... Si en el exterior el peso de los más sombríos capítulos del pasado es muy fuerte, se debe también a que en España no dejamos de remover esos mismos capítulos...
Después de una guerra, una larga dictadura y una transición, España es hoy una democracia parlamentaria, hecha de pactos, negociaciones y negocios, un país moderno y plural, plenamente integrado en Europa y no lejos de la cabecera industrial del planeta, un café repleto de gentes y palabras, donde se escribe poesía, filosofa, y se practica la tertulia, tanto en su versión bufa como en la civilizada. Hace tiempo que el franquismo se disolvió en la vorágine del cambio político de 1978, sin que las tormentas de metralla y sangre convocadas por los terroristas etarras hayan conseguido recrear una cultura antidemocrática. Hace tiempo que la gran mayoría de los españoles se ha emancipado del pasado encarnado por el dictador. Hace tiempo que España ha dejado de ser el país de unos guardianes uniformados, donde el sable trituraba la palabra y la vida era algo humillado y gris.
¿Por qué entonces sobrevive en el exterior la imagen de un país democráticamente frágil? Nada menos que en 1988, una encuesta efectuada con rigor y amplitud en diversos países europeos mostraba bien a las claras que la opinión pública del viejo continente consideraba que el respeto a los derechos humanos en España dejaba bastante que desear. A mediados de los noventa, otra encuesta confirmaba esa actitud escéptica de nuestros vecinos hacia la democracia española. Visión que, si prestamos oídos a la negra resonancia del discurso del militar castigado, parece pervivir en la retina europea.
¿Percepciones empañadas por la distancia? ¿Distorsión o simplificación producto del anómalo hispanismo? Convendría tomar nota, aunque sólo sea para sortear viejos errores y evitarnos lamentos vacuos, convendría tener en cuenta la observación que un día hiciera Gregorio Marañón:
«Desde que existe España como nación muchos de nuestros propios artistas han propendido a una complacencia morbosa por escribir o pintar, con tremendo, indisimulado verismo, no la realidad española -que está, como todas las realidades, hecha de claroscuro-, sino la parte tenebrosa de esa realidad. Cuando se habla de España como de un país atroz hay, pues, en cada momento y para cada caso, autoridades específicamente españolas en quienes apoyar la pincelada sombría».
Interrogarse acerca de la imagen de España supone también preguntarse acerca del pincel que empleamos los propios españoles para retratarnos. Nos miramos en los ojos de los demás, pero tampoco es menos cierto que los demás también nos ven como nos vemos. Si en el exterior el peso de los más sombríos capítulos del pasado es muy fuerte, se debe también a que en España no dejamos de remover esos mismos capítulos. Unos, releyendo la Guerra Civil para informarnos de que fue culpa de la República y señalando que, a fin de cuentas, la dictadura del Caudillo significó una bendición para la atrasada España. Otros, usando y abusando de Franco para dar resonancia fascista a la derecha española y desterrarla a las áridas tierras del falangista de bigote germánico, estrategia militar y épica patriotera.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR.-Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto.
sábado, 7 de marzo de 2009
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