martes, 24 de marzo de 2009

Verano de 1934 . Por Pío Moa

En noviembre de 1933 ganó las elecciones el centro derecha, por una gran mayoría (más de cinco millones de votos contra tres de las izquierdas). Esa victoria no fue aceptada por los partidos perdedores.
Los republicanos, empezando por Azaña, intentaron un golpe de estado intrigando con el presidente de la república, Alcalá-Zamora, y con el jefe del gobierno, Martínez Barrio, para impedir la reunión de las Cortes democráticamente elegidas. No obstante, los dos últimos rechazaron la propuesta, y las Cortes se reunieron.

El partido más votado había sido la CEDA.
Su jefe, Gil-Robles, había hecho en la campaña electoral algunas declaraciones antiparlamentarias (también el PSOE), pero se mostró, en general, moderado y conciliador, y terminó pidiendo concordia entre derechas e izquierdas, a pesar de haber sido asesinados seis derechistas durante la campaña, y ninguno de los contrarios. La petición fue interpretada por las izquierdas como un síntoma de debilidad.
Esta moderación se manifestó cuando renunció al gobierno, dejando la tarea a Lerroux, dirigente del segundo grupo parlamentario. La reacción de los socialistas: la mayoría, resuelta a establecer cuanto antes la dictadura del proletariado, se desembarazó de Besteiro, opuesto a tales planes. Y en enero del 1934 empezó a organizar una insurrección considerada como “guerra civil”, de la mayor violencia y alcance posibles.
La Esquerra acogió su derrota electoral profiriendo graves amenazas de subversión, y se declararó “en pie de guerra”.
Al PNV le unían a la CEDA el catolicismo y la defensa de numerosos valores conservadores, pero todo lo cedió por su ambición de conseguir el estatuto de autonomía (y, desde el primer momento, los nacionalistas manifestaron su decisión de vulnerar el estatuto, convirtiéndolo en palanca para abrir la puerta a la separación de Vasconia de la odiada Maketania). Por esa razón fue posible, en aquellos meses, una estrecha alianza de hecho entre el PNV y las izquierdas, incluso las revolucionarias.
(Para algunos significaba una supuesta democratización y moderación del PNV frente a una radicalización de la CEDA. Ocurrió al revés, al inclinarse por aquellas izquierdas, el PNV contribuyó a la inestabilidad y al proceso revolucionario, la CEDA mantuvo una moderación que la convertiría en el último puntal de la legalidad republicana).
Al hacer del estatuto, y no de intereses religiosos o de conservación social, el eje de su política, la opción del PNV por la izquierda, incluso por la extrema izquierda, tenía su lógica. Las izquierdas no sólo parecían dispuestas a emplear todas las fuerzas posibles contra el gobierno, incluyendo al PNV, sino que para ellas la unidad de España tenía mucha menos relevancia que para la derecha.
El nacionalismo español de los republicanos se basaba en promesas sobre el futuro, sin raíces en un pasado que tenían por nefasto, y por ello ofrecía una clara debilidad a las pretensiones separatistas.
Los socialistas y comunistas reivindicaban a veces una patria hispana más “auténtica”, contra “la patria de los señoritos y los explotadores”, pero su doctrina era internacionalista, y suponía que “los obreros no tienen patria”. La unidad nacional no significaba mucho para ellos si, destruyéndola, quebraban a la “oligarquía” e impulsaban la revolución.
El PNV concedía importancia menor a los avances revolucionarios en España, si ellos le facilitaban avanzar a la secesión.


El gobierno Lerroux tenía serios problemas con el presidente de la república, Niceto Alcalá-Zamora. Durante el bienio izquierdista, el presidente no se había entrometido en las labores gubernamentales de Azaña, pero se creía con derecho a inmiscuirse en las del gobierno de centro derecha.
Su ambición, desde el principio mismo de la república, había sido dirigir o tutelar una gran fuerza conservadora capaz de contrapesar a las izquierdas. Esa aspiración se había hundido por su lamentable reacción, o falta de reacción, ante la oleada de incendios de bibliotecas, conventos y escuelas en mayo del 1931. Entonces había perdido su prestigio ante la opinión de derechas. Sin embargo persistía en la vieja intención tuteladora, que le impulsaría a decisiones catastróficas. Tenía además el miedo a ser tildado de “reaccionario” por las izquierdas, lo cual le llevaba a graves claudicaciones.
Enseguida intirgó en el partido de Lerroux, para fomentar divisiones que favorecieran su influencia. Ante el indulto y reposición de los golpistas de Sanjurjo en el ejército, Alcalá-Zamora echó un pulso a Lerroux, provocando para ello una grave crisis constitucional. Al resistirse a firmar el indulto y la reposición, el presidente ofrecía una estampa progresista e intransigente en defensa del espíritu republicano, pero era un pretexto; dos años después no puso ningún obstáculo para firmar la reposición triunfal de los militares participantes en la insurrección izquierdista de octubre del 1934 y condenados por ello.
Ante la intransigencia presidencial, Lerroux prefirió retirarse, y entró a gobernar Ricardo Samper, un político de la confianza de Alcalá-Zamora, conciliador y dialogante, pero falto de la firmeza necesaria para arrostrar las ofensivas izquierdistas y nacionalistas; todos sus adversarios, incluido Azaña, lo despreciaron desde el principio.
En estas circunstancias se plantearon las gravísimas maniobras de desestabilización de las izquierdas y el PNV contra la legalidad republicana.

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