domingo, 22 de marzo de 2009

1 de abril, se cumplen 70 años del final de la Guerra Civil.


LA RAZÓN reúne a un combatiente nacional y otro republicano. No se conocen, pero se estrechan la mano espontáneamente. Para ellos no hay heridas.
La guerra ha terminado: la reconciliación de las dos Españas.


Setenta años después, al sargento de zapadores franquista Lorenzo Liquete Díez y al soldado republicano Feliciano Martín de la Fuente les cuesta darse la mano. Para cumplir con este rito de reconciliación, este apretón simbólico que cierra la herida de las dos Españas, es preciso que antes Lorenzo (96 años) renuncie, por un instante, al apoyo de su bastón de madera y Feliciano (90), al equilibrio que le proporciona su muleta de hospital. No están los cuerpos, a estas edades, como para hacer virguerías.

Es este pequeño imprevisto lo único que les impide darse un abrazo sobre la azotea del Círculo de Bellas Artes, con el Madrid que uno juró conquistar, que el otro prometió defender, a sus pies. «Estoy cojo, ciego y sordo», le confiesa Feliciano a Lorenzo. Exagera, pero sirve para romper el hielo. «Yo no oigo bien», le responde el sargento del bando nacional. Después, el republicano suelta, de corrido, tres de sus acertijos preferidos. Uno de toros, otro de zapatillas y un tercero de orinales. «¿Conoce usted San Rafael?», le pregunta. «¡¿Cómo que si lo conozco?! Llevo 96 años veraneando ahí. Si usted viene un día, le invito a comer». Ya está. Lorenzo y Feliciano son dos abuelos más hablando de sus batallitas bajo el cielo de Madrid. La guerra ha terminado.

Dentro de sólo diez días se cumplirán 70 años del bando de Franco que anunciaba el final de la contienda. Lorenzo Liquete lo escuchó por la radio en un hospital de Córdoba: «Me dio mucha alegría. Estaba hasta los cojones de la guerra». Feliciano se enteró con el cuerpo aún metido en una trinchera del frente del Jarama. «Los nacionales sacaron un letrero en el que se leía: «El martes termina la guerra». Y a continuación dijeron por unos altavoces que nos iban a «trincar a todos. Los de abajo se nos pusieron aquí arriba». «¿Qué hice yo? Lo tenía claro: manta al hombro, camino «p’alante» y «pa’ mi casa». ¿Dónde están los trenes?

La historia comenzó tres años antes, cuando Feliciano ganaba una peseta al día «cuidando vacas de leche» en una finca de Madrid. Lorenzo veraneaba en San Rafael (Segovia), con sus hermanos y su madre. Su familia regentaba «La Flor de Lis», dos tiendas de bombones y caramelos situadas en el número 11 de la calle Peligros y en plena Puerta del Sol. «Creí que sería como los sucesos de Octubre del 34, que la lucha duraría sólo un mes. Pero me di cuenta de que algo grave sucedía cuando vi que no llegaba el «rápido de Santander». Cuando dejaron de salir los trenes de Madrid me empezó a dar mala espina. Vi que ésto era grave, pero nunca me pude imaginar que serían tres años».

A Feliciano fue la prensa la que alertó de la situación: «Supe que era grave por los diarios, pero tampoco pensé que lo sería tanto». Los acontecimientos se precipitaron. La política, las represiones y los movimientos tácticos cambiaron el destino del país, y arrastraron a todos los hombres de la nación. «Mi misión -relata Feliciano- era cortar las alambradas, infiltrarme en las líneas enemigas de noche, lanzar granadas dentro de las chabolas (búnkeres) y echar a correr. Eran golpes de mano». ¿Y qué sentía? «Al principio me costó mucho, porque no era más que un chaval de 18 años. Pero después de mi primera acción me hice un hombre».

