martes, 14 de abril de 2009

¿AÑORAR AQUELLA REPÚBLICA...?

Por Carlos Seco Serrano, de la Real Academia de la Historia
YA vamos siendo pocos los que podemos evocar, por vividos, los días de la República, desde sus jubilosos inicios -cuando se presentaba, sin mancha original, como sugestivo horizonte de bienandanza- hasta su desastroso fin, tras la caída en picado que fue la pesadilla del Frente Popular.
Todavía hay jóvenes historiadores que se extasían refiriéndose a los días brillantes de la generación del 27, que identifican con la libertad republicana, olvidando que, efectivamente, se trataba de la generación del 27, y no del 31, y que sus mejores frutos los había dado ya, sin tropiezo alguno con una censura inexistente (Romancero gitano, de Lorca, se publicó en 1928; Marinero en tierra, de Alberti, en 1924; Cántico de Guillén, en 1928... por no hacer más que tres citas). No digamos la obra de los grandes ensayistas -la generación del 14-, empezando por Ortega...

Yo viví aquel ilusionado advenimiento de la República en una remota localidad del Protectorado marroquí, en la que mi padre ejercía la función del gobierno -como interventor civil local- junto a un Abd-el-Krim -primo del célebre caudillo rifeño- que, a su vez, en calidad de «bajá», asumía esa misma función al frente de la población musulmana. Recuerdo con precisión el palacete de la Intervención Civil rodeado por unas relativas «masas» -funcionarios y comerciantes de medio pelo- que el 14 de abril exigían se izase la bandera tricolor, gritando consignas extrañas -¡Viva la comuna! era la más repetida.
Atento a su estricto deber -en cuanto representante del Poder legítimamente constituido-, mi padre se negó al requerimiento hasta tanto no recibiese órdenes del Ministerio de la Gobernación; y cumplió estrictamente su palabra: cuando algunos exaltados pretendieron luego que se le procesara, por su resistencia a las exigencias del pueblo soberano, el Gobierno reconoció que se había limitado a cumplir con su deber, y le confirmó en su puesto (en 1936, idéntica actitud le valdría, en cambio, la pena de muerte).

Los comienzos del nuevo Régimen fueron, sin duda, ilusionados y felices. Incluso se pudo contar con dos «mártires» de la democracia, los oficiales Fermín Galán y García Hernández, fusilados -contra la voluntad del Rey, no lo olvidemos- por su insensata intentona republicana de Jaca (1930).
Las cosas empezaron a cambiar en mayo, cuando la República desveló su faceta negativa: empezando por la bárbara ofensiva anticlerical, que implicó la destrucción de monumentos y joyas de arte irrepetibles -¡aquella maravillosa Virgen de Belén, de Pedro de Mena, convertida en pasto de las llamas...!-. Fue por entonces cuando Ortega, que había escrito cosas inconcebibles contra la presunta «barbarie» de la «dictablanda», en su famoso artículo El error Berenguer, hubo de cantar la palinodia: «No es esto..., no es esto». Pero el mal ya estaba hecho.

Y a partir de aquí comenzaron a dibujarse las dos posiciones igualmente incompatibles con el normal funcionamiento de una auténtica democracia: la de unas derechas vinculadas al golpismo -la penosa «intentona» de Sanjurjo, en 1932-, y la «atención al disco rojo», que pronto sería el lema del «Lenin español» -Largo Caballero-. Había dado la pauta Azaña con su insensata voluntad de radical ruptura, a la que su incondicional admirador Álvaro Albornoz haría eco con aquella desdichada frase: «No más abrazos de Vergara, no más pactos del Pardo: si quieren hacer la guerra civil, que la hagan...» ( y por desgracia, la hicieron).

Lo evidente, una vez aprobada la Constitución de 1932, fue la negativa fanática del centro-derecha (Lerroux-Gil Robles), y de la izquierda, orientada, desgraciadamente, por un Largo Caballero obsesionado por el maximalismo de la revolución proletaria (frente al sentido de la realidad de Prieto), a convivir alternándose en el Poder según la voluntad del voto ciudadano.
¿Cómo no recordar lo que supuso la réplica de la izquierda al normal acceso al Poder -dada la composición de las Cortes elegidas en 1933- de tres ministros de la CEDA? ¡Nada menos que la apelación revolucionaria, con dolorosa incidencia en Asturias, y el pronunciamiento decididamente secesionista en Cataluña! ¿Hay alguna ejemplaridad en ello, para añorarla ahora?

Pero después de las elecciones de 1936, que dieron el triunfo al Frente Popular, la situación en el país -en la calle-, convertida en ámbito para el insulto y la amenaza -yo estaba entonces en Melilla-, fue inenarrable. La ofensiva contra la Iglesia -era un riesgo para los sacerdotes hacer acto de aparición en público- se hizo cada vez más violenta; de otra parte, se movilizó a los adolescentes de la izquierda anarquista y socialista -los «pioneros»- para atemorizar a los chicos «burgueses», asaltando e insultando a los que, simplemente, íbamos correctamente vestidos. En las jornadas de Semana Santa (abril del 36) se me quedó grabada la «amable» tonadilla con que se nos obsequiaba a los católicos que acudíamos a las iglesias el Jueves Santo: «¡Os cortaremos la cabeza / empezaremos por el clero / que es el ánimo más fiero / que domina la nación: ¡revolución, revolución social!».

Pero recuerdo también las palabras de mi padre cuando se comentaba, en el seno familiar, la situación intolerable: «No os preocupéis. Si estos insensatos se lanzaran a la revolución, el Gobierno podrá contar con el Ejército para controlar la situación y asegurar la República».
Sino que fue el Ejército quien se lanzó a hacer su propia revolución; los militares leales, como mi padre, fueron eliminados; y el Gobierno no pudo superar el reto: tras tres años marcados por ríos de sangre, no sólo en las trincheras, sino en ambas retaguardias, la democracia -una auténtica democracia- hubo de aguardar cuarenta años a que la estableciera... un Rey.
¿Es esa República la que el señor Rodríguez Zapatero exalta y añora...?

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