Por Alejandro Diz 18-2-2007 08:34:47
Homero cuenta el mito de los lotófagos, unos pueblos que se alimentaban con la flor de loto, lo que les hacía perder la memoria. Pérdida de memoria que haría inviable cualquier proceso de civilización. Desde la Antigüedad clásica, ha sido una constante de la civilización occidental el contemplar la Historia como maestra de enseñanzas, como «ejemplo y aviso de lo presente y advertencia de lo porvenir», por decirlo con palabras de Cervantes. También, como posible instrumento de moralidad en las conductas, si acordamos con Tácito que el principal contenido de la Historia es «impedir que las acciones virtuosas caigan en el olvido y conseguir que las conductas malignas teman pasar a la posteridad con una reputación infame». Pero una de las enseñanzas paradójicas que nos proporciona la Historia es que ella misma es utilizada, no con poca frecuencia, de forma sesgada y espuria. Mucho de eso hay en lo que, en nuestro país en los últimos tiempos, se ha venido en llamar «recuperación de la memoria histórica».
Término ambiguo además porque, como es sabido, la memoria sólo es individual y subjetiva. El ejercicio de rigor intelectual que en este terreno hay que llevar a cabo es el de distinguir entre lo que es Historia (cuya tarea recae especialmente en los historiadores, en su interpretación lo más objetiva posible de los hechos estudiados), memoria individual y representación que una sociedad tiene de su propio pasado, que se conforma a través de variados espacios de búsqueda, entre los cuales no es de importancia despreciable el que juega la interiorización más o menos socializada que se tiene del pasado histórico de una nación o de una civilización en concreto. Y de ahí la importancia de ser rigurosos en depurar la veracidad de la Historia y no manipularla con bastardos intereses ideológicos o de política coyuntural.
Pero esa distinción no es lo que se propone llevar a cabo, en lo fundamental, con la llamada «recuperación de la memoria histórica». Si lo que se pretendía era profundizar en el restañar heridas o en restituir el recuerdo de los injustamente asesinados o represaliados durante la República, la guerra civil en ambos bandos (ese tipo de guerra que es peor que las demás porque, como escribió Montaigne, «nos pone en guardia a todos en nuestra propia casa»), y la dictadura franquista, se podrían haber utilizado los modos de actuación ya trazados desde el inicio del actual período democrático que, sin rehuir la verdad de los hechos históricos, por dramáticos que fuesen, habían demostrado su validez como reforzadores de la cohesión social.
La obsesión por la Historia puede llevar al desgaste de energía cívica necesaria para afrontar importantes tareas y retos colectivos. Mas, con la «recuperación de la memoria histórica» se trata de saturar con «memoria» retrospectiva el imaginario social -para cambiarlo- que ya había codificado en lo esencial, desde un punto de vista de cohesión democrática, aquella época ya lejana; saturación hasta el punto de haberse convertido, para algunos sectores, en una patología de bulimia memorialista («demasiada historia mata al hombre», escribió Nietzsche), olvidando un principio muy estudiado tanto de la psicología individual como de la colectiva, consistente en que, como escribió Joseph Brodsky, «la historia de una nación, como la de un individuo, consiste más en lo que se olvida que en lo que se recuerda», y que «como proceso, la historia implica pérdida más que acumulación». Algunos estudiosos han utilizado el término de olvido colectivo, en el sentido de que no se olvidan los hechos pero tampoco -y según para qué- se ajustan las deudas (lo que, en cualquier caso, se debería conjugar siempre con la función del historiador como «recordador»).
Eso fue, en cierta manera, lo que se hizo en España en la Transición, no tanto como total «supresión de recuerdos» -muy al contrario-, sino como consecuencia de un amplio consenso racionalizado y consciente: voluntarios actos de olvido colectivo, que no de negación de hechos históricos, en aras de asegurar el ejercicio de la libertad, no sólo de la paz, y de asentar las bases de una sociedad democrática. Y esto es lo que los diferencia de otros actos de olvido respecto a la actividad terrorista del nacionalismo vasco que actualmente se pretenden llevar a cabo.
En la «recuperación de la memoria histórica», alentada fundamentalmente desde ámbitos políticos, hay rasgos a veces muy evidentes de selección sectaria de los hechos analizados y de interpretación sesgada, cuando no de clara manipulación, lo que desvirtúa el rigor del análisis histórico (Octavio Paz ya señaló que «no se puede reducir la historia al tamaño de nuestros rencores»).
Hay que tener en cuenta, asimismo, que en las sociedades democráticas liberales no hay verdades históricas oficiales. Como escribió Hannah Arendt, «los modernos manipuladores de los hechos obstaculizan la tarea del historiador; porque la misma historia es destruida y su comprensión se encuentra en peligro siempre que los hechos ya no sean considerados como parte del mundo pasado y del actual y se manipulen para demostrar esta o aquella opinión». Seguramente podríamos aplicar este enunciado al ejercicio de anacronismo histórico, aparte de mendaz, de pretender identificar a la actual Oposición política del reformismo liberal con la ideología franquista, con el más que sospechoso intento de acabar con el consenso que dio basamento a la Transición, y así forjar otro distinto, fundamentalmente entre fuerzas de izquierda y nacionalistas de diferente gradación, lo que llevaría inevitablemente a un nuevo período constituyente, de imprevisibles consecuencias.
Todo esto formaría parte de ese tipo de historiografía que ha criticado Koselleck: en lugar de la «historia encontrada» se introduce la «historia inventada», además de «una historia retrospectiva, impartida presuntuosamente desde el observatorio actual».
Ante estos fenómenos puede surgir la sospecha de que se quiera desviar la atención de problemas actuales como el de la negociación, con o sin concesiones políticas, en la derrota del terrorismo vasco hacia problemas retrospectivos de hace más de medio siglo. Y, además, afecta profundamente a la actividad del historiador ya que, como ha escrito Paul Ricoeur, «la dificultad es precisamente ejercer el juicio histórico con un espíritu de imparcialidad bajo el signo de la condena moral».
En definitiva, y como planteara Montesquieu: «¡Quién lo diría!: hasta la virtud tiene la necesidad de límites». El exceso de la virtud del recuerdo de la Historia es el defecto de la bulimia de recuerdos rompedora de la cohesión social; el exceso de la virtud de los actos generosos de olvido es la caída en la pérdida de memoria de los pueblos lotófagos. Así pues, en el complejo juego de memoria y olvido seguramente en el justo medio estaría la virtud, siempre que sirva para una convivencia en libertad, no sólo en paz, yen democracia. Profesor de Historia de las Ideas. Universidad Rey Juan Carlos
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