Las impresiones de Lorenzo en aquellos primeros días de glebas y quintos fue más pausada y meditada. «Por dos personas que se enfrentan teníamos que pagar el resto -reconoce-. Cuando Franco se rebeló, pensé: «A mi padre lo matan. ¡Mi padre está en Madrid!». «Cuando llegaron los primeros obuses contra nosotros, me dije: mira que tener que matar porque sí. No me explicaba que tuviéramos que matarnos entre nosotros».

Las líneas del frente no dividieron sólo el territorio. También a las familias. Lorenzo temía por sus parientes en la capital -«usted sabe lo que significa la flor de lis, ¿no? El símbolo de los Borbones»-. Feliciano sufría por su hermano Julián, al que el estallido de la contienda sorprendió en su pueblo de Arcones, en Segovia, con las vacas. «Temblaba por lo que podía ocurrirle, no sabía dónde estaba -confiesa, con el entrecejo fruncido por el recuerdo de aquella preocupación-. No sabía que estaba a sólo unos metros de mí, al otro lado del frente del Jarama, lanzándome pepinazos con la artillería franquista», concluye encogiendo los hombros.

Lejos de casa.
El alejamiento del hogar hizo mella enseguida en el carácter de Lorenzo. «Nos aburría. Nos preguntábamos cuándo iba a terminar. Esto no es mi vida, estaba deseando volver a casa, donde sí tenía mi trabajo. Pero pasaron los años». Había sido movilizado dos meses antes, destinado en Valladolid, y salió para el Alto del León el 4 de enero de 1937. Pertenecía al regimiento de zapadores, y su cometido era preparar las trincheras para sostener el frente. A él le tocó en el bando nacional. «Mi familia era de derechas -reconoce Lorenzo Liquete-, como la mayoría de mis amigos, aunque también los tenía de izquierdas. Bromeábamos con eso y nunca regañábamos. Si se subía el tono, cambiábamos de conversación. La política es muy enemiga de todo».

A Feliciano Martín bien le podía haber ocurrido lo mismo. «Yo no tenía ideología, esas cosas me daban lo mismo. Pero estaba en ese momento en Madrid. Si me hubiera quedado en Arcones con mi hermano, habría luchado con Franco». Estos dos nonagenarios son la mejor prueba de que la Guerra Civil enroló aleatoriamente a los españoles en uno u otro bando, sin distinción de sus ideología y más allá de sus creencias. Lorenzo luchó con los nacionales, es cierto, pero es él, y no Feliciano, que sirvió a la República, quien critica con mayor énfasis la actitud y el comportamiento de los falangistas: «Lo que la Falange quería era el mando de las operaciones, pero si se lo hubieran quitado a Franco, ellos habrían perdido la guerra en dos meses.

La Falange es una idea; nosotros éramos el Ejército, y ellos hacían sólo lo que nosotros queríamos». Lorenzo intercala una pausa. Da vueltas al bastón entre las manos. Tiene los ojos acuosos y la mirada azul. Y relata: «No recuerdo si eran dieciocho o veinte falangistas. Los rojos subieron de sorpresa para coger la cima. Siempre estaban de pelea entre ellos, hasta que un día los republicanos tomaron la posición de repente. Mataron a todos los falangistas que había allí, les abrieron los pantalones, les cortaron los testículos y se los pusieron en la boca. Los falangistas nunca hacían nada, lo hacía el ejército. Eran muy «chuletas», pero cuando aparecíamos los soldados no lo eran tanto».
Feliciano, resignado, remata: «Qué cosa más jodida es eso de las ideologías».
Con ideologías o sin ellas, a Feliciano y a Lorenzo, al igual que tantos jóvenes, no les quedó más remedio que sumarse al frente. «Ahí vienen los rojillos de la quinta del 40. ¡Que os den un poquito de leche!», gritaban a la columna donde iba el republicano junto a otros tantos imberbes. «Las balas silbaban... yi, yi, yi. Yo lloraba hasta que me hice a aquello.
Luego ya no me importaba», comenta. Lorenzo es más directo: «Miedo pasamos todos. Unos más que otros, pero hasta el más valiente pasa miedo. Más de una vez pensé: ‘‘En una de estas me van a matar a mí». Los recuerdos se agolpan. «Me metieron en una ‘‘chabola’’ y me llené de ‘‘piejos’’. –continúa Feliciano Martín–. Una vez, harto, salí a echarme un cigarrito con el centinela y... ¡zas! Nos metieron un pepinazo que casi nos desarma la chabola. Me quedé con medio cuerpo fuera y me volví a meter. Dije: que me cojan los ‘‘piejos’’ lo que quieran». Al final aprendió a convivir con ellos. A fuerza ahorcan. Lorenzo sufrió los bombardeos de la aviación y el fuego de artillería. «A mí lo único que me gustaba era cómo rompían los obuses con trilita en las piedras, porque el chasquido me encantaba», narra.
Un duelo en tablas.
El «rojillo» luchaba contra sus «piejos» mientras el general rebelde Varela y las brigadas internacionales se depellejaban por controlar el paso a Madrid por la carretera de Valencia, una batalla que habría puesto la ciudad a los pies de Franco. El duelo quedó en tablas. «Vi muchos muertos. Alguna noche me tuve que poner debajo de algunos para usarlos de parapeto, sobre todo cuando caía la artillería. Eso era espantoso», confiesa Feliciano. No sabía, entonces, que después de tres semanas habrían de caer 10.000 de los suyos, y otros 7.000 en el bando opuesto.
Más al norte, Lorenzo Liquete libraba su propia batalla en la sierra madrileña, que comenzó en el verano del 36, unos días después del alzamiento, y no concluyó hasta un año después. Se libraba el acceso a Madrid por la carretera de La Coruña.
«Hubo momentos muy duros, como cuando nos tenían acorralados por ametralladoras. Nos tuvimos que refugiar detrás de unas rocas y esperar a que bajara la luz. Después, nos fuimos uno a uno hasta el túnel que nos servía de protección». Recordar cuál fue el peor momento no es fácil. «Quizás los bombardeos». Y ver cómo caen los compañeros. «A un soldado, casado y con dos hijos, le vi todos los intestinos».Y el final llegó: «En las trincheras de Morata de Tajuña quedábamos los desgraciados. Los jefes habían huido. Éramos como una res sin perro. Los veinte que estábamos salimos de allí porque pensábamos que nos chingaban a todos».
La sensación de Lorenzo resultó diferente: «Estaba en un hospital en Córdoba. Me habían herido en un ataque. Lo oí, y me alegré». Antes de que el bando de Franco sonara en las radios, todos conocían el final. Para Feliciano no fue una sorpresa: «Hacía tiempo que sabíamos que la guerra estaba perdida. Cada vez que los rojos tomaban un pueblo y se emborrachaban para celebrarlo, al volver lo habían perdido».

¿La herida está cerrada? Los dos coinciden: Sí. Es agua pasada.
«Bueno, compañero», le espeta Feliciano a modo de despedida. «Hemos terminado». O casi. Aún le queda una bala en la recámara: un último acertijo. «¿Cuántos dedos tienes tú?» –le pregunta a Lorenzo, que ya se ríe–. «¿Diez? Yo once. Mira. En esta mano: 10, 9, 8, 7... y 6. Y los cinco de la otra, once». «¡Tengo once dedos!».Una paz a mediasTal vez el sistema de salud mental se limite a permanecer inalterable a la espera de que vuelvan a suceder otros crímenes cometidos por enfermos que desde el crimen de «El Exorcista», siguen la misma pauta: no aceptan su mal, dejan de tomar la medicación y convierten a su madre o padre en objeto de su delirio. En la práctica, muchas personas que intentan ingresar a sus hijos en psiquiátricos no lo tienen fácil. Carecen de ayuda y los legisladores no piensan en ellos. Sirva de ejemplo la víctima de Santomera, Teresa Macanás, que denunció su caso en televisión en 2001.

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