Burnett Bolloten
Un fenómeno curioso de ¡la historiografía sobre la guerra civil y la revolución españolas, es que aquellos autores que minimizan o ignoran completamente la importancia de los planes hegemónicos del Partido Comunista gozan todavía de credibilidad, a pesar de que hoy las aspiraciones monopolísticas del PCE son un dato histórico documentado a lo largo de cincuenta años. Por lo tanto, se hace indispensable seguir llamando la atención sobre ciertos hechos decisivos, para que los falsificadores de la historia no acaben saliéndose con la suya.
Entre la proclamación de p República en 1931 y el final de la guerra civil en marzo de 1939, el PCE desarrolló dos tipos de actuación política aparentemente distintos. Durante los cuadro primeros años de la República, el PCE apoyó un programa radical de contenido marxista-leninista: «Nuestra tarea consiste» -manifestó La Pasionaria en 1933- «en conseguir el apoyo de la mayoría del proletariado y prepararlo pata la toma del poder. Esto quiere decir que debemos dedicar todos nuestros esfuerzos a la organización de comités obreros y campesinos, y a la creación de soviets... Estamos avanzando por el camino que la Internacional Comunista nos ha marcado y que nos conduce al establecimiento de un gobierno soviético en España, un gobierno de obreros y campesinos.»
Posteriormente, en agosto de 1935, se celebró el VII Congreso Mundial de la Internacional Comunista, el cual significó de forma oficial el inicio de la política moderada del Frente Popular, y que tenía en parte la finalidad de atraer a los pequeños propietarios y a los segmentos liberales de las clases medias urbanas hacia un «amplio frente popular antifascista» y, también, de mejorar las relaciones diplomáticas entre los soviéticos y las potencias occidentales, con la esperanza de contener la amenaza alemana a la URSS. Aunque el Congreso ratificó formalmente los objetivos de la Komintern -el derrocamiento revolucionario del predominio de la burguesía y el establecimiento de la dictadura del proletariado a través de los soviets-, la política de unidad con las clases medias
('nenia y Ra:ón. núm. 21 Scptiomhrc-Diciembrc 1985
urbanas y rurales pronto generó un esfuerzo, por parte de numerosas secciones de la Komintern, para disminuir el énfasis en sus objetivos revolucionarios y dar confianza, así, a sus aliados potenciales.
Arthur Koestler, quien en 1935 trabajaba para la comisión de propaganda de la Komintern, ha descrito posteriormente el paso de una línea política a la otra de la siguiente forma: «Todas las consignas revolucionarias sobre la lucha de clases y la dictadura del proletariado fueron arrinconadas en el trastero de un plumazo y sustituidas por una fachada totalmente nueva, con geranios en las ventanas, a la que se denominó Frente Popular por la Paz y contra el Fascismo. Sus puertas se abrieron de par en par a todos los hombres de buena voluntad: socialistas, católicos, conservadores, nacionalistas. La idea de que alguna vez habíamos defendido la revolución y la violencia fue ridiculizada como una pura invención, y fue utilizada como prueba de una maliciosa campaña, orquestada por reaccionarios deseosos de provocar la guerra. Dejamos de llamarnos 'bolcheviques'...: éramos sólo simples y honrados militantes antifascistas, amantes de la paz y defensores de la democracia».
¿Quería esto decir que la Komintern había abandonado sus aspiraciones he-gemónicas? De ninguna forma: el Congreso dejó bien claro que un gobierno de frente popular «podía ser una forma especial de transición hacia el gobierno del proletariado». «Hace quince años» -manifestó Georgi Dimitrov, Secretario General de la Komintern, en su informe principal al Congreso-«Lenin nos exhortó a que centráramos toda nuestra atención en la 'búsqueda de formas de transición o acercamiento a la revolución proletaria'. Es posible que en varios países, el gobierno de frente unido se muestre como una de las formas más importantes de transición».
