejorable de ese apoyo cauteloso. Desde su veraneo en el Mar Negro, dos notas de Stalin a su fiel Kaganovich lo expresan de modo inequívoco, primero en cuanto a abastecimientos (”vender petróleo a los españoles en los términos más favorables para ellos, a menor precio si hace falta”, y otro tanto para trigo y alimentos, 18 de agosto), luego en cuanto a ayuda militar (enviar bombarderos vía México, buenos pilotos, armamento y municiones, 6 de septiembre). El mismo mes, la puesta en marcha desde la Internacional Comunista de lo que serán las Brigadas Internacionales, un frente popular en armas, no un ejército para sovietizar España, será la expresión más clara de esa actitud.
Su traducción política fue la famosa carta de 21 de diciembre de 1936 a Largo Caballero, punto de partida según Santiago Carrillo del posterior eurocomunismo. Amén de recomendar para España una vía parlamentaria al socialismo, Stalin aconseja una política que evite el aislamiento del Gobierno y que enlace con todo aquel dispuesto a defender la República.
En lo sucesivo, los intereses de la URSS siguen imperando, pero no sin cierta flexibilidad, observable en la rectificación de febrero del 38 a la consigna de abandono del Gobierno por el PCE, e incluso en la atención otorgada a fines del mismo año, al borde del desplome, a la petición de armas cursada por Hidalgo de Cisneros por encargo de Negrín. El respaldo a Largo Caballero en la primavera del 37, y aún antes frente al sectarismo del virrey Codovilla, invalida la imagen habitual. Su posterior sustitución como tutor del PCE por Palmiro Togliatti se sitúa en la misma dirección “frentepopulista”.
Sólo que la política del VII Congreso, y, más aún, la aplicación del apoyo a la República en tiempo de histeria antitrotskista y de procesos de Moscú, era como el huevo de la serpiente. Incorporaba el principio de la captación o destrucción de los aliados socialistas mediante procesos de unificación y un agresivo proselitismo (JSU, UGT, PSUC) e introducía en el interior de las instituciones republicanas la práctica del terror. El desembarco de la NKVD con Orlov al frente, las matanzas de noviembre de 1936, afectaban al escenario idílico de la protección fraterna a una democracia republicana que según la imagen oficial se veía abocada a una nueva Guerra de Independencia frente a los invasores alemanes e italianos al lado del traidor Franco.
Los hechos de mayo de 1937 permitieron que culminase la campaña antitrotskista, con el asesinato de Andrés Nin y la detención y proceso de los dirigentes del POUM. Sin embargo, si bien el presidente Negrín echó una cortina de humo sobre lo primero -necesidad obliga-, protegió a los apresados y el proceso del POUM no reprodujo el espectáculo de justicia criminal de los juicios de Moscú. Fue un signo de que el peso del comunismo en el Estado republicano no suponía sovietización. De ahí las tensiones en el final de la contienda entre quienes proponían una huida hacia delante con la toma del poder, al modo del búlgaro Stepanov, con Pasionaria a su lado por inercia, y los que como Dimitrov y Togliatti trataban de evitar sin éxito que el PCE quedara como “el partido de la guerra”. Aislado.
La derrota militar del invierno anterior había invalidado el intento de Stalin en septiembre de 1937 de eliminar el pluralismo político de la zona republicana mediante unas elecciones con listas homogéneas, no ya de frente popular, sino de “bloque popular”, agregación de fuerzas subalternas en torno al Partido. Ni los leales dirigentes del PCE lo aceptaron de buena gana, por no hablar de la oposición socialista. No obstante, lo que cuenta es comprobar cómo la asunción transitoria de la democracia por Stalin llevaba a la lógica de monopolio del poder que caracterizará a las llamadas democracias populares.
lunes, 6 de abril de 2009
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