domingo, 29 de marzo de 2009

Supervivientes de la Guerra Civil: La última miliciana

LUIS MIGUEL DEL BARRIO
Huele a primavera en Extremadura y resuena en el aire un estallido inevitable de belleza. El campo se tiñe con el blanco puro de las flores y se oyen ecos de Neruda: «Quiero hacer contigo / lo que la primavera hace con los cerezos». Pero hoy, precisamente hoy, no parece el día más propicio para las flores ni para la poesía ni para el amor. (¿O quizás sí?)
Un coche se encamina hacia las afueras de Badajoz (me piden que no haga pública la dirección), se interna por senderos campestres y aparca frente a una humilde casa en la que vive María de la Luz Mejías Correa, nacida el 3 de marzo de 1916 y alistada en las filas del Ejército Popular de la República con veinte primaveras.
Hoy, a sus 93 años y con una mente más clara que el cielo azul, recuerda el horror de un infierno, el de la Guerra Civil española, que ella vivió en primera fila, es decir, en las trincheras. Su testimonio, además de excepcional, es único, pues ya no viven más mujeres españolas que, como ella, combatieran en el «ejército rojo». Es, por tanto, la última miliciana, la misma que, en un gesto que la honra y la define para siempre, comparte con ABC una conversación de más de tres horas en la mañana del día 17 del presente mes. Es su legado —«mi última entrevista», dirá luego, al darme un beso imborrable de despedida—, justo casi en la víspera del setenta aniversario del final de aquel horror, cuando «los muertos eran enterrados como perros en el campo».
Habla de la guerra, de aquella guerra —¿también de su guerra?—, y muy pronto pone los puntos sobre las íes para evitar malos entendidos: «Aquello no fue una guerra, sino un engaño y un exterminio. Quien tenía la fuerza era la derecha y el clero. Sin guerra, España hubiera sido como una balsa de aceite». Y guarda silencio...
Se oye el canto de un ruiseñor en la huerta que ella misma cultiva, en la que, según me explica, planta ajos, habas, fresas, patatas, acelgas... Y el ruiseñor no para de cantar... Y ella le pone letra a la canción del pájaro: «No es necesario pelearse; lo que es necesario es el diálogo y la comprensión. Las causas fundamentales de las guerras son el odio y la envidia». Y el ruiseñor se marcha con la nueva canción a no se sabe dónde.
El molinero y el cura
«¿Quieres que te recite un romance?», me pregunta entonces. Y pronuncia de memoria y en voz alta el romance del molinero y el cura: «Isabel le dijo a Andrés: / “¿No sabes Andrés, / que el cura me quiere pisar / me quiere pisar el pie?”. Si es sólo el pie, / déjalo que te lo pise / si te trae bien de comer»... Y continúa con su romance hasta el final, sin olvidar ni una línea, sin dudar de nada ni por un momento. «De niña —recuerda—, mi padre me contó un manojo de romances». Y luego, ya de mayor, asegura que se aficionó a componer sus propios versos: «Los pienso y los guardo en la memoria, pues me cuesta mucho escribir. Me encantan los romances».
Y como siempre, sonríe... Porque a la postre, siempre parece sonreír María de la Luz Mejías Correa... (¿Siempre?) «Yo no he tenido miedo ni en la trinchera ni en la vida. Nunca he pensado que me van a matar. Siempre he pensado: ya saldremos de este bache y tendremos libertad». ¿Acaso esta mujer no tiene miedo ni a la muerte? «Tampoco», responde. Y remacha: «Sólo tengo miedo al dolor, al sufrimiento de no poder hacer nada...» («—La tarde cayendo está— / “En el corazón tenía / la espina de una pasión; / logré arrancármela un día: / ya no siento el corazón.”»)
Mientras María de la Luz va soñando sus propios caminos, así es como Machado aparece, inevitable, entre las colinas doradas que rodean la casa de la última miliciana: ...«Y todo el campo un momento / se queda, mudo y sombrío, / meditando. Suena el viento / en los álamos del río. / La tarde más se oscurece / y el camino que serpea / y débilmente blanquea, / se enturbia y desaparece. / Mi cantar vuelve a plañir: / “Aguda espina dorada, / quién te pudiera sentir / en el corazón clavada.”»
«Aquello no fue una guerra, sino un engaño y un exterminio»
Y la entrevistada se convierte entonces en la entrevistadora: «La vida del obrero cuando yo era una muchacha... ¿quieres que te la cuente?» (Por supuesto que sí): «Para desayunar, sopas y migas; garbanzos para comer, y gazpacho por la noche.. Ante esta esclavitud, el obrero se organizó, y por eso mismo vino la guerra... porque eso no les gustaba nada a los ricos».