Durante la guerra civil, José Stalin -en su famosa carta dirigida al Presidente del Gobierno Largo Caballero, en diciembre de 1936- se expresó en términos parecidos. «Es muy posible» -dijo Stalin- «que en España el camino parlamentario se revele como un medio de desarrollo revolucionario más eficaz que en Rusia». Para expresarlo claramente; esto quería decir que, tras la fachada de las instituciones democráticas, Stalin preveía la posibilidad de que el PCE lograra hacerse con los resortes decisivos del poder político. La importancia de esta observación se hace aún más evidente si tenemos presente que uno de los objetivos centrales de Stalin durante la guerra civil era la unificación de los partidos Socialista y Comunista. ¿Quién podía poner en duda que la consecución de dicho propósito hubiera significado un paso gigantesco hacia la hegemonía política del PCE, y hacia el establecimiento de un Estado de partido único? Las dos fusiones comunistas y socialistas que se habían producido recientemente -la creación, en abril de 1936, de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), bajo el liderazgo de Santiago Carrillo, y la del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), bajo el de Juan Comorera, que pronto se convertirían en apéndices de la dirección española de la Internacional Comunista- indican claramente quién habría controlado un Partido Socialista Unificado en España.
La importancia que Stalin atribuía al proceso de fusión se hace evidente por
la presión que ejerció sobre dos líderes del PSOE: primero sobre Largo Caballero, a través de Medina Codovilla, agente de la Komintern, y a través de Marcelino Pascua, embajador español en Moscú (quien, de forma inesperada, apareció en Valencia con una petición urgente «de parte de Stalin»); y, después, sobre Indalecio Prieto, a través de León Gaykis, embajador soviético en Valencia. Sólo cuando se hizo patente que ni Largo Caballero ni Indalecio Prieto querían prestarse a la maniobra, ni tampoco Manuel Albar, Jerónimo Bugeda, Manuel Cordero, Francisco Cruz Salido y Anastasio de Gracia, leales prietistas que componían la mayoría de la ejecutiva del PSOE, Stalin se vio obligado a moderar su presión. La siguiente interpretación comunista del intento de apoderarse del Partido Socialista, se puede encontrar en la publicación oficial soviética Kommunisticheskii internatsional: Kratkii istoricheskii ocherk (Resumen Histórico de la Internacional Comunista), editada en Moscú en 1969: «Cuando se comprendió que algunos socialistas no estaban todavía preparados para dicha unificación, el Partido Comunista y el Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista llegaron a la conclusión de que los comunistas 'no debían forzar la fusión del Partido Comunista con el Partido Socialista'... Se recomendó que se convenciera a aquellos socialistas dispuestos a unirse al Partido Comunista de que sería más beneficioso continuar trabajando dentro del Partido Socialista para fortalecer la unidad de acción y preparar la unificación de los partidos obreros». (Los subrayados son míos). En otras palabras, los comunistas y sus aliados seguirían infiltrándose en el movimiento socialista, hasta que el proceso subversivo estuviera lo suficientemente avanzado como para permitir al PCE absorber al Partido Socialista.
Mientras tanto, los comunistas se habían convertido en defensores entusiastas de lo que ellos calificaban como la «república democrática y parlamentaria de nueva planta». Esto era, sencillamente, un fraude y un engaño, ya que la pretendida «república democrática y parlamentaria de nueva planta» era simplemente una tapadera bajo la cual el PCE escondía su intención de suprimir -gracias a su hegemonía en el Ejército, en la policía regular y en la secreta, y en el Servicio de Investigación Militar (SIM)- todo vestigio de democracia, y toda libertad de expresión y reunión, todas las libertades locales y de autogobierno, y toda manifestación de la revolución popular que, en julio de 1936, había reducido a cenizas la República de 1931. En definitiva, el PCE proyectaba desviar aquella revolución popular hacia un Estado policiaco y totalitario.
En mi libro La revolución española (el cual ha sido suprimido del catálogo editorial en 1983, aún cuando todavía había dos mil ejemplares del mismo), y en mi último trabajo, de próxima aparición, en dos volúmenes, La guerra civil española: La revolución y la contrarrevolución -ambos basados en material que comencé a recoger cuando llegué a Barcelona al estallar la guerra civil- se describen pormenorizadamente los propósitos de monopolizar la vida política española del PCE, y el éxito extraordinario que obtuvo en esa tarea. No hay ninguna duda de que ese éxito se debió en gran medida a la incapacidad de las demás organizaciones para enfrentarse al reto comunista: ni los socialistas
-seriamente divididos y enfrascados en querellas fracciónales- ni los anarcosindicalistas -atomizados por disensiones ideológicas- podían competir con la implacable decisión y la organización monolítica del PCE y su satélite, el PSUC, guiados por las mejores cabezas de los cuadros comunistas de otros países. En cuanto a los partidos republicanos, habían perdido claramente el rumbo y «casi no hacían nada» -en palabras de Largo Caballero, cuando respondió a la carta de Stalin- «para reafirmar su propia personalidad política». Como señalara un firme defensor de la República con concisión, los republicanos «permanecieron en estado comatoso a todo lo largo de la guerra».
En esas circunstancias, no es sorprendente el que el PCE se convirtiera enseguida en la fuerza política dominante dentro de la izquierda. Nadie ha resumido de forma más convincente las razones del éxito comunista que Jesús Hernández, antiguo miembro del Politburó del PCE, ministro de Educación y comisario político en jefe de todos los ejércitos de la zona centro-sur. «Para nuestro combate político», escribe, «contábamos (...) con algo de que carecían las demás organizaciones: la disciplina, el concepto ciego sobre la obediencia, la sumisión absoluta al mandato jerárquico (...). ¿Qué había frente a esa tromba granítica? ¡Helo aquí!; un Partido Socialista roto, dividido, fraccionado, laborando en tres direcciones divergentes; con tres hombres representativos: Prieto, Caballero y Besteiro, que luchaban entre sí, y a los que poco después se agregaría uno más: Negrín. Nosotros logramos sacar de sus suicidas antagonismos ventajas para arrimar el ascua a nuestra sardina. Y hoy apoyábamos a éste para luchar contra aquél, mañana cambiábamos los papeles dando un apoyo a la inversa (...).
Así, para aniquilar a Francisco Largo Caballero nos apoyamos principalmente en Negrín y, en cierta medida, en Prieto: para acabar con Prieto utilizamos a Negrín y a otros destacados socialistas; y de haber continuado la guerra, no hubiéramos titubeado en aliarnos con el diablo para exterminar a Negrín cuando éste nos estorbase (...). En los medios del anarcosindicalismo el panorama no era mejor (...). Más cerradas y compactas las filas de éste que las del socialismo, logramos empero abrir una brecha en él. Contribuimos a ahondar el cisma producto de la evolución que se operaba en la CNT, atrayendo a la colaboración gubernamental a una gran parte del anarquismo que, a partir de entonces, vive un proceso de lucha intestina (...). Los partidos genéricamente republicanos (...) no ofrecían tampoco un frente sólido y homogéneo. Intimidados por el cariz violento y desordenado de la reacción popular frente a los sublevados en los primeros momentos de la lucha, se dejaron influir y ganar en parte por nuestra política de orden y disciplina. Para nosotros tuvieron más valor representativo que efectivo».
Los propósitos hegemónicos del PCE fueron particularmente evidentes dentro de las fuerzas de segundad y dentro del Ejército. En julio de 1936. y bajo el doble impacto de la rebelión militar y la revolución social, la Guardia Civil, la Guardia de Asalto y la Policía Secreta se desintegraron debido a las numerosísimas deserciones producidas a favor de la causa rebelde, y debido a las fun-
clones policiales que asumieron los comités de vigilancia y las unidades milicianas improvisadas por las organizaciones de izquierda. En los meses que siguieron a la insurrección militar, los comunistas se hicieron con posiciones clave en el aparato policial reorganizado, con la ayuda, abierta o encubierta, de personas afectas situadas en lugares estratégicos, gracias a la timidez -cuando no al beneplácito- de líderes socialistas y republicanos. Por ejemplo: en noviembre de 1936, Santiago Carrillo -Consejero de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid, que se había organizado cuando el gobierno de Largo Caballero se trasladó a Valencia-, y su sucesor en el cargo, José Cazorla, ambos de reciente afiliación al PCE, consiguieron hacerse con el control de las nuevas fuerzas de seguridad de la capital; Luis Onaña Díaz y Loreto Apellániz, también miembros del PCE, fueron nombrados por Ángel Galarza -ministro del Interior y hombre de la izquierda del PSOE- para los puestos de comisario general e inspector de policía de Valencia, nueva sede del gobierno; los comunistas Justiniano García y Juan Galán fueron nombrados Jefe y Subjefe de los Servicios Especiales, es decir, de la sección de Inteligencia del Ministerio del Interior; mientras que a otros dos militantes del PCE, Fernando Torrijos y un tal Adán, se les encomendaron responsabilidades vitales en la administración policial: Torrijos fue designado Comisario tíeneral de la Dirección General de Segundad, quedando a su cargo los nombramientos, destinos y la disciplina de la policía, y a Adán se le encargó la jefatura del centro de adiestramiento de la Escuela de Policía, donde se formaban los cuadros de los nuevos cuerpos de la policía secreta. Estos cuerpos, desde el mismo momento de su creación, se convirtieron en un simple instrumento de la policía secreta soviética, la cual se había establecido en el bando republicano casi al comienzo de la guerra, debido a la primerísima posición que España ocupaba entonces en la estrategia diplomática soviética.
