... Tanto para vencedores como para vencidos, Weber advierte de que «ponerse a buscar -desde la perspectiva del político- después de perdida una guerra quiénes son los «culpables» es cosa propia de viejas; es siempre la estructura de una sociedad la que origina la guerra»...
ANTE las últimas manifestaciones que sobre el pasado histórico están realizando determinados sectores políticos, incluso institucionalmente, quizás haya que recordar que debería ser obligatorio para todos releer de vez en cuando a Max Weber, esa pequeña obra maestra que es El político y el científico. En ella, y en lo que se refiere a la política, nos advierte sobre «ese clerical vicio de querer tener siempre razón». Trasladando el sentimiento de las lides eróticas al espacio público, se acaba pensando que «el rival debe valer menos cuando ha sido vencido». Tanto para vencedores como para vencidos, Weber advierte de que «ponerse a buscar -desde la perspectiva del político- después de perdida una guerra quiénes son los «culpables» es cosa propia de viejas; es siempre la estructura de una sociedad la que origina la guerra». Y la complejidad de esa estructura corresponde sacarla a la luz a los historiadores, para que no se vuelva a repetir, no a la retórica demagógica. Bajo esta, «todo nuevo documento que tras decenios aparezca -decía Ricoeur- hará levantarse de nuevo el indigno clamoreo, el odio y la ira, en lugar de permitir que, al menos moralmente, la guerra hubiera quedado enterrada al terminar». El franquismo no permitió nunca este enterramiento, mantuvo siempre la brecha abierta entre vencedores y vencidos, hasta el final. Fue en la Transición y en la Constitución del 78 cuando, en función de una serie de condiciones históricas, los constituyentes, como representantes de los ciudadanos españoles, supieron cicatrizar sabiamente la brecha.
Otra cosa es que no todos los instrumentos constitucionales edificados para esa concordia hayan resultado al cabo de los años suficientes o adecuados. La arquitectura constitucional y los principios que la sustentan han experimentado el impacto del propio cambio -inmenso y acelerado- de la sociedad española, de la inevitable acumulación de errores que el tiempo deposita implacablemente y, sobre todo, de lo que ha supuesto la magnitud y complejidad de la tarea de vertebrar una convivencia que pasaba de una dictadura a una democracia en libertad. Pero eso es diferente de la puesta en cuestión de aquella legitimidad, de la tergiversación de la historia que se ha llegado a hacer ante los propios protagonistas vivos de aquella Transición, y desde luego de ese nihilismo moral desinhibido, que diría Safranski, con el que se manifiestan los que transitan por la política con equívocos, mensajes opuestos... cuando no de cinismo o iluminismos «salvadores». Como decía Montesquieu, nada más peligroso que el «poder salvador».
Y de nuevo, y siguiendo a Weber y a los otros autores citados, al político le corresponde ocuparse del futuro y de su responsabilidad ante él y «no perderse en cuestiones, por insolubles políticamente estériles, sobre cuáles han sido las culpas del pasado». La soberbia de creerse con «superioridad moral» sobre sus rivales («ese clerical defecto de querer tener siempre razón»), es algo que no practicaron nuestros ejemplares constituyentes del 78, era algo que también pedía la sociedad española y que ellos supieron interpretar. Paul Ricoeur, hablando sobre «la paradoja política» (no muy alejado de la idea de Weber de que el político, al tener el monopolio de la fuerza y el poder, tiene que saber que ha hecho un pacto con el diablo), señala que precisamente la racionalidad de la política (frente a la irracionalidad de la fuerza y del lado oscuro que es tener el monopolio de la violencia) «se expresa en la Constitución», por la que es posible neutralizar la violencia: «Racionalidad que tiene diferentes implicaciones: la primera -señala- el hecho de garantizar la unidad territorial, o dicho de otra forma, la unidad geográfica de jurisdicción del aparato legislativo». Otras implicaciones afectan a lo que Dilthey, entre otros, calificaba como la necesaria y siempre conflictiva «integración intergeneracional» .
Esa sería, según estos autores, una de las principales misiones del político: integrar la tradición en proyectos de futuro para todos. Ser mediador -y no separador- entre situaciones heredadas y proyectos. Esa es la concordia en la actualidad. No alejada de la «amistad civil» que pretendía Aristóteles.
Especialmente, cuando la experiencia de estos treinta años de estabilidad constitucional no es de ninguna manera negativa para el conjunto de los españoles, sino más bien lo contrario. El grado de continuidad, vertebración e integración de los ciudadanos en un sistema, en el que todos han ganado, del que ninguna comunidad autónoma ha quedado al margen y en el que los niveles de bienestar de la media de esos ciudadanos se han elevado y el prestigio internacional de España ascendió de forma impresionante, permitiría abordar los desequilibrios y los viejos y nuevos problemas -y especialmente el desafío grave del terrorismo de dentro y de fuera- de otra manera que intentando hacer tabla rasa de lo conseguido, o de considerar al adversario como enemigo, tal como propugnaba Carl Sshmitt, al que parece seguirse actualmente con especial devoción.
Ya en 1938, Raymond Aron señalaba que era tarea principal del historiador el desfatalismo del pasado, es decir, en frase de Paul Ricoeur, «colocarse en la situación de los protagonistas que, por su parte, tenían un futuro por delante; ponerse en la situación de incertidumbre en que estos estaban, ignorando qué es lo que iba a pasar después. Pues la memoria es siempre «memoria de alguien que tiene proyectos». O, en palabras de Koselleck, es la relación entre un horizonte de espera y un espacio de experiencia. Ahí es donde hay que situar la memoria y la historia. Al gran pensador alemán le sigue preocupando lo que él llama «el exceso de memoria y la falta de memoria» que se da a la vez en eso que llamamos «memoria colectiva», hacia la que proyecta, como se ha dicho, todo género de recelos: exceso de memoria para recordar solamente los fracasos o, su contrario, solamente las glorias; y falta de memoria para saber adónde llevan cierto tipo de conductas excluyentes o fanáticas, ciertas debilidades de la democracia ante aquellos que pretenden suplantarla con su propio poder totalitario.
La historia y la vida son algo más complejo, pues, que el recuerdo personal y que la nostalgia de la perfección. El escritor John Berger lo ha expresado lúcidamente cuando señala que «el proceso de sobrevivir es aprender a vivir con las heridas... Lo que no quiere decir que la vida sea sólo heridas, porque vivir está lleno siempre de sorpresas (...) A veces la gente trata de olvidar sus heridas; otras, las recordamos, reconocemos que son nuestras, que nos enseñaron cosas (...) Y así, llegamos al entendimiento cabal de lo que es la vida, una mezcla de dolores y alegrías». La historia -añadiría yo- nos da más dolores que alegrías, pero aun así es el espacio en el que podemos convertir nuestra memoria en reflexiva, racional, inteligible. Por el contrario, de acuerdo con Koselleck, «la repetición no es reflexiva», suele ser irracional. Siempre pienso que desde luego «la historia enseña», lo que ya no es seguro es que aprendamos de ella. Pero es nuestra obligación para intentar que nuestros errores inevitables sean al menos otros.CARMEN IGLESIAS de las Reales Academias Española y de la Historia. (Tercera de ABC).
sábado, 7 de marzo de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario