sábado, 14 de marzo de 2009

Anecdotario político (Claudio Sánchez Albornoz) II

Profecia
Al pie de la escalera del Ateneo. Un atardecer de abril de 1931. Charla generalizada sobre la proclamación de la República. Euforia por haberse logrado el cambio del Ré-gimen pacíficamente, en medio de cantos y alegrías. Entre los contertulios figuraba Va-lle-Inclán. Escuchaba silencioso. De pronto interrumpió la plática y, con su habitual ceceo, dijo solemnemente:
-Sí, sí; no se ha derramado una gota de sangre; pues sepan ustedes, van a correr torrentes.
Abril de 1931. Nadie tomó en serio sus profecías. Me impresionaron sus palabras. Las he recordado muchas veces, cuando estalló la guerra civil.

Incendios
Mayo 11, 1931. Suena el teléfono en mi despacho del Centro de Estudios Históricos. Levanto el auricular y oigo la voz de mi mujer que me dice en alemán –en alemán fami-liar que usábamos para evitar inoportunas filtraciones.
-¿Kann ich die Nonen der Kloster meiner Freundin bei uns aufnehmen?. Sie haben Angst. (“¿Puedo acoger en casa a las monjas del convento de mi amiga?. Tienen mie-do”.)
La contesto en español:
-Naturalmente, puedes llevarlas a casa, pero tranquiízalas. Ya ha pasado el peligro. Las tropas están en la calle y han cesado los incendios de iglesias y conventes.
-Y decía la verdad.
Triste jornada para la República recién nacida. Habían hincado su barbarie los ener-gúmenos que habrían de llevarnos al desastre.
¡Triste y estúpido anticlericalismo, en movimiento pendular con la ancestral intole-rancia clerical hispana!. Los enemigos de régimen afilaron sus uñas contra él.
En la Academia de la Historia, Eloy Bullón, viejo político monárquico, aprovechó la ocasión para lanzar una ataque a fondo contra la República. No me fue fácil responder-le:
-Lamento más que usted lo ocurrido y no lo justifico. Pero, quienes nos hallamos aquí reunidos no podemos escandalizarnos de tal barbarie. Los incendiarios del día 11 tienen muy lejanos antecesores en el ayer hispano.
No ignoran ustes que los emperadores Arcadio y Honorio hubieron de dirigirse al Comes Hispaniarum, para que impidiera la destrucción de los templos de los viejos dio-ses, a los españoles convertidos al cristianismo.
Todos saben que los burgueses de Santiago alzados contra Gelmírez, arzobispo y se-ñor de la ciudad, le cercaron en la torre de la iglesia del Apóstol, donde se había refu-giado con la Reina, la prendieron fuego y, si el prelado logró huir, a doña Urraca la apresaron, la desnudaron y la metieron en el barro de la plaza.
Y podría citar a ustedes muchas escenas parecidas, fruto de la ancestral intolerancia hispana, resultado de la conjunción de nuestra aspereza temperamental y de lo peculiar de nuestra concepción de las relaciones del hombre con la divinidad.
Pero la barbarie de otros tiempos no justificaba la de 1931, y al mostrarnos cómo se prolongaban nuestras taras históricas al correr de los siglos, obligaba a los rectores de la República a extremar sus medidas para salvar la paz religiosa en España. Y a sus ene-migos a comprender los peligros que corrían instituciones a ellos muy caras de no favo-recer, con una prudente actitud, la perviviencia o la resurrección de la fe entre quienes estaban a punto de perderla o la habían ya perdido.

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