La infiltración comunista en las fuerzas de seguridad hizo nuevos avances durante el primer gobierno Negrín -mayo de 1937 a abril de 1938-. Según la opinión del Ministro del Interior, el socialista moderado Julián Zugazagoitia, tanto la Dirección General de Seguridad como su propio Ministerio eran «nidos de espías y confidentes de la GPU». Un año más tarde, es decir, durante el segundo gobierno Negrín -abril de 1938 a marzo de 1939- los comunistas afianzaron todavía más su posición, ya que Eduardo Cuevas de la Peña, simpatizante del PCE. pasó a ser Director General de Segundad, a pesar de que al frente del Ministerio del Interior se encontraba el también socialista moderado Paulino Gómez. Simultáneamente. Juan Negrín intentó colocar al Cuerpo de Carabineros bajo control comunista: durante su etapa de Ministro de Finanzas en los años 1936 a 1937. Negrín colaboró decisivamente en la transformación de aquel Cuerpo en una poderosa fuerza de orden público, cuya orientación política provenía de comisarios socialistas moderados-«delegados de hacienda», como se les conocía oficialmente-; pero después, en abierto desafío al Partido Socialista, Negrín nombró Jefe de Carabineros a un destacado militante del PSUC. Marcelino Fernández, en sustitución de Víctor Salazar, un personaje
muy próximo a Indalecio Prieto, con quien había cortado recientemente su estrechísima vinculación.
En abril de 1938, Negrín designó también a su asistente, Santiago Garcés, como Jefe del Servicio de Investigación Militar (SIM), institución conocida por sus prisiones y cámaras de tortura secretas. Garcés, antiguo socialista, ya había sido reclutado para los servicios de la GPU. Aunque la labor oficial de aquella temible organización -el SIM- era «combatir el espionaje, prevenir los actos de sabotaje y desarrollar tareas de seguimiento e investigación», una de sus actividades principales era, en opinión de Jesús Pérez Salas-verdadero republicano y Subsecretario del Ejército con Prieto-, silenciar todas las críticas contra el gobierno de Negrín. En su trabajo Guerra en España, desgraciadamente olvidado, Pérez Salas afirma: «El SIM (...) tergiversando monstruosamente su cometido, poseía una red de agentes secretos encargada de espiar a cuantos se permitieran hablar mal del curso de la guerra o de la persona del Presidente del Consejo. Estos eran detenidos como contrarios al régimen. La crítica seria (...) estaba completamente prohibida, y las libertades ciudadanas (...) absolutamente abolidas».
Cabe preguntarse por qué los comunistas trataban tan esforzadamente de controlar los servicios de seguridad, si no buscaban la supremacía de su partido y su influencia absoluta en los asuntos de gobierno. Pues bien, esta pregunta ha de plantearse abiertamente: ¿habrían abandonado voluntariamente los comunistas el control de aquel sistema tan complejo de policía, de haberse ganado la guerra contra Franco?
El interés hegemonista del PCE era igualmente evidente en el seno del Ejército. Su trabajo en esa institución se había facilitado por el hecho de que, a diferencia de otras organizaciones, los comunistas habían convertido rápidamente a sus milicias en unidades militarizadas, y habían dotado a sus jefes de la autoridad necesaria para imponer la disciplina. Su gran triunfo en el terreno militar fue la constitución del Quinto Regimiento, que se vio favorecido no sólo por la ayuda de los líderes milicianos Enrique Líster y Juan Modesto -que habían recibido entrenamiento militar en Moscú antes del comienzo de la guerra- y por la de comunistas extranjeros con experiencia militar, sino también por la colaboración de oficiales de carrera que o bien eran también militantes del PCE, o bien se sentían atraídos a él por su mayor disciplina, eficacia y organización, y porque era el único que parecía capaz de construir un Ejército que pudiera obtener la victoria en la guerra.
