viernes, 24 de abril de 2009

El PSOE en la transición


IGNACIO SOTELO. Profesor de Ciencia Política en la Universi­dad Libre de Berlín.
Voy a circunscribir el tema a la evolución del socialismo español entre 1974 y 1982.
La transición, que de hecho empieza con el asesinato del almirante Carrero Blanco, enfocada desde el PSOE tiene su punto de arranque en la renovación que se produce en Suresnes y se cierra con la llegada al poder en octubre de 1982, en que se inicia una segunda etapa, ya no de transición, sino de consolidación de la democracia.

Circunscripción temporal que no permite una geográfica; sólo cabe entender la evolución ideológica de los socialistas españoles en un contexto europeo. En un mundo de la super comunicación en que todo se intercambia rápidamente, las ideas, como el capital, han perdido cualquier ca­rácter nacional.
La izquierda revolucionaria, alcanzó su momento culminante inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, verdade­ra guerra civil europea, que marca el principio del fin de toda una edad histórica que hemos llamado modernidad. Para la izquierda, este momento de apogeo revolucionario —la revolución que fue una consecuencia de la guerra— supuso una nueva división.
La primera ya se había producido en la segunda mitad del siglo xix, entre el marxismo y el anarquismo, el socialismo autoritario y el socialismo libertario; la segunda, la ocasiona la Revolución de Oc­tubre, de un lado, la línea comunista o bolchevique, de otro, la ratificación del viejo socialismo europeo, que al desembarazarse del marxismo, desembocará en el «socialismo democrático».
Esta polarización del movimiento obrero y las consecuencias trágicas del Tratado de Versalles llevan a un nuevo enfrentamiento que marcará el período de entreguerras, entre la izquierda y la derecha revolucionaria, o si se quiere en el lenguaje de la época, entre la «revolución proletaria» y la «revolución nacional».
No se supo hacer la paz después de la Gran Guerra, y las contradicciones abiertas conducen a la segunda que, tras el aplastamiento del fas­cismo, al menos logró superar las divisiones internas, así como impulsar la unidad de la Europa occidental, al precio de dividir nuestro continente en dos bloques hostiles, dirigido cada uno por una gran potencia extraeuropea o al margen de Europa. En nues­tros días estamos dejando atrás esta última consecuencia negativa de la Segunda Guerra Mundial y en el horizonte se abre una Euro­pa unida dispuesta a convivir en paz.
En el movimiento obrero este proceso tiene su traducción en la superación de la vieja hostilidad entre socialistas y comunistas que la «guerra fría», impuesta por las potencias hegemónicas, había potenciado al máximo en las primeras décadas de la posguerra y que hizo crisis definitiva después del 68.
Hoy el partido comunista italiano, el más importante de la Europa occidental, se ha conver­tido en un partido socialista demócrata típico, a la vez que en los «países socialistas», el «comunismo reformista», también con una larga historia desconocida en occidente, por grandes que sean las dificultades y los riesgos, acabará por prevalecer.

Importa recapitular la historia de la izquierda europea occiden­tal teniendo en cuenta los altibajos que ha sufrido desde el fin de la segunda guerra mundial, con momentos de esplendor y otros, como el actual, de franco retroceso. Después de una fulminante presencia en los primeros años de la posguerra, los países europeos se consolidan con gobiernos conservadores que la «guerra fría» fortalece. A finales de los cincuenta, la social democracia alemana, con la mira puesta en el poder, da un paso de enorme transcen­dencia: en su famoso programa de Bad Fodesherg (1959), todavía vigente aunque, ya muy avanzado el que vendrá a sustituirle al cumplir los treinta años, la socialdemocracia abandona por com­pleto al marxismo. Antes o después, con mayor o menor reticen­cia todos los partidos socialistas europeos han terminado por se­guir el ejemplo alemán.
La desmarxistización del socialismo se produce en el país en el que, en el pasado, el marxismo había calado más hondo en el movimiento obrero y en amplios círculos intelectuales y universi­tarios, confrontado ahora con la rápida reconstrucción que el capi­talismo había propiciado en la parte occidental y en la impotencia, ineficacia, dogmatismo tiránico de la burocracia estalinista en la oriental. Una «generación escéptica» que en su juventud se había entusiasmado con el nazismo y que había experimentado en su propia carne las consecuencias, interesada únicamente en rehacer sus vidas particulares y gozar de un consumo creciente, se adapta perfectamente al positivismo del «fin de las ideologías», conside­rándolas ya tan sólo propias de países subdesarrollados que no han logrado industrializarse.
En este ambiente, a mediados de los sesenta, se produce un salto generacional, con una juventud que no ha vivido la guerra, crecida en libertad y con bienestar, que replantea las preguntas que sus padres habían tratado de olvidar; qué relación hubo en el pasado entre fascismo y capitalismo; qué relación sigue existiendo en el presente entre el capitalismo mundial («imperialismo») y la explotación del «tercer mundo». La mala conciencia de los padres se transforma en una utopía revolucionaria en los hijos. El recién suprimido marxismo reaparece, en una nueva versión altamente intelectualizada, con dos rasgos propios. Se trata primero de un renacimiento del marxismo, limitado a los ámbitos universitarios, sin penetrar lo más mínimo en la clase obrera. El gran descubri­miento de aquel momento es que la clase obrera per se no es revolucionaria, ni siquiera progresista. Se derrumba en la expe­riencia diaria uno de los grandes mitos del marxismo, por mucho que al estilo hegeliano se haya distinguido entre «clase en sí» y «clase para sí».
El abandono del marxismo por la clase obrera se muestra imparable. En segundo lugar, el marxismo que renace en las aulas universitarias es crítico feroz, tanto del marxismo que había albergado la socialdemocracia como del soviético, petrifica­do en el dogma estalinista; su pureza e innegable atracción intelec­tual se debía, en buena parte, a que nunca se había mezclado con los avalares de la práctica.
Se trata de un marxismo académico, que gozó de prestigio mientras se mantuvo en el plano de la teoría. Cuando, después de las escaramuzas del 68, pretende encarnarse en la acción, degenera en la «lucha armada» o bien se disuelve en cien sectas, a la búsqueda de la pureza revolucionaria. Justamente, cuando parecía que este renacimiento del marxismo se consumía sin dejar otra huella que unos cuantos libros brillantes, prende en el socialismo francés, como uno de los elementos esenciales de su refundación en 1971.
Un socialismo marxista que rechaza tanto el reformismo socialdemócrata, como el colectivismo burocrático soviético y que pretende por la vía democrática «la ruptura con el capitalismo» logra tomar cuerpo en un país industrializado de la Europa occidental. La renovación interna del partido socialista francés va acorde con su capacidad de innovación ideológica. Des­de el punto de vista táctico, la mayor novedad consiste en atenerse a un «proyecto autónomo», sin caer en el viejo dilema de asumir el principio de la unidad del movimiento obrero, con el riesgo de convertirse en un simple apéndice de los comunistas o aferrarse a un anticomunismo visceral que impide toda libertad de movi­miento. De esta concepción francesa lo único que va a pervivir es la autonomía del «proyecto socialista», sin preocuparse obsesiva­mente de su relación con el partido comunista.
La influencia que va a ejercer el socialismo francés renovado sobre el socialismo de los países mediterráneos, a punto de salir o saliendo de la dictadura es enorme, con la sola excepción de Italia con una democracia establecida, donde la relación socialismo-comunismo tiene su propia dinámica. La convergencia del socia­lismo portugués, griego y español que, en su origen, han sufrido la impronta del socialismo francés, y que habiendo partido práctica­mente de la nada —el partido socialista portugués y el griego son creaciones recientes— llegan en poco tiempo al gobierno, es harto llamativa.
Cierto que, mirados más de cerca, resultan patentes los rasgos diferenciales debidos, tanto a las diferencias de los regíme­nes autoritarios que estuvieron vigentes en Portugal, Grecia y Es­paña, como por las formas distintas de transición, originadas por un golpe militar, el derrumbamiento del régimen militar por una intervención exterior fracasada o la simple muerte del dictador. Con todo, pese a los matices más radicales, casi tercermundistas del PASSOC, dominado en su origen por un antinorteamericanis-mo furibundo que, nunca tuvo el socialismo español y menos el portugués, el más conservador de los tres, al encontrarse en una situación objetivamente revolucionaria, los elementos comunes, tanto en su ideología originaria, como en la conversión realizada una vez en el poder, son altamente significativos. Llaman la aten­ción los planteamientos semejantes, digamos, en 1975 y en la ac­tualidad con experiencia de gobierno o todavía gobernando. Los partidos socialistas mediterráneos han pasado de «la ruptura del capitalismo» a una misma noción de «modernización», como úni­co sostén ideológico, que ya nada tiene que ver con el pensamien­to socialista.
En esta convergencia han influido no sólo una misma cultura política, condicionamientos socioeconómicos semejantes, sino, so­bre todo, los mismos factores externos. El «proyecto socialista» de los países mediterráneos no encajaba en la Europa comunitaria ni, mucho menos, en el mundo atlántico al que pertenecen más allá de lo que pudieran ser las distintas voluntades nacionales. Enma-nuel Wallenstein escribía recientemente (junio de 1988): «En los años 80, hemos conocido varias experiencias socialistas en el mun­do mediterráneo: en Francia, Grecia, España, Portugal e incluso Italia, con un denominador común, la frustración. Sin tomar la defensa de estos distintos gobiernos se puede afirmar que uña gran parte de la decepción proviene del hecho de que no se había dis­cernido espacio-tiempo en su justo valor y que se habían sobreva-lorado —y de lejos— los poderes potenciales de estos Estados».
Si juzgamos la política socialista en los países mediterráneos desde las pautas que se establecieron en los 70, hemos de dejar constancia de un enorme fiasco. Los éxitos de los que se enorgulle­cen los partidos socialistas del área sólo pueden percibirse cam­biando de criterios. El grado de dependencia de Francia, España, Grecia y Portugal sería de tal envergadura que se convierte en ilusorio un desarrollo socialista autónomo. El «proyecto socialis­ta» era autónomo respecto al partido comunista pero, no podía serlo frente a los condicionamientos internos y externos.
La política realizada se justifica de este tenor: en la oposición, y tanto más cuanto más alejados del poder, pensamos lo imposible; hay que empezar por modernizar nuestros países para hacerlos internacionalmente competitivos; en un futuro, con una econo­mía fuerte y una democracia consolidada ya intentaremos hacer una política socialista, que habrá todavía que inventar, porque no sabemos en qué pueda consistir. Lo que por lo menos hemos aprendido es que el socialismo sólo es realizable a nivel europeo. El futuro del socialismo se vincula así al de la unidad de Europa, proyecto que no se opone, todo lo contrario, al que mantiene el capitalismo transnacional. Mientras se haga coincidir al socialis­mo con los intereses de las clases dominantes no se plantearán graves problemas y podremos seguir gobernando.
Al haber delineado, en apretada síntesis, el contexto europeo dentro del cual se produce la evolución del socialismo español durante la transición, nos permite aminorar la sorpresa por lo ocurrido, no muy diferente de lo que ha sucedido en otros países mediterráneos, así como centrarnos en los elementos específicos de nuestro caso.
Conviene distinguir dos etapas. Una primera que va de 1974 (Congreso de Suresnes) a 1979 (XXVIII Congreso) en la que va amortiguándose el modelo originario de «socialismo revoluciona­rio», en el sentido de pretender una «ruptura con el capitalismo». La «ruptura democrática» como supuesto de una posterior «ruptura con el capitalismo» constituye la pretensión, al menos en su inicio, de esta etapa. A toro pasado resulta muy fácil negar que se hubiera tenido esta meta. Cierto que el régimen sobrevivió al dic­tador, poniendo de manifiesto la debilidad de la oposición demo­crática. Un régimen de poder personal no se disuelve a la muerte del dictador. Funcionaron los mecanismos de sucesión por los que algunos no hubieran dado un centavo. Qué duda cabe que nadie medianamente informado pensaba que iba a ser fácil el imponer el programa rupturista de un «gobierno provisional», pero también una buena parte de la oposición al final del franquismo seguía convencida de la incapacidad absoluta del régimen para evolucio­nar desde dentro hacia la democracia. Recuerdo dos artículos de Luis García San Miguel en «Sistema» (1974) en los que subrayaba la incapacidad de la oposición para acabar con el franquismo, así como barajaba la idea, que incluso le produjo un incidente desa­gradable al autor, de que había que apostar por una reforma inter­na del régimen.
Quizá algunos pocos conocedores de sus interiori­dades podían contar con una evolución paulatina hacia la democracia, pero un dogma entonces indiscutible de la oposición democrática era que el régimen sería irreformable y que después de una etapa, más o menos larga, más o menos conflictiva de franquismo sin Franco, la «ruptura democrática», no sólo era la salida más deseable, sino también la única posible. El que'esta etapa durase menos de dos años se debió al papel decisivo que desempeñó la Corona con su opción por la democracia.
Hasta conseguir la «ruptura» la oposición caminaría unida; una vez lograda la democracia, la misión histórica del socialismo sería sentar las bases para llevar adelante la «ruptura con el capita­lismo». Los socialistas españoles mantenían viva una de las ideas fundamentales de la tradición socialista, la incompatibilidad de una verdadera democracia mientras subsistiera el capitalismo. El proceso de democratización en que consistiría el socialismo impli­caba alcanzar la ruptura irreversible con el capitalismo por medio de «reformas estructurales» apoyadas democráticamente. Los tex­tos aprobados en el XXVII Congreso (diciembre de 1976) ahon­dan en esta estrategia de «ruptura con el capitalismo», eso sí, sin considerar ya la previa «ruptura democrática».
El fin de esta etapa se produce en el XXVIII Congreso (1979) en sus dos versiones, la dramática (primavera) y la reconstituyente (otoño). El que no se hubiera producido la «ruptura democrática», por un lado, y el que el partido socialista se hubiera convertido, por otro, en la segunda fuerza electoral del país, vacían de conteni­do real la pretensión de romper con el capitalismo. Si se ha sido débil incluso para provocar la «ruptura democrática», la idea de romper con el capitalismo aparece como una quimera, no sólo inalcanzable, sino harto desestabilizadora, de empeñarse en ello. Las tensiones que conlleva este descubrimiento se reflejan en la polémica sobre el marxismo. Los que siguen soñando con la «rup­tura del capitalismo» se declaran marxistas; para los no marxistas deja incluso de existir el capitalismo como un orden socioeconó­mico históricamente superable.
Entramos así en la segunda etapa, que va de 1979 a 1982. El partido socialista ha conseguido tras su primer éxito electoral inte­grar a los distintos partidos socialistas, ampliar considerablemente la militancia y penetrar en la sociedad. Al desprenderse de un modelo alternativo de sociedad, se convierte en una alternativa real de gobierno.
La consolidación de la democracia exige el acceso de los socia­listas al poder. Desde él habrá que hacer las reformas imprescindi­bles para que funcione una «sociedad moderna», recuperando la «sociedad burguesa» que no pudo desarrollar el liberalismo deci­monónico y que terminó estrellándose en la guerra civil. Hay que construir un Estado eficaz, fortalecido por una economía eficiente. La necesaria «modernización» se resume en la tarea de obtener una sociedad con una alta capacidad productiva, a la vez que un Estado capaz de fomentar el desenvolvimiento libre de las distin­tas fuerzas sociales. Hay que poner a punto desde la tecnología hasta las formas de organización social que nos permitan engan­charnos al tren de los países más desarrollados de la Comunidad Europea. Un carácter prioritario tiene la labor de consolidar la democracia, al insertarla en una sociedad y en un Estado que han mejorado sensiblemente su eficacia. La perspectiva ya no es nin­gún tipo de ruptura sino el acceso al poder para «modernizar» a España.
El hecho fundamental que ratifica esta estrategia es el 23-F. Queda patente la fragilidad de la democracia, así como la impo­tencia de UCD para encarar consecuentemente el proceso de mo­dernización. Aquella noche humillante convierte al régimen esta­blecido a la mayoría de los españoles. Queda desprestigiado cualquier experimento social que pueda ocasionar la repetición del golpe. Ya en 1979 el partido socialista había abandonado cual­quier tentación rupturista. En 1981 se hace evidente que la priori­dad indiscutible es consolidar el ordenamiento constitucional, tal como se practica. El triunfo arrollador de octubre de 1982 puso de manifiesto que una buena parte de los españoles pensó que el PSOE era la única fuerza disponible para cumplir esta tarea. El precio que ha tenido que pagar el socialismo español para estar a la altura de las circunstancias es la pérdida de gran parte de sus señas de identidad.

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