sábado, 7 de marzo de 2009

La segunda transición

HEMOS venido llamando Transición al proceso que nos permitió sustituir el régimen de Franco y su centralismo autoritario por una Monarquía parlamentaria y el Estado de las autonomías.
Con la Transición quedaron atrás, muchos creímos que definitivamente, un par de siglos de fracasos, de dictaduras y de discordias civiles; España dejó de ser, muchos creímos que definitivamente, un problema congénito que esperaba su solución de Europa y pasó a ser un modelo de solución para muchos países europeos y de otros continentes que accedieron a la democracia en la última década del siglo XX.
A la vista de este éxito rotundo y brillante han ido apareciendo políticos que intentan ocupar la prestigiosa marca «Transición» con ideas o proyectos a los que dan el nombre de segunda transición. No es que me hiera la usurpación por unos recién llegados de una marca política prestigiosa, pero sí me irrita y me preocupa que bajo el rótulo de segunda transición se intente pasar una extraña y confusa mercancía que traiciona la esencia misma de la primera.
La desnaturalización empieza por las bases históricas de nuestra convivencia política, desarrolladas a lo largo de la Transición y cifradas en la Constitución de 1978. Todo edificio constitucional tiene sus cimientos históricos y los del nuestro son los llamados valores de la Transición: la Monarquía, el espíritu de reconciliación nacional, el propósito de no repetir los errores del pasado, la voluntad de mantener un sólido consenso en las cuestiones fundamentales.
Han pasado treinta años y creíamos haber integrado y asumido ya aquellos valores, con la tradición política que arranca de ellos -desde UCD y la alta figura fundacional de Adolfo Suárez y, luego, la prudente pasada por la izquierda de Felipe González, hasta los años prósperos de Aznar.
Muchos creíamos, y vuelvo a utilizar el pretérito imperfecto, que la Transición es, por fin, un referente aceptable para todos los españoles sobre el que asentar el futuro con los necesarios ajustes no esenciales. Un referente que tienen otras naciones (eso son los Padres Fundadores para los norteamericanos, o la etapa victoriana para los ingleses, o el General De Gaulle para los franceses). Y así muchos hacíamos nuestra la respetuosa ironía con la que Umbral ha acuñado el epíteto Santa Transición.
Pero he aquí que la izquierda, vencedora relativa en Marzo de 2004, no se limita al ejercicio normal de una alternativa de Gobierno, sino que, ignorando aquellos valores que muchos habíamos creído asentados, propone una segunda transición y parece como si quisiera edificar el futuro de España sobre los cimientos de la II República.
Es muy significativo, en efecto, que el preámbulo del proyecto de Estatuto catalán, que hoy se discute en las Cortes con el apoyo del Gobierno, cite dos veces la Generalidad de la II República y ni una sola vez la Constitución de 1978; o que cuando se decide a escribir el nombre de España lo haga pegándolo al epíteto de Estado plurinacional. Así como el famoso Proslogion de San Anselmo arranca de la blasfemia religiosa Non est Deus, Dios no existe, para refutarla contundentemente, la nueva transición española parece arrancar de la blasfemia histórica Non est Hispania, España no existe: Sintámonos convocados a refutarla contundentemente también.
Acaba de ver la luz un excelente libro del profesor Álvarez Tardío titulado «El camino a la democracia de España». Trae un prólogo de Rafael Arias Salgado cuyas últimas palabras -que suscribo íntegramente- son éstas: «Habrá que ahondar en la crisis intelectual y programática de la izquierda democrática. Es ella (la izquierda) la que debe renovarse antes de pretender suscitar una segunda transición para modificar las instituciones y las reglas de juego que emergieron de la primera». Y en el texto que sigue el profesor hace un análisis comparativo y riguroso de las dos transiciones políticas del siglo XX: la de 193l, cuya deriva condujo en cinco años a la guerra civil, y la de 1978 cuyo éxito nos ha dado hasta hoy los treinta mejores años de nuestra historia contemporánea. Atribuye el autor el fracaso de la primera al hecho de que sus protagonistas concibieran la democracia como «un sistema político al servicio de un objetivo de transformación revolucionaria de la sociedad española»; y el éxito de la segunda al hecho de que sus protagonistas entendieran desde el principio que «nadie podía arrogarse en exclusiva el título de demócrata, por lo que la participación de todos era imprescindible para elaborar las reglas del juego de una democracia duradera»; y practicaran, además, la «renuncia expresa a defender una memoria histórica que condujera nuevamente al enfrentamiento civil entre españoles».
¡Qué disparate volver la vista con nostalgia desde los brillantes años con los que empieza el siglo XXI hasta los sombríos años treinta del siglo pasado!
Algunos tuvimos el privilegio de saber esto muy pronto. En 1943 me afilié a las Juventudes Monárquicas de Joaquín Satrústegui porque en aquellos tiempos, tan próximos a la guerra civil, decirse partidario del Conde de Barcelona era decir que no se estaba ni con el franquismo triunfante ni con la República derrotada. O, en palabras de Julián Marías, que no se estaba ni con los justamente vencidos en la guerra civil ni con los injustamente vencedores en ella. El Conde de Barcelona propugnaba entonces una tercera vía: la que iba a hacerse realidad, es cierto que muchos años más tarde, en la Monarquía Parlamentaria de Juan Carlos I.
Nada tiene mucho sentido en esta que se proclama segunda transición. Al cumplir treinta años la España de la primera Transición es un país sólido (así lo calificó el presidente Pujol la semana pasada en Madrid) lo bastante sólido para navegar -si gobernado por un buen piloto- este mar de dificultades en buena parte exageradas, cuando no inventadas, que parece amenazarnos.
Nunca segundas partes fueron buenas.
Leopoldo Calvo Sotelo. Ex –Presidente del Gobierno. (ABC, 6-XII-2005)

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