Del Quinto Regimiento surgieron gran número de unidades con métodos y organización unificados. «Eran como piezas de un juego de construcciones, que podían organizarse en ejército en el momento preciso», escribió una autoridad. Como ejemplo, el partido despiezó el regimiento y soldó sus batallones con otras fuerzas para formar las brigadas mixtas del embrionario Ejército Popular. De este modo, se aseguró el control de cinco de las primeras seis brigadas del nuevo ejército.
Ahora bien, mientras el PCE iba haciéndose con el control de las primeras unidades del Ejército Popular, no olvidaba los altos mandos. También st intro-
dujo profundamente en el vital comisariado de guerra, establecido con el fin de ejercer un control ideológico sobre el ejército por medio de comisarios políticos. Aunque el partido encontró firme resistencia en sus pretensiones de dominio absoluto, en primer lugar en el Ministro de la Guerra, LargoCaballero, y, después, en el Ministro de Defensa, Indalecio Prieto, retuvo, no obstante, una sólida posición en el aparato militar. Durante el segundo gobierno de Negrín, alcanzó el cénit de su poder militar cuando éste, en su calidad de Ministro de Defensa, nombró Subsecretario del Ejército al coronel Antonio Cordón, miembro del partido, que se convirtió, a todos los efectos, en el amo del Ministerio de Defensa. Hacia el final del verano de 1938, no solamente los cuatro cuerpos que componían el Ejército del Ebro, que defendía Cataluña, estaban bajo el mando de comunistas, sino que, según la historia oficial comunista de la guerra civil, «Guerra y revolución en España», ocho de los diecisiete cuerpos militares de la zona centro-sur estaban dirigidos por comandantes comunistas. Dicho de otro modo: de los veintiún cuerpos que componían el Ejército Popular, doce tenían un comunista al frente, y otros cinco estaban sujetos a la influencia ideológica del partido.
¿Cómo consiguieron los comunistas tan extraordinaria preponderancia? ¿Se debió enteramente a sus superiores disciplina, eficacia y organización? En modo alguno. Los escritos sobre la guerra civil están repletos de ejemplos de proselitismo comunista en las fuerzas armadas, de las presiones de los comisarios políticos sobre soldados y oficiales para que se afiliaran al partido, del trato preferente a las unidades comunistas en el suministro de armas y víveres, del mejor trato recibido por los heridos comunistas en los hospitales militares, y de los esfuerzos infatigables del partido para excluir de los mandos militares y de las unidades de combate a aquellos oficiales que constituían un obstáculo a sus planes hegemónicos. Pero, por encima de todo ello, los comunistas gozaron de la pródiga colaboración del Jefe del Gobierno, Juan Negrín, desde que se hiciera cargo del Ministerio de Defensa a la salida de Prieto, en abril de 1938. Especialmente valioso para ellos, durante su administración, fue el control sin obstáculos que ejercieron sobre la Junta de Mandos, que recomendaba los ascensos y destinos de la oficialidad, en la que dos de sus cuatro miembros pertenecían al partido (Antonio Cordón y Manuel Estrada), y un tercero era filocomunista, Eleuterio Díaz Tendero. Este último, en su calidad de Jefe de la Sección de Personal del Departamento de Información y Control, tenía a su disposición información sobre los antecedentes políticos y el credo político de cada oficial del Ejército. El cuarto miembro de la Junta de Mandos era el general Vicente Rojo, Jefe del Alto Estado Mayor, que mantuvo a todo lo largo de la guerra excelentes relaciones con el partido y que jamás lo criticó, posteriormente, en ninguno de sus escritos. El resultado fue que la Junta de Mandos, con el beneplácito de Negrín, realizó los nombramientos y los ascensos que juzgó necesaros para reforzar los intereses del PCE. Por eso que sea muy probable que, como afirma un informe anarquista, de 7.000 promociones realizadas entre mayo y septiembre de 1938, 5.500 lo fueron a miembros del partido.
Sería ilusorio afirmar que, en su esfuerzo por dominar el Ejército, la única preocupación del partido era la eficacia, o sugerir que, si Franco hubiera sido derrotado, el partido hubiera cedido voluntariamente el control del Ejército a un gobierno elegido democráticamente, puesto que, como la propia Pasionaria reconoció tras la guerra civil, el Ejército estaba «destinado a jugar un papel decisivo en determinar la futura estructura política de España».
Esta confesión sincera da mayor crédito al testimonio de Enrique Castro, miembro del Comité Central del PCE que, tras abandonar el partido, publicó el siguiente extracto de un discurso que había dirigido a sus compañeros de partido del Quinto Regimiento, cuando era aún su comandante en jefe: «Sólo ganando esta guerra podremos llegar a la revolución, al socialismo, a ser una república soviética más en un lugar de gran importancia para el comunismo en el mundo entero. Vosotros sabéis, camaradas, que para hacer la guerra se necesita un Ejército. (...) Vamos a convertirnos en los organizadores de ese Ejército. (...) Este Ejército va a ser nuestro Ejército, oídlo bien, nuestro Ejército, pero eso sólo lo sabremos nosotros; para todos los demás será el Ejército Popular. Le dirigiremos nosotros, los comunistas, pero debemos aparecer ante todos y por encima de todo como combatientes del Frente Popular».
No hay que extrañarse, en realidad, de la franqueza de estas palabras, pues es difícil pensar que hubiera un solo miembro del PCE con cierta perspicacia que no creyera que la alianza del Frente Popular era simplemente una coalición transitoria, cuyo objetivo era el de favorecer los propósitos de la Komin-tern y del partido, y que «un Ejército del Frente Popular» sería un factor decisivo para configurar el curso-presente y futuro-de la Revolución.
Es, desde luego, bien sabido que los campos de batalla españoles fueron campo de prueba de armas y técnicas usadas por el Estado Mayor alemán. Lo mismo sucedía con respecto a sus homólogos soviéticos, lo que se confirma en un libro publicado en 1939 por el Estado Mayor soviético, que hace referenca a la experiencia práctica conseguida en la guerra civil «en la preparación del Ejército Rojo para su acción». Pero es también cierto que la guerra civil permitió a la URSS probar nuevas armas y técnicas en el campo político, que le han sido muy útiles posteriormente en su empeño por alcanzar el dominio mundial. En la publicación oficial soviética Kommunisticheskii internatsional Kralkii istoricheskii ocherk, ya mencionada, Moscú reconoce el valor de la experiencia española: «El curso de los acontecimientos en España reveló un hecho de máxima importancia: el Frente Popular, la nueva democracia, era el eslabón que conectaba el esfuerzo defensivo antifascista y el fin último: la lucha por el socialismo (esto es, el totalitarismo comunista). El valor de la experiencia española para entender la manera de enfrentarse a la etapa socialista de la revolución, fue plenamente aprehendido y apreciado por la Komintern». Como ya dijeron Manuel Azcárate y José Sandoval -dos próximos colaboradores de Santiago Carrillo- antes de abandonar el PCE, la «república democrática y parlamentaria de nueva planta» era «la avanzadilla de las democracias populares», que surgieron en la Europa oriental tras la segunda guerra mundial. La cone-
xión merece ser sopesada, ya que las técnicas usadas en España y, más tarde, en Europa oriental para conseguir la hegemonía política y militar son idénticas a las usadas hoy día en América Central.
Julián Gorkin, un lúcido opositor a la política soviética, ha escrito las siguientes líneas impresionantes:
«Se ha dicho repetidamente que la guerra civil española fue un ensayo general de la Segunda Guerra Mundial; lo que no se ha entendido tan claramente es que también fue el primer campo de pruebas de la democracia popular, algunas de cuyas formas perfeccionadas nos hemos visto obligados a presenciar en una docena de países durante la postguerra. Los hombres y los métodos empleados para convertir estos países en satélites del Kremlin fueron puestos a prueba en España. Por esta razó, entre otras muchas, la experiencia española tuvo, y continúa teniendo, un significado histórico y universal».
Así pues, deberemos hacer ahora una importante pregunta: ¿Es la universalidad de la experiencia española -con sus importantes lecciones para el mundo moderno- la razón por la que algunos historiadores prefieren empequeñecer o ignorar totalmente los propósitos hegemónicos del PCE durante la guerra civil española?
B.B.*
martes, 21 de abril de 2009
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