Al oírla, se entiende cómo esta mujer ha sido capaz de relatar con su propia voz toda su biografía, condensada en un libro publicado por la Editorial Renacimiento bajo el título de «Así fue pasando el tiempo», en el que se reflejan ésas sus «Memorias de una miliciana extremeña». Con la ayuda de uno de sus nietos, Manuel Pulido Mendoza, lo ha sacado a la luz para «recordar», porque «si lo echamos todo en el olvido puede repetirse otra vez».
Sin rencor
Al recordar, le hablo del incendio de iglesias por parte de miembros del Frente Popular, y ella me responde sin dudarlo, como para dejarlo muy claro de una vez por todas y sin necesidad de más debate: «Eso lo hicieron los mismos curas para echarle la culpa a los rojos. Los milicianos se refugiaban en las iglesias y luego venían las tropas de Franco y las quemaban...»
Acaba de pronunciar su nombre. Es el momento, pues, de la pregunta: ¿qué opina del dictador, cómo le define, qué recuerdos guarda de él en su conciencia? Y también contesta de inmediato, como de carretilla, como cuando se dice algo que siempre se dirá en cada momento que uno lo piense o lo recuerde: «Franco era una persona criminal porque era quien mandaba matar. Es el culpable auténtico de todo lo que ocurrió». ¿Siente rencor hacia él? (Me mira con compasión infinita. Guarda silencio. No está el ruiseñor. Ya se ha ido. ¿Volverá...?) Y responde entonces: «Ya no tengo rencor por nadie, ni siquiera por Franco».
Y María de la Luz continúa su relato, con palabras que brotan como el agua que fluye por los ríos: sin vigilancias, sin barreras..., sin grabadoras, claro. Es la última miliciana. («¿Te has mojado, hijo?», le pregunta a uno de los nietos que están presentes en este encuentro y que, embelesado con la historia de su abuela, con la historia de España, ha tirado su vaso de agua fresca sobre el hule de la mesa con brasero, aquí, en las afueras de Badajoz, al lado mismo de donde estuvo presa durante todo un año en varias cárceles antes de ser condenada a seis años y un día). «¿Y por qué? Pregunto todavía», se lamenta, al comentar su tan triste e injusto caso de sentencia.
Y es aquí y ahora, en este preciso instante, cuando me mira de frente y a los ojos, como buscando en mí una respuesta que yo sí que no tengo. Y me cuesta no bajar la mirada y aguantarle la suya, repleta de fuerza, de vida, de memoria... «Tengo la conciencia muy tranquila porque no he hecho daño a nadie. No he matado cobardemente, no he sacado a los hombres de las casas como si fueran borregos camino del matadero...»
La sangre derramada
(Su voz está a punto de quebrarse, a punto de ahogarse en la emoción. Se me encoge el corazón y susurro casi para que no me oiga: ¿llora cada vez que está sola y recuerda todo esto?) Pero me oye, porque así dice: «De tanto que he sufrido, ya no siento ni llanto».
Y su mente, su mente de luz clara, vuelve a donde ella quería llegar de no haber sido interrumpida por mi torpeza estéril: «Corría la sangre por todo el campo de San Juan...» (Y me muestra las estremecedoras «Lunas de agosto» de Justo Vila —«...este es un libro muy importante» —subraya—, en donde se rescatan los sucesos acaecidos en torno al 14 de agosto de 1936, cuando el teniente coronel Yagüe ocupa Badajoz con sus tropas, que, según Vila, «durante horas persiguen y fusilan no sólo a los defensores de la capital extremeña, sino a la población indefensa»). Y María de la Luz parece enfocada en su última frase, como si no quisiera avanzar, como si quisiera saber el porqué de todo aquello. Quizás por eso la repite de nuevo, aunque con más crudeza todavía: «Corría la sangre por los campos de San Juan como agua de río...» (La sangre derramada, ¡ay!, «¡que no quiero verla!»)
«De tanto que he sufrido, ya no siento ni llanto»
Y el ruiseñor no canta, pero la voz de Lorca lo hará por él horas más tarde, cuando, con los recuerdos vivos de María de la Luz, me acerco a la calle del Obispo por la que en 1936 bajaba la sangre de los fusilados frente a la catedral pacense. En algunas de sus piedras aún se observan las huellas terribles de unas balas que nunca debieron dispararse, que no debieron derramar aquella sangre: «¡Que no quiero verla! / Que mi recuerdo se quema.» Y mientras Lorca me habla, también recuerdo las palabras de María de la Luz: «Yo lucharía siempre por la libertad, sin atajos, sin odio», pero «matar a una persona que está en frente, viéndola, eso no lo haría nunca...»
(...Y Federico interrumpe de nuevo los recuerdos y rescata el canto perdido de aquel pájaro que oímos por la mañana: «¡Oh ruiseñor de sus venas! / No. / ¡Que no quiero verla! / Que no hay cáliz que la contenga, / que no hay golondrinas que se la beban, / no hay escarcha de luz que la enfríe, / no hay canto ni diluvio de azucenas, / no hay cristal que la cubra de plata. / No. / ¡¡Yo no quiero verla!!»).

No hay comentarios: