En el acta oficial del 23-F, los secretarios relatan así lo sucedido: «Siendo las dieciocho horas veintitrés minutos, cuando el secretario primero de la Cámara (Sr. Carrascal) llama a votar al Sr. Núñez Encabo, se escuchan gritos, voces y disparos procedentes del exterior del Salón de Sesiones. El Sr. Carrascal pregunta: «¿Qué pasa?». Se produce movimiento de diputados en la Cámara, sorprendidos por los ruidos que proceden del exterior. Cuando el Sr. Carrascal repite el voto negativo del Sr. Núñez Encabo, y pregunta de nuevo: «¿Qué pasa?», irrumpe violentamente en la Cámara, por la puerta situada a la izquierda de la Presidencia y Mesa del Congreso, un Jefe de la Guardia Civil, que resultó ser el teniente coronel Tejero, quien, portando una pistola, se dirige a la tribuna de oradores, accediendo a la misma por la escalera de la izquierda y se sitúa a la derecha y delante del presidente; éste, puesto en pie, le pregunta: «¿Qué ocurre?». El teniente coronel Tejero le contesta: «Quítate de ahí», acompañando estas palabras de un expresivo gesto de la mano con que empuña la pistola».
El sobrecogedor relato se extiende a lo largo de 35 folios. «El teniente coronel Tejero y otros miembros de la Guardia Civil se dirigen a la Cámara, gritando: «¡Alto! ¡Todo el mundo quieto! ¡Quieto todo el mundo! ... ¡Silencio! ¡Quieto todo el mundo! ¡Al suelo! ¡Al suelo todo el mundo! ¡Todo el mundo al suelo! ¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Al suelo!». Otro momento histórico: «El vicepresidente primero del Gobierno, abandonando el banco azul, se dirige al teniente coronel Tejero; éste le dice: «¡Siéntese, diputado!», haciendo caso omiso el teniente general Gutiérrez Mellado, que es zarandeado violentamente por varios elementos armados y, en ese momento, se producen diversos disparos y ráfagas de fusil ametrallador (...)».
jueves, 26 de febrero de 2009
miércoles, 25 de febrero de 2009
Anecdotario político (Claudio Sánchez Albornoz)
Los republicanos estábamos divididos en una serie de facciones a veces enemigas. Había tres partidos radicales socialistas (los de Marcelino Domingo, Gordón Ordás y Botella Asensi), Acción Republicana, el partido radical, el conservador de Maura, los federales, la ORGA, la Esquerra, los socialistas… y la enumeración es incompleta.
Naturalmente perdimos las elecciones. Pero los mismos que por sus intransigencias habían provocado la catástrofe no se resignaban democráticamente a la derrota. Cada tarde asediaban a Azaña en el Salón de Conferencias del Congreso con misma cantinela:
-Don Manuel, esto es intolerable, no podemos vivir así, hay que hacer la revolución, hay que echarse a la calle.
Naturalmente perdimos las elecciones. Pero los mismos que por sus intransigencias habían provocado la catástrofe no se resignaban democráticamente a la derrota. Cada tarde asediaban a Azaña en el Salón de Conferencias del Congreso con misma cantinela:
-Don Manuel, esto es intolerable, no podemos vivir así, hay que hacer la revolución, hay que echarse a la calle.
Hablando con Besteiro (Anecdotario político, Claudio Sánchez Albornoz)
Hablando con Besteiro.-
El cadáver de Sánchez Guerra recibe honras fúnebres en el Palacio de las Cortes.
Dos profesores de Universidad charlan esperando la hora del entierro. Viejos amigos, el más ilustre y famoso que ha precedido la Cámara anterior descubre a su colega su disconformidad con la política del Bienio 1931-1933.
- Nos desfiguraron la República. ¡Cuantos errores… La España con la que usted y yo soñábamos va a ser imposible. Temo, incluso, por el porvenir de nuestro Régimen.
- No me asombraba oírle, porque le conozco. Pero sus palabras calman muchas de mis íntimas preocupaciones. No sé si por mi oficio de historiador, por temperamento o por educación o por las tres razones a la vez, soy un demócrata liberal, en nuestro mundo de hoy un republicano moderado. Ahora bien, mi convicción de serlo me hacía temer que viese sombras donde no las había. Al oirle, me he convencido de que mis temores correspondían a realidades.
- Albornoz, quizás podamos enderezar la ruta. Necesitamos estar atentos quienes advertimos los peligros.
- Yo no cuento en las filas republicanas, pero usted sí y puede influir desde dentro del socialismo y desde fuera de él, porque usted es quién es.
(…) ¡Besteiro, querido y admirado amigo, que salvaste la dignidad republicana asumiendo responsabilidades de otros, permaneciendo en Madrid, jugándote la vida y muriendo en prisión, al hacer hoy públicas tus inquietudes de antaño quiero rendir un cálido tributo de amistad a tu memoria.
El cadáver de Sánchez Guerra recibe honras fúnebres en el Palacio de las Cortes.
Dos profesores de Universidad charlan esperando la hora del entierro. Viejos amigos, el más ilustre y famoso que ha precedido la Cámara anterior descubre a su colega su disconformidad con la política del Bienio 1931-1933.
- Nos desfiguraron la República. ¡Cuantos errores… La España con la que usted y yo soñábamos va a ser imposible. Temo, incluso, por el porvenir de nuestro Régimen.
- No me asombraba oírle, porque le conozco. Pero sus palabras calman muchas de mis íntimas preocupaciones. No sé si por mi oficio de historiador, por temperamento o por educación o por las tres razones a la vez, soy un demócrata liberal, en nuestro mundo de hoy un republicano moderado. Ahora bien, mi convicción de serlo me hacía temer que viese sombras donde no las había. Al oirle, me he convencido de que mis temores correspondían a realidades.
- Albornoz, quizás podamos enderezar la ruta. Necesitamos estar atentos quienes advertimos los peligros.
- Yo no cuento en las filas republicanas, pero usted sí y puede influir desde dentro del socialismo y desde fuera de él, porque usted es quién es.
(…) ¡Besteiro, querido y admirado amigo, que salvaste la dignidad republicana asumiendo responsabilidades de otros, permaneciendo en Madrid, jugándote la vida y muriendo en prisión, al hacer hoy públicas tus inquietudes de antaño quiero rendir un cálido tributo de amistad a tu memoria.
martes, 24 de febrero de 2009
Mi Entrevista con Azaña en Valencia (Claudio Sánchez Albornoz).- Anecdotario Político.
Azaña pagó caro sus tres pecados del año 1936:
*.- la destitución de don Niceto,
*.- su deseo de abandonar la presidencia del Consejo de Ministros para ocupar la presidencia de la República
*.-y su debilidad frente a la crisis del poder público.
Los pagó caros, porque él, un burgués liberal que habría sido un excelente presidente de la III República francesa o en la monarquía de los Saboyas, después del 18 de julio de 1936 fue prisionero de una conjunción de fuerzas políticas –socialismo, anarquismo, comunismo- en la cual los republicanos –burgueses, demócratas y liberales- no representaban nada. Hubo de asistir impotente a las violencias que ensangrentaron la República durante la revuelta social que siguió al alzamiento militar.
No se necesita conocerle demasiado para calcular su repugnancia y su vergüenza ante tales sucesos, aunque fueran sincrónicos de los que tenían lugar al otro lado de la barricada; y su sufrimiento ante la imposibilidad en que se hallaba para ponerles coto. Sus conocidas palabras después de los crímenes cometidos en la Cárcel Modelo de Madrid:, palabras que le honran porque nadie condenó así crímenes parejos en el campo enemigo, no fueron sino expresión liminar de muchas ideas que,, sin duda, golpearon de continuo en su mente.
El choque entre su impotencia para dar rumbo a la República y para impedir no sólo la violencia, sino el deslizamiento rápido de aquella hacia sistemas de gobierno que repugnaban a su espíritu de hombre liberal, debió de amargarle profundamente.
Le dije la verdad; que mientras Largo Caballero presidió el gobierno, no me había parecido prudente ir a España y que había hecho gestiones para llegar a la paz. Se franqueó entonces conmigo: “La guerra está perdida, absolutamente perdida –me dijo-, pero si por milagro se ganase, en el primer barco que saliera de España tendríamos que embarcar los republicanos, si nos dejaban”.
Asentí a su opinión y añadí: “Y si usted cree –y acierta- que la guerra está perdida y que la suerte de nosotros, los republicanos, está sellada, ¿por qué no hace usted la paz”?.
“Porque no puedo”, respondió rápidamente.
Y no fue difícil adivinar en su mirada la angustia con que llevaba su impotencia.
Francisco Barbés me había afirmado en París que Azaña había iniciado, en verdad, gestiones de paz.
Visité a Negrín, a Prieto y a Martínez Barrio; y no me asombró que los dos últimos, con palabras no demasiado disímiles de las de Azaña, me descubrieran su opinión sobre la segura derrota; ni que el Presidente de las Cortes coincidiera en su juicio con el presidente de la República sobre el destino, en todo caso sobrio, de los republicanos.
A él y a Prieto hice la misma pregunta que a Azaña: “¿Por qué no hacen ustedes la paz?”. Y los dos me dijeron también: “No podemos”.
(…) Ninguno de los tres hombres fueron, empero, responsables de la prolongación de la contienda. Los tres eran, en verdad, prisioneros en Valencia y lo fueron después en Barcelona.
(Los que la prolongaron la guerra fundamentaron aún más el carácter del régimen político venidero). (Mi entrevista con Azaña en Valencia)
*.- la destitución de don Niceto,
*.- su deseo de abandonar la presidencia del Consejo de Ministros para ocupar la presidencia de la República
*.-y su debilidad frente a la crisis del poder público.
Los pagó caros, porque él, un burgués liberal que habría sido un excelente presidente de la III República francesa o en la monarquía de los Saboyas, después del 18 de julio de 1936 fue prisionero de una conjunción de fuerzas políticas –socialismo, anarquismo, comunismo- en la cual los republicanos –burgueses, demócratas y liberales- no representaban nada. Hubo de asistir impotente a las violencias que ensangrentaron la República durante la revuelta social que siguió al alzamiento militar.
No se necesita conocerle demasiado para calcular su repugnancia y su vergüenza ante tales sucesos, aunque fueran sincrónicos de los que tenían lugar al otro lado de la barricada; y su sufrimiento ante la imposibilidad en que se hallaba para ponerles coto. Sus conocidas palabras después de los crímenes cometidos en la Cárcel Modelo de Madrid:
El choque entre su impotencia para dar rumbo a la República y para impedir no sólo la violencia, sino el deslizamiento rápido de aquella hacia sistemas de gobierno que repugnaban a su espíritu de hombre liberal, debió de amargarle profundamente.
Le dije la verdad; que mientras Largo Caballero presidió el gobierno, no me había parecido prudente ir a España y que había hecho gestiones para llegar a la paz. Se franqueó entonces conmigo: “La guerra está perdida, absolutamente perdida –me dijo-, pero si por milagro se ganase, en el primer barco que saliera de España tendríamos que embarcar los republicanos, si nos dejaban”.
Asentí a su opinión y añadí: “Y si usted cree –y acierta- que la guerra está perdida y que la suerte de nosotros, los republicanos, está sellada, ¿por qué no hace usted la paz”?.
“Porque no puedo”, respondió rápidamente.
Y no fue difícil adivinar en su mirada la angustia con que llevaba su impotencia.
Francisco Barbés me había afirmado en París que Azaña había iniciado, en verdad, gestiones de paz.
Visité a Negrín, a Prieto y a Martínez Barrio; y no me asombró que los dos últimos, con palabras no demasiado disímiles de las de Azaña, me descubrieran su opinión sobre la segura derrota; ni que el Presidente de las Cortes coincidiera en su juicio con el presidente de la República sobre el destino, en todo caso sobrio, de los republicanos.
A él y a Prieto hice la misma pregunta que a Azaña: “¿Por qué no hacen ustedes la paz?”. Y los dos me dijeron también: “No podemos”.
(…) Ninguno de los tres hombres fueron, empero, responsables de la prolongación de la contienda. Los tres eran, en verdad, prisioneros en Valencia y lo fueron después en Barcelona.
(Los que la prolongaron la guerra fundamentaron aún más el carácter del régimen político venidero). (Mi entrevista con Azaña en Valencia)
lunes, 23 de febrero de 2009
Los retos de los hijos de la Constitución
FRANCISCO RUBIO LLORENTE.- El País. 02/12/2008
La generación de los que no habían cumplido 18 años el 6 de diciembre de 1978 es la que debe defender nuestra ley fundamental frente a sus enemigos, y la que tendrá que hacer las reformas que sean necesarias
A diferencia de lo que sucede, por ejemplo, con los gusanos de seda, las sociedades humanas no están formadas por individuos que hayan llegado al mundo simultáneamente y sólo tras la extinción de los que les precedieron. Desde el punto de vista de la edad de sus miembros, forman un continuo que sólo artificiosamente cabe considerar dividido en generaciones. Es sin embargo un artificio frecuente, y útil cuando la división entre generaciones se hace por referencia a una fecha significativa para el análisis que se pretende llevar a cabo.
Hay un exceso de veneración por el texto constitucional que impide corregir sus defectos
No se pueden aplazar los cambios para hacerlos cuando las circunstancias políticas lo permitan
El propósito de este artículo es el de hacer algunas reflexiones sobre nuestra Constitución al cumplir los 30 años y, en consecuencia, parece que la fecha significativa para la división de nuestra sociedad en generaciones es la de su promulgación, diciembre de 1978. Los españoles que tenían entonces derecho de voto han de tener ahora al menos 48 años, aunque muchos tengamos desgraciadamente bastantes más. Con independencia de que hicieran o no uso de ese derecho y del sentido de su voto, tuvieron la posibilidad de manifestar su opinión sobre la Constitución y por tanto han de considerarse obligados por ella, como expresión de la voluntad de la mayoría. La abrumadora mayoría de ellos no tuvieron parte alguna en la elaboración del texto constitucional, pero por la razón dicha, parece adecuado denominar la generación formada por ellos como la de los padres de la Constitución, aunque esta denominación se utilice habitualmente en un sentido más estrecho; incluso demasiado estrecho, puesto que deja fuera a hombres que, como Adolfo Suárez o Felipe González, Fernando Abril o Alfonso Guerra, alguna parte tuvieron en esa obra. La generación siguiente estaría integrada por quienes han adquirido el derecho de sufragio, la ciudadanía plena, ya dentro de la Constitución, los españoles que están entre los 18 y los 48 años. Una generación que cabe denominar la de los hijos de la Constitución.
Estas dos generaciones no abarcan la totalidad de los españoles vivos, puesto que muchos de ellos no han llegado todavía a la ciudadanía plena. Forman otra generación que podría denominarse la de los nietos, pero esta concesión a la simetría no es necesaria y puede resultar perturbadora. Aplicada a la Constitución, la afirmación de que, según el principio democrático, la tierra pertenece a las generaciones vivas, sólo tiene sentido si se la entiende referida a las integradas por quienes pueden disponer de ella, manteniéndola sin cambio alguno, introduciendo en ellas las reformas que juzguen necesaria, o en último término, violándola o destruyéndola, aunque en este último caso, como es evidente, democrático o no, el poder empleado será puramente fáctico, no jurídico. Las únicas generaciones vivas a tener en cuenta desde el punto político son la de los padres y la de los hijos.
La mayor parte de los españoles vivos forman parte de una u otra de estas generaciones, cuyas dimensiones son muy desiguales. Según los datos que el Instituto Nacional de Estadística ofrece en la red, la generación de los padres de la Constitución estaría integrada por algo más de 15 millones, y la de los hijos tendría ya más de 21. Estas cifras son producto de mi propio cálculo pero, pese a sus inexactitudes, creo que la relación entre las dimensiones de una y de otra permite afirmar que nuestra Constitución está hoy en manos de sus hijos. Que es a ellos a quienes incumbe mantener en buen estado nuestra vida constitucional, pues son ellos quienes pueden defender la Constitución contra sus enemigos y sobre ellos pesa el deber de corregir los defectos que la práctica ha puesto de manifiesto.
Nuestra vida constitucional es buena, pero podría ser mejor; nuestra Constitución es excelente, pero tiene defectos. Si aquélla no es mejor y estos defectos persisten es porque nada se hace para lograrlo, una pasividad que quizás puede explicarse porque los hijos de la Constitución tienen una idea inadecuada de ella y un exceso de veneración por el texto constitucional.
La idea es inadecuada por ser en parte parcial y en parte falsa. Esta generación parece ver la Constitución exclusivamente desde la perspectiva de los Derechos. Como un texto que reconoce y garantiza los que cada uno de los españoles tenemos o deberíamos en razón de nuestra dignidad humana y los que las Comunidades Autónomas tienen o deberían tener como emanación de su derecho, también preconstitucional a la autonomía. Una perspectiva que no es falsa, pero que no permite ver la realidad constitucional, mucho más amplia. La Constitución sirve para limitar y dividir el poder, pero también para dotarlo de una organización que asegure su legitimidad democrática y le permita actuar con eficacia, y no puede llevarse a cabo aquella tarea sin hacer primero ésta. No hay Estado de derecho si no hay Estado.
Esta perspectiva parcial, que induce a desinteresarse por todas aquellas partes del texto constitucional que no estén en relación directa con los Derechos, no es la única causa de la inadecuación de la idea que hoy se tiene de él. La idea es también inadecuada porque está apoyada en la falsa creencia de que el texto de nuestra Constitución es hoy el mismo que fue promulgado hace 30 años, con la única excepción de la levísima modificación establecida en 1992 en relación con los ciudadanos europeos. Y no es así. Nuestra Constitución, como todas, no cambia sólo cuando es reformada, sino también por otras vías que alteran el sentido de sus preceptos o los privan de fuerza. Valga un ejemplo reciente, el de la preocupación por la entrada de capital ruso en una empresa nacional.
Como esa preocupación viene del temor a que el capital que controla la empresa anteponga sus propios intereses al interés general, el remedio más simple sería el de ponerla bajo el control del Estado, haciendo uso de los poderes que le otorga el artículo 128 de la Constitución. Pero éste es un remedio al que no cabe acudir porque, aunque ese artículo no ha cambiado, el Estado no puede utilizarlo sin la autorización de la Comisión Europea, vigilante celosa de la libertad de mercado.
Pero la pasividad de los hijos de la Constitución no se explica sólo, ni principalmente, por la idea inadecuada que de ella tienen. Viene más directamente de un exceso de veneración por ella. Su actitud respecto del texto constitucional se asemeja en alguna medida a la del pueblo judío respecto de las Tablas de la Ley. Parecen ver en ella un texto sagrado recibido de arriba, en el que los hombres no pueden poner sus manos.
Es esta visión que la generación de los hijos de la Constitución tienen de ella, una visión que alienta la generación de los padres, la que les impide acometer la tarea de reformar la Constitución para corregir los defectos hoy perceptibles en ella. Eliminar preceptos que, como los que dan preferencia al hombre sobre la mujer en la sucesión a la Corona, o exigen la condición de reciprocidad para conceder voto a los extranjeros en nuestras elecciones municipales, han perdido su razón de ser si alguna vez la tuvieron. Modificar la regulación de algunas instituciones como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional, que sólo por esta vía pueden ser protegidas de la dinámica propia de la democracia representativa. Y sobre todo concluir la organización territorial, o cuando menos racionalizar el proceso que lleva hacia ella.
Se dirá que sea o no verdad, lo que digo no es oportuno. Que en tiempos de tribulación no se ha de hacer mudanza, o que no está el horno para bollos, etcétera. Tal vez tengan razón quienes así piensan, aunque no es seguro. Hace 30 años no se ataban los perros con longaniza, y por mucho que sea el trabajo de reformar ciertos artículos de la Constitución, tal vez no sea mayor que el de negociar sin ese apoyo el sistema de financiación de las Comunidades Autónomas y determinar cuál es el grado de diferencia en el goce de los derechos que la Constitución tolera. Pero aunque las razones pragmáticas fueran incontestables, no cabe oponerlas a la conveniencia de abrir debate sobre la reforma constitucional, para hacerla "luego que las circunstancias políticas de la Nación lo permitan", que es la fórmula que las Cortes de Cádiz utilizaron para endosar a las siguientes la difícil tarea de hacer una división más adecuada del territorio nacional
La generación de los que no habían cumplido 18 años el 6 de diciembre de 1978 es la que debe defender nuestra ley fundamental frente a sus enemigos, y la que tendrá que hacer las reformas que sean necesarias
A diferencia de lo que sucede, por ejemplo, con los gusanos de seda, las sociedades humanas no están formadas por individuos que hayan llegado al mundo simultáneamente y sólo tras la extinción de los que les precedieron. Desde el punto de vista de la edad de sus miembros, forman un continuo que sólo artificiosamente cabe considerar dividido en generaciones. Es sin embargo un artificio frecuente, y útil cuando la división entre generaciones se hace por referencia a una fecha significativa para el análisis que se pretende llevar a cabo.
Hay un exceso de veneración por el texto constitucional que impide corregir sus defectos
No se pueden aplazar los cambios para hacerlos cuando las circunstancias políticas lo permitan
El propósito de este artículo es el de hacer algunas reflexiones sobre nuestra Constitución al cumplir los 30 años y, en consecuencia, parece que la fecha significativa para la división de nuestra sociedad en generaciones es la de su promulgación, diciembre de 1978. Los españoles que tenían entonces derecho de voto han de tener ahora al menos 48 años, aunque muchos tengamos desgraciadamente bastantes más. Con independencia de que hicieran o no uso de ese derecho y del sentido de su voto, tuvieron la posibilidad de manifestar su opinión sobre la Constitución y por tanto han de considerarse obligados por ella, como expresión de la voluntad de la mayoría. La abrumadora mayoría de ellos no tuvieron parte alguna en la elaboración del texto constitucional, pero por la razón dicha, parece adecuado denominar la generación formada por ellos como la de los padres de la Constitución, aunque esta denominación se utilice habitualmente en un sentido más estrecho; incluso demasiado estrecho, puesto que deja fuera a hombres que, como Adolfo Suárez o Felipe González, Fernando Abril o Alfonso Guerra, alguna parte tuvieron en esa obra. La generación siguiente estaría integrada por quienes han adquirido el derecho de sufragio, la ciudadanía plena, ya dentro de la Constitución, los españoles que están entre los 18 y los 48 años. Una generación que cabe denominar la de los hijos de la Constitución.
Estas dos generaciones no abarcan la totalidad de los españoles vivos, puesto que muchos de ellos no han llegado todavía a la ciudadanía plena. Forman otra generación que podría denominarse la de los nietos, pero esta concesión a la simetría no es necesaria y puede resultar perturbadora. Aplicada a la Constitución, la afirmación de que, según el principio democrático, la tierra pertenece a las generaciones vivas, sólo tiene sentido si se la entiende referida a las integradas por quienes pueden disponer de ella, manteniéndola sin cambio alguno, introduciendo en ellas las reformas que juzguen necesaria, o en último término, violándola o destruyéndola, aunque en este último caso, como es evidente, democrático o no, el poder empleado será puramente fáctico, no jurídico. Las únicas generaciones vivas a tener en cuenta desde el punto político son la de los padres y la de los hijos.
La mayor parte de los españoles vivos forman parte de una u otra de estas generaciones, cuyas dimensiones son muy desiguales. Según los datos que el Instituto Nacional de Estadística ofrece en la red, la generación de los padres de la Constitución estaría integrada por algo más de 15 millones, y la de los hijos tendría ya más de 21. Estas cifras son producto de mi propio cálculo pero, pese a sus inexactitudes, creo que la relación entre las dimensiones de una y de otra permite afirmar que nuestra Constitución está hoy en manos de sus hijos. Que es a ellos a quienes incumbe mantener en buen estado nuestra vida constitucional, pues son ellos quienes pueden defender la Constitución contra sus enemigos y sobre ellos pesa el deber de corregir los defectos que la práctica ha puesto de manifiesto.
Nuestra vida constitucional es buena, pero podría ser mejor; nuestra Constitución es excelente, pero tiene defectos. Si aquélla no es mejor y estos defectos persisten es porque nada se hace para lograrlo, una pasividad que quizás puede explicarse porque los hijos de la Constitución tienen una idea inadecuada de ella y un exceso de veneración por el texto constitucional.
La idea es inadecuada por ser en parte parcial y en parte falsa. Esta generación parece ver la Constitución exclusivamente desde la perspectiva de los Derechos. Como un texto que reconoce y garantiza los que cada uno de los españoles tenemos o deberíamos en razón de nuestra dignidad humana y los que las Comunidades Autónomas tienen o deberían tener como emanación de su derecho, también preconstitucional a la autonomía. Una perspectiva que no es falsa, pero que no permite ver la realidad constitucional, mucho más amplia. La Constitución sirve para limitar y dividir el poder, pero también para dotarlo de una organización que asegure su legitimidad democrática y le permita actuar con eficacia, y no puede llevarse a cabo aquella tarea sin hacer primero ésta. No hay Estado de derecho si no hay Estado.
Esta perspectiva parcial, que induce a desinteresarse por todas aquellas partes del texto constitucional que no estén en relación directa con los Derechos, no es la única causa de la inadecuación de la idea que hoy se tiene de él. La idea es también inadecuada porque está apoyada en la falsa creencia de que el texto de nuestra Constitución es hoy el mismo que fue promulgado hace 30 años, con la única excepción de la levísima modificación establecida en 1992 en relación con los ciudadanos europeos. Y no es así. Nuestra Constitución, como todas, no cambia sólo cuando es reformada, sino también por otras vías que alteran el sentido de sus preceptos o los privan de fuerza. Valga un ejemplo reciente, el de la preocupación por la entrada de capital ruso en una empresa nacional.
Como esa preocupación viene del temor a que el capital que controla la empresa anteponga sus propios intereses al interés general, el remedio más simple sería el de ponerla bajo el control del Estado, haciendo uso de los poderes que le otorga el artículo 128 de la Constitución. Pero éste es un remedio al que no cabe acudir porque, aunque ese artículo no ha cambiado, el Estado no puede utilizarlo sin la autorización de la Comisión Europea, vigilante celosa de la libertad de mercado.
Pero la pasividad de los hijos de la Constitución no se explica sólo, ni principalmente, por la idea inadecuada que de ella tienen. Viene más directamente de un exceso de veneración por ella. Su actitud respecto del texto constitucional se asemeja en alguna medida a la del pueblo judío respecto de las Tablas de la Ley. Parecen ver en ella un texto sagrado recibido de arriba, en el que los hombres no pueden poner sus manos.
Es esta visión que la generación de los hijos de la Constitución tienen de ella, una visión que alienta la generación de los padres, la que les impide acometer la tarea de reformar la Constitución para corregir los defectos hoy perceptibles en ella. Eliminar preceptos que, como los que dan preferencia al hombre sobre la mujer en la sucesión a la Corona, o exigen la condición de reciprocidad para conceder voto a los extranjeros en nuestras elecciones municipales, han perdido su razón de ser si alguna vez la tuvieron. Modificar la regulación de algunas instituciones como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional, que sólo por esta vía pueden ser protegidas de la dinámica propia de la democracia representativa. Y sobre todo concluir la organización territorial, o cuando menos racionalizar el proceso que lleva hacia ella.
Se dirá que sea o no verdad, lo que digo no es oportuno. Que en tiempos de tribulación no se ha de hacer mudanza, o que no está el horno para bollos, etcétera. Tal vez tengan razón quienes así piensan, aunque no es seguro. Hace 30 años no se ataban los perros con longaniza, y por mucho que sea el trabajo de reformar ciertos artículos de la Constitución, tal vez no sea mayor que el de negociar sin ese apoyo el sistema de financiación de las Comunidades Autónomas y determinar cuál es el grado de diferencia en el goce de los derechos que la Constitución tolera. Pero aunque las razones pragmáticas fueran incontestables, no cabe oponerlas a la conveniencia de abrir debate sobre la reforma constitucional, para hacerla "luego que las circunstancias políticas de la Nación lo permitan", que es la fórmula que las Cortes de Cádiz utilizaron para endosar a las siguientes la difícil tarea de hacer una división más adecuada del territorio nacional
Amnistía como triunfo de la memoria
SANTOS JULIÁ.- El País. 24-11-2008
El primer gran movimiento unitario de la oposición, tras la muerte de Franco, fue exigir la libertad de los presos políticos como irrenunciable primer paso a la democracia. Los logros no obligaron a olvidar el pasado.-
No sabía bien hasta qué punto acertaba el editorialista de EL PAÍS cuando afirmaba -La memoria histórica, 7 de enero de 1977- que la guerra civil ocuparía "en la memoria colectiva un lugar de primer orden durante décadas". La guerra tiene que ser "objeto de una reflexión colectiva y de un debate abierto, en el que participen tanto quienes la hicieron como sus descendientes, tanto los vencedores como los vencidos", se decía entonces, expresando una convicción compartida por un amplio sector de lectores, entre los que no faltaron voces del exilio, como la de Manuel Andújar, que envió una carta al director para subrayar la coincidencia de este editorial con la posición mantenida por él y el grupo de exiliados que dirigieron en México la revista Las Españas.
La ley de octubre de 1977 quiso simbolizar el comienzo de una nueva era de concordia
No hubo amnesia: la revista más leída siguió publicando reportajes sobre fosas comunes
La memoria de la que tanto se hablaba hace más de 30 años tenía un objetivo: superar el pasado. Así lo entendía Manuel Tuñón de Lara, cuando se preguntaba en la presentación de Historia del Franquismo -excelente colección de fascículos de Daniel Sueiro y Bernardo Díaz Nosty- si por formar parte de la historia los hechos relatados en aquellos cuadernos debían ser olvidados. Y respondía: "Esos hechos y esos actos tienen que ser olvidados como condicionantes del presente y del futuro, como factores políticos. En cambio, hay que asimilarlos y explicarlos como historia". Así era entonces la memoria histórica, la misma a la que se refiere Todorov cuando afirma que "si se quiere superar el pasado, en primer lugar, hay que fijar y establecer la propia historia".
Fruto principal de aquella memoria fue el impresionante movimiento por la libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados que creció como la espuma en el primer semestre de 1976. Comenzó pronto, inmediatamente que se conoció el verdadero alcance del indulto concedido por el Rey al hacerse cargo de la jefatura del Estado. Y eso se supo casi al día siguiente, cuando Manuel Fraga, ministro de la Gobernación, volvió a meter en la cárcel a Marcelino Camacho, condenado en el proceso 1001, indultado y vuelto a encarcelar en la más palmaria demostración de que el indulto regio era papel mojado; que el amo de la calle era él, Fraga, vicepresidente con licencia para retirar de la circulación a quienes estorbaban sus planes de reforma.
Liquidado el primer efecto del indulto, la reivindicación de amnistía sirvió de aglutinante a colegios profesionales, organizaciones vecinales y feministas, partidos y sindicatos todavía ilegales, para exigir, en el primer gran movimiento unitario de la oposición, la libertad de los presos políticos como irrenunciable primer paso a la democracia. Las manifestaciones por la libertad, la amnistía y el estatuto de autonomía en Barcelona los días 1 y 8 de febrero de 1976, la convocada en Madrid el 4 de abril, las concentraciones organizadas por las Gestoras Pro-Amnistía en Euskadi, todas ellas reprimidas con saña por la policía, culminaron, tras la caída del Gobierno Arias / Fraga, en la Semana Pro-Amnistía celebrada con multitud de actos entre el 7 y el 12 de julio, pocos días después del nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno.
"El pueblo empuja, el Gobierno no puede soportar más la presión popular y arroja la toalla", escribían los autores del Libro blanco sobre las cárceles franquistas, expresando un sentimiento común. La oposición unida había conseguido un triunfo y dado un paso adelante en la lucha por la democracia. Sólo un paso, pues la amnistía por fin decretada el 30 de julio de 1976, siendo la mejor de las posibles, no era la más amplia de las deseables, como escribió EL PAÍS. Pacata con los militares demócratas, dejó fuera además los actos que hubieran "puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad de las personas". De modo que vuelta a empezar, sobre todo en Euskadi, donde se iniciaron huelgas de hambre y encierros en iglesias cuando pasó el 30 de diciembre y la amnistía total, la que iba a cubrir los delitos de ETA, se quedó sobre la mesa de un Consejo de Ministros abrumado ante el secuestro por los GRAPO del presidente del Consejo de Estado, Antonio María Oriol.
Fue a partir de esta segunda oleada cuando la reivindicación de amnistía total adquirió un nuevo significado. Hasta entonces, al exigir la libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados nadie planteaba, como contrapartida, una medida similar para quienes, como funcionarios de la dictadura, hubieran participado en la violenta represión de los "delitos" de asociación o de reunión. Desde comienzos de 1977, camino de las primeras elecciones generales, amnistía total comenzó a identificarse con fin de la guerra civil y de la dictadura. Y, en consecuencia, adquirió un nuevo contenido: había que amnistiar el pasado de todos para construir -como dirá Arzalluz- "un nuevo país en el que todos podamos vivir".
Así se planteó por primera vez en la reunión que mantuvo Suárez con los delegados de la Comisión de los Nueve el 11 de enero de 1977 para hablar de las dos grandes cuestiones pendientes ante la convocatoria de elecciones: la amnistía y la legalización de todos los partidos. El Gobierno, que hubiera aceptado de buen grado "un gran acto solemne que perdonara y olvidara todos los crímenes y barbaridades cometidos por los dos bandos de la guerra civil, antes de ella, en ella y después de ella hasta nuestros días", como propuso el representante del PNV, Julio Jáuregui, no se sintió con fuerzas para decretarla. Prefirió tomar el camino de las medidas de gracia, eliminando el inciso "puesto en peligro" del decreto del año anterior y recurriendo a la anacrónica figura del extrañamiento para sacar de la cárcel a un buen puñado de presos de ETA, entre otros a los condenados en el consejo de guerra de Burgos.
De modo que la amnistía total, como recordaron varios dirigentes de la oposición, quedaba emplazada para después de las elecciones. Y así fue. El primer día que entraron en el Congreso, los diputados del PNV presentaron una proposición de ley de "amnistía general aplicable a todos los delitos de intencionalidad política, sea cual fuere su naturaleza, cometidos con anterioridad al día 15 de junio de 1977". ETA había puesto a prueba al Gobierno, asesinando a Javier de Ybarra, secuestrado días antes de las elecciones. A pesar de ello, la propuesta del PNV fue apoyada por el resto de los grupos de oposición, a los que se sumó UCD, de modo que el proyecto de ley incluyó también a las autoridades, funcionarios y agentes de orden público que hubieran cometido delitos contra el ejercicio de los derechos de las personas.
Esa fue la sustancia de la Ley 46 / 1977, de 15 de octubre de 1977, de Amnistía: sacar de la cárcel a todos los presos de ETA y, a cambio, extender la amnistía a autoridades, funcionarios y policías. Hubo más, pero lo fundamental, en el ánimo de los proponentes y del Gobierno, consistió en simbolizar el comienzo de una nueva era de concordia dejando las cárceles vacías de presos por actos de intencionalidad política cualquiera que fuese su resultado. Para legitimar esta primera ley de las nuevas Cortes se habló de la guerra civil, de la dictadura, de las torturas y sufrimientos padecidos, se trajo el pasado al presente, pero con la intención de darlo por clausurado y cerrar una larga etapa de la historia. La guerra civil había en verdad terminado, comentó la prensa el día siguiente.
¿Fue la ley producto de una amnesia, causa de un olvido? ¿Midió con el mismo rasero a los presos políticos que habían luchado pacíficamente contra la dictadura y a sus carceleros y torturadores? En absoluto. Excluyó, sí, el pasado del debate parlamentario; pero no impuso una tiranía de silencio: el mismo día que fue aprobada, la revista de mayor difusión de aquellos años, Interviú, continuaba la publicación de una larga serie de reportajes sobre fosas con uno titulado "Otro Valle de los Caídos sin cruz. La Barranca, fosa común para 2.000 riojanos". Y por lo que se refiere a los presos políticos que habían luchado con medios pacíficos, ya estaban en la calle desde un año antes, algunos ocupaban escaños en el Congreso y defendieron con vigor y convicción el proyecto de ley. A su coraje moral y a su determinación política debemos que la democracia echara a andar, asediada por las pistolas de quienes, a derecha y a izquierda, recibieron la amnistía como una muestra de debilidad del Gobierno.
El primer gran movimiento unitario de la oposición, tras la muerte de Franco, fue exigir la libertad de los presos políticos como irrenunciable primer paso a la democracia. Los logros no obligaron a olvidar el pasado.-
No sabía bien hasta qué punto acertaba el editorialista de EL PAÍS cuando afirmaba -La memoria histórica, 7 de enero de 1977- que la guerra civil ocuparía "en la memoria colectiva un lugar de primer orden durante décadas". La guerra tiene que ser "objeto de una reflexión colectiva y de un debate abierto, en el que participen tanto quienes la hicieron como sus descendientes, tanto los vencedores como los vencidos", se decía entonces, expresando una convicción compartida por un amplio sector de lectores, entre los que no faltaron voces del exilio, como la de Manuel Andújar, que envió una carta al director para subrayar la coincidencia de este editorial con la posición mantenida por él y el grupo de exiliados que dirigieron en México la revista Las Españas.
La ley de octubre de 1977 quiso simbolizar el comienzo de una nueva era de concordia
No hubo amnesia: la revista más leída siguió publicando reportajes sobre fosas comunes
La memoria de la que tanto se hablaba hace más de 30 años tenía un objetivo: superar el pasado. Así lo entendía Manuel Tuñón de Lara, cuando se preguntaba en la presentación de Historia del Franquismo -excelente colección de fascículos de Daniel Sueiro y Bernardo Díaz Nosty- si por formar parte de la historia los hechos relatados en aquellos cuadernos debían ser olvidados. Y respondía: "Esos hechos y esos actos tienen que ser olvidados como condicionantes del presente y del futuro, como factores políticos. En cambio, hay que asimilarlos y explicarlos como historia". Así era entonces la memoria histórica, la misma a la que se refiere Todorov cuando afirma que "si se quiere superar el pasado, en primer lugar, hay que fijar y establecer la propia historia".
Fruto principal de aquella memoria fue el impresionante movimiento por la libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados que creció como la espuma en el primer semestre de 1976. Comenzó pronto, inmediatamente que se conoció el verdadero alcance del indulto concedido por el Rey al hacerse cargo de la jefatura del Estado. Y eso se supo casi al día siguiente, cuando Manuel Fraga, ministro de la Gobernación, volvió a meter en la cárcel a Marcelino Camacho, condenado en el proceso 1001, indultado y vuelto a encarcelar en la más palmaria demostración de que el indulto regio era papel mojado; que el amo de la calle era él, Fraga, vicepresidente con licencia para retirar de la circulación a quienes estorbaban sus planes de reforma.
Liquidado el primer efecto del indulto, la reivindicación de amnistía sirvió de aglutinante a colegios profesionales, organizaciones vecinales y feministas, partidos y sindicatos todavía ilegales, para exigir, en el primer gran movimiento unitario de la oposición, la libertad de los presos políticos como irrenunciable primer paso a la democracia. Las manifestaciones por la libertad, la amnistía y el estatuto de autonomía en Barcelona los días 1 y 8 de febrero de 1976, la convocada en Madrid el 4 de abril, las concentraciones organizadas por las Gestoras Pro-Amnistía en Euskadi, todas ellas reprimidas con saña por la policía, culminaron, tras la caída del Gobierno Arias / Fraga, en la Semana Pro-Amnistía celebrada con multitud de actos entre el 7 y el 12 de julio, pocos días después del nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno.
"El pueblo empuja, el Gobierno no puede soportar más la presión popular y arroja la toalla", escribían los autores del Libro blanco sobre las cárceles franquistas, expresando un sentimiento común. La oposición unida había conseguido un triunfo y dado un paso adelante en la lucha por la democracia. Sólo un paso, pues la amnistía por fin decretada el 30 de julio de 1976, siendo la mejor de las posibles, no era la más amplia de las deseables, como escribió EL PAÍS. Pacata con los militares demócratas, dejó fuera además los actos que hubieran "puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad de las personas". De modo que vuelta a empezar, sobre todo en Euskadi, donde se iniciaron huelgas de hambre y encierros en iglesias cuando pasó el 30 de diciembre y la amnistía total, la que iba a cubrir los delitos de ETA, se quedó sobre la mesa de un Consejo de Ministros abrumado ante el secuestro por los GRAPO del presidente del Consejo de Estado, Antonio María Oriol.
Fue a partir de esta segunda oleada cuando la reivindicación de amnistía total adquirió un nuevo significado. Hasta entonces, al exigir la libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados nadie planteaba, como contrapartida, una medida similar para quienes, como funcionarios de la dictadura, hubieran participado en la violenta represión de los "delitos" de asociación o de reunión. Desde comienzos de 1977, camino de las primeras elecciones generales, amnistía total comenzó a identificarse con fin de la guerra civil y de la dictadura. Y, en consecuencia, adquirió un nuevo contenido: había que amnistiar el pasado de todos para construir -como dirá Arzalluz- "un nuevo país en el que todos podamos vivir".
Así se planteó por primera vez en la reunión que mantuvo Suárez con los delegados de la Comisión de los Nueve el 11 de enero de 1977 para hablar de las dos grandes cuestiones pendientes ante la convocatoria de elecciones: la amnistía y la legalización de todos los partidos. El Gobierno, que hubiera aceptado de buen grado "un gran acto solemne que perdonara y olvidara todos los crímenes y barbaridades cometidos por los dos bandos de la guerra civil, antes de ella, en ella y después de ella hasta nuestros días", como propuso el representante del PNV, Julio Jáuregui, no se sintió con fuerzas para decretarla. Prefirió tomar el camino de las medidas de gracia, eliminando el inciso "puesto en peligro" del decreto del año anterior y recurriendo a la anacrónica figura del extrañamiento para sacar de la cárcel a un buen puñado de presos de ETA, entre otros a los condenados en el consejo de guerra de Burgos.
De modo que la amnistía total, como recordaron varios dirigentes de la oposición, quedaba emplazada para después de las elecciones. Y así fue. El primer día que entraron en el Congreso, los diputados del PNV presentaron una proposición de ley de "amnistía general aplicable a todos los delitos de intencionalidad política, sea cual fuere su naturaleza, cometidos con anterioridad al día 15 de junio de 1977". ETA había puesto a prueba al Gobierno, asesinando a Javier de Ybarra, secuestrado días antes de las elecciones. A pesar de ello, la propuesta del PNV fue apoyada por el resto de los grupos de oposición, a los que se sumó UCD, de modo que el proyecto de ley incluyó también a las autoridades, funcionarios y agentes de orden público que hubieran cometido delitos contra el ejercicio de los derechos de las personas.
Esa fue la sustancia de la Ley 46 / 1977, de 15 de octubre de 1977, de Amnistía: sacar de la cárcel a todos los presos de ETA y, a cambio, extender la amnistía a autoridades, funcionarios y policías. Hubo más, pero lo fundamental, en el ánimo de los proponentes y del Gobierno, consistió en simbolizar el comienzo de una nueva era de concordia dejando las cárceles vacías de presos por actos de intencionalidad política cualquiera que fuese su resultado. Para legitimar esta primera ley de las nuevas Cortes se habló de la guerra civil, de la dictadura, de las torturas y sufrimientos padecidos, se trajo el pasado al presente, pero con la intención de darlo por clausurado y cerrar una larga etapa de la historia. La guerra civil había en verdad terminado, comentó la prensa el día siguiente.
¿Fue la ley producto de una amnesia, causa de un olvido? ¿Midió con el mismo rasero a los presos políticos que habían luchado pacíficamente contra la dictadura y a sus carceleros y torturadores? En absoluto. Excluyó, sí, el pasado del debate parlamentario; pero no impuso una tiranía de silencio: el mismo día que fue aprobada, la revista de mayor difusión de aquellos años, Interviú, continuaba la publicación de una larga serie de reportajes sobre fosas con uno titulado "Otro Valle de los Caídos sin cruz. La Barranca, fosa común para 2.000 riojanos". Y por lo que se refiere a los presos políticos que habían luchado con medios pacíficos, ya estaban en la calle desde un año antes, algunos ocupaban escaños en el Congreso y defendieron con vigor y convicción el proyecto de ley. A su coraje moral y a su determinación política debemos que la democracia echara a andar, asediada por las pistolas de quienes, a derecha y a izquierda, recibieron la amnistía como una muestra de debilidad del Gobierno.
Herederos del espanto
POR EMILIO LAMO DE ESPINOSA, ABC. 10-11-2008 03:12:33
El aquelarre jurídico abierto por el juez Garzón ha pasado a adquirir todos los componentes de un auto sacramental: un inquisidor poseído de la certeza de hacer justicia universal, no ya humana sino divina, la estigmatización del enemigo encapirotado, una buena dosis de cainismo y, por supuesto, calaveras y tibias que nos recuerdan la futilidad de la vida terrena y el castigo eterno del hereje. Todo muy barroco, como corresponde a las raíces de nuestra cultura. Aunque he leído el auto (un centón de argumentos ad hoc carente de unidad), no soy jurista y no voy a enredarme en sus argumentos, pero mal tiene que estar la dogmática jurídica cuando, tras analizar miles de fusilamientos y asesinatos, concluye abriendo una causa por «detención ilegal» y solicitando el certificado de defunción de los supuestos culpables, una astracanada para el sentido común y que debería serlo también para el jurídico. La justicia está para condenar o absolver, no para hacer historia, pero si no hay posible culpable, ¿qué sentido tiene un juicio?
Por supuesto, como siempre, hay un fondo de verdad y de razón. Que todavía haya por las tapias y caminos de España enterramientos clandestinos es una vergüenza para todos, y quienes claman contra ello tienen toda la razón. Pero si yo me encuentro un resto humano, o sé que existe en algún lugar, supongo que lo propio es informar a la Guardia Civil, que ésta se persone y lo compruebe, que el juez proceda el desenterramiento, que se trate de identificar los restos, que se entreguen a los familiares si se han localizado, y que éstos procedan a su depósito en camposanto. Y todo ello por completo al margen de si se trata de fusilados o asesinados, de derecha o de izquierda, rojos o nacionales, de esta guerra, de la carlistada, o de ninguna. Y no por razones políticas o históricas sino por puro sentido común e incluso por exigencia del orden público. Hace falta sólo un poquito de humanidad, no mucha, para realizar esa tarea, que debería haber sido completada hace años con cargo al erario público, y para la cual no se necesitan ni jueces estrella ni causas generales ni leyes de memoria ni nada parecido. Sólo sentido común.
Pero como siempre en los asuntos humanos, las cosas no son lo que son sino lo que parecen, la narrativa en la que los envolvemos y la imagen que nos hacemos. Y eso es lo malo, que algo tan elemental haya acabado en un aquelarre. Y la narrativa es que la transición la hicieron unos, y no otros, que la memoria histórica se censuró, que hay buenos y malos, que nosotros somos los herederos de los buenos, que es la hora de darle la vuelta y asentar la democracia sobre bases puras y no contaminadas por el pasado, y puesto que «ellos» tuvieron su justicia ahora nos toca a «nosotros». Todo ello es no sólo un disparate histórico, sino muy pernicioso.
Para comenzar, no es cierto, es falso (y casi insultante), sostener que la transición autocensuró el pasado y se construyó sobre la amnesia. Comencé a escribir mi tesis doctoral sobre Julián Besteiro, líder socialista condenado a muerte por un consejo militar franquista, en pleno franquismo, en 1970, y se leyó en 1972 en la Facultad de Derecho de Madrid; poco después fue editada por Cuadernos para el Dialogo. Por supuesto, el mío no fue un caso aislado, en absoluto. Elías Díaz había creado un equipo de investigación para rescatar el pensamiento heterodoxo español, y se publicaron muchos trabajos y tesis. Y la iniciativa de Elías Díaz tampoco fue un caso aislado. De modo que fuimos muchos los que no tuvimos que esperar al segundo gobierno socialista para empezar a recobrar la memoria; algunos lo hicimos durante el franquismo. La sorpresa es que aquella recuperación fue menos ingenua, «naive» y maniquea que la actual, retorcida de intereses políticos electorales y nacionalistas y que, sin darse cuenta, reproduce argumentos y actitudes del franquismo como en un espejo.
¿Hace falta recordar datos elementales y bien sabidos? Al parecer sí, pues muchos de los fanáticos de la memoria parecen tener poca. Por ejemplo, recordemos que en enero de 1934 la Ejecutiva del PSOE, inspirada por Largo Caballero, aprobó organizar «un movimiento francamente revolucionario con toda la intensidad posible y utilizando los medios que se pueda disponer», cuyo objetivo era «hacerse cargo del poder político el Partido Socialista y la Unión General, si la revolución triunfase». Una resolución que dio lugar a la Revolución de Octubre de 1934, para la que Indalecio Prieto se había transformado en contrabandista de armas y Largo Caballero en el Lenin español. ¿Vamos pues a olvidar que el mismo Partido Socialista y la UGT rompieron radicalmente con la legalidad republicana, o que el catalanismo hizo lo mismo cuando el 6 de octubre de aquel año Companys declaró unilateralmente el «Estat Català»? De modo que cuando el 18 de julio del 36 unos generales se sublevaron, con notable apoyo civil por cierto, ¿cuál era la legitimidad de unos y otros para criticarlos? ¿Ha condenado el PSOE o la UGT (que hoy se persona en la causa de Garzón) la Revolución de Octubre y a quienes la prepararon? Desde luego las estatuas de Largo y Prieto fueron puestas en la Castellana por la democracia, y ahí siguen, al lado de la ausente de Franco. Y no lo critico, aunque más merecimientos para estar en ese lugar tenía Julián Besteiro, por ejemplo, que se opuso a todos esos disparates una y otra vez, sin éxito alguno.
La transición se hizo sobre el supuesto de que la guerra civil fue eso mismo, una guerra civil, no un simple golpe de Estado, y menos una suerte de ocupación militar por un ejercito extranjero que no se sabe de donde venía. Y sobre el supuesto de que esa guerra nunca debió de ocurrir, que nuestros padres (probablemente tus abuelos) se equivocaron al no saber entenderse, que fue un horror por las dos partes, un fracaso colectivo que se trataba de enmendar décadas más tarde evitando el error de la República: ser de una parte y no de todos.
Por supuesto que hubo una brutal represión durante y después de la guerra, que merece ser historiada, pero fueron miles los asesinados por anarquistas o comunistas, muchos de los hoy «republicanos» luchaban, no por la República «burguesa» (vade retro), sino por la anarquía o por Stalin y la revolución comunista, la República se enfangó en guerras civiles dentro de la guerra civil (puestos a recordar, recordemos a Orwell), hubo checas, paseos y asesinatos en el Madrid o la Barcelona republicanas, y de haber ganado los «rojos» la represión posterior hubiera sido también considerable, y otra España, otra media, habría sido la emigrante y exiliada. Y esto también debe ser historiado por la democracia. Puestos a recordar, recordemos que fueron las mejores cabezas de la «República de los intelectuales» las que se retiraron horrorizadas, tras constatar «no es esto, no es esto». Creer que hubo un lado bueno y otro malo es lo que nos dijo Franco durante cuarenta años, y contra esa idea, históricamente (casi) tan falsa como la simétrica, se hizo la transición. Pues desgraciadamente para España y los españoles no hubo un lado bueno, sólo hubo hombres buenos, y estos se encontraban en todas partes.
La transición no se asienta en el olvido, sino todo lo contrario; se asienta en el recuerdo obsesivo y presente de un horror que nunca jamás deberá repetirse, un recuerdo reprimido, sí, pero presente y vivo. Los vencidos pueden recordar y recuerdan el horror de aquellos años, pero bastaba hablar con los vencedores para darse cuenta de que aquel espanto pesaba sobre ellos igualmente: los paseos, los asesinatos de amigos y familiares, las desapariciones, las sacas, las checas. Y por supuesto, la transición se asentó en el miedo a que el horror pudiera volver a ocurrir, miedo que alimentó la voluntad de consenso y de acuerdo. Nada nuevo, pues es bien sabido que buen número de democracias se asientan en la experiencia terrible de la guerra civil y el «never more», el nunca jamás.
Por ello, cuando este gobierno cae en la tentación adanista (y tan hispánica) de refundar el Estado en una segunda transición (confundiendo un cambio de gobierno con un cambio de régimen), para asentarlo de nuevo como heredero y continuador de la República, comenzó a abrir las fosas (no las materiales, por cierto, que es lo que debía hacer, sino las simbólicas), convocando a todos los espíritus y fantasmas del pasado. Pues si esta democracia es la heredera de la República, si es la continuación de los «rojos», si es el triunfo de los vencidos, debe saber que deja fuera a media España, la que luchó contra ellos y sufrió el otro horror, y en lugar de cancelar la Guerra Civil la convoca de nuevo, la abre y la continúa. Y a quienes les preocupa la política de la crispación, tan de moda últimamente, harían bien en fijarse también en ésta, que se dobla del intento de lanzar a las fosas exteriores de la democracia a la oposición, estigmatizada como heredera del mal, para alcanzar así una hegemonía gramsciana que coquetea con el autoritarismo.
Que nadie nos obligue a elegir entre unos y otros muertos, como antes entre el Gulag y el Holocausto o entre Chile y Camboya. Pues no somos los herederos de un lado o del otro, sino los herederos del horror y del dolor de todo el horrible siglo XX. No nos une el amor, decía Borges, sino el espanto, huimos de aquello, no pretendemos convocarlo. Heredamos la guerra, con toda su vesania, no un lado. La historia jamás olvida aunque la justicia humana no pueda no hacerlo, pero si se trata de hacer memoria y justicia habrá que hacerla a dos manos, no dando por buena la memoria y justicia franquista contra los «rojos» para abrir ahora otra simétrica causa general contra los «nacionales». Pues tampoco la democracia ha rehabilitado ni aceptado a los asesinados por la República. No podemos volver a escribir la historia, que antes sufrimos como vencidos, para hacerla ahora como vencedores. Nadie venció, todos perdimos padres, abuelos, esposas, hijos, hermanos.
Pero España y su liderazgo parece haber perdido el pulso y el norte, y tan malo como el daño emergente que hacen estas políticas lo es el lucro cesante. Los españoles hemos progresado fantásticamente estos últimos treinta años. Y lo hemos hecho porque hemos sabido seguir el consejo de quienes nos precedieron. De una parte, despensa y escuela, como quería Costa, trabajo, seriedad, ahorro, y sobre todo, mirar al futuro y no al pasado, «cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid», construir un porvenir de paz y prosperidad para nuestros hijos, no vengar las afrentas de nuestros abuelos. No se puede hacer nación ni patria, ni se puede guiar a un pueblo, mirando por el espejo retrovisor para solucionar el pasado. Y el otro consejo que hemos seguido también: mirar hacia fuera y no hacia adentro, pues la solución es Europa y el mundo y no ensimismarse en una mirada local, provinciana, justo cuando el futuro de España está, más que nunca, fuera de España. En definitiva, hacernos, no deshacernos, pues mientras volvemos la mirada (¡otra vez!), al pasado y hacia adentro, es el futuro y el afuera lo que nos asalta, como ocurre en estos días de recesión económica. Las políticas de la memoria, al igual que las políticas de la identidad, generan un fuerte daño emergente pues nos enfrentan en lugar de unirnos. Pero implican además un enorme lucro cesante ya que mientras hacemos unas cosas no hacemos otras, no hacemos los deberes en economía, en justicia, en educación, en innovación, en competitividad, en presencia exterior. ¿Queremos arreglar el pasado con aquelarres para hacer una imposible justicia a nuestros abuelos, o deseamos encaminar el futuro de nuestros hijos y nietos? «La guerra vuelve estúpido al vencedor y rencoroso al vencido», decía Nietzsche. Ya cometimos el primer error; no caigamos ahora en el segundo.
El aquelarre jurídico abierto por el juez Garzón ha pasado a adquirir todos los componentes de un auto sacramental: un inquisidor poseído de la certeza de hacer justicia universal, no ya humana sino divina, la estigmatización del enemigo encapirotado, una buena dosis de cainismo y, por supuesto, calaveras y tibias que nos recuerdan la futilidad de la vida terrena y el castigo eterno del hereje. Todo muy barroco, como corresponde a las raíces de nuestra cultura. Aunque he leído el auto (un centón de argumentos ad hoc carente de unidad), no soy jurista y no voy a enredarme en sus argumentos, pero mal tiene que estar la dogmática jurídica cuando, tras analizar miles de fusilamientos y asesinatos, concluye abriendo una causa por «detención ilegal» y solicitando el certificado de defunción de los supuestos culpables, una astracanada para el sentido común y que debería serlo también para el jurídico. La justicia está para condenar o absolver, no para hacer historia, pero si no hay posible culpable, ¿qué sentido tiene un juicio?
Por supuesto, como siempre, hay un fondo de verdad y de razón. Que todavía haya por las tapias y caminos de España enterramientos clandestinos es una vergüenza para todos, y quienes claman contra ello tienen toda la razón. Pero si yo me encuentro un resto humano, o sé que existe en algún lugar, supongo que lo propio es informar a la Guardia Civil, que ésta se persone y lo compruebe, que el juez proceda el desenterramiento, que se trate de identificar los restos, que se entreguen a los familiares si se han localizado, y que éstos procedan a su depósito en camposanto. Y todo ello por completo al margen de si se trata de fusilados o asesinados, de derecha o de izquierda, rojos o nacionales, de esta guerra, de la carlistada, o de ninguna. Y no por razones políticas o históricas sino por puro sentido común e incluso por exigencia del orden público. Hace falta sólo un poquito de humanidad, no mucha, para realizar esa tarea, que debería haber sido completada hace años con cargo al erario público, y para la cual no se necesitan ni jueces estrella ni causas generales ni leyes de memoria ni nada parecido. Sólo sentido común.
Pero como siempre en los asuntos humanos, las cosas no son lo que son sino lo que parecen, la narrativa en la que los envolvemos y la imagen que nos hacemos. Y eso es lo malo, que algo tan elemental haya acabado en un aquelarre. Y la narrativa es que la transición la hicieron unos, y no otros, que la memoria histórica se censuró, que hay buenos y malos, que nosotros somos los herederos de los buenos, que es la hora de darle la vuelta y asentar la democracia sobre bases puras y no contaminadas por el pasado, y puesto que «ellos» tuvieron su justicia ahora nos toca a «nosotros». Todo ello es no sólo un disparate histórico, sino muy pernicioso.
Para comenzar, no es cierto, es falso (y casi insultante), sostener que la transición autocensuró el pasado y se construyó sobre la amnesia. Comencé a escribir mi tesis doctoral sobre Julián Besteiro, líder socialista condenado a muerte por un consejo militar franquista, en pleno franquismo, en 1970, y se leyó en 1972 en la Facultad de Derecho de Madrid; poco después fue editada por Cuadernos para el Dialogo. Por supuesto, el mío no fue un caso aislado, en absoluto. Elías Díaz había creado un equipo de investigación para rescatar el pensamiento heterodoxo español, y se publicaron muchos trabajos y tesis. Y la iniciativa de Elías Díaz tampoco fue un caso aislado. De modo que fuimos muchos los que no tuvimos que esperar al segundo gobierno socialista para empezar a recobrar la memoria; algunos lo hicimos durante el franquismo. La sorpresa es que aquella recuperación fue menos ingenua, «naive» y maniquea que la actual, retorcida de intereses políticos electorales y nacionalistas y que, sin darse cuenta, reproduce argumentos y actitudes del franquismo como en un espejo.
¿Hace falta recordar datos elementales y bien sabidos? Al parecer sí, pues muchos de los fanáticos de la memoria parecen tener poca. Por ejemplo, recordemos que en enero de 1934 la Ejecutiva del PSOE, inspirada por Largo Caballero, aprobó organizar «un movimiento francamente revolucionario con toda la intensidad posible y utilizando los medios que se pueda disponer», cuyo objetivo era «hacerse cargo del poder político el Partido Socialista y la Unión General, si la revolución triunfase». Una resolución que dio lugar a la Revolución de Octubre de 1934, para la que Indalecio Prieto se había transformado en contrabandista de armas y Largo Caballero en el Lenin español. ¿Vamos pues a olvidar que el mismo Partido Socialista y la UGT rompieron radicalmente con la legalidad republicana, o que el catalanismo hizo lo mismo cuando el 6 de octubre de aquel año Companys declaró unilateralmente el «Estat Català»? De modo que cuando el 18 de julio del 36 unos generales se sublevaron, con notable apoyo civil por cierto, ¿cuál era la legitimidad de unos y otros para criticarlos? ¿Ha condenado el PSOE o la UGT (que hoy se persona en la causa de Garzón) la Revolución de Octubre y a quienes la prepararon? Desde luego las estatuas de Largo y Prieto fueron puestas en la Castellana por la democracia, y ahí siguen, al lado de la ausente de Franco. Y no lo critico, aunque más merecimientos para estar en ese lugar tenía Julián Besteiro, por ejemplo, que se opuso a todos esos disparates una y otra vez, sin éxito alguno.
La transición se hizo sobre el supuesto de que la guerra civil fue eso mismo, una guerra civil, no un simple golpe de Estado, y menos una suerte de ocupación militar por un ejercito extranjero que no se sabe de donde venía. Y sobre el supuesto de que esa guerra nunca debió de ocurrir, que nuestros padres (probablemente tus abuelos) se equivocaron al no saber entenderse, que fue un horror por las dos partes, un fracaso colectivo que se trataba de enmendar décadas más tarde evitando el error de la República: ser de una parte y no de todos.
Por supuesto que hubo una brutal represión durante y después de la guerra, que merece ser historiada, pero fueron miles los asesinados por anarquistas o comunistas, muchos de los hoy «republicanos» luchaban, no por la República «burguesa» (vade retro), sino por la anarquía o por Stalin y la revolución comunista, la República se enfangó en guerras civiles dentro de la guerra civil (puestos a recordar, recordemos a Orwell), hubo checas, paseos y asesinatos en el Madrid o la Barcelona republicanas, y de haber ganado los «rojos» la represión posterior hubiera sido también considerable, y otra España, otra media, habría sido la emigrante y exiliada. Y esto también debe ser historiado por la democracia. Puestos a recordar, recordemos que fueron las mejores cabezas de la «República de los intelectuales» las que se retiraron horrorizadas, tras constatar «no es esto, no es esto». Creer que hubo un lado bueno y otro malo es lo que nos dijo Franco durante cuarenta años, y contra esa idea, históricamente (casi) tan falsa como la simétrica, se hizo la transición. Pues desgraciadamente para España y los españoles no hubo un lado bueno, sólo hubo hombres buenos, y estos se encontraban en todas partes.
La transición no se asienta en el olvido, sino todo lo contrario; se asienta en el recuerdo obsesivo y presente de un horror que nunca jamás deberá repetirse, un recuerdo reprimido, sí, pero presente y vivo. Los vencidos pueden recordar y recuerdan el horror de aquellos años, pero bastaba hablar con los vencedores para darse cuenta de que aquel espanto pesaba sobre ellos igualmente: los paseos, los asesinatos de amigos y familiares, las desapariciones, las sacas, las checas. Y por supuesto, la transición se asentó en el miedo a que el horror pudiera volver a ocurrir, miedo que alimentó la voluntad de consenso y de acuerdo. Nada nuevo, pues es bien sabido que buen número de democracias se asientan en la experiencia terrible de la guerra civil y el «never more», el nunca jamás.
Por ello, cuando este gobierno cae en la tentación adanista (y tan hispánica) de refundar el Estado en una segunda transición (confundiendo un cambio de gobierno con un cambio de régimen), para asentarlo de nuevo como heredero y continuador de la República, comenzó a abrir las fosas (no las materiales, por cierto, que es lo que debía hacer, sino las simbólicas), convocando a todos los espíritus y fantasmas del pasado. Pues si esta democracia es la heredera de la República, si es la continuación de los «rojos», si es el triunfo de los vencidos, debe saber que deja fuera a media España, la que luchó contra ellos y sufrió el otro horror, y en lugar de cancelar la Guerra Civil la convoca de nuevo, la abre y la continúa. Y a quienes les preocupa la política de la crispación, tan de moda últimamente, harían bien en fijarse también en ésta, que se dobla del intento de lanzar a las fosas exteriores de la democracia a la oposición, estigmatizada como heredera del mal, para alcanzar así una hegemonía gramsciana que coquetea con el autoritarismo.
Que nadie nos obligue a elegir entre unos y otros muertos, como antes entre el Gulag y el Holocausto o entre Chile y Camboya. Pues no somos los herederos de un lado o del otro, sino los herederos del horror y del dolor de todo el horrible siglo XX. No nos une el amor, decía Borges, sino el espanto, huimos de aquello, no pretendemos convocarlo. Heredamos la guerra, con toda su vesania, no un lado. La historia jamás olvida aunque la justicia humana no pueda no hacerlo, pero si se trata de hacer memoria y justicia habrá que hacerla a dos manos, no dando por buena la memoria y justicia franquista contra los «rojos» para abrir ahora otra simétrica causa general contra los «nacionales». Pues tampoco la democracia ha rehabilitado ni aceptado a los asesinados por la República. No podemos volver a escribir la historia, que antes sufrimos como vencidos, para hacerla ahora como vencedores. Nadie venció, todos perdimos padres, abuelos, esposas, hijos, hermanos.
Pero España y su liderazgo parece haber perdido el pulso y el norte, y tan malo como el daño emergente que hacen estas políticas lo es el lucro cesante. Los españoles hemos progresado fantásticamente estos últimos treinta años. Y lo hemos hecho porque hemos sabido seguir el consejo de quienes nos precedieron. De una parte, despensa y escuela, como quería Costa, trabajo, seriedad, ahorro, y sobre todo, mirar al futuro y no al pasado, «cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid», construir un porvenir de paz y prosperidad para nuestros hijos, no vengar las afrentas de nuestros abuelos. No se puede hacer nación ni patria, ni se puede guiar a un pueblo, mirando por el espejo retrovisor para solucionar el pasado. Y el otro consejo que hemos seguido también: mirar hacia fuera y no hacia adentro, pues la solución es Europa y el mundo y no ensimismarse en una mirada local, provinciana, justo cuando el futuro de España está, más que nunca, fuera de España. En definitiva, hacernos, no deshacernos, pues mientras volvemos la mirada (¡otra vez!), al pasado y hacia adentro, es el futuro y el afuera lo que nos asalta, como ocurre en estos días de recesión económica. Las políticas de la memoria, al igual que las políticas de la identidad, generan un fuerte daño emergente pues nos enfrentan en lugar de unirnos. Pero implican además un enorme lucro cesante ya que mientras hacemos unas cosas no hacemos otras, no hacemos los deberes en economía, en justicia, en educación, en innovación, en competitividad, en presencia exterior. ¿Queremos arreglar el pasado con aquelarres para hacer una imposible justicia a nuestros abuelos, o deseamos encaminar el futuro de nuestros hijos y nietos? «La guerra vuelve estúpido al vencedor y rencoroso al vencido», decía Nietzsche. Ya cometimos el primer error; no caigamos ahora en el segundo.
Las memorias de Suárez o el silencio de la Transición
ARMAS Marcelo escribió el otro día en la Tercera de este diario una pieza literaria sobre la debilitada memoria de Adolfo Suárez y lo que pudieron ser, y no fueron, sus memorias. Suárez, como todo el mundo que le conoció sabe, no escribió, probablemente, ni una sola cuartilla en su vida, a no ser las de las asignaturas de la carrera de derecho que aprobó a trancas y barrancas. Pero el ex presidente del Gobierno tenía unas dotes naturales extraordinarias. Y una visión política de España que le llevó a escalar las más altas cimas de nuestra Nación. Se parecía, en esto de escribir, bastante al Rey, que no ha juntado demasiados renglones en su vida, aunque ambos han sabido asumir y recitar las estrofas más convenientes para nuestra patria. Quizás esa fuese la razón de la sintonía que hubo entre ambos personajes, aunque en algunas épocas y momentos los desencuentros fuesen muy notables. Precisamente fueron esos trozos de nuestra historia los que siempre se resistió a contar Suárez.
Junto al presidente de la Transición trabajó un núcleo de personas que luego continuaron unidas durante algún tiempo en el despacho de Antonio Maura. Traté poco a Suárez, concretamente en una ocasión siendo Secretario General del Movimiento y otras dos, ya de presidente del Gobierno, cuando le visitamos la Lliga de Catalunya. Yo fui Secretario, durante un tiempo, de ese partido catalanista que luego se asoció a la Federación de Partidos Demócratas y Liberales que lideraban Joaquín Garrigues y Antonio Fontán. Esas personas eran su cuñado Aurelio Delgado, el famoso «Lito», Eduardo Navarro, José Luis Graullera, Josep Meliá y Alberto Aza. Y Amores, el hombre más fiel del presidente, aunque no se dedicase a la política sino a protegerle. Todos ellos ocuparon cargos de relevancia con Suárez aunque ninguno llegó a ministro. Excepto Meliá todos están vivos, y eran personas, a excepción de «Lito» y de Amores, muy preparadas, que le ayudaron al presidente a no equivocarse gravemente. Digo gravemente porque equivocarse se equivocó en muchas ocasiones, pero en ninguna, al menos que yo conozca, gravemente. Por ejemplo, le hicieron desistir de esa peregrina idea, heredada de ese resabio falangistoide y antisemita trasnochado que siempre tuvo, de enrolar a España en el grupo de países no alineados. Pero, en cambio, no pudieron parar la visita de Arafat, al que dio un monumental abrazo con pistolón al cinto, lo que le alejó, definitivamente, de Israel y de su posible interlocución en el conflicto de Oriente Medio. Errores de ese calibre no los cometió jamás Felipe González ni, por supuesto, Aznar. Esa tentación de juntarnos con los países no democráticos ha vuelto, en cambio, con Zapatero.
El grupo del despacho de Suárez se deshizo. Eso no era un despacho de abogados ni siquiera de influencias. Derecho sabían todos, alguno, como Eduardo, era un finísimo jurista formado en su día en Bolonia. Todos eran sensatos y brillantes políticos. Meliá se fue a Mallorca y ejerció entonces la profesión hasta su prematura muerte. Aza volvió a la carrera diplomática y hoy es el Jefe de la Casa del Rey. Y Eduardo y Graullera continuaron al lado del «Jefe» hasta que la insólita aventura del CDS se estampó en las urnas. Después Graullera fue durante varios años Presidente de AESMIDE (Asociación de Empresas Suministradoras del Ministerio de Defensa) y ahora, también, ejerce la profesión de abogado. Y Eduardo Navarro estuvo con Suárez hasta el último minuto de lucidez del ex presidente y, lo que es el destino, está aquejado de una enfermedad parecida a la de su jefe. Eduardo nunca se llevó bien con Adolfo Suárez Yllana, el hijo del presidente que se presento, ingenuamente, como candidato en las elecciones de Castilla-La Mancha nada menos que contra Bono. Pero volvamos a las memorias.
A Eduardo Navarro lo conozco desde que tengo uso de razón pues trabajó, como Secretario General en la Comisaría General de Urbanismo de Madrid, cuando mi padre, entre 1959 y 1965 era el Comisario General. A los demás los conocí por Eduardo y con alguno de ellos guardo una buena relación de amistad. Navarro, que además de ser un hombre bueno sacaba a veces bastante mala leche, cuando le preguntaba que por qué no escribía sus memorias, las suyas, me contestaba sin dudarlo que él ya escribía «con un seudónimo que se llamaba Adolfo Suárez». Efectivamente, es probable que no puedan atribuirse a Eduardo Navarro todos, absolutamente todos los escritos, conferencias o discursos del gran presidente de la Transición, pero un buen número considerable de ellos, sí. ¿Y qué había de las memorias? Yo puedo hablar de lo que he visto y tocado. Las notas esas que decía Suárez que había escrito y que recoge Armas Marcelo en su artículo puede que sean las aproximadamente más de un centenar de cuartillas escritas por Eduardo Navarro, que yo he tenido en mis manos, y que probablemente estén ahora a buen resguardo. Sé que Adolfo Suárez hijo no coincidía con lo escrito por Navarro y muy probablemente esas cuartillas, con datos históricos interesantes y otros no tanto, no vean nunca la luz. Ahora pretende darse una imagen idílica sobre las relaciones entre el Rey y Suárez, y eso, aunque Suárez Yllana se empeñe en ello, no fue siempre así. Suárez y el Rey tuvieron desencuentros, por no hablar de enfrentamientos, muy considerables, sobre todo en los meses anteriores al golpe de estado del 23 de febrero.
Eduardo no dejó que me sacara una fotocopia de sus cuartillas, escritas con esa letra suya tan característica y primorosa. Ni siquiera me dejó leerlas. Sabía de sobra que si las leía y tomaba notas no dudaría en publicarlas. Me decía que un día a lo mejor las publicaba él, pero lo iba dejando siempre para más adelante, hasta que se le fue la cabeza, como a Suárez, y en ese estado triste y deplorable se encuentran ambos ahora con sus memorias perdidas. El día que alguien quiera adentrarse en las entrañas de la transición, deberá hacerlo, también, en las entrañas de Navarro, Aza, Graullera, Meliá, «Lito» y Amores; y en los papeles que dejaron, si los dejaron y nos los enseñan, o que escriban en el futuro. Aza, Graullera, «Lito» y Amores están en perfecto estado de salud y bien podría decirse de ellos que son el silencio de la Transición. Les brindo la idea a los historiadores, aunque los interesados me maldigan, a que acudan a ellos, a ver si son capaces de sacarles algo, no vaya a ser que un día, también, se pierda la memoria de tan esclarecidos personajes.
JORGE TRIAS SAGNIER,. ABC
Junto al presidente de la Transición trabajó un núcleo de personas que luego continuaron unidas durante algún tiempo en el despacho de Antonio Maura. Traté poco a Suárez, concretamente en una ocasión siendo Secretario General del Movimiento y otras dos, ya de presidente del Gobierno, cuando le visitamos la Lliga de Catalunya. Yo fui Secretario, durante un tiempo, de ese partido catalanista que luego se asoció a la Federación de Partidos Demócratas y Liberales que lideraban Joaquín Garrigues y Antonio Fontán. Esas personas eran su cuñado Aurelio Delgado, el famoso «Lito», Eduardo Navarro, José Luis Graullera, Josep Meliá y Alberto Aza. Y Amores, el hombre más fiel del presidente, aunque no se dedicase a la política sino a protegerle. Todos ellos ocuparon cargos de relevancia con Suárez aunque ninguno llegó a ministro. Excepto Meliá todos están vivos, y eran personas, a excepción de «Lito» y de Amores, muy preparadas, que le ayudaron al presidente a no equivocarse gravemente. Digo gravemente porque equivocarse se equivocó en muchas ocasiones, pero en ninguna, al menos que yo conozca, gravemente. Por ejemplo, le hicieron desistir de esa peregrina idea, heredada de ese resabio falangistoide y antisemita trasnochado que siempre tuvo, de enrolar a España en el grupo de países no alineados. Pero, en cambio, no pudieron parar la visita de Arafat, al que dio un monumental abrazo con pistolón al cinto, lo que le alejó, definitivamente, de Israel y de su posible interlocución en el conflicto de Oriente Medio. Errores de ese calibre no los cometió jamás Felipe González ni, por supuesto, Aznar. Esa tentación de juntarnos con los países no democráticos ha vuelto, en cambio, con Zapatero.
El grupo del despacho de Suárez se deshizo. Eso no era un despacho de abogados ni siquiera de influencias. Derecho sabían todos, alguno, como Eduardo, era un finísimo jurista formado en su día en Bolonia. Todos eran sensatos y brillantes políticos. Meliá se fue a Mallorca y ejerció entonces la profesión hasta su prematura muerte. Aza volvió a la carrera diplomática y hoy es el Jefe de la Casa del Rey. Y Eduardo y Graullera continuaron al lado del «Jefe» hasta que la insólita aventura del CDS se estampó en las urnas. Después Graullera fue durante varios años Presidente de AESMIDE (Asociación de Empresas Suministradoras del Ministerio de Defensa) y ahora, también, ejerce la profesión de abogado. Y Eduardo Navarro estuvo con Suárez hasta el último minuto de lucidez del ex presidente y, lo que es el destino, está aquejado de una enfermedad parecida a la de su jefe. Eduardo nunca se llevó bien con Adolfo Suárez Yllana, el hijo del presidente que se presento, ingenuamente, como candidato en las elecciones de Castilla-La Mancha nada menos que contra Bono. Pero volvamos a las memorias.
A Eduardo Navarro lo conozco desde que tengo uso de razón pues trabajó, como Secretario General en la Comisaría General de Urbanismo de Madrid, cuando mi padre, entre 1959 y 1965 era el Comisario General. A los demás los conocí por Eduardo y con alguno de ellos guardo una buena relación de amistad. Navarro, que además de ser un hombre bueno sacaba a veces bastante mala leche, cuando le preguntaba que por qué no escribía sus memorias, las suyas, me contestaba sin dudarlo que él ya escribía «con un seudónimo que se llamaba Adolfo Suárez». Efectivamente, es probable que no puedan atribuirse a Eduardo Navarro todos, absolutamente todos los escritos, conferencias o discursos del gran presidente de la Transición, pero un buen número considerable de ellos, sí. ¿Y qué había de las memorias? Yo puedo hablar de lo que he visto y tocado. Las notas esas que decía Suárez que había escrito y que recoge Armas Marcelo en su artículo puede que sean las aproximadamente más de un centenar de cuartillas escritas por Eduardo Navarro, que yo he tenido en mis manos, y que probablemente estén ahora a buen resguardo. Sé que Adolfo Suárez hijo no coincidía con lo escrito por Navarro y muy probablemente esas cuartillas, con datos históricos interesantes y otros no tanto, no vean nunca la luz. Ahora pretende darse una imagen idílica sobre las relaciones entre el Rey y Suárez, y eso, aunque Suárez Yllana se empeñe en ello, no fue siempre así. Suárez y el Rey tuvieron desencuentros, por no hablar de enfrentamientos, muy considerables, sobre todo en los meses anteriores al golpe de estado del 23 de febrero.
Eduardo no dejó que me sacara una fotocopia de sus cuartillas, escritas con esa letra suya tan característica y primorosa. Ni siquiera me dejó leerlas. Sabía de sobra que si las leía y tomaba notas no dudaría en publicarlas. Me decía que un día a lo mejor las publicaba él, pero lo iba dejando siempre para más adelante, hasta que se le fue la cabeza, como a Suárez, y en ese estado triste y deplorable se encuentran ambos ahora con sus memorias perdidas. El día que alguien quiera adentrarse en las entrañas de la transición, deberá hacerlo, también, en las entrañas de Navarro, Aza, Graullera, Meliá, «Lito» y Amores; y en los papeles que dejaron, si los dejaron y nos los enseñan, o que escriban en el futuro. Aza, Graullera, «Lito» y Amores están en perfecto estado de salud y bien podría decirse de ellos que son el silencio de la Transición. Les brindo la idea a los historiadores, aunque los interesados me maldigan, a que acudan a ellos, a ver si son capaces de sacarles algo, no vaya a ser que un día, también, se pierda la memoria de tan esclarecidos personajes.
JORGE TRIAS SAGNIER,. ABC
Desmemorias
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 06/09/2008.- El País.
La doctrina oficial es más o menos la siguiente: en España, hasta hace muy poco, no se pudo escribir y casi ni hablar de la Guerra Civil o de la posguerra desde el punto de vista de los vencidos. Primero fue la represión franquista; luego el así llamado "pacto de silencio" de la Transición, por culpa del cual, y en nombre de una dudosa concordia democrática, se suprimió la memoria de los perdedores. Por fin, sólo hace unos pocos años, algunos libros empezaron a romper el silencio, algunas películas, gracias al Gobierno de Zapatero. Se estrena Los girasoles ciegos y un oyente llama a la radio para expresar su alivio, su alegría: "Por fin se puede hablar sin miedo".
El resultado de esta sentimentalización y oficialización de la memoria es el olvido de aquello mismo que se pretendía recordar
'El laberinto mágico', de Max Aub, sigue siendo el gran ciclo de novelas sobre la Guerra Civil y la diáspora
Es una doctrina confortable. Permite el sentimiento halagador de estar participando, sin mucho esfuerzo ni peligro, en la reparación de una larga injusticia, en el descubrimiento de lo escondido durante muchos años. También de estar al día: de recibir, de algún modo, la legitimidad de los derrotados, hasta de alzarse en rebeldía contra el fascismo o la dictadura, con la ventaja no desdeñable de que esa rebelión virtual sucede en el espacio clemente de una democracia. Los libros, las películas de moda ofrecen una memoria tan gustosa de saborear como un caramelo, con ese aire en el fondo tan acogedor que tiene el pasado en el cine de época: los automóviles, los peinados, los sombreros, los pupitres de madera, la lluvia, la nieve acogedoras; cuando no el heroísmo igualitario: chicos y chicas con uniformes impolutos de milicianos, haciendo una guerra que se parecería mucho a una fiesta o a un domingo de excursión si no fuera por esos malvados de bigotito fino y camisa azul o de sotana negra que lo estropean todo. Los buenos, los nuestros, son poéticos, inocentes, entrañables, soñadores, no sexistas. Los otros no sólo son opresores y canallas: también son feos, groseros, machistas, maníacos sexuales, maltratadores de animales. La moda la empezó probablemente Ken Loach en Tierra y libertad, donde ya se insinuaba algo que viene teniendo mucho éxito en las patrias periféricas gobernadas inmemorialmente por una mezcla curiosa de nacionalistas y ex socialistas o ex comunistas cuyo principal rasgo ideológico es volverse más nacionalistas todavía que sus socios: los malvados de esta nueva memoria oficial, aparte de opresores, canallas, feos, groseros, machistas, maníacos sexuales, son algo todavía peor, si cabe: son españoles. En estas patrias, unánimes por definición, la Guerra Civil no es posible, porque no puede haber conflicto interno en una comunidad idílica. La Guerra Civil, el franquismo, fueron en realidad una invasión española, en la que los autóctonos, por el hecho de serlo, estuvieron libres de toda complicidad, y además fueron y siguen siendo víctimas.
El resultado de esta sentimentalización y oficialización de la memoria es el olvido de aquello mismo que se pretendía recordar. Quien dice que sólo ahora se publican novelas o libros de historia que cuentan la verdad sobre la Guerra Civil y la dictadura debería decir más bien que él o ella no los ha leído, o que los desdeñó en su momento porque no estaban de moda, en aquellos atolondrados ochenta en los que la doctrina oficial del socialismo en el poder era la contraria: con lo modernos que ya éramos, qué falta hacía recordar cosas tristes y antiguas.
No hubo que esperar a la Transición y ni siquiera a la muerte de Franco para leer por primera vez una novela antifranquista sobre la Guerra Civil publicada en España: Las últimas banderas, de Ángel María de Lera, ganó hacia finales de los años sesenta el Premio Planeta. Probablemente no era gran literatura, pero yo me acuerdo de la emoción de leer el drama de los últimos días de la República en Madrid, la urgencia y el miedo, el sentimiento de derrumbe. Por aquellos años cayó en mis manos otro de esos libros que se quedan impresos vivamente en la imaginación adolescente y resultan igual de iluminadores cuando uno vuelve a leerlos mucho tiempo después: Tres días de julio, de Luis Romero, que tiene la inminencia trágica de lo que todavía casi no ha sucedido y ya es irreparable. Hablo de libros que estaban al alcance de cualquiera y que fueron decisivos en mi educación de ciudadano y de escritor, en mi descubrimiento temprano y todavía indeciso de los mundos literarios que yo querría indagar en mi propia ficción.
Pero no sólo libros: aún no había muerto Franco y la gente llenaba los cines para ver La prima Angélica, de Carlos Saura, que retrataba con sarcasmo y crudeza a los vencedores de la guerra y exploraba un tema que fue crucial para los que empezamos a escribir novelas en los primeros años ochenta: el vínculo entre el presente y el pasado, la necesidad de saltar sobre el paréntesis de plomo de la dictadura para vincularnos a una tradición literaria, política y vital que se había roto con la guerra.
Qué insulto, qué injusticia para Max Aub decir que sólo en los últimos años se ha escrito de verdad sobre los vencidos: en los primeros ochenta Alfaguara había publicado ya todos los volúmenes de El laberinto mágico, que sigue siendo el gran ciclo de novelas sobre la Guerra Civil y la diáspora. También por entonces se reeditaban los tres volúmenes de La forja de un rebelde, de Arturo Barea, el último de los cuales está el testimonio atroz, contado por un socialista intachable, de los crímenes sin justificación que se cometieron en Madrid entre el verano y el otoño de 1936. La misma angustia moral de Barea, ajena a todo sectarismo, atenta al desgarro de la experiencia humana concreta, está en Días de llamas, de Juan Iturralde, que es del final de los setenta, o en los relatos insuperables de Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga, que combinan la poesía y la ternura, la vaguedad espectral de la fábula con el severo testimonio del sufrimiento, el heroísmo y el despilfarro de las vidas humanas. En los primeros ochenta estrenó Fernando Fernán-Gómez Las bicicletas son para el verano y al principio nadie le hizo ningún caso. Aprendiendo de aquellos maestros, recordando lo que nuestros mayores nos habían contado, algunos de nosotros empezamos publicando ficciones alimentadas por la memoria de la Guerra Civil y la derrota de la República: yo no me olvido de la impresión que me hizo leer en 1985 Luna de lobos, de Julio Llamazares, donde está el coraje de la resistencia pero también la lenta degradación de quien se ve reducido por sus perseguidores a una cualidad casi de alimaña.
España es país muy propenso a las coacciones de la moda literaria o política, de modo que yo no voy a poner en duda el mérito de Los girasoles ciegos ni de ninguna de las ficciones sentimentales sobre la guerra y la posguerra que han tenido tanto éxito en los últimos años. Lo que sugiero, tan sólo como un ejercicio, es que se lean intercaladas con algunos de aquellos libros que no tuvieron el reconocimiento que merecían por el simple hecho de no haber sido escritos teniendo a favor los vientos caprichosos de la moda.
La doctrina oficial es más o menos la siguiente: en España, hasta hace muy poco, no se pudo escribir y casi ni hablar de la Guerra Civil o de la posguerra desde el punto de vista de los vencidos. Primero fue la represión franquista; luego el así llamado "pacto de silencio" de la Transición, por culpa del cual, y en nombre de una dudosa concordia democrática, se suprimió la memoria de los perdedores. Por fin, sólo hace unos pocos años, algunos libros empezaron a romper el silencio, algunas películas, gracias al Gobierno de Zapatero. Se estrena Los girasoles ciegos y un oyente llama a la radio para expresar su alivio, su alegría: "Por fin se puede hablar sin miedo".
El resultado de esta sentimentalización y oficialización de la memoria es el olvido de aquello mismo que se pretendía recordar
'El laberinto mágico', de Max Aub, sigue siendo el gran ciclo de novelas sobre la Guerra Civil y la diáspora
Es una doctrina confortable. Permite el sentimiento halagador de estar participando, sin mucho esfuerzo ni peligro, en la reparación de una larga injusticia, en el descubrimiento de lo escondido durante muchos años. También de estar al día: de recibir, de algún modo, la legitimidad de los derrotados, hasta de alzarse en rebeldía contra el fascismo o la dictadura, con la ventaja no desdeñable de que esa rebelión virtual sucede en el espacio clemente de una democracia. Los libros, las películas de moda ofrecen una memoria tan gustosa de saborear como un caramelo, con ese aire en el fondo tan acogedor que tiene el pasado en el cine de época: los automóviles, los peinados, los sombreros, los pupitres de madera, la lluvia, la nieve acogedoras; cuando no el heroísmo igualitario: chicos y chicas con uniformes impolutos de milicianos, haciendo una guerra que se parecería mucho a una fiesta o a un domingo de excursión si no fuera por esos malvados de bigotito fino y camisa azul o de sotana negra que lo estropean todo. Los buenos, los nuestros, son poéticos, inocentes, entrañables, soñadores, no sexistas. Los otros no sólo son opresores y canallas: también son feos, groseros, machistas, maníacos sexuales, maltratadores de animales. La moda la empezó probablemente Ken Loach en Tierra y libertad, donde ya se insinuaba algo que viene teniendo mucho éxito en las patrias periféricas gobernadas inmemorialmente por una mezcla curiosa de nacionalistas y ex socialistas o ex comunistas cuyo principal rasgo ideológico es volverse más nacionalistas todavía que sus socios: los malvados de esta nueva memoria oficial, aparte de opresores, canallas, feos, groseros, machistas, maníacos sexuales, son algo todavía peor, si cabe: son españoles. En estas patrias, unánimes por definición, la Guerra Civil no es posible, porque no puede haber conflicto interno en una comunidad idílica. La Guerra Civil, el franquismo, fueron en realidad una invasión española, en la que los autóctonos, por el hecho de serlo, estuvieron libres de toda complicidad, y además fueron y siguen siendo víctimas.
El resultado de esta sentimentalización y oficialización de la memoria es el olvido de aquello mismo que se pretendía recordar. Quien dice que sólo ahora se publican novelas o libros de historia que cuentan la verdad sobre la Guerra Civil y la dictadura debería decir más bien que él o ella no los ha leído, o que los desdeñó en su momento porque no estaban de moda, en aquellos atolondrados ochenta en los que la doctrina oficial del socialismo en el poder era la contraria: con lo modernos que ya éramos, qué falta hacía recordar cosas tristes y antiguas.
No hubo que esperar a la Transición y ni siquiera a la muerte de Franco para leer por primera vez una novela antifranquista sobre la Guerra Civil publicada en España: Las últimas banderas, de Ángel María de Lera, ganó hacia finales de los años sesenta el Premio Planeta. Probablemente no era gran literatura, pero yo me acuerdo de la emoción de leer el drama de los últimos días de la República en Madrid, la urgencia y el miedo, el sentimiento de derrumbe. Por aquellos años cayó en mis manos otro de esos libros que se quedan impresos vivamente en la imaginación adolescente y resultan igual de iluminadores cuando uno vuelve a leerlos mucho tiempo después: Tres días de julio, de Luis Romero, que tiene la inminencia trágica de lo que todavía casi no ha sucedido y ya es irreparable. Hablo de libros que estaban al alcance de cualquiera y que fueron decisivos en mi educación de ciudadano y de escritor, en mi descubrimiento temprano y todavía indeciso de los mundos literarios que yo querría indagar en mi propia ficción.
Pero no sólo libros: aún no había muerto Franco y la gente llenaba los cines para ver La prima Angélica, de Carlos Saura, que retrataba con sarcasmo y crudeza a los vencedores de la guerra y exploraba un tema que fue crucial para los que empezamos a escribir novelas en los primeros años ochenta: el vínculo entre el presente y el pasado, la necesidad de saltar sobre el paréntesis de plomo de la dictadura para vincularnos a una tradición literaria, política y vital que se había roto con la guerra.
Qué insulto, qué injusticia para Max Aub decir que sólo en los últimos años se ha escrito de verdad sobre los vencidos: en los primeros ochenta Alfaguara había publicado ya todos los volúmenes de El laberinto mágico, que sigue siendo el gran ciclo de novelas sobre la Guerra Civil y la diáspora. También por entonces se reeditaban los tres volúmenes de La forja de un rebelde, de Arturo Barea, el último de los cuales está el testimonio atroz, contado por un socialista intachable, de los crímenes sin justificación que se cometieron en Madrid entre el verano y el otoño de 1936. La misma angustia moral de Barea, ajena a todo sectarismo, atenta al desgarro de la experiencia humana concreta, está en Días de llamas, de Juan Iturralde, que es del final de los setenta, o en los relatos insuperables de Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga, que combinan la poesía y la ternura, la vaguedad espectral de la fábula con el severo testimonio del sufrimiento, el heroísmo y el despilfarro de las vidas humanas. En los primeros ochenta estrenó Fernando Fernán-Gómez Las bicicletas son para el verano y al principio nadie le hizo ningún caso. Aprendiendo de aquellos maestros, recordando lo que nuestros mayores nos habían contado, algunos de nosotros empezamos publicando ficciones alimentadas por la memoria de la Guerra Civil y la derrota de la República: yo no me olvido de la impresión que me hizo leer en 1985 Luna de lobos, de Julio Llamazares, donde está el coraje de la resistencia pero también la lenta degradación de quien se ve reducido por sus perseguidores a una cualidad casi de alimaña.
España es país muy propenso a las coacciones de la moda literaria o política, de modo que yo no voy a poner en duda el mérito de Los girasoles ciegos ni de ninguna de las ficciones sentimentales sobre la guerra y la posguerra que han tenido tanto éxito en los últimos años. Lo que sugiero, tan sólo como un ejercicio, es que se lean intercaladas con algunos de aquellos libros que no tuvieron el reconocimiento que merecían por el simple hecho de no haber sido escritos teniendo a favor los vientos caprichosos de la moda.
"La transición no es intocable"
Muchos años después del final de la Guerra Civil aún siguen vivos antiguos dolores y, para calmarlos, el Gobierno de Rodríguez Zapatero aprobó en diciembre de 2007 la Ley de la Memoria Histórica.
Para cerrar definitivamente las heridas. El largo proceso por el que pasó la iniciativa antes de la votación parlamentaria estuvo plagado de dificultades, lo que revela que cuanto tenga que ver con aquel viejo conflicto sigue tocando intensamente la sensibilidad de los españoles.
"Era necesario hacer oficial que se cometieron muchas injusticias"
"La ley se está aplicando bastante bien, y se están recuperando muchos restos de fosas comunes y también van desapareciendo de pueblos y ciudades algunos símbolos de la dictadura que no se habían retirado aún", comenta Paloma Aguilar.
Licenciada en Ciencias Políticas, en 1996 publicó Memoria y olvido de la Guerra Civil española. Fue su manera de llamar la atención sobre unos cuantos flecos que la transición dejó de lado.
Ahora lo ha reescrito en parte, y en Políticas de la memoria y memorias de la política (Alianza) ofrece un exhaustivo recorrido por todas estas espinosas cuestiones en las que se mezclan los recuerdos personales y la historia, el derecho a conocer la verdad y el peligro de cultivar el resentimiento, el dolor de las víctimas (fueran del bando que fueran) y el honor maltrecho. "No se trata de remover las cosas para sacar beneficio político alguno. Lo que la ley pretende es reparar la dignidad que se les arrebató durante la guerra y después de que terminara. Y no hay que olvidar que también tiene en cuenta a las víctimas que se produjeron en territorio republicano".
Suele ocurrir con frecuencia, que las cosas vayan más o menos bien y que sean las excepciones las que resulten llamativas. Y eso ha pasado con esta ley, que sólo ha saltado a las páginas de los periódicos cuando algún alcalde se ha negado a prescindir de símbolos franquistas o cuando se ha denunciado a historiadores por sacar nombres de represores a la luz. Las chispas saltan sobre todo cuando la ley se aplica en pequeñas localidades. "Es en los lugares donde todo el mundo se conoce donde las cosas son más difíciles", explica Aguilar. "Pero seguramente es allí donde es más necesaria la ley. Ha habido gente viviendo durante años con el inmenso peso de haber padecido cárcel por condenas injustas o simplemente no han podido honrar a unas víctimas de las que ni siquiera sabían dónde habían sido enterradas".
¿Era de verdad necesaria esta ley, no tienen razón los que consideran mejor no volver sobre los conflictos de la guerra, no había arreglado la transición los problemas de los españoles con el pasado?
"Era importante hacer una ley porque la dotación económica que la acompaña es imprescindible para poner en marcha las iniciativas necesarias para que esa ley se cumpla. Pero además era ya hora de que de manera oficial quedara establecido que se cometieron muchas injusticias, que no fueron legítimos muchos juicios que sin garantías de ningún tipo se hicieron durante la dictadura, que la represión fue arbitraria y brutal".
En su nuevo libro, la investigadora vuelve a rastrear la influencia que las memorias de la Guerra Civil han tenido en la democracia española. Una de las novedades es analizar también los casos de Argentina y Chile: para conocer cómo se enfrentaron a los horrores que cometieron sus sangrientas dictaduras.
"El caso español fue sobre todo distinto, porque la transición tuvo lugar mucho después de que se produjeran los peores excesos del franquismo. Había entonces un deseo muy fuerte de que jamás se volviera a repetir el clima de violencia que desató la guerra y, por tanto, hubo una voluntad generalizada de limar asperezas. No escarbar demasiado y mirar hacia adelante. Pero la transición no es intocable, y me parece legítimo que ahora se la pueda criticar. Y empezar a ocuparse de las cosas que dejó sin hacer. Una de ellas fue la reparación de las víctimas", dice. Para poner en marcha ese proceso, señala Aguilar, fue necesaria la generación de los nietos, menos contaminada por la guerra, más segura de la consistencia de la democracia.
28/08/2008 • El País • Autor: José Andrés RojoTítulo: La Transición no es intocable
Para cerrar definitivamente las heridas. El largo proceso por el que pasó la iniciativa antes de la votación parlamentaria estuvo plagado de dificultades, lo que revela que cuanto tenga que ver con aquel viejo conflicto sigue tocando intensamente la sensibilidad de los españoles.
"Era necesario hacer oficial que se cometieron muchas injusticias"
"La ley se está aplicando bastante bien, y se están recuperando muchos restos de fosas comunes y también van desapareciendo de pueblos y ciudades algunos símbolos de la dictadura que no se habían retirado aún", comenta Paloma Aguilar.
Licenciada en Ciencias Políticas, en 1996 publicó Memoria y olvido de la Guerra Civil española. Fue su manera de llamar la atención sobre unos cuantos flecos que la transición dejó de lado.
Ahora lo ha reescrito en parte, y en Políticas de la memoria y memorias de la política (Alianza) ofrece un exhaustivo recorrido por todas estas espinosas cuestiones en las que se mezclan los recuerdos personales y la historia, el derecho a conocer la verdad y el peligro de cultivar el resentimiento, el dolor de las víctimas (fueran del bando que fueran) y el honor maltrecho. "No se trata de remover las cosas para sacar beneficio político alguno. Lo que la ley pretende es reparar la dignidad que se les arrebató durante la guerra y después de que terminara. Y no hay que olvidar que también tiene en cuenta a las víctimas que se produjeron en territorio republicano".
Suele ocurrir con frecuencia, que las cosas vayan más o menos bien y que sean las excepciones las que resulten llamativas. Y eso ha pasado con esta ley, que sólo ha saltado a las páginas de los periódicos cuando algún alcalde se ha negado a prescindir de símbolos franquistas o cuando se ha denunciado a historiadores por sacar nombres de represores a la luz. Las chispas saltan sobre todo cuando la ley se aplica en pequeñas localidades. "Es en los lugares donde todo el mundo se conoce donde las cosas son más difíciles", explica Aguilar. "Pero seguramente es allí donde es más necesaria la ley. Ha habido gente viviendo durante años con el inmenso peso de haber padecido cárcel por condenas injustas o simplemente no han podido honrar a unas víctimas de las que ni siquiera sabían dónde habían sido enterradas".
¿Era de verdad necesaria esta ley, no tienen razón los que consideran mejor no volver sobre los conflictos de la guerra, no había arreglado la transición los problemas de los españoles con el pasado?
"Era importante hacer una ley porque la dotación económica que la acompaña es imprescindible para poner en marcha las iniciativas necesarias para que esa ley se cumpla. Pero además era ya hora de que de manera oficial quedara establecido que se cometieron muchas injusticias, que no fueron legítimos muchos juicios que sin garantías de ningún tipo se hicieron durante la dictadura, que la represión fue arbitraria y brutal".
En su nuevo libro, la investigadora vuelve a rastrear la influencia que las memorias de la Guerra Civil han tenido en la democracia española. Una de las novedades es analizar también los casos de Argentina y Chile: para conocer cómo se enfrentaron a los horrores que cometieron sus sangrientas dictaduras.
"El caso español fue sobre todo distinto, porque la transición tuvo lugar mucho después de que se produjeran los peores excesos del franquismo. Había entonces un deseo muy fuerte de que jamás se volviera a repetir el clima de violencia que desató la guerra y, por tanto, hubo una voluntad generalizada de limar asperezas. No escarbar demasiado y mirar hacia adelante. Pero la transición no es intocable, y me parece legítimo que ahora se la pueda criticar. Y empezar a ocuparse de las cosas que dejó sin hacer. Una de ellas fue la reparación de las víctimas", dice. Para poner en marcha ese proceso, señala Aguilar, fue necesaria la generación de los nietos, menos contaminada por la guerra, más segura de la consistencia de la democracia.
28/08/2008 • El País • Autor: José Andrés RojoTítulo: La Transición no es intocable
Tarancón, una clave de la Transición
SALVADOR SÁNCHEZ-TERÁN, Presidente del Consejo Social de la Universidad de Salamanca
1-12-2007.- ABC
SE celebra en este año el centenario del nacimiento del Cardenal Vicente Enrique y Tarancón y el decimotercer aniversario de su muerte en Valencia, el 29 de noviembre. Entre las muchas facetas de su excepcional figura deseo glosar en este artículo su decisiva aportación a la Transición española a la democracia.
De todas las grandes instituciones presentes en la vida española -Gobierno, Justicia, Ejército, Fuerzas de Seguridad, Banca, grupos o partidos políticos, Iglesia... etc.-, seguramente la Iglesia Católica era la mejor preparada para afrontar al advenimiento de la Monarquía, la Transición a la democracia. Y ello por dos motivos fundamentales: el primero, porque bastante antes de la transición política, la Iglesia había hecho ya su propia «triple transición» -religiosa, cultural y política- tal como la ha definido José María Martín Patino, y el segundo porque tuvo un líder de excepcional calidad, el Cardenal Tarancón, plenamente compenetrado en la línea eclesial a seguir con el Papa Pablo VI y muy bien ayudado por el excelente Nuncio de Su Santidad, Monseñor Dadaglio.
La transición religiosa tiene su fundamento esencial en el Concilio Vaticano II, que fue calando lentamente en la Iglesia española. En la década de los sesenta la defensa de los derechos humanos es ya considerada parte integrante del discurso religioso. La transición cultural se produjo al acentuar la Iglesia su presencia en el mundo y, muy especialmente, en el mundo obrero a través de las organizaciones de la Acción Católica -HOAC y JOC- y con la presencia de las nuevas promociones de jóvenes sacerdotes en las parroquias de los barrios de trabajadores.
En cuanto a la transición política, la Iglesia al principio de los setenta mantenía una actitud crítica ante el Régimen por la falta de democracia y de las libertades básicas. «La misma Iglesia española -ha dicho Adolfo Suárez- al impulso del Concilio Vaticano II, se mostraba en sus sectores más jóvenes y mayoritarios, partidaria de una apertura hacia las libertades y de una democratización de la vida política. El nacional catolicismo había pasado y se producían serios conflictos Iglesia-Estado».
El momento en que se conjugan las «tres transiciones» es el 23 de febrero de 1973 -día clave en la Historia de la Iglesia española, pues el pleno de la Conferencia Episcopal elige Presidente, por mayoría, al Cardenal Tarancón, Arzobispo de Madrid-. Esto cambió el signo de la mayoría de la Conferencia Episcopal. Y este hecho fue esencial en la cooperación de la Iglesia a la Transición.
Cuatro hitos fundamentales marcan la presencia de la Iglesia en la Transición: La homilía de los Jerónimos; la renuncia del Rey al derecho de presentación de los Obispos; la apertura a todos los partidos políticos democráticos y la ausencia de compromiso con un partido político concreto de «signo cristiano»; y la definición del Estado aconfesional pero cooperante con la Iglesia en la Constitución del 78. En estas cuatro cuestiones Tarancón tiene protagonismo decisivo.
La homilía que Tarancón pronuncia en los Jerónimos tras el juramento del Rey contiene en sus afirmaciones esenciales el espíritu de la Transición. Las palabras del Cardenal sorprendieron a los dignatarios extranjeros, recibieron el pleno apoyo de los demócratas y disgustaron al todavía poderoso «búnker» del Régimen.
Tarancón constata en sus «Confesiones» la mejora de las relaciones del primer Gobierno de la Monarquía con la Iglesia a través de los ministros de Exteriores -Areilza- y de Justicia -Antonio Garrigues-. En esta etapa, se produce un hecho decisivo: el almuerzo de Tarancón con los Reyes en la Zarzuela el 3 de marzo de 1976 -Miércoles de Ceniza-. En dicha entrevista el Cardenal explicó al Rey -que estaba sometido a presiones contrapuestas en este delicado tema- las razones eclesiales y políticas que hacían necesaria la renuncia al privilegio histórico de presentación de Obispos, que ya no tenía razón de ser y rebatió los argumentos en contra. En definitiva no era una petición del Cardenal sino del Concilio Vaticano II y del Papa Pablo VI. Además se establecería el derecho de prenotificación. El resultado de este almuerzo fue positivo.
El Rey tomó la iniciativa de anunciar su decisión, tras constituirse el Gobierno Suárez, mediante carta al Papa de 14 de julio del 76. Así se abría el camino al «Convenio Marco» que significaba la superación del Concordato del 53 y la normalización de las relaciones Iglesia-Estado. El nuevo ministro de Exteriores, Marcelino Oreja, firmará el Convenio el 28 del mismo mes en Roma, abriendo así una compleja negociación que culminaría año y medio más tarde con la aprobación de los cuatro Acuerdos Iglesia-Estado.
Otra cuestión importante en aquellos momentos era la creación de un gran partido demócrata cristiano, semejante a los existentes en Alemania, Italia y otros países europeos. Tarancón y la Jerarquía, en su mayoría, no querían que la Iglesia apoyara a ningún partido y desaconsejaron a varios líderes políticos utilizar el nombre de «cristiano». En ello estábamos plenamente de acuerdo con la Jerarquía los dirigentes de los movimientos seglares obreros y juveniles más influyentes. Después de 40 años de «nacionalcatolicismo» no queríamos constituir un partido cuasi confesional. Esta cuestión estuvo clara desde los primeros pasos de la Transición.
La definición de la naturaleza del Estado y su implicación con la realidad socio-religiosa en España es la cuarta y decisiva aportación de la Iglesia Católica a la Transición. Desde el primer momento la Iglesia renunció, de acuerdo con la doctrina del Vaticano II, a solicitar -como había en el Régimen de Franco- un Estado confesional, pero aclaró que el Estado podía ser aconfesional pero no laico. La Conferencia Episcopal había declarado: «la Constitución debe reconocer la presencia real de los católicos en la sociedad». El texto propuesto por la Iglesia que Tarancón gestionó con Suárez y el arzobispo Yanes con otros dirigentes cualificados de UCD, se plasmó en el artículo 16 de la Constitución.
El Cardenal Tarancón no fue un hombre que asumiera el Concilio Vaticano II, sino que era ya un Obispo plenamente conciliar y eclesial mucho antes del Concilio. Tuve el privilegio de conocer a Don Vicente el año 58 al asumir la Presidencia Nacional de la Juventud de Acción Católica, cuando él era Obispo de Solsona y Secretario de la Conferencia de Metropolitanos -un organismo distante-. Tuve la oportunidad de hablar con él docenas de veces en la vida. Siempre defendió la apertura de la Iglesia al mundo moderno, las libertades de los ciudadanos, la autonomía respecto al Régimen de los movimientos obreros y juveniles del apostolado seglar; la entrega de la Iglesia a los más necesitados. Sin él no hubiera sido posible el cambio de rumbo metodológico y de acción que tomó la Acción Católica en los años 60. Luchó hasta el límite de sus fuerzas por evitar la «crisis de la Acción Católica» decretada por sus hermanos en el Episcopado, nos defendió a los dirigentes de los ataques de «filomarxismo» lanzados desde el Régimen y «afirmó que en los movimientos de A. C. hay una voluntad firme de aplicar el Concilio y que el Papa Pablo VI está con ellos».
Acompañé a Tarancón muchas veces en momentos importantes de su vida. Era un hombre clarividente, cordial, con sentido del humor, muy fumador. Pero recuerdo especialmente aquella tarde del 21 de diciembre de 1973, en el entierro de Carrero Blanco, cuando el Príncipe Don Juan Carlos marchaba detrás del féretro y el Cardenal vivía su particular «vía dolorosa» rodeado de jóvenes «ultras» enloquecidos que vociferaban «Tarancón al paredón». Yo iba a escasos metros suyos. Su cara era una emotiva síntesis de profundo dolor, resignación y perdón.
1-12-2007.- ABC
SE celebra en este año el centenario del nacimiento del Cardenal Vicente Enrique y Tarancón y el decimotercer aniversario de su muerte en Valencia, el 29 de noviembre. Entre las muchas facetas de su excepcional figura deseo glosar en este artículo su decisiva aportación a la Transición española a la democracia.
De todas las grandes instituciones presentes en la vida española -Gobierno, Justicia, Ejército, Fuerzas de Seguridad, Banca, grupos o partidos políticos, Iglesia... etc.-, seguramente la Iglesia Católica era la mejor preparada para afrontar al advenimiento de la Monarquía, la Transición a la democracia. Y ello por dos motivos fundamentales: el primero, porque bastante antes de la transición política, la Iglesia había hecho ya su propia «triple transición» -religiosa, cultural y política- tal como la ha definido José María Martín Patino, y el segundo porque tuvo un líder de excepcional calidad, el Cardenal Tarancón, plenamente compenetrado en la línea eclesial a seguir con el Papa Pablo VI y muy bien ayudado por el excelente Nuncio de Su Santidad, Monseñor Dadaglio.
La transición religiosa tiene su fundamento esencial en el Concilio Vaticano II, que fue calando lentamente en la Iglesia española. En la década de los sesenta la defensa de los derechos humanos es ya considerada parte integrante del discurso religioso. La transición cultural se produjo al acentuar la Iglesia su presencia en el mundo y, muy especialmente, en el mundo obrero a través de las organizaciones de la Acción Católica -HOAC y JOC- y con la presencia de las nuevas promociones de jóvenes sacerdotes en las parroquias de los barrios de trabajadores.
En cuanto a la transición política, la Iglesia al principio de los setenta mantenía una actitud crítica ante el Régimen por la falta de democracia y de las libertades básicas. «La misma Iglesia española -ha dicho Adolfo Suárez- al impulso del Concilio Vaticano II, se mostraba en sus sectores más jóvenes y mayoritarios, partidaria de una apertura hacia las libertades y de una democratización de la vida política. El nacional catolicismo había pasado y se producían serios conflictos Iglesia-Estado».
El momento en que se conjugan las «tres transiciones» es el 23 de febrero de 1973 -día clave en la Historia de la Iglesia española, pues el pleno de la Conferencia Episcopal elige Presidente, por mayoría, al Cardenal Tarancón, Arzobispo de Madrid-. Esto cambió el signo de la mayoría de la Conferencia Episcopal. Y este hecho fue esencial en la cooperación de la Iglesia a la Transición.
Cuatro hitos fundamentales marcan la presencia de la Iglesia en la Transición: La homilía de los Jerónimos; la renuncia del Rey al derecho de presentación de los Obispos; la apertura a todos los partidos políticos democráticos y la ausencia de compromiso con un partido político concreto de «signo cristiano»; y la definición del Estado aconfesional pero cooperante con la Iglesia en la Constitución del 78. En estas cuatro cuestiones Tarancón tiene protagonismo decisivo.
La homilía que Tarancón pronuncia en los Jerónimos tras el juramento del Rey contiene en sus afirmaciones esenciales el espíritu de la Transición. Las palabras del Cardenal sorprendieron a los dignatarios extranjeros, recibieron el pleno apoyo de los demócratas y disgustaron al todavía poderoso «búnker» del Régimen.
Tarancón constata en sus «Confesiones» la mejora de las relaciones del primer Gobierno de la Monarquía con la Iglesia a través de los ministros de Exteriores -Areilza- y de Justicia -Antonio Garrigues-. En esta etapa, se produce un hecho decisivo: el almuerzo de Tarancón con los Reyes en la Zarzuela el 3 de marzo de 1976 -Miércoles de Ceniza-. En dicha entrevista el Cardenal explicó al Rey -que estaba sometido a presiones contrapuestas en este delicado tema- las razones eclesiales y políticas que hacían necesaria la renuncia al privilegio histórico de presentación de Obispos, que ya no tenía razón de ser y rebatió los argumentos en contra. En definitiva no era una petición del Cardenal sino del Concilio Vaticano II y del Papa Pablo VI. Además se establecería el derecho de prenotificación. El resultado de este almuerzo fue positivo.
El Rey tomó la iniciativa de anunciar su decisión, tras constituirse el Gobierno Suárez, mediante carta al Papa de 14 de julio del 76. Así se abría el camino al «Convenio Marco» que significaba la superación del Concordato del 53 y la normalización de las relaciones Iglesia-Estado. El nuevo ministro de Exteriores, Marcelino Oreja, firmará el Convenio el 28 del mismo mes en Roma, abriendo así una compleja negociación que culminaría año y medio más tarde con la aprobación de los cuatro Acuerdos Iglesia-Estado.
Otra cuestión importante en aquellos momentos era la creación de un gran partido demócrata cristiano, semejante a los existentes en Alemania, Italia y otros países europeos. Tarancón y la Jerarquía, en su mayoría, no querían que la Iglesia apoyara a ningún partido y desaconsejaron a varios líderes políticos utilizar el nombre de «cristiano». En ello estábamos plenamente de acuerdo con la Jerarquía los dirigentes de los movimientos seglares obreros y juveniles más influyentes. Después de 40 años de «nacionalcatolicismo» no queríamos constituir un partido cuasi confesional. Esta cuestión estuvo clara desde los primeros pasos de la Transición.
La definición de la naturaleza del Estado y su implicación con la realidad socio-religiosa en España es la cuarta y decisiva aportación de la Iglesia Católica a la Transición. Desde el primer momento la Iglesia renunció, de acuerdo con la doctrina del Vaticano II, a solicitar -como había en el Régimen de Franco- un Estado confesional, pero aclaró que el Estado podía ser aconfesional pero no laico. La Conferencia Episcopal había declarado: «la Constitución debe reconocer la presencia real de los católicos en la sociedad». El texto propuesto por la Iglesia que Tarancón gestionó con Suárez y el arzobispo Yanes con otros dirigentes cualificados de UCD, se plasmó en el artículo 16 de la Constitución.
El Cardenal Tarancón no fue un hombre que asumiera el Concilio Vaticano II, sino que era ya un Obispo plenamente conciliar y eclesial mucho antes del Concilio. Tuve el privilegio de conocer a Don Vicente el año 58 al asumir la Presidencia Nacional de la Juventud de Acción Católica, cuando él era Obispo de Solsona y Secretario de la Conferencia de Metropolitanos -un organismo distante-. Tuve la oportunidad de hablar con él docenas de veces en la vida. Siempre defendió la apertura de la Iglesia al mundo moderno, las libertades de los ciudadanos, la autonomía respecto al Régimen de los movimientos obreros y juveniles del apostolado seglar; la entrega de la Iglesia a los más necesitados. Sin él no hubiera sido posible el cambio de rumbo metodológico y de acción que tomó la Acción Católica en los años 60. Luchó hasta el límite de sus fuerzas por evitar la «crisis de la Acción Católica» decretada por sus hermanos en el Episcopado, nos defendió a los dirigentes de los ataques de «filomarxismo» lanzados desde el Régimen y «afirmó que en los movimientos de A. C. hay una voluntad firme de aplicar el Concilio y que el Papa Pablo VI está con ellos».
Acompañé a Tarancón muchas veces en momentos importantes de su vida. Era un hombre clarividente, cordial, con sentido del humor, muy fumador. Pero recuerdo especialmente aquella tarde del 21 de diciembre de 1973, en el entierro de Carrero Blanco, cuando el Príncipe Don Juan Carlos marchaba detrás del féretro y el Cardenal vivía su particular «vía dolorosa» rodeado de jóvenes «ultras» enloquecidos que vociferaban «Tarancón al paredón». Yo iba a escasos metros suyos. Su cara era una emotiva síntesis de profundo dolor, resignación y perdón.
Claudio Sánchez Albornoz, Fragmentos de una entrevista.
—Yo no he dejado de estar en España durante los cuarenta y dos años que llevo en el destierro, aunque el médico se ocupa de los enfermos, y el abogado de los pleitos, pero como yo he sido historiador, he estado siempre haciendo historia de España y por lo tanto he estado siempre en relación con la patria, no he dejado de vivir en España teóricamente como han tenido que dejar las gentes que tenían profesiones distintas.
—La nostalgia de España es durísima, yo estoy todo el día......una de las cosas que quiero decir es que me levanto pensando que cartas llegarán hoy y como no recibo cartas me entristezco porque espero cartas de mis hijas, de mi hijo, de mis amigos, de mis compañeros, son mi vinculación continua con España.
— ¿Como ve usted, hablando precisamente de la transición española hacia la democracia, ese proceso?
—Que ha salido bastante bien, yo no pertenezco a ningún partido de ahora pero la historia enseña que después de una dictadura de cincuenta años lo normal era dar voluntad. Yo he estudiado la dictadura de Almonzon a fines del siglo diez y luego llevo en esos cuántos años al acabar con la vida como todavía ocho o diez años de paz y después la revolución y la caída total de la España musulmana, de modo que yo he deseado la caída y la muerte de Franco ¿por que no decirlo?, yo he escrito un articulo que titulo Secreto de Confesión y que lo confieso, aunque he creído que cuanto más durase Franco, más difícil iba a ser el cambio de la transición, y que iba haber un movimiento revolucionario, y no lo ha habido hasta ahora y yo creo que nadie lo quiere.
“Nacido en Madrid el siete de abril de mil ochocientos noventa y tres el mismo día juraba su padre como diputado a cortes por Ávila, fueron sus padres don Nicolás Sánchez Albornoz y doña Teresa Menduia, estudio en Oviedo, Ávila y Madrid, cursó derecho, filosofía y letras; sus primeros trabajos de investigación histórica se deben al influjo ejercido por su maestro Eduardo de Hinojosa, y datan del año mil novecientos once, en el dieciocho gana la cátedra de historia de España de la Universidad de Barcelona, a los veinticinco años. Luego se traslada a la de Valladolid, y posteriormente a la de Madrid, en la que sucede a su antiguo maestro en la cátedra de historia antigua y media de España, en mil novecientos veinte; en mil novecientos veinticinco ingresa como miembro más joven de la corporación en la Real Academia de la Historia. Llega la república de mil novecientos treinta y uno y es tres veces diputado a cortes por Ávila. En el primero presidió la comisión de instrucción pública, y en el último parlamento fue vicepresidente, también fue rector de la universidad de Madrid, ministro de relaciones exteriores y embajador en Portugal, doctor honoris causa de la universidad de Burdeos. Le ofrecen una cátedra en ella y vive allí tres años prácticamente hasta que llegan los alemanes, entonces la institución cultural española de Buenos Aires le ofrece trabajo y marcha a la Argentina. Trabaja intensamente en instituciones y universidades, junta los cuadernos de historia de España y su escuela de estudios medievales es la primera en lengua castellana, aún recibiría otro cargo político, fue presidente del gobierno de la republica en el exilio, Sánchez Albornoz se ha definido siempre como demócrata, liberal, católico y social.”
—Usted a dicho alguna vez don Claudio que se hizo republicano porque Alfonso XIII entregó el poder al general Primo de Rivera.
—Claro, Primo de Rivera....yo tenía una tradición política familiar, mi abuelo había sido político, mi padre había sido político y yo no quise ser político. He contado que mi padre me fue a ver y me dijo: ha llegado tu hora, ahora vas a ser diputado por Ávila y yo le dije: no siento la política, me interesa la historia y no hago mas que historia, entonces con la monarquía yo no hubiera hecho política, pero el rey entregó el poder a Primo de Ribera y nos encontramos muchos intelectuales españoles que no habíamos hecho política que no sentíamos la política, pues dentro de la nueva España que quería hacer una organización distinta de las de la monarquía, había en el fondo como crónica....
— ¿y porque cree usted que fracaso la república?
—Lo he dicho muchas veces, cuando estuve en Oviedo que me hicieron doctor honoris causa de la universidad, me hicieron también esa pregunta; y les respondí, porque ustedes hicieron la revolución. Ahora publico que me siento democrático, no había ningún cordillizo, ni había ninguna acusación contra nadie, y los políticos de entonces hemos sido todos padres, pero había un tonto que era Nardo Caballero.
Nardo Caballero creyó que él iba a ser, le metieron en la cabeza, que él iba a ser el líder español y que iba a hacer la revolución española y se le hinchó la boca de la palabra revolución, e hizo la revolución de Asturias e hizo las revoluciones en el ultimo tiempo de la república, hizo imposible la vida en el país, porque todo el que tuvo un muro que colocó enfrente de Albert Purnesa por temor a perderlo. La revolución de Nardo Caballero, a Nardo Caballero lo han traído con grandes honores. Nardo Caballero es el culpable de los cuarenta años de destierro y de la muerte y el destierro de todos nosotros, no había habido nada, no había causado nada, además en el sistema democrático es respeto de la voluntad.......
Si hay unas elecciones y tienen una mayoría los radicales, que eran republicanos se hicieron nobles; bueno pues hay que dejarles gobernar, pues no hay que hacer una revolución. Hicieron otra revolución los catalanes, también usted sabe..... también estúpidamente no había ninguna razón para hacerla porque las revoluciones suponen tener un éxito pero siempre que triunfen, y hacer una revolución en España en el año treinta y cuatro fue un caso de locura, de locura de Nardo Caballero.
—La actual situación española, ¿como la ve usted desde aquí?, la monarquía democrática por ejemplo.
—A mi me llevaron a ver a don Juan Carlos y han pasado ya dos años, le dije: “Señor, el parlamento es una posibilidad de los mas revolucionarios, el que hace un discurso violento en el congreso ese no hace la revolución”, Nardo Caballero quería hacerla porque no sabia hacer un discurso. Bueno señores al día siguiente de mi entrevista con don Juan Carlos, don Juan Carlos echó a Carlos Arias y nombro a mi paisano Estuardo, no creo que me hiciera caso pero la verdad es que fue al día siguiente.
Yo soy republicano lo he dicho y lo sostengo comprenda usted que al cabo de ochenta y pico años no va uno a variar el pensamiento, porque sería una porquería y yo si algo aprecio es tener una dignidad personal. He podido vivir de todas maneras, he podido ir a Frankfurt, me han hecho propuestas y he conservado aquí mi casa, mis libros, mi tristeza, por no ceder. No se como van las cosas en España porque yo no recibo informaciones y no vivo allí, creo que tienen buena intención las gentes de la UCD y los socialistas, intención de realizar lo que no hicimos en esos tiempos de la república.
—Eso es exactamente lo que se a dado en llamar consenso, una operación de acuerdos, más o menos sustanciales para llevar a cabo esa situación de transición hacia la democracia y con el consenso se ha logrado redactar un proyecto de constitución,,.
—Hay una cosa que me molesta y es que no se hable de España, el estado español, bueno, iba a decir una palabrota.....pero qué caramba es eso del estado español, es España, yo no hubiera pasado por eso si hubiera estado en Madrid. Hubiera sido España, España es todo, todos los pueblos, se puede hablar de los pueblos de España, de las comarcas históricas de España, de las nacionalidades españolas, pero España está ahí, de modo que a mi me parece mal que la hayan suprimido.....porque he recibido invitaciones en nombre del estado español, ahora, ¿cuánto durará el consenso?,
— ¿Cuánto cree usted que debiera durar?
—Yo creo que entendemos por consenso..... si eso de consenso y perdonen ustedes lo grosero de la expresión “darse la lengua”, como se dice vulgarmente aquí, si se lo deben dar, pero si representa un entendimiento para llevar a España por los caminos de la democracia creo que todavía debe perdurar.
— ¿Mucho tiempo?
—Si usted estuviera tan lejos de España, tan mal informado, que no lo sé, no le puedo a usted contestar a eso.
—Don Claudio ¿es verdad que a usted le han pagado con efecto retroactivo sus salarios de ministro desde que dejo usted de serlo hasta hoy?
—Eso es una afirmación canallesca, a mi me han pagado un sueldo de exministro desde el día en que yo lo solicité, mi abogado Carlos Acilleras apeló el acuerdo, pidiendo que me lo concedieran con carácter retroactivo como le han concedido a otros, lo negó el gobierno, apeló al tribunal supremo, que el tribunal supremo confirmó el acuerdo del gobierno, de modo que yo cobro mi sueldo de exministro como hemos solicitado mientras Franco ha vivido.
—Oficialmente un hombre tan liberal como usted, un estandarte por decirlo así, del liberalismo español ¿ha recibido alguna expresión de reconocimiento por parte de la nueva situación democrática?
—No, yo tengo que agradecer a los españoles como me recibieron cuando fui a España, estuvieron amables todos; cuando yo iba por la calle y se me acercaba una muchacha y decía, enhorabuena ya esta en España y me daba un beso. El pueblo estuvo casi amable conmigo, estuvieron algunas instituciones como la universidad del mundo hispánico, pero el estado español, ni entonces, ni ahora, ni después a hecho un solo gesto, como lo han hecho con otros grandes políticos.
— ¿Y de esos años de vida política? ¿Cuales son los mejores recuerdos que usted tiene?
—Es difícil contestar a esa pregunta, durante el periodo republicano yo tuve honestamente.... y contribuí en lo que pude a formar la república, por ello todos los recuerdos me parecen felices, entonces a veces eran ingratos; de todas maneras aquello es un recuerdo amargado de una época muy larga de mi vida en el exilio. Ahora bien, yo soy católico y creo que el buen dios me había hecho desde la cuna historiador, y yo me había metido en política y había dejado la historia, yo había ya comenzado libros y me habían dado el premio nacional Covadonga, y me habían hecho académico de la historia teniendo cuarenta y dos años, cuando todos los grandes académicos de la historia eran mis padres o mis abuelos, yo era el benjamín. Todo eso significa que yo era historiador. Si yo hubiera seguido haciendo política habría sido un político mas, pero la historia medieval española la puedo hacer yo solo, y yo la he hecho y he conservado en esta casa cuarenta y cinco años de mi vida toda íntegra para trabajar en la historia de España y ahí están mis libros, los pueden ustedes fotografiar, y ahí está mi crédito, me acordaré en el premio Feltrinelli, que es el premio Nóbel de los historiadores en Italia, me ha reconocido en todas partes, pero en España.... bueno sí, me aplauden, me echaron de la jadería de la historia.
—Don Claudio, volviendo al tema político aunque usted nos había ya alejado de él, ¿usted cree que los emigrados políticos de la república, los que perdieron la guerra civil tienen algún papel posible, aunque ya naturalmente están todos muy mayores en la reconstrucción española?
—Mi teoría es, nosotros hemos tenido muchas guerras civiles, muchas emigraciones históricas en el curso del siglo diecinueve y nunca he dudado dentro de la teoría mía.....yo ya llevo doce años y nos hemos quedado tan vueltos de plenitud de forma que se han vuelto moderados, todo el mundo sabe que a Martínez de la Rosa, que había estado es esta casa la llamaban Rosita la pastelera porque era aficionado al consenso como se diría hoy.....
—A los pasteles.
—Pues no sé, si nosotros hubiéramos vuelto en el año cincuenta, en el año sesenta habríamos podido cumplir una misión en España, porque es ingrato decirlo pero había muchos errores en la cuneta, en todos los caminos y yo era quizás el mas insignificante político, pero ha tardado tanto que somos ochentones, sin embargo ahí esta el caso de Tarradellas. Tarradellas era un revolucionario, pero Tarradellas a vuelto a España...........como habíamos vuelto todos, hacia el destierro en Cheis, probablemente Nardo Caballero contra quien yo me he alzado con justicia, también juntos, también volverá. Pero cuánto ha durado, cuarenta años, Franco era de mi quinta y cuando murió Franco yo era ya un vejestorio.
—Talento, dignidad, autoridad científica, señorío personal y belleza de estilo, tales son las cualidades que distinguen al primer historiador de España, hoy prisionero de sus ochenta y cinco años en Buenos Aires, doctor honoris causa por las universidades de Turinga, Gante, Burdeos, Lima, Oviedo y Buenos Aires; académico de las academias de la historia de Lisboa, París, Roma, Chile, y Estados Unidos. España esta en deuda con él, aún estamos a tiempo de hacerle justicia.
Don claudio si un día naturalmente que esperamos que esté muy lejos todavía y usted es llamado a la otra vida, ¿que mensaje le gustaría dejar para los españoles? ¿Que consejo nacido de su sabiduría, de su conocimiento de la historia española y de la manera de ser del español de hoy?
—Entendeos, una opinión contraria no es una enemistad ni un crimen, hay que convencer al adversario y al propio y hay que saber ceder. En una zarzuela española muy vieja, muy vieja, alguien decía, gobernar es estar en su sitio, ya lo dijo Solbon, cuando uno dice una verdad de estas, cómo es de verdad gobernar, es transigir, guardarle la luz... la guez al adversario, echarle de lleno, e intentar acabar con él produce reacciones contrarias, por eso yo sé que no olvidarán porque creo que los hombres se entienden hablando, escribiendo, conversando, nadie quiere la verdad en sus manos, quieren siempre una parte de la verdad, esa parte de la verdad es la que hay que poner en contacto con la parte de la verdad de los otros españoles, España necesita de todos sus hijos y desde el otro barrio no podría hacer nada, pero si alguna vez puedo hacer algo será decir a los españoles libertad y paz.
—La nostalgia de España es durísima, yo estoy todo el día......una de las cosas que quiero decir es que me levanto pensando que cartas llegarán hoy y como no recibo cartas me entristezco porque espero cartas de mis hijas, de mi hijo, de mis amigos, de mis compañeros, son mi vinculación continua con España.
— ¿Como ve usted, hablando precisamente de la transición española hacia la democracia, ese proceso?
—Que ha salido bastante bien, yo no pertenezco a ningún partido de ahora pero la historia enseña que después de una dictadura de cincuenta años lo normal era dar voluntad. Yo he estudiado la dictadura de Almonzon a fines del siglo diez y luego llevo en esos cuántos años al acabar con la vida como todavía ocho o diez años de paz y después la revolución y la caída total de la España musulmana, de modo que yo he deseado la caída y la muerte de Franco ¿por que no decirlo?, yo he escrito un articulo que titulo Secreto de Confesión y que lo confieso, aunque he creído que cuanto más durase Franco, más difícil iba a ser el cambio de la transición, y que iba haber un movimiento revolucionario, y no lo ha habido hasta ahora y yo creo que nadie lo quiere.
“Nacido en Madrid el siete de abril de mil ochocientos noventa y tres el mismo día juraba su padre como diputado a cortes por Ávila, fueron sus padres don Nicolás Sánchez Albornoz y doña Teresa Menduia, estudio en Oviedo, Ávila y Madrid, cursó derecho, filosofía y letras; sus primeros trabajos de investigación histórica se deben al influjo ejercido por su maestro Eduardo de Hinojosa, y datan del año mil novecientos once, en el dieciocho gana la cátedra de historia de España de la Universidad de Barcelona, a los veinticinco años. Luego se traslada a la de Valladolid, y posteriormente a la de Madrid, en la que sucede a su antiguo maestro en la cátedra de historia antigua y media de España, en mil novecientos veinte; en mil novecientos veinticinco ingresa como miembro más joven de la corporación en la Real Academia de la Historia. Llega la república de mil novecientos treinta y uno y es tres veces diputado a cortes por Ávila. En el primero presidió la comisión de instrucción pública, y en el último parlamento fue vicepresidente, también fue rector de la universidad de Madrid, ministro de relaciones exteriores y embajador en Portugal, doctor honoris causa de la universidad de Burdeos. Le ofrecen una cátedra en ella y vive allí tres años prácticamente hasta que llegan los alemanes, entonces la institución cultural española de Buenos Aires le ofrece trabajo y marcha a la Argentina. Trabaja intensamente en instituciones y universidades, junta los cuadernos de historia de España y su escuela de estudios medievales es la primera en lengua castellana, aún recibiría otro cargo político, fue presidente del gobierno de la republica en el exilio, Sánchez Albornoz se ha definido siempre como demócrata, liberal, católico y social.”
—Usted a dicho alguna vez don Claudio que se hizo republicano porque Alfonso XIII entregó el poder al general Primo de Rivera.
—Claro, Primo de Rivera....yo tenía una tradición política familiar, mi abuelo había sido político, mi padre había sido político y yo no quise ser político. He contado que mi padre me fue a ver y me dijo: ha llegado tu hora, ahora vas a ser diputado por Ávila y yo le dije: no siento la política, me interesa la historia y no hago mas que historia, entonces con la monarquía yo no hubiera hecho política, pero el rey entregó el poder a Primo de Ribera y nos encontramos muchos intelectuales españoles que no habíamos hecho política que no sentíamos la política, pues dentro de la nueva España que quería hacer una organización distinta de las de la monarquía, había en el fondo como crónica....
— ¿y porque cree usted que fracaso la república?
—Lo he dicho muchas veces, cuando estuve en Oviedo que me hicieron doctor honoris causa de la universidad, me hicieron también esa pregunta; y les respondí, porque ustedes hicieron la revolución. Ahora publico que me siento democrático, no había ningún cordillizo, ni había ninguna acusación contra nadie, y los políticos de entonces hemos sido todos padres, pero había un tonto que era Nardo Caballero.
Nardo Caballero creyó que él iba a ser, le metieron en la cabeza, que él iba a ser el líder español y que iba a hacer la revolución española y se le hinchó la boca de la palabra revolución, e hizo la revolución de Asturias e hizo las revoluciones en el ultimo tiempo de la república, hizo imposible la vida en el país, porque todo el que tuvo un muro que colocó enfrente de Albert Purnesa por temor a perderlo. La revolución de Nardo Caballero, a Nardo Caballero lo han traído con grandes honores. Nardo Caballero es el culpable de los cuarenta años de destierro y de la muerte y el destierro de todos nosotros, no había habido nada, no había causado nada, además en el sistema democrático es respeto de la voluntad.......
Si hay unas elecciones y tienen una mayoría los radicales, que eran republicanos se hicieron nobles; bueno pues hay que dejarles gobernar, pues no hay que hacer una revolución. Hicieron otra revolución los catalanes, también usted sabe..... también estúpidamente no había ninguna razón para hacerla porque las revoluciones suponen tener un éxito pero siempre que triunfen, y hacer una revolución en España en el año treinta y cuatro fue un caso de locura, de locura de Nardo Caballero.
—La actual situación española, ¿como la ve usted desde aquí?, la monarquía democrática por ejemplo.
—A mi me llevaron a ver a don Juan Carlos y han pasado ya dos años, le dije: “Señor, el parlamento es una posibilidad de los mas revolucionarios, el que hace un discurso violento en el congreso ese no hace la revolución”, Nardo Caballero quería hacerla porque no sabia hacer un discurso. Bueno señores al día siguiente de mi entrevista con don Juan Carlos, don Juan Carlos echó a Carlos Arias y nombro a mi paisano Estuardo, no creo que me hiciera caso pero la verdad es que fue al día siguiente.
Yo soy republicano lo he dicho y lo sostengo comprenda usted que al cabo de ochenta y pico años no va uno a variar el pensamiento, porque sería una porquería y yo si algo aprecio es tener una dignidad personal. He podido vivir de todas maneras, he podido ir a Frankfurt, me han hecho propuestas y he conservado aquí mi casa, mis libros, mi tristeza, por no ceder. No se como van las cosas en España porque yo no recibo informaciones y no vivo allí, creo que tienen buena intención las gentes de la UCD y los socialistas, intención de realizar lo que no hicimos en esos tiempos de la república.
—Eso es exactamente lo que se a dado en llamar consenso, una operación de acuerdos, más o menos sustanciales para llevar a cabo esa situación de transición hacia la democracia y con el consenso se ha logrado redactar un proyecto de constitución,,.
—Hay una cosa que me molesta y es que no se hable de España, el estado español, bueno, iba a decir una palabrota.....pero qué caramba es eso del estado español, es España, yo no hubiera pasado por eso si hubiera estado en Madrid. Hubiera sido España, España es todo, todos los pueblos, se puede hablar de los pueblos de España, de las comarcas históricas de España, de las nacionalidades españolas, pero España está ahí, de modo que a mi me parece mal que la hayan suprimido.....porque he recibido invitaciones en nombre del estado español, ahora, ¿cuánto durará el consenso?,
— ¿Cuánto cree usted que debiera durar?
—Yo creo que entendemos por consenso..... si eso de consenso y perdonen ustedes lo grosero de la expresión “darse la lengua”, como se dice vulgarmente aquí, si se lo deben dar, pero si representa un entendimiento para llevar a España por los caminos de la democracia creo que todavía debe perdurar.
— ¿Mucho tiempo?
—Si usted estuviera tan lejos de España, tan mal informado, que no lo sé, no le puedo a usted contestar a eso.
—Don Claudio ¿es verdad que a usted le han pagado con efecto retroactivo sus salarios de ministro desde que dejo usted de serlo hasta hoy?
—Eso es una afirmación canallesca, a mi me han pagado un sueldo de exministro desde el día en que yo lo solicité, mi abogado Carlos Acilleras apeló el acuerdo, pidiendo que me lo concedieran con carácter retroactivo como le han concedido a otros, lo negó el gobierno, apeló al tribunal supremo, que el tribunal supremo confirmó el acuerdo del gobierno, de modo que yo cobro mi sueldo de exministro como hemos solicitado mientras Franco ha vivido.
—Oficialmente un hombre tan liberal como usted, un estandarte por decirlo así, del liberalismo español ¿ha recibido alguna expresión de reconocimiento por parte de la nueva situación democrática?
—No, yo tengo que agradecer a los españoles como me recibieron cuando fui a España, estuvieron amables todos; cuando yo iba por la calle y se me acercaba una muchacha y decía, enhorabuena ya esta en España y me daba un beso. El pueblo estuvo casi amable conmigo, estuvieron algunas instituciones como la universidad del mundo hispánico, pero el estado español, ni entonces, ni ahora, ni después a hecho un solo gesto, como lo han hecho con otros grandes políticos.
— ¿Y de esos años de vida política? ¿Cuales son los mejores recuerdos que usted tiene?
—Es difícil contestar a esa pregunta, durante el periodo republicano yo tuve honestamente.... y contribuí en lo que pude a formar la república, por ello todos los recuerdos me parecen felices, entonces a veces eran ingratos; de todas maneras aquello es un recuerdo amargado de una época muy larga de mi vida en el exilio. Ahora bien, yo soy católico y creo que el buen dios me había hecho desde la cuna historiador, y yo me había metido en política y había dejado la historia, yo había ya comenzado libros y me habían dado el premio nacional Covadonga, y me habían hecho académico de la historia teniendo cuarenta y dos años, cuando todos los grandes académicos de la historia eran mis padres o mis abuelos, yo era el benjamín. Todo eso significa que yo era historiador. Si yo hubiera seguido haciendo política habría sido un político mas, pero la historia medieval española la puedo hacer yo solo, y yo la he hecho y he conservado en esta casa cuarenta y cinco años de mi vida toda íntegra para trabajar en la historia de España y ahí están mis libros, los pueden ustedes fotografiar, y ahí está mi crédito, me acordaré en el premio Feltrinelli, que es el premio Nóbel de los historiadores en Italia, me ha reconocido en todas partes, pero en España.... bueno sí, me aplauden, me echaron de la jadería de la historia.
—Don Claudio, volviendo al tema político aunque usted nos había ya alejado de él, ¿usted cree que los emigrados políticos de la república, los que perdieron la guerra civil tienen algún papel posible, aunque ya naturalmente están todos muy mayores en la reconstrucción española?
—Mi teoría es, nosotros hemos tenido muchas guerras civiles, muchas emigraciones históricas en el curso del siglo diecinueve y nunca he dudado dentro de la teoría mía.....yo ya llevo doce años y nos hemos quedado tan vueltos de plenitud de forma que se han vuelto moderados, todo el mundo sabe que a Martínez de la Rosa, que había estado es esta casa la llamaban Rosita la pastelera porque era aficionado al consenso como se diría hoy.....
—A los pasteles.
—Pues no sé, si nosotros hubiéramos vuelto en el año cincuenta, en el año sesenta habríamos podido cumplir una misión en España, porque es ingrato decirlo pero había muchos errores en la cuneta, en todos los caminos y yo era quizás el mas insignificante político, pero ha tardado tanto que somos ochentones, sin embargo ahí esta el caso de Tarradellas. Tarradellas era un revolucionario, pero Tarradellas a vuelto a España...........como habíamos vuelto todos, hacia el destierro en Cheis, probablemente Nardo Caballero contra quien yo me he alzado con justicia, también juntos, también volverá. Pero cuánto ha durado, cuarenta años, Franco era de mi quinta y cuando murió Franco yo era ya un vejestorio.
—Talento, dignidad, autoridad científica, señorío personal y belleza de estilo, tales son las cualidades que distinguen al primer historiador de España, hoy prisionero de sus ochenta y cinco años en Buenos Aires, doctor honoris causa por las universidades de Turinga, Gante, Burdeos, Lima, Oviedo y Buenos Aires; académico de las academias de la historia de Lisboa, París, Roma, Chile, y Estados Unidos. España esta en deuda con él, aún estamos a tiempo de hacerle justicia.
Don claudio si un día naturalmente que esperamos que esté muy lejos todavía y usted es llamado a la otra vida, ¿que mensaje le gustaría dejar para los españoles? ¿Que consejo nacido de su sabiduría, de su conocimiento de la historia española y de la manera de ser del español de hoy?
—Entendeos, una opinión contraria no es una enemistad ni un crimen, hay que convencer al adversario y al propio y hay que saber ceder. En una zarzuela española muy vieja, muy vieja, alguien decía, gobernar es estar en su sitio, ya lo dijo Solbon, cuando uno dice una verdad de estas, cómo es de verdad gobernar, es transigir, guardarle la luz... la guez al adversario, echarle de lleno, e intentar acabar con él produce reacciones contrarias, por eso yo sé que no olvidarán porque creo que los hombres se entienden hablando, escribiendo, conversando, nadie quiere la verdad en sus manos, quieren siempre una parte de la verdad, esa parte de la verdad es la que hay que poner en contacto con la parte de la verdad de los otros españoles, España necesita de todos sus hijos y desde el otro barrio no podría hacer nada, pero si alguna vez puedo hacer algo será decir a los españoles libertad y paz.
“En el Palacio de la Zarzuela”, Anecdotario político (Claudio Sánchez Albornoz)
Mediados de junio. Había regresado de Lisboa a buscar a mis hijos. Informé a Casares en el Congreso de la llegada de Fal Conde procurando pasar inadvertido, sobre sus entrevistas con Sanjurjo y sobre cuanto sabía acerca de la conspiración que se tramaba allí.
Los amigos de Acción Republicana me refirieron el avance de la crisis institucional y los más íntimos me dijeron: “Vete a ver a Azaña, hay que abrirle los ojos. Van a barrernos esas gentes de enfrente”.
Visité a don Manuel –así solía llamarle- en el Palacio Nacional. No me dejó explayarme: “Ya hablaremos con calma. Venga a almorzar mañana a la Zarzuela”.
Deliciosa mañana de junio. Azaña había invitado tamién a Moles, ministro de la Gobernación, y a Visuales y su mujer.
Almorzamos dentro del palacete y salimos al jardín.
(…) Moles fue refiriendo las últimas noticias sobre huelga, alzamientos, violencia, invasiones de fincas, asaltos, tiroteos… en buena parte, según dijo, preparados, alentados o realizados por la extrema derecha.
El panorama era más que sombrío.
Yo atisbaba el rostro de Azaña y esperaba de él alguna decisión drástica; a lo menos, unas palabras firmes; un gesto esperanzador de que iba a ponerse coto al anárquico y no manso deslizamiento del país hacia la guerra civil. Pero, ni el gesto esperanzador, ni las palabras firmes, ni la decisión drástica llegaron.
Todavía, al cabo de treinta y cinco años, me gana la emoción angustiosa que me ganó de pronto, cuando tras el prolongado relato de Moles de los ocurrido en las últimas cuarenta y ocho hora, Azaña exclamó impávido: “Bueno, ya estamos buenos para que nos fusilen”.
No sé lo que pensaron los otros contertulios ante aquellas palabras de un vencido sin combate.
(…) Me desplomé interiormente. Todo estaba perdido. No se pondría coto a la anarquía que provocaban a la par las extremas derechas y las extremas izquierdas.
La República no sería defendida a tiempo.
España seguiría rodando por la trágica pendiente.
Me explicaba que en los dos extremos del cuadrante político del país se procurase crear en ella el caos.
No podía admitir sin cólera que el máximo jerarca de la República consintiera en la derrota de la misma y no se decidiera a defenderla, y a la patria de los horrores de la guerra.
No busqué el diálogo con Azaña. Le juzgué inútil ya.
(…) No sé que misterioso presentimiento me hizo pensar al salir de Madrid que no volvería a pisar sus calles.
En un rincón del corazón quedaba la esperanza de que, a la postre, el gobierno, por muchos advertido del peligro, reaccionaría a tiempo. Hoy me atrevo a pensar que, en relidad, no había gobierno.
A fines de junio aún era posible evitar la catástrofe. Pero, repito, creo que en verdad no había gobierno. Había en él hombres enérgicos y decididos; eran los menos. Su presidente y algunos de sus miembros perdieron el control de sí mismos. Sé de algunos que lloraron el 18 de julio… Si, como Azaña, los más estaban buenos para que los fusilaran.
Los amigos de Acción Republicana me refirieron el avance de la crisis institucional y los más íntimos me dijeron: “Vete a ver a Azaña, hay que abrirle los ojos. Van a barrernos esas gentes de enfrente”.
Visité a don Manuel –así solía llamarle- en el Palacio Nacional. No me dejó explayarme: “Ya hablaremos con calma. Venga a almorzar mañana a la Zarzuela”.
Deliciosa mañana de junio. Azaña había invitado tamién a Moles, ministro de la Gobernación, y a Visuales y su mujer.
Almorzamos dentro del palacete y salimos al jardín.
(…) Moles fue refiriendo las últimas noticias sobre huelga, alzamientos, violencia, invasiones de fincas, asaltos, tiroteos… en buena parte, según dijo, preparados, alentados o realizados por la extrema derecha.
El panorama era más que sombrío.
Yo atisbaba el rostro de Azaña y esperaba de él alguna decisión drástica; a lo menos, unas palabras firmes; un gesto esperanzador de que iba a ponerse coto al anárquico y no manso deslizamiento del país hacia la guerra civil. Pero, ni el gesto esperanzador, ni las palabras firmes, ni la decisión drástica llegaron.
Todavía, al cabo de treinta y cinco años, me gana la emoción angustiosa que me ganó de pronto, cuando tras el prolongado relato de Moles de los ocurrido en las últimas cuarenta y ocho hora, Azaña exclamó impávido: “Bueno, ya estamos buenos para que nos fusilen”.
No sé lo que pensaron los otros contertulios ante aquellas palabras de un vencido sin combate.
(…) Me desplomé interiormente. Todo estaba perdido. No se pondría coto a la anarquía que provocaban a la par las extremas derechas y las extremas izquierdas.
La República no sería defendida a tiempo.
España seguiría rodando por la trágica pendiente.
Me explicaba que en los dos extremos del cuadrante político del país se procurase crear en ella el caos.
No podía admitir sin cólera que el máximo jerarca de la República consintiera en la derrota de la misma y no se decidiera a defenderla, y a la patria de los horrores de la guerra.
No busqué el diálogo con Azaña. Le juzgué inútil ya.
(…) No sé que misterioso presentimiento me hizo pensar al salir de Madrid que no volvería a pisar sus calles.
En un rincón del corazón quedaba la esperanza de que, a la postre, el gobierno, por muchos advertido del peligro, reaccionaría a tiempo. Hoy me atrevo a pensar que, en relidad, no había gobierno.
A fines de junio aún era posible evitar la catástrofe. Pero, repito, creo que en verdad no había gobierno. Había en él hombres enérgicos y decididos; eran los menos. Su presidente y algunos de sus miembros perdieron el control de sí mismos. Sé de algunos que lloraron el 18 de julio… Si, como Azaña, los más estaban buenos para que los fusilaran.
"Un acuerdo político" (Anecdotario Político, Claudio Sánchez Albornoz)
Triunfaba la anarquía en las calles de Madrid y aun de España entera. Huelgas, alzamientos, violencias, tiroteos, odios feroces, brutal intolerancia en cada una de las dos Españas.
El gobierno iba perdiendo día a día el control del orden público.
Habíamos cometido el gran error de destituir a don Niceto. Se barajaban diversos nombres para sustituirle. Muchos creíamos que debía ser elegido Azaña. Él lo deseaba y, además, los sucesos desbordaban deprisa sus posibilidades temperamentales para llevar sobre sus espaldas la carga efectiva del gobierno de España.
No descubro nada nuevo al trazar este sombrío cuadro; sus problemas se proyectaron en la reunión de los primates del partido al que pertenecía.
Nos habían convocado a los ministros y ex ministros de Izquierda Republicana. De los presentes en esa reunión vivimos aún Gabriel Franco y yo.
¡Cuantos buenos y queridos amigos allí congregados han caído ya al paso de los años!. Recuerdo incluso cómo nos hallábamos sentados en torno a la mesa de Azaña. Yo estaba en la extrema derecha de nuestro jefe. No puede sorprender mi lugar a quienes conozcan mis ideas. Pero, junto a mí, se hallaba Giral que no podía ser calificado de conservador.
Tras el acuerdo de sostener la candidatura de Azaña, mi vecino de asiento pidió la palabra y dijo aproximadamente: “Vivimos instantes muy críticos. Todos nosotros hemos luchado y seguiremos luchando por la libertad y por la República. Ambas están en peligro, No podemos dejar de crecer la ola de anarquía que nos invade poco a poco. El régimen no puede subsistir si no restauramos el orden público y restablecemos la paz civil. Es una hora de duros sacrificios. Será quizá preciso llegar a la dictadura republicana para salvar a las instituciones y sus bases esenciales: la libertad y la democracia. Creo que el asunto es grave. Solicito que cada uno de nosotros asuma hoy su responsabilidad exponiendo su opinión sobre el problema”.
Me adherí en el acto a su juicio sobre la hora histórica en que vivíamos y reconocí la urgencia de una medida drástica para salvar la República. Fueron opinando todos los presentes y por unanimidad, repito, por unanimidad –incluso Azaña opinó como todos- se acordó que tras la elección del mismo como presidente se procediera con urgencia a adoptar las medidas propuestas por Giral.
Elegido Azaña, tras su jura como presidente y tras la constitución del Gobierno Casares Quiroga –grave error de Azaña- el 14 de mayo viajé a Lisboda para hacerme cargo de la Embajada de España en Portugal.
Durante muchas noches dormí a la cabecera de mi cama, a la espera de la oficial comunicación de Madrid anunciándome la temporaria proclamación de la salvadora dictadura republicana.
Pero no llegó jamás la esperada noticia y España prosiguió su triste anárquico caminar hacia la bárbara guerra civil que luego padeció.
He oído referir a Paco Giral que se creyó asegura la situación mediante una gran tenida masónica en que algunos generales, luego rebeldes, prometieron lealtad con sus mandiles puestos. Respondo de lo que conjuntamente acordamos en casa de Azaña una mañana primaveral del año trágico de 1936. La debilidad en política es un pecado grave.
El gobierno iba perdiendo día a día el control del orden público.
Habíamos cometido el gran error de destituir a don Niceto. Se barajaban diversos nombres para sustituirle. Muchos creíamos que debía ser elegido Azaña. Él lo deseaba y, además, los sucesos desbordaban deprisa sus posibilidades temperamentales para llevar sobre sus espaldas la carga efectiva del gobierno de España.
No descubro nada nuevo al trazar este sombrío cuadro; sus problemas se proyectaron en la reunión de los primates del partido al que pertenecía.
Nos habían convocado a los ministros y ex ministros de Izquierda Republicana. De los presentes en esa reunión vivimos aún Gabriel Franco y yo.
¡Cuantos buenos y queridos amigos allí congregados han caído ya al paso de los años!. Recuerdo incluso cómo nos hallábamos sentados en torno a la mesa de Azaña. Yo estaba en la extrema derecha de nuestro jefe. No puede sorprender mi lugar a quienes conozcan mis ideas. Pero, junto a mí, se hallaba Giral que no podía ser calificado de conservador.
Tras el acuerdo de sostener la candidatura de Azaña, mi vecino de asiento pidió la palabra y dijo aproximadamente: “Vivimos instantes muy críticos. Todos nosotros hemos luchado y seguiremos luchando por la libertad y por la República. Ambas están en peligro, No podemos dejar de crecer la ola de anarquía que nos invade poco a poco. El régimen no puede subsistir si no restauramos el orden público y restablecemos la paz civil. Es una hora de duros sacrificios. Será quizá preciso llegar a la dictadura republicana para salvar a las instituciones y sus bases esenciales: la libertad y la democracia. Creo que el asunto es grave. Solicito que cada uno de nosotros asuma hoy su responsabilidad exponiendo su opinión sobre el problema”.
Me adherí en el acto a su juicio sobre la hora histórica en que vivíamos y reconocí la urgencia de una medida drástica para salvar la República. Fueron opinando todos los presentes y por unanimidad, repito, por unanimidad –incluso Azaña opinó como todos- se acordó que tras la elección del mismo como presidente se procediera con urgencia a adoptar las medidas propuestas por Giral.
Elegido Azaña, tras su jura como presidente y tras la constitución del Gobierno Casares Quiroga –grave error de Azaña- el 14 de mayo viajé a Lisboda para hacerme cargo de la Embajada de España en Portugal.
Durante muchas noches dormí a la cabecera de mi cama, a la espera de la oficial comunicación de Madrid anunciándome la temporaria proclamación de la salvadora dictadura republicana.
Pero no llegó jamás la esperada noticia y España prosiguió su triste anárquico caminar hacia la bárbara guerra civil que luego padeció.
He oído referir a Paco Giral que se creyó asegura la situación mediante una gran tenida masónica en que algunos generales, luego rebeldes, prometieron lealtad con sus mandiles puestos. Respondo de lo que conjuntamente acordamos en casa de Azaña una mañana primaveral del año trágico de 1936. La debilidad en política es un pecado grave.
Quince cartas de Caludio Sánchez Albornoz con mucha historia
La Fundación que lleva su nombre ha recibido quince manuscritos del historiador abulense
http://zyntag.com/tags/video/iZ-NnUA6gj8/
ANTONIO GARCÍA
ÁVILA.- La Fundación que lleva el nombre Claudio Sánchez Albornoz (1893-1984) ha recibido quince cartas manuscritas del historiador abulense, cedidas por Julio de la Vega la Orden. Fueron escritas entre 1978 y 1981.
El presidente de la Diputación de Ávila y vicepresidente de la Fundación Claudio Sánchez Albornoz, Agustín González, ha recibido quince cartas escritas a mano por el historiador abulense entre mediados de 1978 y finales de 1981. La cesión ha sido realizada por el abulense Julio de la Vega la Orden, que en ese tiempo mantuvo una comunicación epistolar con Sánchez Albornoz, aún en el exilio, donde llegó a ser presidente del Gobierno de la República.
Según González, se trata de "nuevos documentos a añadir al patrimonio legado por don Claudio Sánchez Albornoz". En su contenido hablan, sobre todo, de la historia de España. En algunas de las líneas leídas este martes, hacía especial referencia a Ávila, a los reconocimientos que intuía que le llegarían después de su muerte y al "problema vasco", tal y como ha recordado su nieto y secretario de la Fundación que lleva su nombre, Francisco Trullén.
Respecto al destino de las misivas, ha comentado que pasarán a formar parte del fondo que la Fundación tiene en el Palacete de Nebreda, de Ávila, donde existen "entre 1.500 y 2.000". Estas cartas se suman a los fondos cartularios de correspondencia que conserva la Diputación de León, uno de los patronos de la Fundación Sánchez Albornoz, junto a la Diputación abulense, el Principado de Asturias, la Comunidad de Madrid y la Junta de Castilla y León.
La comunicación epistolar cedida corresponde al periodo comprendido entre junio de 1978 y septiembre de 1981, tal y como ha recordado Julio de la Vega la Orden, quien ha rememorado su relación con Sánchez Albornoz teniendo en cuenta "vínculos familiares", así como políticos y periodísticos, ya que en aquel momento colaboraba con artículos en la prensa de la época.
A su juicio, estos documentos servirán para que "las futuras generaciones conozcan la labor histórica de quien fue un enamorado de Ávila". Por ello, fue enterrado en el claustro de la Catedral abulense.
De la Vega la Orden ha leído algunos pasajes de las misivas, entre los que figura el primero: "Un abulense es siempre para mí un amigo y un hermano. Sabe que adoro Ávila desde niño y que esa admiración ha crecido en el largo destierro. Estoy orgulloso en haber cumplido mi deber frente a España, consagrando mi vida a su historia". "Algún día me hará justicia mi patria, quizá después de mi muerte", comentaba de forma premonitoria.
En la última carta fechada el 30 de septiembre de 1981 decía oscilar "entre el optimismo y el pesimismo al pensar en España". "Hemos sido siempre así un pueblo áspero y difícil. Hay que poner el hombro y sacar a flote España y dentro de ella a nuestra Castilla. Siempre estoy pluma en ristre para la defensa de ambas. Yo he perdonado ya a todo el mundo y no aspiro sino a tener una buena y santa muerte", argumentaba.
Además, confiaba en que sus paisanos le hicieran un día "justicia" y después de su muerte se acordaran de él, antes de concluir: "El ayer debe ser olvidado".
http://zyntag.com/tags/video/iZ-NnUA6gj8/
ANTONIO GARCÍA
ÁVILA.- La Fundación que lleva el nombre Claudio Sánchez Albornoz (1893-1984) ha recibido quince cartas manuscritas del historiador abulense, cedidas por Julio de la Vega la Orden. Fueron escritas entre 1978 y 1981.
El presidente de la Diputación de Ávila y vicepresidente de la Fundación Claudio Sánchez Albornoz, Agustín González, ha recibido quince cartas escritas a mano por el historiador abulense entre mediados de 1978 y finales de 1981. La cesión ha sido realizada por el abulense Julio de la Vega la Orden, que en ese tiempo mantuvo una comunicación epistolar con Sánchez Albornoz, aún en el exilio, donde llegó a ser presidente del Gobierno de la República.
Según González, se trata de "nuevos documentos a añadir al patrimonio legado por don Claudio Sánchez Albornoz". En su contenido hablan, sobre todo, de la historia de España. En algunas de las líneas leídas este martes, hacía especial referencia a Ávila, a los reconocimientos que intuía que le llegarían después de su muerte y al "problema vasco", tal y como ha recordado su nieto y secretario de la Fundación que lleva su nombre, Francisco Trullén.
Respecto al destino de las misivas, ha comentado que pasarán a formar parte del fondo que la Fundación tiene en el Palacete de Nebreda, de Ávila, donde existen "entre 1.500 y 2.000". Estas cartas se suman a los fondos cartularios de correspondencia que conserva la Diputación de León, uno de los patronos de la Fundación Sánchez Albornoz, junto a la Diputación abulense, el Principado de Asturias, la Comunidad de Madrid y la Junta de Castilla y León.
La comunicación epistolar cedida corresponde al periodo comprendido entre junio de 1978 y septiembre de 1981, tal y como ha recordado Julio de la Vega la Orden, quien ha rememorado su relación con Sánchez Albornoz teniendo en cuenta "vínculos familiares", así como políticos y periodísticos, ya que en aquel momento colaboraba con artículos en la prensa de la época.
A su juicio, estos documentos servirán para que "las futuras generaciones conozcan la labor histórica de quien fue un enamorado de Ávila". Por ello, fue enterrado en el claustro de la Catedral abulense.
De la Vega la Orden ha leído algunos pasajes de las misivas, entre los que figura el primero: "Un abulense es siempre para mí un amigo y un hermano. Sabe que adoro Ávila desde niño y que esa admiración ha crecido en el largo destierro. Estoy orgulloso en haber cumplido mi deber frente a España, consagrando mi vida a su historia". "Algún día me hará justicia mi patria, quizá después de mi muerte", comentaba de forma premonitoria.
En la última carta fechada el 30 de septiembre de 1981 decía oscilar "entre el optimismo y el pesimismo al pensar en España". "Hemos sido siempre así un pueblo áspero y difícil. Hay que poner el hombro y sacar a flote España y dentro de ella a nuestra Castilla. Siempre estoy pluma en ristre para la defensa de ambas. Yo he perdonado ya a todo el mundo y no aspiro sino a tener una buena y santa muerte", argumentaba.
Además, confiaba en que sus paisanos le hicieran un día "justicia" y después de su muerte se acordaran de él, antes de concluir: "El ayer debe ser olvidado".
Entrevista a Claudio Sánchez Albornoz, por Carmen Sarmiento (Buenos Aires, 1976, última entrevista en el exilio antes de regresar a España).
Revista Autogestión nº 60, Octubre-Noviembre de 2005
"La libertad y la democracia no consisten en aplastar al adversario".
Durante los cinco años que duró su vida pública, Sánchez Albornoz preparó sus Notas para el estudio de dos historiadores hispanoárabes de los siglos VIII y IX. Hizo catorce publicaciones monográficas, dio numerosas conferencias y asistió a varios congresos científicos, al margen de su actividad política.
- Los amigos más íntimos me llevaron a Acción Republicana, un partido de profesores e intelectuales, que presidía Azaña, a quien conocía del Ateneo, porque yo era socio del mismo desde los diecisiete años.
¿Valoraba usted a Azaña? ¿Es cierto que tenía un extraordinario talento político?
- Era un hombre muy inteligente, un verdadero hombre de Estado. No obstante, estaba prisionero de una tradición de desdenes, de fracasos políticos personales y del clima moral que dominaba en la gran mayoría de los republicanos. Acción Republicana era un partido de centro-izquierda que estaba en realidad a la derecha de la República- la derecha eran Maura y don Niceto Alcalá Zamora, y dentro de los partidos de tradición republicana estaban el Partido Socialista, el Radical Socialista, el Radical, y luego a la derecha, nosotros. era un partido muy pequeño: no tendríamos en las Cortes más de dieciocho o veinte diputados.
Azaña era el primer orador del Parlamento, el hombre más capaz; sin embargo, había tenido que esperar la llegada de la República en medio de la hostilidad de gentes de ideas cercanas a las suyas. Había llevado una vida casi marginal, y esa triste espera había agriado su carácter. Le oí referir a él mismo que, una vez, una mujer pública le había mordido y se había asustado por lo amargo de su sangre. Era agrio todo él.
Creo que él mismo se definió diciendo: "Tengo de mi raza el ascetismo y del diablo la soberbia".
- Bueno, no le descubro a usted el Mediterráneo si le digo que Azaña era un burgués liberal; él mismo se definió así en el mitin de Mestalla. Cuando llegábamos a los pueblos y saludábamos desde la ventanilla, nos recibían con el grito de "¡Abajo la burguesía!", hasta que en una de ésas, Azaña se cansó, sacó la cabeza por la ventanilla y contestó: "¡Idiotas, yo soy burgués!"
Azaña era un intelectual puro, con todas sus virtudes y defectos que ello implica, y sufrió mucho en el ejercicio del poder. Las matanzas de la retaguardia republicana, y especialmente las de la cárcel modelo, le hicieron pronunciar una frase que le honra: "No quiero ser presidente de una República de asesinos". Y digo que le honra porque en el campo contrario se cometían idénticos crímenes; pero nadie tuvo un gesto parecido y a todos les parecieron lógicos los asesinatos.
Siempre se ha dicho que a ustedes se les escapó la República de las manos.
- Sí; Azaña lo vio con claridad rápidamente. Recuerdo que en Valencia me dijo: "La guerra está perdida; pero si por milagro la ganáramos, en el primer barco que saliera de Espña tendríamos que salir los republicanos, si nos dejaban".
Los acontecimientos se precipitaron; ya los conoce usted. El año treinta y cuatro fue la crisis de la República. Largo Caballero hizo la revolución con demora; no tuvo en cuenta que no estábamos solos en España. Besteiro decía de él que era una mula honesta, pero una mula. Mire usted, la libertad y la democracia no consisten en aplastar al adversario, sino en convivir y entenderse con él.
Y estalló la guerra civil. Tengo las manos limpias de sangre y la conciencia limpia también; creo que so uno de los pocos españoles que pueden asegurarlo. Como le decía antes, cuando estalló la guerra civil yo estaba en Portugal, de embajador. Resistí en Lisboa hasta que me echaron. La guerra me pareció monstruosa, prediqué la paz, la busqué, hablé en París con el embajador de Argentina para que enviase tropas hispanoamericanas que se interpusiesen entre unos y otros. No lo logré y me quedé en Francia.
¿Se sintió usted incapaz de estar de acuerdo con alguna de las dos partes?
- Claro, no podía estar con los rebeldes porque era liberal y republicano, ni podía estar con las gentes republicanas porque ya no lo eran; eran socialistas, comunistas, anarquistas… No creía en ninguno de los dos bandos; en el de los franquistas, de ninguna manera, porque representaban todo lo contrario de lo que yo había amado, vivido, sentido, y en el otro, tampoco, porque el deslizamiento hacia el comunismo era evidente. (…)
Siento que me invade una angustia especial cuando imagino lo que tuvo que ser aquel peregrinaje, aquel constante huir del fascismo. Y como si hubiéramos sintonizado mentalmente, Sánchez Albornoz corta la conversación, quiebra la narración lineal de los acontecimientos y vuelve atrás. La huida de Francia le remite a la salida de España cuatro años antes.
- Tuvimos la desgracia de hacer una guerra monstruosa y tuvimos la desgracia de tener un hombre como Franco, que impuso cuarenta años de represión. Pero yo, que he perdido más que nadie, le confieso que preparamos el terreno para que Franco se sublevara y triunfara durante cuarenta años.
Nadie nos podía ayudar entonces. Fuimos unos ingenuos al pensar que en España se podía hacer la revolución socialista en el año treinta y seis, rodeados de fascistas como estábamos. ¡Era soñar! ¡Sólo pudo creérselo el imbécil de Largo Caballero!
Sánchez Albornoz se revuelve en el asiento, descruza las manos, que reposan sobre el vientre, y las levanta exaltado.
- ¡Era terco como una mula! Le dijeron: "Tú vas a ser el Lenin español", y él, el pobre de Largo Caballero, fue y se lo creyó.
Hubiera preferido, se lo digo sinceramente, que los sublevados contra nosotros los republicanos, hubieran ganado la guerra el primer día. Me habrían asesinado a mí y a doscientos más, pero habría habido libertad a los dos o tres años, mientras que la guerra civil fue monstruosa, tremenda.
El historiador baja más aún el tono de voz, se inclina un poco hacia mí y en tono confidente me dice:
- No es para contarlo, sabe usted; pero yo sé, por el fotógrafo de la policía de Madrid, que fotografiaba cada día los asesinatos de los rojos, que en Madrid hubo más de 66.000 muertos. Y en el otro lado hicieron lo mismo. Fue una pesadilla bárbara y tremenda.
La II República contra el Federalismo
"Un memorable discurso de Ortega en una memorable madrugada echó por tierra el proyecto de república federal que patrocinaba la mayoría como fórmula constitucional en 1931.Ortega argüia: la federación puede y debe ser fórmula para unir lo que no está unido, no para articular lo que tiene ya siglos de unión.
Claudio Sánchez Albornoz.- "Mi testamento histórico-político"
"La libertad y la democracia no consisten en aplastar al adversario".
Durante los cinco años que duró su vida pública, Sánchez Albornoz preparó sus Notas para el estudio de dos historiadores hispanoárabes de los siglos VIII y IX. Hizo catorce publicaciones monográficas, dio numerosas conferencias y asistió a varios congresos científicos, al margen de su actividad política.
- Los amigos más íntimos me llevaron a Acción Republicana, un partido de profesores e intelectuales, que presidía Azaña, a quien conocía del Ateneo, porque yo era socio del mismo desde los diecisiete años.
¿Valoraba usted a Azaña? ¿Es cierto que tenía un extraordinario talento político?
- Era un hombre muy inteligente, un verdadero hombre de Estado. No obstante, estaba prisionero de una tradición de desdenes, de fracasos políticos personales y del clima moral que dominaba en la gran mayoría de los republicanos. Acción Republicana era un partido de centro-izquierda que estaba en realidad a la derecha de la República- la derecha eran Maura y don Niceto Alcalá Zamora, y dentro de los partidos de tradición republicana estaban el Partido Socialista, el Radical Socialista, el Radical, y luego a la derecha, nosotros. era un partido muy pequeño: no tendríamos en las Cortes más de dieciocho o veinte diputados.
Azaña era el primer orador del Parlamento, el hombre más capaz; sin embargo, había tenido que esperar la llegada de la República en medio de la hostilidad de gentes de ideas cercanas a las suyas. Había llevado una vida casi marginal, y esa triste espera había agriado su carácter. Le oí referir a él mismo que, una vez, una mujer pública le había mordido y se había asustado por lo amargo de su sangre. Era agrio todo él.
Creo que él mismo se definió diciendo: "Tengo de mi raza el ascetismo y del diablo la soberbia".
- Bueno, no le descubro a usted el Mediterráneo si le digo que Azaña era un burgués liberal; él mismo se definió así en el mitin de Mestalla. Cuando llegábamos a los pueblos y saludábamos desde la ventanilla, nos recibían con el grito de "¡Abajo la burguesía!", hasta que en una de ésas, Azaña se cansó, sacó la cabeza por la ventanilla y contestó: "¡Idiotas, yo soy burgués!"
Azaña era un intelectual puro, con todas sus virtudes y defectos que ello implica, y sufrió mucho en el ejercicio del poder. Las matanzas de la retaguardia republicana, y especialmente las de la cárcel modelo, le hicieron pronunciar una frase que le honra: "No quiero ser presidente de una República de asesinos". Y digo que le honra porque en el campo contrario se cometían idénticos crímenes; pero nadie tuvo un gesto parecido y a todos les parecieron lógicos los asesinatos.
Siempre se ha dicho que a ustedes se les escapó la República de las manos.
- Sí; Azaña lo vio con claridad rápidamente. Recuerdo que en Valencia me dijo: "La guerra está perdida; pero si por milagro la ganáramos, en el primer barco que saliera de Espña tendríamos que salir los republicanos, si nos dejaban".
Los acontecimientos se precipitaron; ya los conoce usted. El año treinta y cuatro fue la crisis de la República. Largo Caballero hizo la revolución con demora; no tuvo en cuenta que no estábamos solos en España. Besteiro decía de él que era una mula honesta, pero una mula. Mire usted, la libertad y la democracia no consisten en aplastar al adversario, sino en convivir y entenderse con él.
Y estalló la guerra civil. Tengo las manos limpias de sangre y la conciencia limpia también; creo que so uno de los pocos españoles que pueden asegurarlo. Como le decía antes, cuando estalló la guerra civil yo estaba en Portugal, de embajador. Resistí en Lisboa hasta que me echaron. La guerra me pareció monstruosa, prediqué la paz, la busqué, hablé en París con el embajador de Argentina para que enviase tropas hispanoamericanas que se interpusiesen entre unos y otros. No lo logré y me quedé en Francia.
¿Se sintió usted incapaz de estar de acuerdo con alguna de las dos partes?
- Claro, no podía estar con los rebeldes porque era liberal y republicano, ni podía estar con las gentes republicanas porque ya no lo eran; eran socialistas, comunistas, anarquistas… No creía en ninguno de los dos bandos; en el de los franquistas, de ninguna manera, porque representaban todo lo contrario de lo que yo había amado, vivido, sentido, y en el otro, tampoco, porque el deslizamiento hacia el comunismo era evidente. (…)
Siento que me invade una angustia especial cuando imagino lo que tuvo que ser aquel peregrinaje, aquel constante huir del fascismo. Y como si hubiéramos sintonizado mentalmente, Sánchez Albornoz corta la conversación, quiebra la narración lineal de los acontecimientos y vuelve atrás. La huida de Francia le remite a la salida de España cuatro años antes.
- Tuvimos la desgracia de hacer una guerra monstruosa y tuvimos la desgracia de tener un hombre como Franco, que impuso cuarenta años de represión. Pero yo, que he perdido más que nadie, le confieso que preparamos el terreno para que Franco se sublevara y triunfara durante cuarenta años.
Nadie nos podía ayudar entonces. Fuimos unos ingenuos al pensar que en España se podía hacer la revolución socialista en el año treinta y seis, rodeados de fascistas como estábamos. ¡Era soñar! ¡Sólo pudo creérselo el imbécil de Largo Caballero!
Sánchez Albornoz se revuelve en el asiento, descruza las manos, que reposan sobre el vientre, y las levanta exaltado.
- ¡Era terco como una mula! Le dijeron: "Tú vas a ser el Lenin español", y él, el pobre de Largo Caballero, fue y se lo creyó.
Hubiera preferido, se lo digo sinceramente, que los sublevados contra nosotros los republicanos, hubieran ganado la guerra el primer día. Me habrían asesinado a mí y a doscientos más, pero habría habido libertad a los dos o tres años, mientras que la guerra civil fue monstruosa, tremenda.
El historiador baja más aún el tono de voz, se inclina un poco hacia mí y en tono confidente me dice:
- No es para contarlo, sabe usted; pero yo sé, por el fotógrafo de la policía de Madrid, que fotografiaba cada día los asesinatos de los rojos, que en Madrid hubo más de 66.000 muertos. Y en el otro lado hicieron lo mismo. Fue una pesadilla bárbara y tremenda.
La II República contra el Federalismo
"Un memorable discurso de Ortega en una memorable madrugada echó por tierra el proyecto de república federal que patrocinaba la mayoría como fórmula constitucional en 1931.Ortega argüia: la federación puede y debe ser fórmula para unir lo que no está unido, no para articular lo que tiene ya siglos de unión.
Claudio Sánchez Albornoz.- "Mi testamento histórico-político"
Artículo de D. Claudio Sánchez-Albornoz sobre la españolidad de Cataluña.
Cataluña en España.
Ninguno de los pueblos o culturas que llegaron a tierras hispanas en los días remotos de la prehistoria dejó de asomarse, detenerse, asentarse, influir, inundar o saturar el solar primitivo de la Cataluña de hoy. Ni uno solo faltó a la cita que les daba la fértil tierra catalana, situada en uno de los pasos —el más fácil— para entrar o salir de España. En Bañolas (Gerona) se ha hallado la mandíbula de un neandertalense, del mismo hombre del arqueolítico del que se ha encontrado un cráneo en Gibraltar. A Cataluña llegaron los cazadores auriñacenses de la civilización franco-cantábrica y los gravetienses ultrapirenaicos que se extendieron por toda la Península. La llamada cultura de las cuevas o hispano-mauritana subió hasta Pallars y la Cerdaña y cruzó los Pirineos. Si en el neolítico llegaron a España pastores caucásicos, tanto se extendieron por Vasconia y por el Pirineo como por Cataluña. Desde la meseta inferior, a través del macizo ibérico central penetró en tierras catalanas la cultura campaniforme; y por mar y desde la vertiente pirenaica septentrional, la cultura dolménica, que se había propagado también por Andalucía, por las costas atlántica y cantábrica y aun por el interior de la Península. Los almerienses del Argar o protoiberos, que avanzaron por levante y subieron Ebro arriba hasta Vasconia y Cantabria, llegaron también a Cataluña, la ocuparon y, a lo que tengo por probable, penetraron luego en Francia. Por los pasos catalanes entraron en España las gentes de los "campos de urnas", ilirios o preceltas que habían de bajar al Ebro y de subir a la meseta. Por ellos se asomaron después los celtas históricos portadores de la cultura del hierro de Hallstatt; los mismos que por los pasos occidentales del Pirineo inundaron España entera. Y los iberos históricos reconquistaron luego Cataluña, se adentraron en Francia, llegaron hasta el Ródano y volvieron a entrar en España empujados por los galos. Zonaras afirmó que en los Pirineos habitaban pueblos diversos y de lenguas distintas.
Con razón calificó de missegetes o mezclados Hecateo a los pueblos que habitaban Cataluña -los cráneos hallados en los sepulcros prehistóricos de la región atestiguan la realidad de tal aserto-. En esos pueblos y en su cultura habían venido a confluir todas las etnias y todas las civilizaciones que habían un día llegado a la Península. Las raíces de Cataluña no remontan por tanto a ninguna singularidad racial o espiritual de las misteriosas edades prehistóricas; como no se quiera ver una singularidad en ese resumir, mezclar y aunar las culturas y las razas todas de Hispania. Son de Bosch Gimpera las siguientes palabras: "En la época primitiva se dibujan ya grandes núcleos meridionales, levantinos, centrales, occidentales y cántabro-pirenaicos, con un cruzamiento de sus diversos elementos en Cataluña". Había sido ésta, así como una síntesis o prefiguración de España antes de que se iniciara ninguna de las etapas históricas que los catalanistas califican de superestructuras deformantes de los pueblos hispanos; es decir antes de que la historia fuera haciendo a España.
Como a toda la costa meridional y levantina llegaron también a Cataluña, andando el tiempo, griegos y romanos. La penetración cultural de los colonizadores helénicos no pudo cambiar el sustrato racial y temperamental de los iberos del Sur ni el de los missegetes septentrionales. Grecia matizó, sí, las creaciones artísticas de unos y de otros, pero sólo el nobilísimo amor a su tierra ha podido hacer exclamar a Rovira Virgili que "una centella de la Hélade prendió en el alma de Cataluña". Ni los burgueses de la lejana y norteña Ampurias ni los colonos de las playas alicantinas y murcianas lograron provocar tal prodigio.
Fue Roma la que influyó decisivamente sobre los abuelos de los catalanes de nuestros días; tanto, o para decir mejor, más que influyó también, después, sobre todos los otros habitantes de Hispania. Las tribus que habitaban en tierras catalanas lucharon contra Roma con la misma bravura con que luego la enfrentaron los otros hispánicos. Pero después de ser vencidas en las primeras jornadas de la conquista romana, fue en la Cataluña de ahora donde se inició la romanización intensiva de la Península; fueron los catalanes de entonces quienes más ayudaron al éxito político y espiritual de Roma en España y a su explotación integral de la patria hispana, y fue la gran ciudad, umbilicus político y cultural del país, a la sazón, Tarraco, el centro más activo a la par de romanización y de unificación de los peninsulares.
Sí; Tarragona fue en verdad el puerto y la puerta de Roma en Hispania. Hijos de las tribus que habitaban en el solar de la Cataluña contemporánea formaron cuerpos auxiliares que ayudaron a los generales romanos a vencer y someter a los vascones, a los celtíberos, a los lusitanos y a los otros pueblos de Hispania. Y en Tarraco se reunieron durante mas de trescientos años, en los "concilio" o asambleas provinciales, los representantes de las ciudades y de las tribus todas de la mayor parte de la Península hispánica; en ellas convivieron anualmente, durante más de tres siglos, gentes venidas de Lugo y de Granada, de Cartagena y de Cantabria, de Vascongadas y de la Mancha, de Braga y del Pirineo aragonés, de Navarra y de Asturias. de la llanura castellana y de los llanos de Valencia, del celtíbero Moncayo y de Sierra Nevada, del Ebro y del Tajo, de Astorga y de Gerona. Roma hizo a Hispania desde la zona catalana de la Tarraconense. Durante los largos siglos de señorío de Roma fue, desde ella y por su intermedio, como se articuló la unidad española. Mucho antes de que Andalucía o Castilla sirvieran de centros catalizadores de la inicial diversidad peninsular había cumplido igual misión la Cataluña de hace dos mil años.
Esa misión había ilustrado y magnificado la región tarraconense. ¿La había a la par singularizado en el conjunto de las comarcas hispánicas? E1 centro umbilical de donde emana la acción unificadora de una comunidad política rara vez se ha dejado ganar por un particularismo diferenciador. Y ningún eco nos ha llegado en verdad de que el señorío de Roma afirmara la peculiaridad histórica del trozo de Hispania que constituía el Conventus Juridicus Tarraconense. El único rasgo que pudo venir a matizar el estilo de vida del pueblo antepasado del catalán de nuestros días fue la acentuación intensiva de su vida económica. Centro político y vital de la romanización y de la unificación de Hispania, Tarraco y su tierra fueron también base nodal de la explotación de la Península por Roma. Y esa nueva, y antes de la conquista romana insospechable, función nuclear de la región tarraconense, desarrolló en los moradores de la costa catalana una actividad comercial y un interés y una devoción por la vida económica que no fue general ni frecuente en las otras tierras peninsulares, con la única excepción de la zona de que Cádiz era capital. San Paciano, obispo de Barcelona, a fines del siglo IV, da testimonio de tal actividad y de tal devoción, cuando, refiriéndose a sus coterráneos, habla de lo que allegaban, acumulando, traficando, mercadeando, robando, en persecución de la ganancia. Pero con no ser despreciable esa inclinación como factor creador de una estructura temperamental, es dudoso que arraigara tanto en el país y que durase lo bastante para que llegara a acuñarse un estilo de vida peculiar. No consta que ese afán de lucro ganara sino a las poblaciones urbanas de los puertos. Y las invasiones bárbaras, primero, y las conquistas islámicas, después, paralizaron y al cabo pusieron fin al tráfico marítimo y terrestre del que había derivado el creciente dinamismo mercantil de la Cataluña costera. Nunca habría sido él, además, suficiente para provocar un hecho diferencial capaz de hacer madurar el germen histórico de una nacionalidad.
A la caída de Roma esa todavía vigorosa Cataluña volvió a servir de puerta de Hispania, como había venido sirviendo desde hacía milenios. Por ella entraron los godos en la Península. Arruinada Tarragona, fue Barcelona el primer asiento de la corte visigoda, y en ella se decidió más de una vez la suerte de aquella España que desde Tarraco se había unificado; allí fue asesinado Ataúlfo, que aspiraba a rejuvenecer el Imperio de Roma inyectando en sus arterias esclerósicas la joven sangre gótica, y allí fue muerto Amalarico, el último vástago de la dinastía que había regido el reino godo de Tolosa, a horcajadas sobre el Pirineo. Pero tampoco puede captarse ningún eco seguro de que durante el señorío visigodo se hubiera formado el capullo de una nación marginal, distinta de España.
Es sabido que después de la derrota de Guadalete (711) y de las campañas de Tariq en Cataluña (714) —el testimonio de diversos autores musulmanes me permitió hace años atribuir a Tariq la ocupación de Tarragona y Barcelona y Abadal, al contradecirme, no ha rebatido mis alegatos— numerosos godos e hispano-romanos, en fechas distintas del siglo VII cruzaron los pasos orientales de los Pirineos y se refugiaron en Francia. Lo atestiguan los Precepta pro Hispanus de Carlomagno y Ludovico Pío, algunos textos historiográficos francos y la redacción erudita de la Crónica de Alfonso III. Entre el 785, fecha de la conquista de Gerona, y el 801, en que fue ocupada Barcelona, fue incorporada al imperio franco la vieja Cataluña. No sabemos quiénes formaban las huestes invasoras y quiénes las masas que vinieron a habitar en el país. Cabe sospechar que aquéllas y éstas estarían integradas en su mayoría por gentes de las tierras vecinas, de Carcasona, Rosellón, Beziers y Narbona, emparentadas racialmente desde siempre con los del sur del Pirineo, y de los godos e hispano-romanos, refugiados en esas comarcas; así resulta de los Precepta ya citados y de los diplomas publicados por Abadal. Es lícito, por tanto, suponer que la población de la futura Cataluña no sufrió grandes cambios étnicos como resultado de la sumisión del país al señorío de los francos. La coincidencia de los condados en que se dividieron las tierras ocupadas por los ejércitos de Carlomagno, con los viejos pagos cismontanos, solares de las viejas tribus que habitaban en la región, parece confirmar la perduración de los cuadros raciales primitivos de aquel rincón de la Tarraconense. Esa perduración permite concluir cuánto hay de hiperbólico en la suposición de que los francos cambiaron étnica y espiritualmente a los moradores de las tierras catalanas. Y cómo sobrevivió en éstas el "substratum" humano anterior a la invasión muslim; es decir el viejo y mezcladísimo complejo tribal que vivía en la región, hermanado psíquica y racialmente con los otros habitantes de Hispania.
Es muy aventurado por tanto imaginar que a partir de la incorporación al imperio franco cambiara de tal modo Cataluña que en ésta surgiera, como por milagro, un espíritu nacional vigoroso y pujante. Soldevila mismo reconoce el sentimiento antifranco de los moradores en los condados de la Marca Hispana. Vertido por pasiva ese antifranquismo (contra la tribu germánica franca) debe ser calificado de firme sentimiento hispano. Fraccionado el país en un rosario de condados —sólo Barcelona, Ausona y Gerona se hallaron de ordinario regidos por un solo conde— habría sido difícil que hubiera cuajado una embrionaria conciencia nacional, por encima de las divisiones pugnaces que apartaban entre sí a los condes de cada distrito. Sólo su hispanismo racial y espiritual podía agruparlos en una comunidad humana al enfrentarlos con las tierras francas del Norte.
Esos condados hubieron de vivir más de dos siglos inundados por el oleaje de la política de allende el Pirineo. Pero con su atención y su vitalidad tendidas hacia las cuestiones peninsulares, como vivían a la sazón los otros núcleos cristianos españoles de resistencia a Córdoba. No pudo ocurrir nada distinto; los ataques de las huestes musulmanas los obligaron a ello; los ataques de los ejércitos del emir y de las tropas de los poderosos rebeldes de las tierras islámicas vecinas -Wifredo el Velloso fue vencido y muerto por el último cachorro de los Banu Qasi', por el último vástago de esa familia renegada de origen godo, que señoreó un siglo el valle del Ebro-. Y durante el siglo x, de máxima potencia del poder califal, los condes catalanes -ya autónomos, como todos los de más allá del Pirineo y sólo ligados por vínculos feudales con el soberano carolingio- dentro de España vivieron y sufrieron, al unísono con los otros reyes y condes cristianos del país; sometidos a sus mismas angustias ante los zarpazos de los ejércitos de Córdoba y recibiendo, como ellos, a través del fertilizante canal de la mozarabía, el impacto de la cultura de Al-Andalus. Mozárabes eran al cabo los habitantes de las ciudades catalanas cuando fueron conquistadas para el imperio franco y lo eran hasta algunos de los hispanos refugiados en Francia -el Preceptum pro hispanis de Carlomagno lo atestigua-. Sin ese impacto mozárabe habría sido imposible que los cenobios catalanes hubieran empezado a trasmitir a Europa la ciencia hispano-arábiga y que el arcediano de Barcelona hubiese iniciado la serie de los traductores peninsulares del árabe al latín.
Hostiles entre sí, vinculados vasalláticamente al rey de los francos y vitalmente sumergidos en la marea hispana, no existe el embrión de una nacionalidad, radicalmente diferenciada de los otros núcleos cristianos que luchaban contra los islamitas al sur del Pirineo. A la caída del califato, a principios del siglo XI, cuando la rebelde Castilla tenía ya tres cuartos de siglo de historia unitaria y hacía otras tantas décadas que había dejado de ser un pequeño rincón para llegar del Cantábrico al Duero, era difícil sospechar siquiera la futura articulación orgánica de Cataluña como comunidad política e histórica, llamada a los más altos destinos; a tal punto estaba fraccionada todavía en condados igualmente autónomos y más de una vez enemigos. Pero el azar se cruzó entonces en el camino de los condes de Barcelona y a la par lograron unificar la región y engrandecerla históricamente hasta convertirla en una potencia mediterránea rectora de un verdadero imperio. Lo lograron, claro está, porque en aquella tierra fronteriza se había gestado un pueblo impetuoso y fuerte, en la perdurable y dramática lucha con los musulmanes del valle del Ebro, pareja de la que había hecho a Castilla largas millas a Occidente. No sin motivo fueron castellanos y catalanes los únicos solicitados por las dos facciones que se disputaban el poder en Al-Andalus a la caída del califato, los únicos que se atrevieron a entrar en Córdoba con los berberiscos de Sulayman y con los eslavos de Mulammad. Pero la fortaleza y el ímpetu del pueblo catalán no habrían bastado a producir el milagro, sin la ayuda, prodigiosa, del azar.
Con más justicia que la frase conocida "Tu, felix Austria, nube" podría escribirse "Tú, feliz Barcelona, cásate". Ninguna dinastía principesca consiguió jamás tantos éxitos matrimoniales como la casa condal de Barcelona. Todas las "novias de Europa", a lo largo de los largos siglos medievales, se casaron con un conde de Barcelona, o, después de la unión de Aragón y Cataluña, con un monarca aragonés a la par "Comes Barchinonensis". Esas novias llevaron tan ricas dotes a sus esposos catalanes que, fuertes con ellas, pudieron asegurar la unidad del país bajo la supremacía de Barcelona, pudieron realizar su imperial política de expansión allende el Pirineo y pudieron constituir el imperio aragonés, en el Mediterráneo. La historia de Cataluña desde el siglo XI fue la proyección del hispano ímpetu del pueblo catalán hacia horizontes que fueron abriéndose ante él, tras felices o infelices pero al cabo magníficos matrimonios de sus condes o de sus reyes.
IErmesindis de Carcasona, Almodis de la Marche, Duke de Provenza, Petronila de Aragón, María de Montpellier, Constanza de Suabia, María de Sicilia, Isabel de Castilla ¿Qué dinastía se casó jamás mejor? ¿Cuál recibió más ricas dotes? La historia de España fue magnificada gracias a tales casamientos.
De los matrimonios de Ramón Berenguer I, el viejo, data el comienzo de la expansión ultrapirenaica catalana; hasta allí sólo Sancho III de Navarra había proyectado su fuerza y su acción hasta más allá del Pirineo. La boda de Ramón Berenguer III, el Grande, con Duke de Provenza, amplió y aseguró esa expansión -sincrónicamente con la del aragonés Alfonso I el Batallador hacia Gascuña y hacia Toulouse- y afirmó la posición hegemónica de los condes de Barcelona en Cataluña. El enlace de Ramón Berenguer IV con Petronila de Aragón acabó de consolidar esa hegemonía y al dotar de un "hinterland, extenso y fuerte, a sus condados marineros, aseguró el histórico porvenir del pueblo catalán y le convirtió en el señor más poderoso de Occitania".
Tales matrimonies permitieron a Cataluña la creación de un imperio mediterráneo-pirenaico, de Tortosa a Niza; de tipo feudal, claro está, pero sobradamente fuerte para constituir un factor decisivo en el equilibrio político de Francia y de España. Ese estado a caballo sobre el Pirineo se sentía tironeado por igual por los problemas ultra y cismontanos. Su fuerza esencial y básica estaba al Sur de la gran cordillera y en la Península se brindaban ante él mayores perspectivas de expansión. Pero todo era duro, áspero y difícil en España, mientras que Occitania seducía con los encantos de su cultura y atraía con el brillo de su riqueza. No es posible adivinar si ese imperio pirenaico-mediterráneo era viable históricamente. Nunca había perdurado hasta allí y nunca ha perdurado después una comunidad humana sobre el solar ultra y cispirenaico de los dominios de Alfonso II y de Pedro II. Los celtas y los francos habían acabado empujando hacia España a iberos, godos e islamitas. Es por eso dudoso que hubiera podido sobrevivir a la largo el estado a horcajadas sobre el Pirineo, que los matrimonios afortunados de los condes de Barcelona habían creado, más o menos artificialmente, desde el Ebro a la Durazna; y es probable que hubiese pronto sucumbido aun sin las complicaciones político-religiosas que la herejía albigense provocó en las tierras de la Occitania catalana. Al acelerar aquéllas el tal vez inevitable proceso histórico de apartamiento de las dos mitades del imperio de los condes-reyes, el triunfo de la Francia del Norte y de la ortodoxia centró definitivamente a Cataluña en España y unió para siempre sus destinos a los destinos de los otros pueblos españoles. Como la de Vogladum (507) siete siglos antes, la derrota de Muret (1213) fue una victoria en el camino del hacer de España. Y aunque aragoneses y catalanes no lo hayan sospechado fue una victoria para la pujanza histórica de la corona aragonesa. Al cerrarse aquella válvula de escape a la presión vital de los dos pueblos de Cataluña y Aragón, éstos buscaron nuevos cauces para verter su dinamismo. El Midi francés feudalmente fraccionado y erizado de rivales y de problemas múltiples no brindaba al potencial humano de aragoneses y catalanes un escenario parejo en perspectivas al que les ofrecían la España musulmana y el mar Mediterráneo.
Los dos primeros reyes de Aragón de la nueva dinastía catalana sintieron con fuerza los problemas hispanos, colaboraron con Castilla en la empresa de la reconquista y la ayudaron, en proporción grande, a sostener la gran acometida almohade. El vivaz hispanismo del más hostil a Castilla, movió a Alfonso II a hacer una peregrinación a la tumba del Apóstol, patrón de España. Jaime I, tal vez por haber pasado su niñez fuera de la Península, realizó una política acendradamente española, completó la reconquista catalano-aragonesa en colaboración con Castilla y concibió férvidamente a España como una unidad histórica. Los historiadores catalanistas lloran hoy todavía, como una desgracia nacional, la renuncia de El Conquistador a Murcia en beneficio de la superior solidaridad hispana. Su planteo sañudo se empareja con el no menos airado y anacrónico de los historiadores aragonesistas por la incorporación a Cataluña de la tierra de Lérida, geográfica e históricamente no catalana. Compensan sus otros auténticos errores y torpezas, su concepción de España como una comunidad unitaria y su amor hacia ella. Esto le movió a ayudar generosamente a Alfonso X de Castilla, sometiendo a los rebeldes moros de Murcia: "lo hemos hecho -escribe-, la primera cosa por Dios... La segunda por salvar a España." Y porque sentía la solidaridad trascendente de esa comunidad, en Lyon, al salir del Concilio en que se había ofrecido a ir en cruzada a Oriente, haciendo caracolear su caballo, exclamó: "Hoy ha quedado honrada toda España."
Un nuevo afortunado matrimonio -otra vez "Tú, feliz Barcelona, cásate"- llevó a los catalanes a Italia e inició la conquista del imperio mediterráneo español: el matrimonio de Pedro III el Grande con Constanza, heredera de los Staufen de Sicilia. Gran hazaña de un hombre y de un pueblo, pero que pudo ser realizada gracias al alzamiento y a la cooperación de los sicilianos; es decir, porque el conde-rey era el esposo de la hija de Manfredo.
¡Magnífica aventura la de Pedro y los catalanes! ¿Aventura? Sí, lo fue. E1 hombre y el pueblo continuaban la tradición hispana. Los iberos levantinos habían combatido en todas las riberas del Mediterráneo, siglos antes de Cristo; Tito Livio registró luego el espíritu aventurero de todos los peninsulares; y los cordobeses alzados contra Al-Hakam I y por él expulsados de España, conquistaron después, un poco más allá de Sicilia, Alejandría y Creta. La empresa catalana enlazaba además el ayer con el futuro; vinculaba la vieja tradición de la España primitiva con la serie de maravillosas aventuras de portugueses y castellanos -uso este nombre aquí para designar a todos los súbditos de los reyes de Castilla- que iban a constituir el tejido esencial de la historia hispana moderna. ¡Magnífica aventura la de Pedro y los catalanes. ¡Confirma la magnífica unidad temperamental de todos los hispanos, desde el cabo de Creus al de San Vicente y del cabo de Finisterre al de Palos!
El catalán Pedro el Grande, mostró ya claro espíritu quijotesco, años antes de que Cervantes modelase con el barro de Castilla la figura del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Porque conocía su temple de caballero hispano, Carlos de Anjou, para apartarlo del teatro de la guerra, desafió al conde-rey y fijó a Burdeos como lugar del reto. Y Pedro abandonó Sicilia, arrostró todos los peligros y acudió al palenque señalado el día convenido. Sólo un príncipe español habría realizado tal aventura -también Alfonso V de Aragón aceptó el desafío de Renato de Anjou y lo esperó en vano en el lugar y la fecha concertados-, digna de ser referida por la pluma cervantina. Otra muestra más de la unidad temperamental de los peninsulares.
El tradicional volumen de la viejísima interferencia de la religión en la vida de los hijos de Hispania, llevó a los hijos de Pedro el Grande, a A1fonso III y a Jaime II, a ceder ante la excomunión pontificia y a comprometerse en Tarascón y en Anagni a combatir al hermano que había recogido la herencia paterna y regía Sicilia. La castrense sumisión al papado, antes señalada, influía por igual en la política interior y exterior de todos los reinos hispanos: Alfonso Enríquez de Portugal y Pedro II de Aragón se declararon vasallos de la Santa Sede, y hacia la misma época en que los citados condes-reyes de Cataluña y Aragón se humillaban ante el Sumo Pontífice, los castellanos Alfonso X y Sancho IV soportaban sumisos la enemiga de los papas, y doña María de Molina compraba en muchos miles de doblas de oro ¡la bula de legitimación pontificial de su legítimo hijo, el rey Fernando IV de Castilla!. No obstante la saña del papado contra los reyes hispanos ninguno aventuraba una resistencia pareja de la que opusieron a la Santa Sede los Enriques o los Federicos alemanes o los Felipes franceses. También frente al Pontífice Cataluña-Aragón y Castilla se mostraban iguales.
Y en la más lejana y novelesca hazaña de la serie de gestas heroicas que constituyeron el histórico corolario de la boda de Pedro III y de Constanza de Suabia, en la expedición a Oriente de la Compañía Catalana -en ella figuraron también aragoneses- pueden sorprenderse muchos rasgos de los que habían luego de caracterizar las hazañas de los conquistadores castellanos -de Extremadura, Castilla, Vascongadas, Andalucía...- de América. El parangón es imposible y sería irreverente para los últimos, pues los héroes de la empresa americana nunca sirvieron como mercenarios, fueron un puñado los que acometieron cada empresa, ganaron imperios y crearon un mundo nuevo. Pero, salvadas todas las diferencias, ¡cuántas semejanzas acercan a los almogávares de Cataluña con los conquistadores de Castilla! ¡Y cuántas aproximan las dos aventuras!
Fueron las dos empresas realizadas al margen de la dirección y de la guía del Estado, por puro espíritu de aventura y por puro afán de pelea y de conquista. Igual arrojo, bravura, audacia y heroísmo y la misma fe del hombre en el hombre mostraron los catalanes en Oriente y los castellanos en América. Superaron aquéllos a éstos en crueldad, pero unos y otros fueron duros con los bizantinos y con los indios. Pareja emulación y parejas esperanzas de gloria y de medro fueron atrayendo, a Oriente primero y a América después, nuevas y nuevas catervas de aventureros catalanes y castellanos. Mancharon los catalanes con bárbaras discordias y con brutales asesinatos y emparedamientos de algunos de sus capitanes la gloria de sus hazañas, sobrepasando las violencias que se registraron en las guerras civiles mantenidas por los conquistadores en América; pero también acercaron a unos y a otros ese dividirse en facciones y ese estallar en contiendas intestinas apenas vencido el enemigo -y aun antes de llegar a someterlo-, sacudidos por frenéticos apetitos de poder. Catalanes y castellanos tuvieron bien abiertos los ojos a las culturas de los pueblos conquistados; los primeros trazaron un bello elogio del Partenón: "la más preciada joya que en el mundo existe y tal que en vano todos los príncipes de la tierra juntos quisieran hacerla semejante"; y los segundos describieron con galanura los grandes monumentos de los imperios americanos. Si los almogávares oyeron misa, en Grecia, en el templo de Atenea, los conquistadores la oyeron en el templo del Sol, de Cuzco. Catalanes y castellanos llevaron, a los ducados de Atenas y Neopatria los unos y a las inmensas extensiones de América los otros, su lengua, su derecho y su estilo de vida y tanto los unos como los otros gustaron de vivir señorialmente.
Espíritu aventurero, ambición de riquezas, heroísmo, crueldad, caudillismo, apetitos de mando, sañudas discordias civiles, curiosidad humana, orgullo, devoción, señorío... Castilla y Cataluña hermanadas por una comunidad de temperamento, por una pareja estructura vital, por un idéntico hispanismo irrenunciable. Las separaron muchas diferencias, normales corolarios de la diversa proyección de su historia -desde siglos antes de Cristo- hacia horizontes culturales y vitales muy distintos, por obra de su dispar situación geográfica en España y en Europa. A partir del siglo IX Cataluña conoció un régimen feudal de tipo carolingio, apoyado sobre una sociedad campesina de tipo dominical, con clases rurales en situación de dependencia servil; en contraste con la articulación vasallático-beneficial castellana, dormida en el prefeudalismo visigodo y desbordada por una masa rural de libres propietarios y de colonos libres. A1 estancarse por siglos la reconquista -Barcelona fue conquistada el 801 y Tortosa en 1148- en parangón con la movilidad de la frontera de Castilla -Burgos fue fundada en 882, se ganó la línea del Duero en 912, Toledo fue conquistada en 1085 y a mediados del siglo XII se había llegado a Sierra Morena-, frente al estilo de vida señorial de un pueblo habituado a ganar la riqueza a bates de lanza, surgió en Cataluña la precisión de conquistarla en las tareas de paz; por ello Jaime I pudo reprochar a los castellanos su soberbia y Dante a los catalanes su "avara poberta". Esas urgencias vitales -la vieja tradición de la época romana nunca quizá olvidada- y su inserción en un mundo donde renacía, deprisa, la actividad económica y se gestaba la burguesía, favorecieron el desarrollo de la vida urbana y del espíritu burgués en Cataluña; mientras la prolongación multisecular de su antañona forma de existir retardó y menguó en Castilla el florecer de la vida ciudadana y de la sensibilidad burguesa.
Pero en Cataluña y en Castilla -en Castilla se habían mezclado, con el avance de la reconquista durante los siglos VIII a X todas las sangres de España, como en Cataluña durante la lejana prehistoria- por bajo de una superestructura disímil alentaba el mismo "homo hispanus", con parejas calidades y análogos defectos. Un hombre en quien triunfaba sobre la razón el ímpetu de vida, que seguía al caudillo por devoción humana y no por comunes convicciones, anclado en la hombría y amador del libérrimo ejercicio de su propio albedrío, pronto a explotar en tormentas de saña y de violencia y siempre de ásperas aristas, confiado en su fuerza y desdeñador de la ajena, altanero y orgulloso hasta sacrificar su bienestar a un ideal religioso o político y más inclinado a la acción -guerra o comercio- que al quieto meditar o al trabajo despacioso. Una costra diferente: feudalismo y burguesía frente a democracia y patriciado caballeresco, cubría a dos pueblos parejos; a dos pueblos parejos que cuando rompían las cadenas que los ataban a la monotonía de su vivir diario, descubrían su integral semejanza.
Esa semejanza se mostraba hasta en las múltiples proyecciones de su común pasión. Catalanes y castellanos enfrentaron a las veces con la misma altanera acritud a la divinidad, al conjugar su violencia emocional con su concepción vasallática de las relaciones del hombre con Dios: era catalán el ballestero tahur de la cantiga que, devoto de María pero sañudo contra ella porque perdía siempre en el juego, lanzó hacia el cielo su saeta. Y el mismo violento y rapaz antisemitismo -a la par hostilidad religiosa y enemiga económica- mostraron también al unísono los súbditos del rey de Castilla y del conde-rey de Barcelona y Aragón, en 1391; a los pocos días de comenzar los asaltos y matanzas de las juderías en tierras andaluzas, asaltaban y mataban judíos a su sabor los catalanes.
He estudiado antes el hispanismo del que he llamado el Quijote del Gótico, el mallorquín Raimundo Lulio, y he señalado cómo destacan en él rasgos temperamentales de la pura españolía: yo explosivo y torrencial, activismo triunfante de la quieta adoración, quimérica esperanza de cambiar el mundo a su albedrío, orgullo impetuoso que se irrita al chocar con el desdén, el ánima pronta para la muerte, impaciencia vehemente, cristianismo militante... El Doctor Iluminado, uno de los más excelsos arquetipos de lo catalán, fue también, por tanto, magnífico arquetipo de lo español.
Superestructura diversa y pareja contextura vital. Puerta, más que ventana, de España hacia Europa, llegaban pronto a Cataluña las ideas, las formas de vida, las articulaciones orgánicas de allende el Pirineo y de allende el mar y eran recibidas y adoptadas en ella temprano. Pero tales recepciones y adopciones no alteraban sino muy despacio su remota herencia temperamental hispánica, pareja de la recibida también por las diversas agrupaciones históricas peninsulares. Se alejaba Cataluña despaciosainente de la matriz común, pero sobrevivía la fraternidad inquebrantable que la vinculaba a los otros pueblos de Hispania.
Desde 1137 estaba unida a Aragón. Vascón y celtíbero, encerrado entre montañas y sin salida al mar, con una vivaz tradición reconquistadora, sin otro posible campo de expansión que la España musulmana, psíquica y vitalmente más hermanado con sus vecinos de poniente que con sus vecinos de levante y con un habla muy afín del habla castellana, la comunidad de historia y de destino más acercaba Aragón a Castilla que a Cataluña. Pero se unió con ésta porque a la muerte de Alfonso el Batallador faltó un hombre de talla suficiente para enfrentar la crisis y regir el reino aragonés. Porque estaban muy recientes las sañudas discordias que habían enfrentado al rey de Aragón con cuanto significaba en León y Castilla el gallego Alfonso Raimúndez, y era muy honda la cisura que había apartado durante un cuarto de siglo a leoneses y castellanos de aragoneses y navarros. Y porque ante la muy desigual fuerza política de Alfonso el Emperador y del conde Ramón Berenguer de Barcelona, Aragón juzgó que mientras su unión con León y Castilla podía significar su absorción por un estado poderoso, al entregarse al soberano de un grupo de pequeños condados, podría conservar su personalidad e incluso convertirse en el elemento rector de la doble monarquía.
Aragón se engañó a medias en sus cálculos; conservó sí su personalidad histórica, pero no dirigió ni marcó rumbos a la doble comunidad política, regida en adelante por los condes-reyes. Abultan los historiadores catalanistas la importancia del papel desempeñado por Cataluña en el equilibrio político de los reinos que integraron la Corona Aragonesa llegan a exaltar la conducta respetuosa de la Cataluña hegemónica con el mediatizado Aragón. Era éste demasiado extenso y fuerte y demasiado arriscado y celoso de sus propias costumbres y libertades para que los catalanes hubieran osado en verdad intervenir en su vida política. Está por hacer desapasionadamente la historia de las relaciones entre los diversos miembros de la Corona. Su pareja fuerza vital hizo imposible la hegemonía de Aragón sobre Cataluña y la de Cataluña sobre Aragón; por ello Valencia no fue incorporada a ninguno de los dos estados, sino que se constituyó en un tercer reino autónomo y con propia personalidad histórica. Pero tierra de conquista y de colonización, como Aragón había sido antes, Valencia no se estructuró social y políticamente conforme al régimen feudal de Cataluña sino según módulos distintos, más emparentados con la tradición institucional aragonesa, y sobre una población rural morisca que también existía en Aragón pero no en Cataluña.
Aragón y Cataluña vivieron unidos y distantes. Fueron los catalanes quienes idearon y realizaron las grandes aventuras que ilustraron su historia y la de España. Encerrados en su solar histórico los aragoneses no los secundaron en sus empresas. Más aun; llegaron a dificultarlas, alzándose contra los reyes que las acometieron, en momentos harto difíciles para ellos.
Su historia, pareja de la historia castellana, había arraigado en los aragoneses la misma fervorosa devoción por la guerra divinal y había atenuado su sensibilidad para captar la significación de las contiendas no nimbadas por la aureola de la lucha contra infieles. Por eso y por su alejamiento de las playas mediterráneas, no comprendieron el valor histórico de las luchas de sus príncipes por ganar la lejana Sicilia, ni sintieron placer al verlos enfrentados con el Papa. No sólo contemplaron con frialdad las aventuras de Pedro III, sino que, aprovechando sus apuros y los de su hijo Alfonso III les arrancaron el Privilegio General y el Privilegio de la Unión, verdaderas constituciones políticas reguladoras de los derechos de las dos oligarquías de Aragón: la nobleza y las ciudades; y digo de las dos oligarquías porque los campesinos aragoneses siguieron señorialmente en servidumbre hasta la Edad Moderna. Y mientras Pedro IV trataba de arrebatar por la violencia el reino de Mallorca a su cuñado y de incorporarle a su corona, juntos aragoneses y valencianos -he ahí una prueba de su parentesco institucional- se alzaron contra el rey -se alzó la "Unión" integrada por la oligarquía nobiliaria y burguesa de los dos reinos- y Pedro IV besó la tierra catalana cuando logró liberarse de los rebeldes de Aragón y de Valencia. Ese beso, legendario o histórico, y la petición de la "Unión" a Pedro IV de que apartara de su lado a algunos caballeros catalanes, atestiguan hacia cuál de los tres estados de la Confederación iban las simpatías de los condes-reyes. Cataluña apoyó con entusiasmo la política imperialista y centralista de los nietos de Ramón Berenguer IV. ¿Los catalanes secundando el imperialismo centralizador de sus príncipes? Sí; aunque hoy asombre, Pedro IV, por ejemplo, superó a todos los reyes hispanos en la realización de tal política. Sin escrúpulo alguno y con sobra de astucia y crueldad, despojó de sus dominios a su cuñado el rey de Mallorca y tuvo muchos años encerrado en una jaula a su sobrino. Y recurrió a todas las argucias y golpes de mano a fin de raptar a María de Sicilia, que podía alzarse con el señorío de la isla y de los ducados de Atenas y Neopatria, para casarla con su nieto y asegurar así la incorporación a Cataluña de aquellos lejanos jirones del imperio conquistado por los marinos y soldados catalanes. Y los catalanes de entonces al secundar la política imperialista y centralista del monarca, y los de hoy al historiarla con aplauso, acreditan cómo se enfrentan y se juzgan los procesos históricos de modo diferente según se realicen en beneficio o en mengua del grupo humano a que pertenecemos. Ni a los catalanes de antaño ni a los de nuestros días se les pasó ni se les ha pasado por las mientes el obligado respeto a la libérrima determinación de los isleños de Baleares y de Sicilia; éstos claramente opuestos a la sazón a renunciar a su independencia para unirse a Cataluña.
Cataluña fuerte en el mar y en él entregada a una intensa vida comercial, fue acuñando una personalidad de rasgos muy firmes Pero dentro de España y con clara conciencia de su irrenunciable condición de miembro activo de la comunidad histórica que España constituía desde siempre. Bosch Gimpera hace años y en estos días Maravall han señalado la frecuencia con que esos condes-reyes, que tan entrañablemente amaban a su tierra catalana, y los soldados, marinos y cronistas de Cataluña juzgaron a España como una unidad humana y vital de la que ellos y su país formaban parte. Si Jaime I habló de la salvación y de la honra de España Pedro III creía que en su duelo de Burdeos iba a debatirse el honor de España. Jaime II, al conocer la accesión al trono de Castilla del rey menor Fernando IV, dijo que por tal causa iba a recaer sobre él la carga toda de España... Y Muntaner, soldado-cronista de la expedición catalana a Oriente, habló también de que todos los reyes de España eran de una carne y una sangre.
La elección de Fernando de Antequera como rey de Aragón por los votos de tres aragoneses, dos valencianos y un catalán -Aragón se acercó ahora a Castilla siguiendo la natural inclinación de su destino histórico-, cambió la postura de la dinastía frente a los diversos estados que integraban la corona aragonesa. Los soberanos de la casa de Trastamara dejaron de mimar a Cataluña y ésta perdió, de pronto, su posición preeminente en la política de la Confederación. Tal pérdida se acentuó de modo singular durante el reinado del tercero de los Trastamaras. Sacudían al país fuertes tensiones sociales: en Barcelona el proletariado -la busca- se agitaba contra la oligarquía urbana -la biga-; y en todo el principado los payeses de remensa trataban de obtener su libertad frente a los señores; Vicens Vives ha estudiado esos problemas en tres libros excelentes. Pero cualquiera que hubiese sido la acuidad de tales tensiones no habrían bastado a provocar la rebelión de los catalanes contra Juan II, si no se hubiera cruzado en el camino la reacción sentimental de Cataluña y especialmente de la ciudad umbilical del país hasta entonces mimada por los reyes de la vieja dinastía. Porque, contra lo que Calmette creyó en su día, el alzamiento no fue provocado por el intento centralizador de la Corona; y no fue ésta el factor determinante de la crisis, como cree aún el celo de algunos historiadores catalanistas. No cabe escamotear la responsabilidad del conde-rey ni puede negarse la importancia de las cuestiones sociales señaladas, pero sin el consciente o subconsciente rencor de Cataluña por la declinación de su preeminencia secular, o la lucha no habría empezado o no habría sido tan prolongada y tan sañuda. Esa lucha a la largo contribuyó en todo caso al alejamiento del principado de la matriz histórica común. Por sus proyecciones en la vida psíquica y material de Cataluña, puso plomo en el ala de su audacia aventurera y acentuó el bache ya secular de su economía, recién estudiado por Vilar. Tal declinación la apartó de las comunes tareas hispanas de los albores de la Modernidad -en especial de la empresa americana- lo que, a la postre, al aislarla en su rincón mediterráneo y al diferenciar su estilo vital del común a los otros pueblos peninsulares, dificultó su plena integración en la suprema unidad hispana.
La unión de los dos reinos de Aragón y de Castilla y el descubrimiento deAmérica colocaron en seguida a Cataluña en una postura marginal: a una Cataluña hasta allí extraordinariamente favorecida por la suerte -¡Tú, feliz Barcelona, cásate!- y habituada a ser el pueblo, si no hegemónico, sí dirigente de los que eran regido por los condes-reyes. Esa situación marginal fue resultado incoercible de dos magnos sucesos históricos y no de ninguna voluntad hispana adversa a Cataluña. Al realizarse la unión de las dos Coronas inexorablemente había de constituirse Castilla en centro político de España, porque lo era geográficamente y porque superaba mucho en población, en riqueza y en potencial histórico a la Corona aragonesa; sobre todo después de la ruina económica y de la declinación vital del Principado, como consecuencia especialmente de sus luchas contra Juan II. Y no fue culpa de los castellanos la ausencia de Cataluña de la empresa americana. Pese al testamento de la Reina Católica -equivocado en la cláusula que reservaba a sus propios súbditos la explotación del Nuevo Mundo- los catalanes habrían podido intervenir en la conquista de América si lo hubiesen deseado; les faltó espíritu de aventura tanto como les sobró espíritu burgués. Por la misma causa no participaron en la colonización. En las primeras décadas del siglo XVI pudieron comerciar con América; en otro caso no se habría formado en 1525 una compañía mercantil en Barcelona y por ciudadanos barceloneses, para exportar estameñas y calceterías a las 'Indies del mar Hoceano", a la Española, San Juan, Cuba y Yucatán; compañía cuyo texto ha publicado Raimundo Noguera. Desde 1526 pudieron legalmente pasar a las Indias conforme a una Real Cédula de Carlos V que ha publicado Torre Revello. Y aun sin estar autorizados vinieron a estas plazas americanas multitud de aventureros no peninsulares. La concentración en Sevilla -según Chaunu inevitable- del tráfico de América tanto dañó a Cataluña como a las otras regiones de España. Y era más caro y difícil llevar mercaderías hasta el emporio sevillano desde Flandes o Génova y desde Burgos o Toledo que desde Barcelona. Si en el Principado hubiera habido una vida industrial pareja a la flamenca o a la genovesa, los catalanes no sólo habrían competido con esos países en Sevilla: habrían también comerciado en tierras castellanas, como hacían en ellas incluso los enemigos ultrapirenaicos y ultramarinos de España.
Pero esa situación marginal de Cataluña en la que el pueblo castellano no tuvo culpa alguna, dificultó el allanamiento de las diferencias que la separaban de los otros reinos peninsulares; unos nacidos como normal proyección histórica de los diversos núcleos iniciales de resistencia al Islam que surgieron en el norte de España; y otros, en prolongación afortunada de las comunidades políticas a que la historia dispar de esos núcleos primitivos fue dando origen en el transcurso de la reconquista Y los errores de las dinastías que rigieron a España en la Edad Moderna y también los errores de los catalanes, sería injusto negarlo, han mantenido en pie el particularismo medieval de Cataluña, no más antiguo ni distinto ni más firme ni más acusado que el particularismo, de estirpe medieval, de Galicia, León, Castilla, Navarra, Aragón, Valencia, Murcia, Andalucía... De una Cataluña que, después de apartarse de Francia movida por su hispanismo integral, vivió cuatro siglos vinculada a Aragón y lleva casi cinco unida a los demás pueblos españoles.
Cataluña contribuyó más que ninguna otra región de la Península a hacer a España bajo la égida de Roma, cuando ni siquiera era posible adivinar en el misterioso e incierto futuro de Hispania el nacimiento de Castilla. Grandes conductores y escritores de la Cataluña medieval, autónoma dentro de la Corona aragonesa, sintieron la unidad histórica y vital de España con no menos convicción y muchas veces con más firmeza y claridad que los príncipes y escritores castellanos. Cataluña ha dado a la comunidad nacional española de que forma parte, el imperio mediterráneo, grandes figuras humanas, ideas y ejemplos magníficos. España es tan obra suya como de los otros muchos grupos históricos peninsulares, sus hermanos por la sangre y el espíritu y sus iguales en derecho
Sobre Vasconia española
Vasconia o la España sin romanizar
En la historia de España pueden señalarse dos procesos encontrados, contrapuestos, sincrónicos durante cerca de un milenio y al cabo complementarios. Uno tiene como meta y otro como punto de partida el País Vasco. Su enunciación va a sonar a paradoja. El primero se inició dos siglos antes de Cristo y no ha terminado todavía. El segundo comenzó hace mil años y está aún sin rematar. No sé si jamás serán completados. Me refiero a la romanización de la Península todavía inconclusa a los veintidós siglos de iniciada, porque aún está por romanizar un jirón de España en los Pirineos occidentales: una parte de Vasconia. Y a la vasco-castellanización de Hispania, incompleta a los mil años de haber comenzado. ¿Paradoja? No. Realidad. Esos dos lentísimos procesos multiseculares y sincrónicos, contrapuestos y complementarios, son una realidad innegable del pasado de los peninsulares. Una realidad que ha influido decisivamente en la acuñación de lo español. Los dos tienen por pivote al País Vasco. La romanización no le ha ganado todavía por entero —sólo por ello se distingue del resto de España. Y de esa España sin romanizar— que nadie se escandalice de las dos afirmaciones— surgió el intento de vasconización de la Península por obra de Castilla, histórica prolongación —no por poco conocida menos auténtica— de la Vasconia no romanizada, o, lo que es igual, no occidentalizada aún, cuando el pueblo castellano nació de la matriz vasco-cantábrica. No soy el primero en lanzar la idea de la acción vasconizante castellana. Menéndez Pidal al estudiar los "Orígenes del español" defendió ya la teoría de que Castilla había metido una cuña vasca en Hispania. Aludía al castellano, claro está. Cabe ampliar su tesis de lo lingüístico a lo social y a lo vital. Alartinet ha aludido a esa influencia, pero el tema merece un libro Y me parece seguro que quienes hoy se llaman vascos —en verdad están vasconizados— no son, más que les pese, sino españoles todavía no romanizados de manera integral. Ellos mantienen aún viva y vivaz la lucha iniciada contra Roma por Indíbil y Mandonio —nueva aparente paradoja. Y Castilla prosigue aún la medieval aventura iniciada por Fernán González contra lo occidental, es decir de revancha contra Roma. No participo del optimismo del gran prehistoriador austríaco Menghin, que ha llegado a escribir: ya no existe el enigma vasco. Cree que en el neolítico llegaron a España inmigrantes caucásicos que habrían ido avanzando a través de las penínsulas y de las islas del mar Mediterráneo; habrían desembarcado en el S. E. hispánico, se habrían mezclado con los habitantes de España, entre los que había elementos de población de estirpe africana y habrían constituido las masas protoibéricas y entre ellas las vasconas. Es muy probable que acierte Menghin pero su tesis necesita pruebas más sólidas que las por él alegadas para merecer el asenso unánime de los estudiosos. Viene en todo caso a sumarse a las que establecen un estrecho parentesco entre iberos y vascones. De ese parentesco sí podemos estar seguros. ¿Fueron los vascones una tribu de los iberos africanos, como se creyó antaño, cuando se juzgó su lengua idéntica a la de éstos? ¿Constituyeron una tribu de los iberos venidos del Cáucaso, puesto que hoy su habla se enlaza por muchos estudiosos con las hablas caucásicas? ¿Derivan vascones, iberos y aquitanos de un tronco común hurro-elamio, caucásico, como quiere Menghin? ¿Fueron los vascones, según piensan Bosch y Tovar, pirenaicos iberizados por los protoiberos africanos? No es lícito asentir sin reservas a ninguna de esas hipótesis. Pero fuerzan a tener por seguro el íntimo parentesco de los éuscaros con gran parte de la población primitiva de Hispania: A) la extensión, no sólo del nombre ili o iri = ciudad, sino de otra variada serie de topónimos vascos por grandes zonas de España: por Andalucía, levante, el Ebro, la meseta —ahí están, entre otros muchos, Arriaca, la Guadalajara de hoy y el pico abulense llamado Gorría—, es decir, por el solar de expansión de los almerienses iberos, desde Río Tinto hasta el Garona —sin la celtización, la romanización y la arabización de la toponimia peninsular es seguro que serían aun más numerosos en España toda los topónimos de raíz éuscara. B ) El hallazgo de palabras y aun de frases vascas en inscripciones ibéricas: plomos y vasos —remito a la reciente síntesis de Beltrán sobre tales hallazgos— y de nombres de personas de estirpe vascona en inscripciones romanas que registran habitantes en tierras iberas —por ejemplo en el bronce de Ascoli. Vasconia no es, no, un islote aislado y perdido en el océano de revueltas aguas de la Península; es simplemente el último rincón de ésta donde se habla todavía —naturalmente muy transformada al correr de los siglos— la lengua de buena parte de los españoles primitivos. Arqueológicamente nada distinguió a Vasconia -empleo provisionalmente esta palabra con la amplitud inexacta con que hoy se usa por los vascos— del resto de España. En el paleolítico superior conoció la cultura franco-cantábrica y en el epipaleolítico las culturas aziliense y asturiense. Hasta ella penetró en el neolítico la hispano-mauritana o de las cuevas. En ella convergieron la cultura megalítica llegada a España de Oriente y de África y propagada por la costa atlántica y septentrional rumbo a los Pirineos de Occidente, la del vaso campaniforme recreada en Andalucía al contacto de los hispanos con los inmigrantes asiánieos y extendida radialmente a toda España desde la central meseta inferior, y la cultura almeriense media que subió por la costa levantina y por el Ebro. Los hallazgos arqueológicos realizados en el País Vasco y en Navarra —véanse en el libro de Barandiarán—comparados con los que se han realizado y siguen realizándose en el resto de España no dejan lugar a dudas sobre tal realidad. Los prehistoriadores no me dejarán mentir. Claro está que a la depresión vasca llegaban antes y con más intensidad las culturas y los pueblos procedentes de Cantabria, y a Navarra, los pueblos y las culturas del Centro y del Ebro; y algunos de los primeros —la civilización franco-cantábrica, el aziliense, y el asturiense— no pasaron a tierras navarras, y algunos de los segundos —la cultura de las Cuevas— no penetraron en la depresión vasca. Esa diferenciación separó ya en fecha remotísima a los auténticos vascones —aragoneses de Occidente y navarros— de las gentes de la costa: várdulos, caristios y autrigones. Esa diferenciación fue pareja de las que fueron creando los núcleos raciales y culturales primigenios de las otras tribus primitivas de Hispania. Y no contradice la innegable condición mestiza, étnica y culturalmente, de los habitantes en el doble solar de la Vasconia histórica. Cráneos dolicocéfalos de estirpe ibérica se han hallado en tierras vascongadas, según Campión, y todavía pueden distinguirse los morenos, enjutos y pequeños, de Val de Erro, de los fornidos, altos y musculosos del Roncal. Tuve a várdulos, caristios y autrigones, es decir, a los vascos de hoy, por miembros de la gran familia cántabra al estudiar las tribus que habitaron el solar geográfico del reino de Asturias en la época romana. Los diferencian de los vascones: los geógrafos, la arqueología y la historia. Un texto de César establece la vecindad de Cantabria y Aquitania. Estrabón extendió aquélla hasta Vasconia y el Pirineo, y destacó la semejanza de costumbres de todas las gentes cantábricas que habitaban en la zona que el Pirineo y Vasconia limitaban. Los romanos distinguieron con nitidez a los vascones de los várdulos y los caristios; incluyeron a los primeros, con los otros pueblos del Ebro, en el Conventus juridicus caesaragustanus, cuya capital era Zaragoza, y a los segundos, con los cántabros, en el Conventus cluniensis, cuya capital, Clunia, estaba en el Duero. Gómez Moreno, al estudiar a los iberos y su lengua había señalado precisas diferencias arqueológicas, onomásticas y toponímicas entre el solar histórico de los vascones y el de los várdulos, caristios, autrigones y cántabros. Menéndez Pidal los distinguió asimismo al examinar algunos problemas del sustrato toponímico hispano. En su estudio sobre los pueblos del norte de España", Caro Baroja ha defendido con argumentos de peso que Cántabros, autrigones, caristios y várdulos hablaban una misma lengua y que era segura su unidad cultural y vital. No hace mucho, al historiar la lengua vasca en relación con la latina, ha reconocido aún, que ninguno de los pueblos que Ptolomeo incluye dentro del territorio várdulo o caristio tiene nombre de claro tipo vasco-aquitano. Y los textos históricos reunidos por Schulten hace muchos años aseguran la perduración de las diferencias históricas entre los vascones de ayer y los vascos de hoy hasta el año 808. Por tanto, no sólo es lícito sino obligado establecer en las sierras de Urbasa, Andía y Aralar la frontera perdurable que ha separado dos comunidades históricas dispares: la Euzcadi de hoy de la Navarra milenaria. Los navarros o eran iberos puros o hermanos de los puros iberos o estaban profundamente iberizados; y los habitantes de la depresión vasca si no eran Cántabros estaban muy emparentados con ellos. Unos y otros fueron después preceltizados primero y celtizados luego, intensamente Por los Pirineos occidentales vasco-navarros entraron en España los preceltas —ilirios o como quiera llamárseles— y más tarde los celtas históricos; y si los preceltas avanzaron muy hacia el interior de la Península —hoy se los supone refugiados en la cordillera cántabro-astur y en la cárpetovetónica— los celtas se extendieron a todo lo ancho y a todo lo largo del solar peninsular de Hispania. Taracena y Vázquez de Parga primero, y Maluquer después, han ido hallando importantes restos de poblados preceltas y celtas en Navarra y antes ya se inclinaba Bosch Gimpera a reconocer la celtización de várdulos y caristios. El supuesto islote vasco fue por tanto anegado por las oleadas de los nuevos invasores de la Península. Tovar se inclina a creer que es celta el nombre mismo de la tribu: barscanes. Significaría "los orgullosos" o "los de las cimas". En las cimas habrían permanecido empecinados y orgullosos y así habrían logrado salvar su personalidad histórica, matizada, claro está, por el aporte celta —la lengua vasca acusa esa influencia —pero sin llegar a celtizarse integralmente. Tras el aporte ibero, el celta; el pueblo vascón recibía las mismas transfusiones sanguíneas y culturales y padecía o gozaba de las mismas simbiosis o antibiosis que los otros pueblos hispanos: Los vascos continuaban la gran navegación de la historia dentro de la nave española. Y así siguieron en la etapa inmediata de ese multisecular crucero histórico, cuando los romanos pusieron pie en España. Que me perdone Mendizábal si me parece invención peregrina de su ingenio el pacto vasco-romano contra los celtíberos, pacto que carece de toda apoyatura histórica y que absolutamente nada justifica. Sempronio Graco firmó con los vascones y con los celtíberos acuerdos parejos cuando Roma entró por primera vez en contacto con ellos, antes de iniciar su sojuzgamiento. Los romanos ganaron luego Vasconia sin gran lucha —la Vasconia abierta del Sur, claro está— y en seguida comenzó su romanización. El vasco vuelve a acusar la nueva inundación de modo evidente. Pero el ímpetu vital y la tozudez vascona lograron conservar otra vez la maravilla e su lengua neolítica en las asperezas de sus sierras: en el Saltus Vasconum Muchos pueblos peninsulares ibéricos o iberizados habían logrado también, como el vasco, salvaguardar sus ancestrales personalidades históricas libres del impacto de lo precelta y de lo celta. Tanto como los vascones y aun más que los vascones, pues algunos de ellos no recibieron siquiera la visita de ninguno de los dos invasores y otros consiguieron rechazar o absorber a las masas celtas llegadas antes o después hasta sus solares nacionales. Pero no ocurrió otro tanto frente a la romanización. Esta fue más pertinaz, intensa, continua y duradera. Roma ganó en España muchas batallas, como el Cid de la leyenda, después de su muerte. Después de morir como potencia imperial, su tradición cultural, recogida por la Iglesia y prolongada en la única civilización con vigencia en la Península durante algunos siglos, prosiguió triunfando en tierras hispanas. Debemos a Caro Baroja páginas excelentes sobre la extensión y la profundidad de la romanización en Vasconia. Alcanzó un área mucho mayor de lo que solía pensarse y una intensidad tal que, según el mismo autor demuestra, los vascones, aunque parezca inverosímil, se convirtieron en agentes de romanización. ¿Dónde? En la depresión vasca. Curioso fenómeno; a un tiempo llevaron a ella su propia herencia temperamental y, con ella, algunas reliquias de su iberismo remoto y de su reciente romanismo. Por causas que nos escapan los vascones mostraron un extraño dinamismo eruptivo con ocasión de la caída del poder romano en España. La bagaudia o revolución campesina comenzó a agitar el País en el siglo IV. No conocemos bien su proceso originario. ¿Fue provocada por el enfoque entre la hombría de las masas rurales y la declinación de su condición jurídica dentro de un régimen agrario de signo señorial? No sé, pero la bagaudia adquirió en tierras vasconas una acuidad extrema, bien conocida: aludí a ella al estudiar el prefeudalismo occidental. ¿Provocó la bagaudia la erupción del dinamismo vascón al desencadenar fuerzas vitales hasta allí contenidas? No es imposible; pero no gusto de convertir las conjeturas en afirmaciones. Cualesquiera que fueran sus causas la exaltación de la potencia histórica de Vasconia a partir del siglo V es indudable. Y lo son sus desbordes energéticos de tipo expansivo. Los he señalado dos veces. Traté de la invasión vascona de Aquitania hace unos veinte años, al examinar los cambios sufridos por el ejército ultrapirenaico en los albores del feudalismo. Y hace poco he estudiado la entrada de los vascones en la depresión vasca, al examinar los orígenes del nombre de Castilla. Ni uno ni otro desborde expansivo son dudosos. Del primero han conservado recuerdo las crónicas francas y se han ocupado los historiadores de allende el Pirineo. Scliulten, Gómez-Moreno, Menéndez Pidal han señalado, acordes en lo esencial, la entrada de los vascones en la Euzcadi de hoy. Creo haber probado que coincidió con esa etapa explosiva de un hasta entonces insospechable dinamismo vascón. Caro Baroja reconoce como hecho histórico la vasconización de la toponimia del solar de várdulos y caristios, es decir, de las provincias vascongadas; y es segura tal vasconización. Señala además que los vascones introdujeron en ellas muchos nombres con terminación en ain, que cree resultado de la romanización de Vasconia, y otros topónimos alusivos a la organización urbana y a estilos de vida que esa romanización hizo conocer a los vascones, pero que nunca existieron antes en la depresión vasca. Los cree importados por los reyes de Navarra; pero conocemos hoy bastante la historia del País Vasco y del reino de Pamplona durante los siglos VII al X y puede de ella deducirse que desde la antigua Vasconia no pudieron bajar entonces a la nueva esos extraños topónimos locales. Porque los soberanos pamploneses no dominaron durante esos siglos el solar de Euzcadi y porque en sus colonizaciones de esa época exportaban nombres geográficos con final en utri; lo acredita la toponimia vasca de la tierra riojana. La entrada de los vascones en tierras de várdulos y caristios acaeció —no vacilo al afirmarlo— durante el período de anarquía que siguió a la caída del poder romano en España. Los geógrafos e historiadores griegos y romanos y el mismo cronista español del siglo v, Hidacio, interpusieron a caristios y várdulos entre cántabros y vascones. Los hicieron ya vecinos: Venancio Fortunato en el siglo VI y Julián de Toledo en el VI y en el X Alfonso III presenta a los vascones en los llanos de Álava. Fresca entonces su romanización, los invasores de Euzcadi llevaron a ella, con sus formas de vida nunca olvidadas —entonces introdujeron en el País Vasco de hay la rueda maciza de abolengo ibérico—, los referidos topónimos locales, producto de su intensivo contacto con Roma Al entrar en Euzcadi empujaron hacia Castilla a una parte de los várdulos y caristios; algunos se acogieron a los montes —los moradores de Tulonio, ciudad de la llanada de Álava, se refugiaron en la sierra a que dieron nombre —y los que permanecieron en sus antiguas sedes fueron inundados de vasquismo. Como cada tribu hispana al aceptar el latín creó su propio dialecto romance —donde esos dialectos se han conservado hasta hoy, como ocurre en el norte de España, las fronteras dialectales marcan las lindes de las viejas tribus primitivas—, así las tribus vasconizadas a partir del siglo v, crearon asimismo sus propios dialectos del vasco, también conservados hasta nuestros días. Vasconia no habría llegado a romanizarse integralmente, y la zona por ella vasconizada en fecha históricamente reciente habría salvado, en su hoya y hasta hoy, unas formas de vida que le habrían sido impuestas como resultado de su conquista por los vascones de Navarra y de Aragón. Lo abrupto y cerrado de los Pirineos navarro-aragoneses habría hecho posible la perduración en ellos de la herencia temperamental primitiva. La caída de Roma, al permitirles vivir a la intemperie histórica e inducirles a abandonar su postura receptiva, habría interrumpido el curso de su romanización. El dinamismo explosivo que padecieron o gozaron en seguida y los éxitos expansivos que obtuvieron afirmaron luego su personalidad ancestral. Y la perduración a lo largo de tres siglos, hasta el mismo día de la conquista musulmana, de sus luchas con la monarquía hispano-goda, completaron el doble proceso: de detención perdurable de la inconclusa romanización y de perdurable exaltación de sus tradiciones tribales. A la hoya vasca, situada en un minúsculo rincón aislado del mundo romano, sin riquezas entonces codiciables y de difíciles comunicaciones, había llegado la acción de Roma menos intensamente que al resto de España. Encerrados várdulos y caristios entre el mar y los montes, en una depresión que no llevaba a parte alguna, no pudieron atraer la atención de los colonizadores romanos. La presencia en Velegia-Iruña —todavía avanzado el siglo IV— de una importante guarnición imperial, según el testimonio de la Notitia Dignitatum, atestigua la escasa romanización del País poco antes de la caída del señorío de Roma en la Península. Por ello después de su vasconización —ésta implicaba simplemente la afirmación de los matices vitales y temperamentales de una tribu hispana vecina, de historia no disímil aunque más saturada de iberismo—, la nueva Vasconia, aislada en su pequeño solar, pudo convertirse en un sagrado reservorio de vasquismo y por tanto de hispanismo primigenio, mientras la auténtica Vasconia, menos cerrada, más en perpetuo contacto con las gentes del valle del Ebro y en uno de los eternos caminos de comunicación entre Hispania y la Galia, era arrastrada por el torbellino de la historia islámica de España. He estudiado con detención el tema. Los contactos entre musulmanes y vascones empezaron en los mismos días de la invasión de España. Muza cruzó el solar de Vasconia al subir Ebro arriba en su última campaña del 714. Antes del 718 los invasores ocuparon Pamplona la primitiva tierra de los vascos siguió la misma suerte que las otras tierras peninsulares en aquella hora triste en que los islamitas conquistaron nuestra patria común. Otra vez se afirmó la comunidad de destinos de todos los hispanos. Esa comunidad de destino llevó pronto a los españoles del Norte a alzarse contra sus dominadores musulmanes. Los astures se sublevaron con Pelayo en 718 y vencieron en Covadonga en 722; por entonces debieron también rebelarse los cántabros; los vascones sacudieron el yugo islamita después de la derrota de Poitiers del 732. Todos los septentrionales fueron duramente combatidos por 'Uqba (734-739); resistieron las gentes del Cantábrico, sucumbió Vasconia. La rebelión general de los berberiscos en África y España (739-740) y las guerras civiles que durante algunas décadas asolaron a Al-Andalus permitieron a todos salvarse de la grave amenaza; el reino de Oviedo pudo afirmar su libertad y los vascones pudieron recuperar la suya. La serrana y marítima monarquía asturiana abarcó una larga faja de tierra que iba desde el Finisterre al Pirineo. La loca geografía del País y el no olvidado secesionismo hispano dificultaron la unión de los gallegos y de los vascones al reino unido de astures y cántabros. Pero los soberanos ovetenses lograron a la postre la unidad. La aseguró un rey, hijo de una vasca, Alfonso II (791-842) Entretanto la Vasconia primitiva, siempre más vinculada al valle del Ebro que la nueva Vasconia, siempre a su vez más hermanada con las gentes del Cantábrico, comenzó a vivir su propia vida. He logrado renovar la historia de los orígenes del reino de Navarra. A fines del siglo VIII Pamplona se hallaba sometida a Córdoba y era gobernada por un renegado de la familia hispano-goda de los Banu Qasi', llamado Mutarrif. Se alzaron contra él y le mataron los vascones no sabemos si por propia o extraña iniciativa. Para vengar su muerte, sus familiares, que señoreaban Tarazona y Borja, se aliaron con un caudillo de la Vasconia ultrapirenaica —¿de Bigorra?-, Iñigo Arista; juntos derrocaron a los asesinos de Mutarrif, se apoderaron del País y así surgió a la historia un nuevo reino en torno a Pamplona, no mucho después del año 800. Las vinculaciones consanguíneas y políticas entre las dos familias, vascona y muladí, permitieron a los Aristas y a los Muzas defenderse alternativamente de Aquistarán y de Córdoba. Y en adelante el nuevo reino, heredero directo de la Vasconia ancestral primigenia, vivió muy mezclado a las gentes de su propia estirpe ibérica. La Vasconia clásica y la nueva Vasconia se separaron otra vez por casi tres siglos. La Euzcadi de hoy no había sido sometida por las huestes islamitas. La Crónica de Alfonso III, en oposición a las tierras que hubieron de ser repobladas —naturalmente por haber sufrido los zarpazos de la invasión muslim—menciona a Alava, Vizcaya y Orduña, como siempre poseídas por sus antiguos habitantes; y ello implica, claro está, que tampoco la lejana Guipúzcoa habría sido combatida por los mahometanos. En Córdoba empezaron a interesarse por la frontera oriental del reino de Oviedo a fines del siglo VII. Algunas huestes cordobesas aparecieron ya por Álava y Castilla en 792, 796 y 801; en este año fue terriblemente derrotado en las Conchas de Argazón un poderoso ejército islamita. Desde Córdoba fueron también atacados los Muzas del Ebro y los Aristas de Pamplona; los primeros se sometieron y su sumisión protegió a sus familiares y aliados pamploneses. Cerca de dos decenios se prolongó ese estado de cosas. Durante ellos los vascones de Navarra no fueron molestados por las tropas musulmanas Golpearon éstas, en cambio, sin descanso contra el solar de castellanos y alaveses. Parece pues seguro que éuscaros y vascones vivieron separados. Si la Euzcadi de hoy hubiera dependido de Pamplona, esos ataques no hubieran podido realizarse sin chocar con los Aristas y con sus aliados los Banu Muza; y fue precisamente un miembro de esa familia renegada quien en 839 invadió Álava al frente de las fuerzas cordobesas. Las tierras vasconizadas en el siglo v —los vascos actuales— continuaron integrando por tanto el embrión de España bajo el gobierno del monarca de Oviedo. Y cabe deducir que colaboraron a las empresas comunes con lealtad y con entusiasmo, de la ausencia de todo movimiento secesionista vasco contra el Rey Casto durante el medio siglo que reinó en Asturias. A lo largo de esas cinco décadas el País Vasco resistió con heroísmo las acometidas sarracenas, como las resistieron cántabros, astures y gallegos, a cuyos destinos se hallaba gustosamente vinculado —los vascos defendieron a veces con los otros súbditos de Alfonso II los pasos de entrada a la Asturias transmontana. Mientras, el otro pueblo de habla éuscara vivía unido a los renegados del valle del Ebro, a quienes debían el poder los Aristas, y vivía de ordinario en paz con Al-Andalus. Sólo después de la ruptura entre navarros y muladíes, a mediados de siglo, por causas que he estudiado al examinar las relaciones de los vascos y los árabes, cambiaron los soberanos de Pamplona el rumbo de la política internacional y se acercaron a los reyes de Oviedo. Pero el último de los Aristas, Fortún, prisionero en Córdoba durante algunos años y abuelo de un príncipe andaluz —en su hija engendró el futuro emir Abd-Allah al padre de Abd al-Rahman III— siguió mediatizado por los islamitas cordobeses. Y fue preciso el golpe de estado del 905 —apoyado por Alfonso de Oviedo y por el conde de Pallars— para que en Navarra empezara a reinar una nueva dinastía, fiel aliada de los soberanos de Asturias y león contra los musulmanes. Los dos pueblos de habla vasca siguieron separados: los vascos de hoy continuaron unidos a los otros pueblos cristianos, regidos desde Oviedo y en seguida desde León, la nueva sede regia. Durante muchas décadas alaveses y vizcaínos resistieron, unidos a los castellanos, los ataques de los últimos cachorros de los Banu Muza. Los vascos contribuyeron con sus hombres y su espíritu al nacimiento de Castilla; y del condado de Castilla formaron parte esencial durante el siglo x. Los documentos acreditan la importancia de la aportación vasca a la colonización de las nuevas tierras castellanas y atestiguan la extensión de la autoridad condal de Fernán González y de sus sucesores hasta muy dentro de la tierra éuscara. Integró ésta por tanto la nueva comunidad histórica llamada a los más altos destinos; y dió con ella sus primeros pasos en la historia. Sólo a fines del siglo x Navarra se anexionó una parte de Alava y sólo en 1029, tras la crisis de la dinastía condal castellana, Sancho III el Mayor incorporó a su reino la nueva Vasconia —la Euzcadi de hoy— y la Castilla de antaño, que así siguieron juntas su declinación hacia Pamplona. Castilla se separó de Navarra en 1035 y fue despaciosamente recuperando sus fronteras primitivas En 1076, a la muerte de Sancho el de Peñalén, Vizcaya volvió al redil castellano. Con la primitiva Castilla fue unida otra vez a Navarra por Alfonso I el Batallador, rey también de Aragón (1109), pero desde la muerte de este rey (1134) formó siempre parte de la Corona de Castilla. La rigieron, sí, señores poderosos pero dependientes de los reyes castellanos, como de ellos dependieron los otros muchos grandes señores del reino castellano-leonés a través de los siglos A fines del XII se incorporaron también a Castilla Alava y Guipúzcoa, la última voluntariamente. Y desde entonces el País Vasco, del cual sólo dos porciones habían vivido menos de dos siglos unidas a Navarra, vivió hasta hoy la historia de Castilla. Y con Castilla la historia de España. Cierto que las poblaciones de la costa vasca firmaron a veces pactos con potencias marítimas del Atlántico, pero otro tanto hicieron las ciudades marineras castellanas. Juntos castellanos y vizcaínos integraron una "nación" en Brujas y tuvieron la misma capilla hasta que se pelearon por cuestiones de preeminencia. Con Juan I los reyes de Castilla fueron incluso señores de Vizcaya. Desde entonces los vascos de hoy han vivido hombro a hombro con los otros hispanos las horas alegres y las horas tristes de España. Han gozado de todas las ventajas que les procuraba el ser españoles y nunca han levantado las cargas que algunos los otros españoles soportaban —ya en el siglo XIV los castellanos protestaron de que los vizcaínos no pagasen como ellos alcabalas y sisas. El patriotismo español de los vascos se hizo notorio cuantas veces corrió peligro su unión con Castilla. Reaccionaron unitariamente contra el acuerdo de Pedro I y el Príncipe Negro, por el cual el Rey Cruel cedía a Inglaterra el País Vasco, como compensación de la ayuda de las huestes inglesas contra su hermano Enrique II. Durante las frustradas negociaciones entre Enrique IV y Luis XI en torno al matrimonio de la Beltraneja y el Duque de Guiena, cuando el Impotente rey de Castilla estaba pronto a ceder el litoral vascongado, los vascos volvieron a alzarse contra su apartamiento de la Corona castellana —lo cuenta Mosén Diego de Valera— y obligaron a Enrique IV a jurar que nunca serían separados de Castilla. Fueron luego entusiastas partidarios de Isabel y Fernando en los comienzos de su reinado y defendieron heroicamente la frontera española contra Francia. A principios del siglo XVI se sentían tan unidos a Castilla que, según Zurita cuenta, en 1508 solicitaron sú incorporación a las cortes castellanas y no entraron en ellas porque el espíritu caballeresco de los procuradores entendía, estúpidamente, la asistencia a aquéllas como un privilegio y no querían compartirlo con nadie —unas décadas antes se habían opuesto a la entrada en las cortes de los representantes de Logroño. Y porque el Rey Católico no tuvo gusto —ningún rey lo ha tenido jamás— en fortalecer con elementos populares a las asambleas políticas del reino —el Canciller Ayala había escrito: "los vizcaynos son omes á sus voluntades, é quieren ser muy libres é muy bien tratados". Y desde el siglo X hasta el XIX, no sólo no han alzado una sola pretensión secesionista: se han sentido muchas veces sacudidos por un entusiasta fervor español. Será tan difícil negar estos hechos como es fácil comprobarlos a cualquiera El País Vasco ha escrito páginas brillantes de la historia española, como las otras comunidades históricas que integran España. Los vascos han hecho maravillas... como españoles y conforme a la contextura temperamental hispana. Sus magnas figuras históricas no han pensado, ni han escrito, ni han obrado como vascos; todo lo que han hecho de grande y de universal ha sido dentro de la órbita vital y cultural de España. Desde Elcano, Francisco de Vitoria —era burgalés pero de remota estirpe vasca—, San Ignacio y Legazpi, hasta Unamuno, Zuloaga y Baroja, cuantos vascos famosos pueden señalarse han sido españoles ante todo y por cima de todo; y como españoles han colaborado a las grandes aventuras culturales de Europa. España los debe al País Vasco; pero sin el resto de España ninguno de esos nombres figuraría hoy en los anales de Occidente. Y hasta el mismo nombre de Vasconia sería una sombra sin vida perdurable. Gracias a no haber vivido una pura vida aldeana y marinera entre el mar y los montes, a haber sido preciadísimas y preciosísimas porciones de España y del pueblo español, Vasconia y los vascos han ocupado y ocupan aún un puesto al sol de la historia. Dentro de Castilla primero y de España después los vascos —para decir mejor los vizcaínos, los guipuzcoanos y los alaveses, separadamente— han logrado regirse a sí mismos durante más siglos que las otras comunidades históricas hispanas. ¡Maravilloso privilegio! lo minúsculo de su solar geográfico restaba interés a cualquier intervención autoritaria de los reyes, y su situación en uno de los puntos de fricción de España con Francia obligaba a los príncipes a mimar a los vascos; sólo así se explica que lograran salvaguardar su vida autónoma cuando habían perdido la suya: primero los grandes concejos y los grandes señoríos dentro de los reinos españoles e incluso estos mismos más tarde. Pero, ¿quién se atreverá a ver en tal perduración la base histórica de una auténtica singularidad nacional? Poseen los vascos una contextura temperamental propia, como poseen otras distintas cada una de las agrupaciones regionales hispanas; pero su estructura funcional no los distingue radicalmente de los demás grupos humanos de España. Las características, ditirámbicas o peyorativas, que se les atribuyen coinciden en su esencia con las que constituyen la esencia de lo hispánico. Es sugestivo el paralelo entre la manera de estar en la vida que suele definirse como típica de los españoles y la contextura vital de los éuscaros o vascos; ese paralelo descubre el estrecho parentesco que las une. Tal coincidencia se explica sin esfuerzo, pares ha sido en Castilla donde se ha forjado el arquetipo de lo hispánico y lo castellano es en buena parte prolongación histórica de lo vasco. Son mayores las diferencias que van apartando a lo éuscaro de los estilos de vida de las otras comunidades humanas de Hispania. Desde el sencillo y rígido pivote de Vasconia, las varillas del abanico español avanzan lentamente hacia el barroquismo portugués, el barroquismo andaluz y el barroquismo levantino. Lo vasco sería la raíz cúbica de lo hispano; y lo portugués, lo andaluz y lo levantino, lo español elevado al cubo. La fidelidad de los vascos a su tradicional estilo de vida tampoco ha sido dispar de la que han guardado al suyo Galicia, Asturias, Castilla, Andalucía, por ejemplo. La única causa de diferenciación entre los vascos y los otros españoles estriba en la perduración, en una zona cada vez más reducida de Vasconia, de la vieja lengua éuscara, que Dios conserve por los siglos de los siglos. Es decir, ni la raza ni la historia ni la contextura temperamental ni el amor al ayer... separan a los vascos de los otros hermanos de España. Los distingue de ellos solamente la supervivencia entre los vascos de un habla que en el extremo límite de la hoya y de los montes vascones ha resistido al avance, allí particularmente despacioso, de la romanización. La perduración no interrumpida de ese proceso va haciéndola retroceder poco a poco, de continuo, hacia los Pirineos. El éuscaro no es por tanto el habla de todos los vascos: muchos de ellos no la entienden hace tiempo. El que hoy llamamos español es tan legítimo patrimonio de los habitantes de Euzcadi como de los hijos de Castilla. Muchos vascos comenzaron a hablarlo tan temprano como los primitivos castellanos, mucho antes que los castellanos del Duero hacia el Sur. Y es notorio que en él se escribieron las más viejas leyes constitucionales de los vascos: sus fueros. Mas, aunque así no fuese, nunca el éuscaro separaría a los vascos del resto de los españoles. Porque no es una lengua más en la Península. Es una lengua hablada en la remotísima España neolítica. No obstante su inundación por lo céltico, y lo latino, al escucharla oímos aún como un eco de las voces milenarias de nuestros abuelos de la Edad de Piedra. Prodigio increíble si no fuera cierto. Pero es la misma lengua o es hermana de la que hablaron los pueblos cántabro-pirenaicos y varios otros viejos pueblos de Hispania, y está íntimamente emparentada con la que empleaban los iberos levantinos antes de su romanización o está inundada y saturada de iberismos —Gurruchaga acaba de aceptar esa vinculación. Es por tanto el habla de una gran parte de los españoles primitivos y no puede por ello constituir base segura de una segura distinción nacional frente al resto de España. Vasconia o la España sin romanizar. Sí; y además la abuela de España. Como dije al principio de estas páginas, a través de Castilla, a cuya generación contribuyeron, los vascones han proyectado su espíritu y su temperamento hacia Hispania y hacia todos los pueblos hispanos, y por eso España y lo español pueden ser pensados desde el País Vasco. He aquí por qué Vasconia o la España sin romanizar es la abuela de la España actual. La abuela gruñona que no se reconoce en su nieta y reniega de ella. La abuela que sueña grandezas de tiempos pasados y que repite gestos y dichos de entonces; Jaurlgoikoa et legizarra —Dios y fueros— es un lema digno de labios medievales. La abuela tozuda que quisiera vivir como antaño —el sentido particularista de los vascos es de pura estirpe hispana. La abuela que todos comprendemos y amamos con filial devoción; a la que es prudente dejar vivir a su agrado dentro de la patria común española —también su hija, Castilla, gustó en tiempos de vivir libremente. La abuela que guarda todavía recuerdos de nuestro más remoto ayer, de un ayer muchas veces milenario, cuyas raíces se hunden en la primigenia tierra de España.
Ninguno de los pueblos o culturas que llegaron a tierras hispanas en los días remotos de la prehistoria dejó de asomarse, detenerse, asentarse, influir, inundar o saturar el solar primitivo de la Cataluña de hoy. Ni uno solo faltó a la cita que les daba la fértil tierra catalana, situada en uno de los pasos —el más fácil— para entrar o salir de España. En Bañolas (Gerona) se ha hallado la mandíbula de un neandertalense, del mismo hombre del arqueolítico del que se ha encontrado un cráneo en Gibraltar. A Cataluña llegaron los cazadores auriñacenses de la civilización franco-cantábrica y los gravetienses ultrapirenaicos que se extendieron por toda la Península. La llamada cultura de las cuevas o hispano-mauritana subió hasta Pallars y la Cerdaña y cruzó los Pirineos. Si en el neolítico llegaron a España pastores caucásicos, tanto se extendieron por Vasconia y por el Pirineo como por Cataluña. Desde la meseta inferior, a través del macizo ibérico central penetró en tierras catalanas la cultura campaniforme; y por mar y desde la vertiente pirenaica septentrional, la cultura dolménica, que se había propagado también por Andalucía, por las costas atlántica y cantábrica y aun por el interior de la Península. Los almerienses del Argar o protoiberos, que avanzaron por levante y subieron Ebro arriba hasta Vasconia y Cantabria, llegaron también a Cataluña, la ocuparon y, a lo que tengo por probable, penetraron luego en Francia. Por los pasos catalanes entraron en España las gentes de los "campos de urnas", ilirios o preceltas que habían de bajar al Ebro y de subir a la meseta. Por ellos se asomaron después los celtas históricos portadores de la cultura del hierro de Hallstatt; los mismos que por los pasos occidentales del Pirineo inundaron España entera. Y los iberos históricos reconquistaron luego Cataluña, se adentraron en Francia, llegaron hasta el Ródano y volvieron a entrar en España empujados por los galos. Zonaras afirmó que en los Pirineos habitaban pueblos diversos y de lenguas distintas.
Con razón calificó de missegetes o mezclados Hecateo a los pueblos que habitaban Cataluña -los cráneos hallados en los sepulcros prehistóricos de la región atestiguan la realidad de tal aserto-. En esos pueblos y en su cultura habían venido a confluir todas las etnias y todas las civilizaciones que habían un día llegado a la Península. Las raíces de Cataluña no remontan por tanto a ninguna singularidad racial o espiritual de las misteriosas edades prehistóricas; como no se quiera ver una singularidad en ese resumir, mezclar y aunar las culturas y las razas todas de Hispania. Son de Bosch Gimpera las siguientes palabras: "En la época primitiva se dibujan ya grandes núcleos meridionales, levantinos, centrales, occidentales y cántabro-pirenaicos, con un cruzamiento de sus diversos elementos en Cataluña". Había sido ésta, así como una síntesis o prefiguración de España antes de que se iniciara ninguna de las etapas históricas que los catalanistas califican de superestructuras deformantes de los pueblos hispanos; es decir antes de que la historia fuera haciendo a España.
Como a toda la costa meridional y levantina llegaron también a Cataluña, andando el tiempo, griegos y romanos. La penetración cultural de los colonizadores helénicos no pudo cambiar el sustrato racial y temperamental de los iberos del Sur ni el de los missegetes septentrionales. Grecia matizó, sí, las creaciones artísticas de unos y de otros, pero sólo el nobilísimo amor a su tierra ha podido hacer exclamar a Rovira Virgili que "una centella de la Hélade prendió en el alma de Cataluña". Ni los burgueses de la lejana y norteña Ampurias ni los colonos de las playas alicantinas y murcianas lograron provocar tal prodigio.
Fue Roma la que influyó decisivamente sobre los abuelos de los catalanes de nuestros días; tanto, o para decir mejor, más que influyó también, después, sobre todos los otros habitantes de Hispania. Las tribus que habitaban en tierras catalanas lucharon contra Roma con la misma bravura con que luego la enfrentaron los otros hispánicos. Pero después de ser vencidas en las primeras jornadas de la conquista romana, fue en la Cataluña de ahora donde se inició la romanización intensiva de la Península; fueron los catalanes de entonces quienes más ayudaron al éxito político y espiritual de Roma en España y a su explotación integral de la patria hispana, y fue la gran ciudad, umbilicus político y cultural del país, a la sazón, Tarraco, el centro más activo a la par de romanización y de unificación de los peninsulares.
Sí; Tarragona fue en verdad el puerto y la puerta de Roma en Hispania. Hijos de las tribus que habitaban en el solar de la Cataluña contemporánea formaron cuerpos auxiliares que ayudaron a los generales romanos a vencer y someter a los vascones, a los celtíberos, a los lusitanos y a los otros pueblos de Hispania. Y en Tarraco se reunieron durante mas de trescientos años, en los "concilio" o asambleas provinciales, los representantes de las ciudades y de las tribus todas de la mayor parte de la Península hispánica; en ellas convivieron anualmente, durante más de tres siglos, gentes venidas de Lugo y de Granada, de Cartagena y de Cantabria, de Vascongadas y de la Mancha, de Braga y del Pirineo aragonés, de Navarra y de Asturias. de la llanura castellana y de los llanos de Valencia, del celtíbero Moncayo y de Sierra Nevada, del Ebro y del Tajo, de Astorga y de Gerona. Roma hizo a Hispania desde la zona catalana de la Tarraconense. Durante los largos siglos de señorío de Roma fue, desde ella y por su intermedio, como se articuló la unidad española. Mucho antes de que Andalucía o Castilla sirvieran de centros catalizadores de la inicial diversidad peninsular había cumplido igual misión la Cataluña de hace dos mil años.
Esa misión había ilustrado y magnificado la región tarraconense. ¿La había a la par singularizado en el conjunto de las comarcas hispánicas? E1 centro umbilical de donde emana la acción unificadora de una comunidad política rara vez se ha dejado ganar por un particularismo diferenciador. Y ningún eco nos ha llegado en verdad de que el señorío de Roma afirmara la peculiaridad histórica del trozo de Hispania que constituía el Conventus Juridicus Tarraconense. El único rasgo que pudo venir a matizar el estilo de vida del pueblo antepasado del catalán de nuestros días fue la acentuación intensiva de su vida económica. Centro político y vital de la romanización y de la unificación de Hispania, Tarraco y su tierra fueron también base nodal de la explotación de la Península por Roma. Y esa nueva, y antes de la conquista romana insospechable, función nuclear de la región tarraconense, desarrolló en los moradores de la costa catalana una actividad comercial y un interés y una devoción por la vida económica que no fue general ni frecuente en las otras tierras peninsulares, con la única excepción de la zona de que Cádiz era capital. San Paciano, obispo de Barcelona, a fines del siglo IV, da testimonio de tal actividad y de tal devoción, cuando, refiriéndose a sus coterráneos, habla de lo que allegaban, acumulando, traficando, mercadeando, robando, en persecución de la ganancia. Pero con no ser despreciable esa inclinación como factor creador de una estructura temperamental, es dudoso que arraigara tanto en el país y que durase lo bastante para que llegara a acuñarse un estilo de vida peculiar. No consta que ese afán de lucro ganara sino a las poblaciones urbanas de los puertos. Y las invasiones bárbaras, primero, y las conquistas islámicas, después, paralizaron y al cabo pusieron fin al tráfico marítimo y terrestre del que había derivado el creciente dinamismo mercantil de la Cataluña costera. Nunca habría sido él, además, suficiente para provocar un hecho diferencial capaz de hacer madurar el germen histórico de una nacionalidad.
A la caída de Roma esa todavía vigorosa Cataluña volvió a servir de puerta de Hispania, como había venido sirviendo desde hacía milenios. Por ella entraron los godos en la Península. Arruinada Tarragona, fue Barcelona el primer asiento de la corte visigoda, y en ella se decidió más de una vez la suerte de aquella España que desde Tarraco se había unificado; allí fue asesinado Ataúlfo, que aspiraba a rejuvenecer el Imperio de Roma inyectando en sus arterias esclerósicas la joven sangre gótica, y allí fue muerto Amalarico, el último vástago de la dinastía que había regido el reino godo de Tolosa, a horcajadas sobre el Pirineo. Pero tampoco puede captarse ningún eco seguro de que durante el señorío visigodo se hubiera formado el capullo de una nación marginal, distinta de España.
Es sabido que después de la derrota de Guadalete (711) y de las campañas de Tariq en Cataluña (714) —el testimonio de diversos autores musulmanes me permitió hace años atribuir a Tariq la ocupación de Tarragona y Barcelona y Abadal, al contradecirme, no ha rebatido mis alegatos— numerosos godos e hispano-romanos, en fechas distintas del siglo VII cruzaron los pasos orientales de los Pirineos y se refugiaron en Francia. Lo atestiguan los Precepta pro Hispanus de Carlomagno y Ludovico Pío, algunos textos historiográficos francos y la redacción erudita de la Crónica de Alfonso III. Entre el 785, fecha de la conquista de Gerona, y el 801, en que fue ocupada Barcelona, fue incorporada al imperio franco la vieja Cataluña. No sabemos quiénes formaban las huestes invasoras y quiénes las masas que vinieron a habitar en el país. Cabe sospechar que aquéllas y éstas estarían integradas en su mayoría por gentes de las tierras vecinas, de Carcasona, Rosellón, Beziers y Narbona, emparentadas racialmente desde siempre con los del sur del Pirineo, y de los godos e hispano-romanos, refugiados en esas comarcas; así resulta de los Precepta ya citados y de los diplomas publicados por Abadal. Es lícito, por tanto, suponer que la población de la futura Cataluña no sufrió grandes cambios étnicos como resultado de la sumisión del país al señorío de los francos. La coincidencia de los condados en que se dividieron las tierras ocupadas por los ejércitos de Carlomagno, con los viejos pagos cismontanos, solares de las viejas tribus que habitaban en la región, parece confirmar la perduración de los cuadros raciales primitivos de aquel rincón de la Tarraconense. Esa perduración permite concluir cuánto hay de hiperbólico en la suposición de que los francos cambiaron étnica y espiritualmente a los moradores de las tierras catalanas. Y cómo sobrevivió en éstas el "substratum" humano anterior a la invasión muslim; es decir el viejo y mezcladísimo complejo tribal que vivía en la región, hermanado psíquica y racialmente con los otros habitantes de Hispania.
Es muy aventurado por tanto imaginar que a partir de la incorporación al imperio franco cambiara de tal modo Cataluña que en ésta surgiera, como por milagro, un espíritu nacional vigoroso y pujante. Soldevila mismo reconoce el sentimiento antifranco de los moradores en los condados de la Marca Hispana. Vertido por pasiva ese antifranquismo (contra la tribu germánica franca) debe ser calificado de firme sentimiento hispano. Fraccionado el país en un rosario de condados —sólo Barcelona, Ausona y Gerona se hallaron de ordinario regidos por un solo conde— habría sido difícil que hubiera cuajado una embrionaria conciencia nacional, por encima de las divisiones pugnaces que apartaban entre sí a los condes de cada distrito. Sólo su hispanismo racial y espiritual podía agruparlos en una comunidad humana al enfrentarlos con las tierras francas del Norte.
Esos condados hubieron de vivir más de dos siglos inundados por el oleaje de la política de allende el Pirineo. Pero con su atención y su vitalidad tendidas hacia las cuestiones peninsulares, como vivían a la sazón los otros núcleos cristianos españoles de resistencia a Córdoba. No pudo ocurrir nada distinto; los ataques de las huestes musulmanas los obligaron a ello; los ataques de los ejércitos del emir y de las tropas de los poderosos rebeldes de las tierras islámicas vecinas -Wifredo el Velloso fue vencido y muerto por el último cachorro de los Banu Qasi', por el último vástago de esa familia renegada de origen godo, que señoreó un siglo el valle del Ebro-. Y durante el siglo x, de máxima potencia del poder califal, los condes catalanes -ya autónomos, como todos los de más allá del Pirineo y sólo ligados por vínculos feudales con el soberano carolingio- dentro de España vivieron y sufrieron, al unísono con los otros reyes y condes cristianos del país; sometidos a sus mismas angustias ante los zarpazos de los ejércitos de Córdoba y recibiendo, como ellos, a través del fertilizante canal de la mozarabía, el impacto de la cultura de Al-Andalus. Mozárabes eran al cabo los habitantes de las ciudades catalanas cuando fueron conquistadas para el imperio franco y lo eran hasta algunos de los hispanos refugiados en Francia -el Preceptum pro hispanis de Carlomagno lo atestigua-. Sin ese impacto mozárabe habría sido imposible que los cenobios catalanes hubieran empezado a trasmitir a Europa la ciencia hispano-arábiga y que el arcediano de Barcelona hubiese iniciado la serie de los traductores peninsulares del árabe al latín.
Hostiles entre sí, vinculados vasalláticamente al rey de los francos y vitalmente sumergidos en la marea hispana, no existe el embrión de una nacionalidad, radicalmente diferenciada de los otros núcleos cristianos que luchaban contra los islamitas al sur del Pirineo. A la caída del califato, a principios del siglo XI, cuando la rebelde Castilla tenía ya tres cuartos de siglo de historia unitaria y hacía otras tantas décadas que había dejado de ser un pequeño rincón para llegar del Cantábrico al Duero, era difícil sospechar siquiera la futura articulación orgánica de Cataluña como comunidad política e histórica, llamada a los más altos destinos; a tal punto estaba fraccionada todavía en condados igualmente autónomos y más de una vez enemigos. Pero el azar se cruzó entonces en el camino de los condes de Barcelona y a la par lograron unificar la región y engrandecerla históricamente hasta convertirla en una potencia mediterránea rectora de un verdadero imperio. Lo lograron, claro está, porque en aquella tierra fronteriza se había gestado un pueblo impetuoso y fuerte, en la perdurable y dramática lucha con los musulmanes del valle del Ebro, pareja de la que había hecho a Castilla largas millas a Occidente. No sin motivo fueron castellanos y catalanes los únicos solicitados por las dos facciones que se disputaban el poder en Al-Andalus a la caída del califato, los únicos que se atrevieron a entrar en Córdoba con los berberiscos de Sulayman y con los eslavos de Mulammad. Pero la fortaleza y el ímpetu del pueblo catalán no habrían bastado a producir el milagro, sin la ayuda, prodigiosa, del azar.
Con más justicia que la frase conocida "Tu, felix Austria, nube" podría escribirse "Tú, feliz Barcelona, cásate". Ninguna dinastía principesca consiguió jamás tantos éxitos matrimoniales como la casa condal de Barcelona. Todas las "novias de Europa", a lo largo de los largos siglos medievales, se casaron con un conde de Barcelona, o, después de la unión de Aragón y Cataluña, con un monarca aragonés a la par "Comes Barchinonensis". Esas novias llevaron tan ricas dotes a sus esposos catalanes que, fuertes con ellas, pudieron asegurar la unidad del país bajo la supremacía de Barcelona, pudieron realizar su imperial política de expansión allende el Pirineo y pudieron constituir el imperio aragonés, en el Mediterráneo. La historia de Cataluña desde el siglo XI fue la proyección del hispano ímpetu del pueblo catalán hacia horizontes que fueron abriéndose ante él, tras felices o infelices pero al cabo magníficos matrimonios de sus condes o de sus reyes.
IErmesindis de Carcasona, Almodis de la Marche, Duke de Provenza, Petronila de Aragón, María de Montpellier, Constanza de Suabia, María de Sicilia, Isabel de Castilla ¿Qué dinastía se casó jamás mejor? ¿Cuál recibió más ricas dotes? La historia de España fue magnificada gracias a tales casamientos.
De los matrimonios de Ramón Berenguer I, el viejo, data el comienzo de la expansión ultrapirenaica catalana; hasta allí sólo Sancho III de Navarra había proyectado su fuerza y su acción hasta más allá del Pirineo. La boda de Ramón Berenguer III, el Grande, con Duke de Provenza, amplió y aseguró esa expansión -sincrónicamente con la del aragonés Alfonso I el Batallador hacia Gascuña y hacia Toulouse- y afirmó la posición hegemónica de los condes de Barcelona en Cataluña. El enlace de Ramón Berenguer IV con Petronila de Aragón acabó de consolidar esa hegemonía y al dotar de un "hinterland, extenso y fuerte, a sus condados marineros, aseguró el histórico porvenir del pueblo catalán y le convirtió en el señor más poderoso de Occitania".
Tales matrimonies permitieron a Cataluña la creación de un imperio mediterráneo-pirenaico, de Tortosa a Niza; de tipo feudal, claro está, pero sobradamente fuerte para constituir un factor decisivo en el equilibrio político de Francia y de España. Ese estado a caballo sobre el Pirineo se sentía tironeado por igual por los problemas ultra y cismontanos. Su fuerza esencial y básica estaba al Sur de la gran cordillera y en la Península se brindaban ante él mayores perspectivas de expansión. Pero todo era duro, áspero y difícil en España, mientras que Occitania seducía con los encantos de su cultura y atraía con el brillo de su riqueza. No es posible adivinar si ese imperio pirenaico-mediterráneo era viable históricamente. Nunca había perdurado hasta allí y nunca ha perdurado después una comunidad humana sobre el solar ultra y cispirenaico de los dominios de Alfonso II y de Pedro II. Los celtas y los francos habían acabado empujando hacia España a iberos, godos e islamitas. Es por eso dudoso que hubiera podido sobrevivir a la largo el estado a horcajadas sobre el Pirineo, que los matrimonios afortunados de los condes de Barcelona habían creado, más o menos artificialmente, desde el Ebro a la Durazna; y es probable que hubiese pronto sucumbido aun sin las complicaciones político-religiosas que la herejía albigense provocó en las tierras de la Occitania catalana. Al acelerar aquéllas el tal vez inevitable proceso histórico de apartamiento de las dos mitades del imperio de los condes-reyes, el triunfo de la Francia del Norte y de la ortodoxia centró definitivamente a Cataluña en España y unió para siempre sus destinos a los destinos de los otros pueblos españoles. Como la de Vogladum (507) siete siglos antes, la derrota de Muret (1213) fue una victoria en el camino del hacer de España. Y aunque aragoneses y catalanes no lo hayan sospechado fue una victoria para la pujanza histórica de la corona aragonesa. Al cerrarse aquella válvula de escape a la presión vital de los dos pueblos de Cataluña y Aragón, éstos buscaron nuevos cauces para verter su dinamismo. El Midi francés feudalmente fraccionado y erizado de rivales y de problemas múltiples no brindaba al potencial humano de aragoneses y catalanes un escenario parejo en perspectivas al que les ofrecían la España musulmana y el mar Mediterráneo.
Los dos primeros reyes de Aragón de la nueva dinastía catalana sintieron con fuerza los problemas hispanos, colaboraron con Castilla en la empresa de la reconquista y la ayudaron, en proporción grande, a sostener la gran acometida almohade. El vivaz hispanismo del más hostil a Castilla, movió a Alfonso II a hacer una peregrinación a la tumba del Apóstol, patrón de España. Jaime I, tal vez por haber pasado su niñez fuera de la Península, realizó una política acendradamente española, completó la reconquista catalano-aragonesa en colaboración con Castilla y concibió férvidamente a España como una unidad histórica. Los historiadores catalanistas lloran hoy todavía, como una desgracia nacional, la renuncia de El Conquistador a Murcia en beneficio de la superior solidaridad hispana. Su planteo sañudo se empareja con el no menos airado y anacrónico de los historiadores aragonesistas por la incorporación a Cataluña de la tierra de Lérida, geográfica e históricamente no catalana. Compensan sus otros auténticos errores y torpezas, su concepción de España como una comunidad unitaria y su amor hacia ella. Esto le movió a ayudar generosamente a Alfonso X de Castilla, sometiendo a los rebeldes moros de Murcia: "lo hemos hecho -escribe-, la primera cosa por Dios... La segunda por salvar a España." Y porque sentía la solidaridad trascendente de esa comunidad, en Lyon, al salir del Concilio en que se había ofrecido a ir en cruzada a Oriente, haciendo caracolear su caballo, exclamó: "Hoy ha quedado honrada toda España."
Un nuevo afortunado matrimonio -otra vez "Tú, feliz Barcelona, cásate"- llevó a los catalanes a Italia e inició la conquista del imperio mediterráneo español: el matrimonio de Pedro III el Grande con Constanza, heredera de los Staufen de Sicilia. Gran hazaña de un hombre y de un pueblo, pero que pudo ser realizada gracias al alzamiento y a la cooperación de los sicilianos; es decir, porque el conde-rey era el esposo de la hija de Manfredo.
¡Magnífica aventura la de Pedro y los catalanes! ¿Aventura? Sí, lo fue. E1 hombre y el pueblo continuaban la tradición hispana. Los iberos levantinos habían combatido en todas las riberas del Mediterráneo, siglos antes de Cristo; Tito Livio registró luego el espíritu aventurero de todos los peninsulares; y los cordobeses alzados contra Al-Hakam I y por él expulsados de España, conquistaron después, un poco más allá de Sicilia, Alejandría y Creta. La empresa catalana enlazaba además el ayer con el futuro; vinculaba la vieja tradición de la España primitiva con la serie de maravillosas aventuras de portugueses y castellanos -uso este nombre aquí para designar a todos los súbditos de los reyes de Castilla- que iban a constituir el tejido esencial de la historia hispana moderna. ¡Magnífica aventura la de Pedro y los catalanes. ¡Confirma la magnífica unidad temperamental de todos los hispanos, desde el cabo de Creus al de San Vicente y del cabo de Finisterre al de Palos!
El catalán Pedro el Grande, mostró ya claro espíritu quijotesco, años antes de que Cervantes modelase con el barro de Castilla la figura del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Porque conocía su temple de caballero hispano, Carlos de Anjou, para apartarlo del teatro de la guerra, desafió al conde-rey y fijó a Burdeos como lugar del reto. Y Pedro abandonó Sicilia, arrostró todos los peligros y acudió al palenque señalado el día convenido. Sólo un príncipe español habría realizado tal aventura -también Alfonso V de Aragón aceptó el desafío de Renato de Anjou y lo esperó en vano en el lugar y la fecha concertados-, digna de ser referida por la pluma cervantina. Otra muestra más de la unidad temperamental de los peninsulares.
El tradicional volumen de la viejísima interferencia de la religión en la vida de los hijos de Hispania, llevó a los hijos de Pedro el Grande, a A1fonso III y a Jaime II, a ceder ante la excomunión pontificia y a comprometerse en Tarascón y en Anagni a combatir al hermano que había recogido la herencia paterna y regía Sicilia. La castrense sumisión al papado, antes señalada, influía por igual en la política interior y exterior de todos los reinos hispanos: Alfonso Enríquez de Portugal y Pedro II de Aragón se declararon vasallos de la Santa Sede, y hacia la misma época en que los citados condes-reyes de Cataluña y Aragón se humillaban ante el Sumo Pontífice, los castellanos Alfonso X y Sancho IV soportaban sumisos la enemiga de los papas, y doña María de Molina compraba en muchos miles de doblas de oro ¡la bula de legitimación pontificial de su legítimo hijo, el rey Fernando IV de Castilla!. No obstante la saña del papado contra los reyes hispanos ninguno aventuraba una resistencia pareja de la que opusieron a la Santa Sede los Enriques o los Federicos alemanes o los Felipes franceses. También frente al Pontífice Cataluña-Aragón y Castilla se mostraban iguales.
Y en la más lejana y novelesca hazaña de la serie de gestas heroicas que constituyeron el histórico corolario de la boda de Pedro III y de Constanza de Suabia, en la expedición a Oriente de la Compañía Catalana -en ella figuraron también aragoneses- pueden sorprenderse muchos rasgos de los que habían luego de caracterizar las hazañas de los conquistadores castellanos -de Extremadura, Castilla, Vascongadas, Andalucía...- de América. El parangón es imposible y sería irreverente para los últimos, pues los héroes de la empresa americana nunca sirvieron como mercenarios, fueron un puñado los que acometieron cada empresa, ganaron imperios y crearon un mundo nuevo. Pero, salvadas todas las diferencias, ¡cuántas semejanzas acercan a los almogávares de Cataluña con los conquistadores de Castilla! ¡Y cuántas aproximan las dos aventuras!
Fueron las dos empresas realizadas al margen de la dirección y de la guía del Estado, por puro espíritu de aventura y por puro afán de pelea y de conquista. Igual arrojo, bravura, audacia y heroísmo y la misma fe del hombre en el hombre mostraron los catalanes en Oriente y los castellanos en América. Superaron aquéllos a éstos en crueldad, pero unos y otros fueron duros con los bizantinos y con los indios. Pareja emulación y parejas esperanzas de gloria y de medro fueron atrayendo, a Oriente primero y a América después, nuevas y nuevas catervas de aventureros catalanes y castellanos. Mancharon los catalanes con bárbaras discordias y con brutales asesinatos y emparedamientos de algunos de sus capitanes la gloria de sus hazañas, sobrepasando las violencias que se registraron en las guerras civiles mantenidas por los conquistadores en América; pero también acercaron a unos y a otros ese dividirse en facciones y ese estallar en contiendas intestinas apenas vencido el enemigo -y aun antes de llegar a someterlo-, sacudidos por frenéticos apetitos de poder. Catalanes y castellanos tuvieron bien abiertos los ojos a las culturas de los pueblos conquistados; los primeros trazaron un bello elogio del Partenón: "la más preciada joya que en el mundo existe y tal que en vano todos los príncipes de la tierra juntos quisieran hacerla semejante"; y los segundos describieron con galanura los grandes monumentos de los imperios americanos. Si los almogávares oyeron misa, en Grecia, en el templo de Atenea, los conquistadores la oyeron en el templo del Sol, de Cuzco. Catalanes y castellanos llevaron, a los ducados de Atenas y Neopatria los unos y a las inmensas extensiones de América los otros, su lengua, su derecho y su estilo de vida y tanto los unos como los otros gustaron de vivir señorialmente.
Espíritu aventurero, ambición de riquezas, heroísmo, crueldad, caudillismo, apetitos de mando, sañudas discordias civiles, curiosidad humana, orgullo, devoción, señorío... Castilla y Cataluña hermanadas por una comunidad de temperamento, por una pareja estructura vital, por un idéntico hispanismo irrenunciable. Las separaron muchas diferencias, normales corolarios de la diversa proyección de su historia -desde siglos antes de Cristo- hacia horizontes culturales y vitales muy distintos, por obra de su dispar situación geográfica en España y en Europa. A partir del siglo IX Cataluña conoció un régimen feudal de tipo carolingio, apoyado sobre una sociedad campesina de tipo dominical, con clases rurales en situación de dependencia servil; en contraste con la articulación vasallático-beneficial castellana, dormida en el prefeudalismo visigodo y desbordada por una masa rural de libres propietarios y de colonos libres. A1 estancarse por siglos la reconquista -Barcelona fue conquistada el 801 y Tortosa en 1148- en parangón con la movilidad de la frontera de Castilla -Burgos fue fundada en 882, se ganó la línea del Duero en 912, Toledo fue conquistada en 1085 y a mediados del siglo XII se había llegado a Sierra Morena-, frente al estilo de vida señorial de un pueblo habituado a ganar la riqueza a bates de lanza, surgió en Cataluña la precisión de conquistarla en las tareas de paz; por ello Jaime I pudo reprochar a los castellanos su soberbia y Dante a los catalanes su "avara poberta". Esas urgencias vitales -la vieja tradición de la época romana nunca quizá olvidada- y su inserción en un mundo donde renacía, deprisa, la actividad económica y se gestaba la burguesía, favorecieron el desarrollo de la vida urbana y del espíritu burgués en Cataluña; mientras la prolongación multisecular de su antañona forma de existir retardó y menguó en Castilla el florecer de la vida ciudadana y de la sensibilidad burguesa.
Pero en Cataluña y en Castilla -en Castilla se habían mezclado, con el avance de la reconquista durante los siglos VIII a X todas las sangres de España, como en Cataluña durante la lejana prehistoria- por bajo de una superestructura disímil alentaba el mismo "homo hispanus", con parejas calidades y análogos defectos. Un hombre en quien triunfaba sobre la razón el ímpetu de vida, que seguía al caudillo por devoción humana y no por comunes convicciones, anclado en la hombría y amador del libérrimo ejercicio de su propio albedrío, pronto a explotar en tormentas de saña y de violencia y siempre de ásperas aristas, confiado en su fuerza y desdeñador de la ajena, altanero y orgulloso hasta sacrificar su bienestar a un ideal religioso o político y más inclinado a la acción -guerra o comercio- que al quieto meditar o al trabajo despacioso. Una costra diferente: feudalismo y burguesía frente a democracia y patriciado caballeresco, cubría a dos pueblos parejos; a dos pueblos parejos que cuando rompían las cadenas que los ataban a la monotonía de su vivir diario, descubrían su integral semejanza.
Esa semejanza se mostraba hasta en las múltiples proyecciones de su común pasión. Catalanes y castellanos enfrentaron a las veces con la misma altanera acritud a la divinidad, al conjugar su violencia emocional con su concepción vasallática de las relaciones del hombre con Dios: era catalán el ballestero tahur de la cantiga que, devoto de María pero sañudo contra ella porque perdía siempre en el juego, lanzó hacia el cielo su saeta. Y el mismo violento y rapaz antisemitismo -a la par hostilidad religiosa y enemiga económica- mostraron también al unísono los súbditos del rey de Castilla y del conde-rey de Barcelona y Aragón, en 1391; a los pocos días de comenzar los asaltos y matanzas de las juderías en tierras andaluzas, asaltaban y mataban judíos a su sabor los catalanes.
He estudiado antes el hispanismo del que he llamado el Quijote del Gótico, el mallorquín Raimundo Lulio, y he señalado cómo destacan en él rasgos temperamentales de la pura españolía: yo explosivo y torrencial, activismo triunfante de la quieta adoración, quimérica esperanza de cambiar el mundo a su albedrío, orgullo impetuoso que se irrita al chocar con el desdén, el ánima pronta para la muerte, impaciencia vehemente, cristianismo militante... El Doctor Iluminado, uno de los más excelsos arquetipos de lo catalán, fue también, por tanto, magnífico arquetipo de lo español.
Superestructura diversa y pareja contextura vital. Puerta, más que ventana, de España hacia Europa, llegaban pronto a Cataluña las ideas, las formas de vida, las articulaciones orgánicas de allende el Pirineo y de allende el mar y eran recibidas y adoptadas en ella temprano. Pero tales recepciones y adopciones no alteraban sino muy despacio su remota herencia temperamental hispánica, pareja de la recibida también por las diversas agrupaciones históricas peninsulares. Se alejaba Cataluña despaciosainente de la matriz común, pero sobrevivía la fraternidad inquebrantable que la vinculaba a los otros pueblos de Hispania.
Desde 1137 estaba unida a Aragón. Vascón y celtíbero, encerrado entre montañas y sin salida al mar, con una vivaz tradición reconquistadora, sin otro posible campo de expansión que la España musulmana, psíquica y vitalmente más hermanado con sus vecinos de poniente que con sus vecinos de levante y con un habla muy afín del habla castellana, la comunidad de historia y de destino más acercaba Aragón a Castilla que a Cataluña. Pero se unió con ésta porque a la muerte de Alfonso el Batallador faltó un hombre de talla suficiente para enfrentar la crisis y regir el reino aragonés. Porque estaban muy recientes las sañudas discordias que habían enfrentado al rey de Aragón con cuanto significaba en León y Castilla el gallego Alfonso Raimúndez, y era muy honda la cisura que había apartado durante un cuarto de siglo a leoneses y castellanos de aragoneses y navarros. Y porque ante la muy desigual fuerza política de Alfonso el Emperador y del conde Ramón Berenguer de Barcelona, Aragón juzgó que mientras su unión con León y Castilla podía significar su absorción por un estado poderoso, al entregarse al soberano de un grupo de pequeños condados, podría conservar su personalidad e incluso convertirse en el elemento rector de la doble monarquía.
Aragón se engañó a medias en sus cálculos; conservó sí su personalidad histórica, pero no dirigió ni marcó rumbos a la doble comunidad política, regida en adelante por los condes-reyes. Abultan los historiadores catalanistas la importancia del papel desempeñado por Cataluña en el equilibrio político de los reinos que integraron la Corona Aragonesa llegan a exaltar la conducta respetuosa de la Cataluña hegemónica con el mediatizado Aragón. Era éste demasiado extenso y fuerte y demasiado arriscado y celoso de sus propias costumbres y libertades para que los catalanes hubieran osado en verdad intervenir en su vida política. Está por hacer desapasionadamente la historia de las relaciones entre los diversos miembros de la Corona. Su pareja fuerza vital hizo imposible la hegemonía de Aragón sobre Cataluña y la de Cataluña sobre Aragón; por ello Valencia no fue incorporada a ninguno de los dos estados, sino que se constituyó en un tercer reino autónomo y con propia personalidad histórica. Pero tierra de conquista y de colonización, como Aragón había sido antes, Valencia no se estructuró social y políticamente conforme al régimen feudal de Cataluña sino según módulos distintos, más emparentados con la tradición institucional aragonesa, y sobre una población rural morisca que también existía en Aragón pero no en Cataluña.
Aragón y Cataluña vivieron unidos y distantes. Fueron los catalanes quienes idearon y realizaron las grandes aventuras que ilustraron su historia y la de España. Encerrados en su solar histórico los aragoneses no los secundaron en sus empresas. Más aun; llegaron a dificultarlas, alzándose contra los reyes que las acometieron, en momentos harto difíciles para ellos.
Su historia, pareja de la historia castellana, había arraigado en los aragoneses la misma fervorosa devoción por la guerra divinal y había atenuado su sensibilidad para captar la significación de las contiendas no nimbadas por la aureola de la lucha contra infieles. Por eso y por su alejamiento de las playas mediterráneas, no comprendieron el valor histórico de las luchas de sus príncipes por ganar la lejana Sicilia, ni sintieron placer al verlos enfrentados con el Papa. No sólo contemplaron con frialdad las aventuras de Pedro III, sino que, aprovechando sus apuros y los de su hijo Alfonso III les arrancaron el Privilegio General y el Privilegio de la Unión, verdaderas constituciones políticas reguladoras de los derechos de las dos oligarquías de Aragón: la nobleza y las ciudades; y digo de las dos oligarquías porque los campesinos aragoneses siguieron señorialmente en servidumbre hasta la Edad Moderna. Y mientras Pedro IV trataba de arrebatar por la violencia el reino de Mallorca a su cuñado y de incorporarle a su corona, juntos aragoneses y valencianos -he ahí una prueba de su parentesco institucional- se alzaron contra el rey -se alzó la "Unión" integrada por la oligarquía nobiliaria y burguesa de los dos reinos- y Pedro IV besó la tierra catalana cuando logró liberarse de los rebeldes de Aragón y de Valencia. Ese beso, legendario o histórico, y la petición de la "Unión" a Pedro IV de que apartara de su lado a algunos caballeros catalanes, atestiguan hacia cuál de los tres estados de la Confederación iban las simpatías de los condes-reyes. Cataluña apoyó con entusiasmo la política imperialista y centralista de los nietos de Ramón Berenguer IV. ¿Los catalanes secundando el imperialismo centralizador de sus príncipes? Sí; aunque hoy asombre, Pedro IV, por ejemplo, superó a todos los reyes hispanos en la realización de tal política. Sin escrúpulo alguno y con sobra de astucia y crueldad, despojó de sus dominios a su cuñado el rey de Mallorca y tuvo muchos años encerrado en una jaula a su sobrino. Y recurrió a todas las argucias y golpes de mano a fin de raptar a María de Sicilia, que podía alzarse con el señorío de la isla y de los ducados de Atenas y Neopatria, para casarla con su nieto y asegurar así la incorporación a Cataluña de aquellos lejanos jirones del imperio conquistado por los marinos y soldados catalanes. Y los catalanes de entonces al secundar la política imperialista y centralista del monarca, y los de hoy al historiarla con aplauso, acreditan cómo se enfrentan y se juzgan los procesos históricos de modo diferente según se realicen en beneficio o en mengua del grupo humano a que pertenecemos. Ni a los catalanes de antaño ni a los de nuestros días se les pasó ni se les ha pasado por las mientes el obligado respeto a la libérrima determinación de los isleños de Baleares y de Sicilia; éstos claramente opuestos a la sazón a renunciar a su independencia para unirse a Cataluña.
Cataluña fuerte en el mar y en él entregada a una intensa vida comercial, fue acuñando una personalidad de rasgos muy firmes Pero dentro de España y con clara conciencia de su irrenunciable condición de miembro activo de la comunidad histórica que España constituía desde siempre. Bosch Gimpera hace años y en estos días Maravall han señalado la frecuencia con que esos condes-reyes, que tan entrañablemente amaban a su tierra catalana, y los soldados, marinos y cronistas de Cataluña juzgaron a España como una unidad humana y vital de la que ellos y su país formaban parte. Si Jaime I habló de la salvación y de la honra de España Pedro III creía que en su duelo de Burdeos iba a debatirse el honor de España. Jaime II, al conocer la accesión al trono de Castilla del rey menor Fernando IV, dijo que por tal causa iba a recaer sobre él la carga toda de España... Y Muntaner, soldado-cronista de la expedición catalana a Oriente, habló también de que todos los reyes de España eran de una carne y una sangre.
La elección de Fernando de Antequera como rey de Aragón por los votos de tres aragoneses, dos valencianos y un catalán -Aragón se acercó ahora a Castilla siguiendo la natural inclinación de su destino histórico-, cambió la postura de la dinastía frente a los diversos estados que integraban la corona aragonesa. Los soberanos de la casa de Trastamara dejaron de mimar a Cataluña y ésta perdió, de pronto, su posición preeminente en la política de la Confederación. Tal pérdida se acentuó de modo singular durante el reinado del tercero de los Trastamaras. Sacudían al país fuertes tensiones sociales: en Barcelona el proletariado -la busca- se agitaba contra la oligarquía urbana -la biga-; y en todo el principado los payeses de remensa trataban de obtener su libertad frente a los señores; Vicens Vives ha estudiado esos problemas en tres libros excelentes. Pero cualquiera que hubiese sido la acuidad de tales tensiones no habrían bastado a provocar la rebelión de los catalanes contra Juan II, si no se hubiera cruzado en el camino la reacción sentimental de Cataluña y especialmente de la ciudad umbilical del país hasta entonces mimada por los reyes de la vieja dinastía. Porque, contra lo que Calmette creyó en su día, el alzamiento no fue provocado por el intento centralizador de la Corona; y no fue ésta el factor determinante de la crisis, como cree aún el celo de algunos historiadores catalanistas. No cabe escamotear la responsabilidad del conde-rey ni puede negarse la importancia de las cuestiones sociales señaladas, pero sin el consciente o subconsciente rencor de Cataluña por la declinación de su preeminencia secular, o la lucha no habría empezado o no habría sido tan prolongada y tan sañuda. Esa lucha a la largo contribuyó en todo caso al alejamiento del principado de la matriz histórica común. Por sus proyecciones en la vida psíquica y material de Cataluña, puso plomo en el ala de su audacia aventurera y acentuó el bache ya secular de su economía, recién estudiado por Vilar. Tal declinación la apartó de las comunes tareas hispanas de los albores de la Modernidad -en especial de la empresa americana- lo que, a la postre, al aislarla en su rincón mediterráneo y al diferenciar su estilo vital del común a los otros pueblos peninsulares, dificultó su plena integración en la suprema unidad hispana.
La unión de los dos reinos de Aragón y de Castilla y el descubrimiento deAmérica colocaron en seguida a Cataluña en una postura marginal: a una Cataluña hasta allí extraordinariamente favorecida por la suerte -¡Tú, feliz Barcelona, cásate!- y habituada a ser el pueblo, si no hegemónico, sí dirigente de los que eran regido por los condes-reyes. Esa situación marginal fue resultado incoercible de dos magnos sucesos históricos y no de ninguna voluntad hispana adversa a Cataluña. Al realizarse la unión de las dos Coronas inexorablemente había de constituirse Castilla en centro político de España, porque lo era geográficamente y porque superaba mucho en población, en riqueza y en potencial histórico a la Corona aragonesa; sobre todo después de la ruina económica y de la declinación vital del Principado, como consecuencia especialmente de sus luchas contra Juan II. Y no fue culpa de los castellanos la ausencia de Cataluña de la empresa americana. Pese al testamento de la Reina Católica -equivocado en la cláusula que reservaba a sus propios súbditos la explotación del Nuevo Mundo- los catalanes habrían podido intervenir en la conquista de América si lo hubiesen deseado; les faltó espíritu de aventura tanto como les sobró espíritu burgués. Por la misma causa no participaron en la colonización. En las primeras décadas del siglo XVI pudieron comerciar con América; en otro caso no se habría formado en 1525 una compañía mercantil en Barcelona y por ciudadanos barceloneses, para exportar estameñas y calceterías a las 'Indies del mar Hoceano", a la Española, San Juan, Cuba y Yucatán; compañía cuyo texto ha publicado Raimundo Noguera. Desde 1526 pudieron legalmente pasar a las Indias conforme a una Real Cédula de Carlos V que ha publicado Torre Revello. Y aun sin estar autorizados vinieron a estas plazas americanas multitud de aventureros no peninsulares. La concentración en Sevilla -según Chaunu inevitable- del tráfico de América tanto dañó a Cataluña como a las otras regiones de España. Y era más caro y difícil llevar mercaderías hasta el emporio sevillano desde Flandes o Génova y desde Burgos o Toledo que desde Barcelona. Si en el Principado hubiera habido una vida industrial pareja a la flamenca o a la genovesa, los catalanes no sólo habrían competido con esos países en Sevilla: habrían también comerciado en tierras castellanas, como hacían en ellas incluso los enemigos ultrapirenaicos y ultramarinos de España.
Pero esa situación marginal de Cataluña en la que el pueblo castellano no tuvo culpa alguna, dificultó el allanamiento de las diferencias que la separaban de los otros reinos peninsulares; unos nacidos como normal proyección histórica de los diversos núcleos iniciales de resistencia al Islam que surgieron en el norte de España; y otros, en prolongación afortunada de las comunidades políticas a que la historia dispar de esos núcleos primitivos fue dando origen en el transcurso de la reconquista Y los errores de las dinastías que rigieron a España en la Edad Moderna y también los errores de los catalanes, sería injusto negarlo, han mantenido en pie el particularismo medieval de Cataluña, no más antiguo ni distinto ni más firme ni más acusado que el particularismo, de estirpe medieval, de Galicia, León, Castilla, Navarra, Aragón, Valencia, Murcia, Andalucía... De una Cataluña que, después de apartarse de Francia movida por su hispanismo integral, vivió cuatro siglos vinculada a Aragón y lleva casi cinco unida a los demás pueblos españoles.
Cataluña contribuyó más que ninguna otra región de la Península a hacer a España bajo la égida de Roma, cuando ni siquiera era posible adivinar en el misterioso e incierto futuro de Hispania el nacimiento de Castilla. Grandes conductores y escritores de la Cataluña medieval, autónoma dentro de la Corona aragonesa, sintieron la unidad histórica y vital de España con no menos convicción y muchas veces con más firmeza y claridad que los príncipes y escritores castellanos. Cataluña ha dado a la comunidad nacional española de que forma parte, el imperio mediterráneo, grandes figuras humanas, ideas y ejemplos magníficos. España es tan obra suya como de los otros muchos grupos históricos peninsulares, sus hermanos por la sangre y el espíritu y sus iguales en derecho
Sobre Vasconia española
Vasconia o la España sin romanizar
En la historia de España pueden señalarse dos procesos encontrados, contrapuestos, sincrónicos durante cerca de un milenio y al cabo complementarios. Uno tiene como meta y otro como punto de partida el País Vasco. Su enunciación va a sonar a paradoja. El primero se inició dos siglos antes de Cristo y no ha terminado todavía. El segundo comenzó hace mil años y está aún sin rematar. No sé si jamás serán completados. Me refiero a la romanización de la Península todavía inconclusa a los veintidós siglos de iniciada, porque aún está por romanizar un jirón de España en los Pirineos occidentales: una parte de Vasconia. Y a la vasco-castellanización de Hispania, incompleta a los mil años de haber comenzado. ¿Paradoja? No. Realidad. Esos dos lentísimos procesos multiseculares y sincrónicos, contrapuestos y complementarios, son una realidad innegable del pasado de los peninsulares. Una realidad que ha influido decisivamente en la acuñación de lo español. Los dos tienen por pivote al País Vasco. La romanización no le ha ganado todavía por entero —sólo por ello se distingue del resto de España. Y de esa España sin romanizar— que nadie se escandalice de las dos afirmaciones— surgió el intento de vasconización de la Península por obra de Castilla, histórica prolongación —no por poco conocida menos auténtica— de la Vasconia no romanizada, o, lo que es igual, no occidentalizada aún, cuando el pueblo castellano nació de la matriz vasco-cantábrica. No soy el primero en lanzar la idea de la acción vasconizante castellana. Menéndez Pidal al estudiar los "Orígenes del español" defendió ya la teoría de que Castilla había metido una cuña vasca en Hispania. Aludía al castellano, claro está. Cabe ampliar su tesis de lo lingüístico a lo social y a lo vital. Alartinet ha aludido a esa influencia, pero el tema merece un libro Y me parece seguro que quienes hoy se llaman vascos —en verdad están vasconizados— no son, más que les pese, sino españoles todavía no romanizados de manera integral. Ellos mantienen aún viva y vivaz la lucha iniciada contra Roma por Indíbil y Mandonio —nueva aparente paradoja. Y Castilla prosigue aún la medieval aventura iniciada por Fernán González contra lo occidental, es decir de revancha contra Roma. No participo del optimismo del gran prehistoriador austríaco Menghin, que ha llegado a escribir: ya no existe el enigma vasco. Cree que en el neolítico llegaron a España inmigrantes caucásicos que habrían ido avanzando a través de las penínsulas y de las islas del mar Mediterráneo; habrían desembarcado en el S. E. hispánico, se habrían mezclado con los habitantes de España, entre los que había elementos de población de estirpe africana y habrían constituido las masas protoibéricas y entre ellas las vasconas. Es muy probable que acierte Menghin pero su tesis necesita pruebas más sólidas que las por él alegadas para merecer el asenso unánime de los estudiosos. Viene en todo caso a sumarse a las que establecen un estrecho parentesco entre iberos y vascones. De ese parentesco sí podemos estar seguros. ¿Fueron los vascones una tribu de los iberos africanos, como se creyó antaño, cuando se juzgó su lengua idéntica a la de éstos? ¿Constituyeron una tribu de los iberos venidos del Cáucaso, puesto que hoy su habla se enlaza por muchos estudiosos con las hablas caucásicas? ¿Derivan vascones, iberos y aquitanos de un tronco común hurro-elamio, caucásico, como quiere Menghin? ¿Fueron los vascones, según piensan Bosch y Tovar, pirenaicos iberizados por los protoiberos africanos? No es lícito asentir sin reservas a ninguna de esas hipótesis. Pero fuerzan a tener por seguro el íntimo parentesco de los éuscaros con gran parte de la población primitiva de Hispania: A) la extensión, no sólo del nombre ili o iri = ciudad, sino de otra variada serie de topónimos vascos por grandes zonas de España: por Andalucía, levante, el Ebro, la meseta —ahí están, entre otros muchos, Arriaca, la Guadalajara de hoy y el pico abulense llamado Gorría—, es decir, por el solar de expansión de los almerienses iberos, desde Río Tinto hasta el Garona —sin la celtización, la romanización y la arabización de la toponimia peninsular es seguro que serían aun más numerosos en España toda los topónimos de raíz éuscara. B ) El hallazgo de palabras y aun de frases vascas en inscripciones ibéricas: plomos y vasos —remito a la reciente síntesis de Beltrán sobre tales hallazgos— y de nombres de personas de estirpe vascona en inscripciones romanas que registran habitantes en tierras iberas —por ejemplo en el bronce de Ascoli. Vasconia no es, no, un islote aislado y perdido en el océano de revueltas aguas de la Península; es simplemente el último rincón de ésta donde se habla todavía —naturalmente muy transformada al correr de los siglos— la lengua de buena parte de los españoles primitivos. Arqueológicamente nada distinguió a Vasconia -empleo provisionalmente esta palabra con la amplitud inexacta con que hoy se usa por los vascos— del resto de España. En el paleolítico superior conoció la cultura franco-cantábrica y en el epipaleolítico las culturas aziliense y asturiense. Hasta ella penetró en el neolítico la hispano-mauritana o de las cuevas. En ella convergieron la cultura megalítica llegada a España de Oriente y de África y propagada por la costa atlántica y septentrional rumbo a los Pirineos de Occidente, la del vaso campaniforme recreada en Andalucía al contacto de los hispanos con los inmigrantes asiánieos y extendida radialmente a toda España desde la central meseta inferior, y la cultura almeriense media que subió por la costa levantina y por el Ebro. Los hallazgos arqueológicos realizados en el País Vasco y en Navarra —véanse en el libro de Barandiarán—comparados con los que se han realizado y siguen realizándose en el resto de España no dejan lugar a dudas sobre tal realidad. Los prehistoriadores no me dejarán mentir. Claro está que a la depresión vasca llegaban antes y con más intensidad las culturas y los pueblos procedentes de Cantabria, y a Navarra, los pueblos y las culturas del Centro y del Ebro; y algunos de los primeros —la civilización franco-cantábrica, el aziliense, y el asturiense— no pasaron a tierras navarras, y algunos de los segundos —la cultura de las Cuevas— no penetraron en la depresión vasca. Esa diferenciación separó ya en fecha remotísima a los auténticos vascones —aragoneses de Occidente y navarros— de las gentes de la costa: várdulos, caristios y autrigones. Esa diferenciación fue pareja de las que fueron creando los núcleos raciales y culturales primigenios de las otras tribus primitivas de Hispania. Y no contradice la innegable condición mestiza, étnica y culturalmente, de los habitantes en el doble solar de la Vasconia histórica. Cráneos dolicocéfalos de estirpe ibérica se han hallado en tierras vascongadas, según Campión, y todavía pueden distinguirse los morenos, enjutos y pequeños, de Val de Erro, de los fornidos, altos y musculosos del Roncal. Tuve a várdulos, caristios y autrigones, es decir, a los vascos de hoy, por miembros de la gran familia cántabra al estudiar las tribus que habitaron el solar geográfico del reino de Asturias en la época romana. Los diferencian de los vascones: los geógrafos, la arqueología y la historia. Un texto de César establece la vecindad de Cantabria y Aquitania. Estrabón extendió aquélla hasta Vasconia y el Pirineo, y destacó la semejanza de costumbres de todas las gentes cantábricas que habitaban en la zona que el Pirineo y Vasconia limitaban. Los romanos distinguieron con nitidez a los vascones de los várdulos y los caristios; incluyeron a los primeros, con los otros pueblos del Ebro, en el Conventus juridicus caesaragustanus, cuya capital era Zaragoza, y a los segundos, con los cántabros, en el Conventus cluniensis, cuya capital, Clunia, estaba en el Duero. Gómez Moreno, al estudiar a los iberos y su lengua había señalado precisas diferencias arqueológicas, onomásticas y toponímicas entre el solar histórico de los vascones y el de los várdulos, caristios, autrigones y cántabros. Menéndez Pidal los distinguió asimismo al examinar algunos problemas del sustrato toponímico hispano. En su estudio sobre los pueblos del norte de España", Caro Baroja ha defendido con argumentos de peso que Cántabros, autrigones, caristios y várdulos hablaban una misma lengua y que era segura su unidad cultural y vital. No hace mucho, al historiar la lengua vasca en relación con la latina, ha reconocido aún, que ninguno de los pueblos que Ptolomeo incluye dentro del territorio várdulo o caristio tiene nombre de claro tipo vasco-aquitano. Y los textos históricos reunidos por Schulten hace muchos años aseguran la perduración de las diferencias históricas entre los vascones de ayer y los vascos de hoy hasta el año 808. Por tanto, no sólo es lícito sino obligado establecer en las sierras de Urbasa, Andía y Aralar la frontera perdurable que ha separado dos comunidades históricas dispares: la Euzcadi de hoy de la Navarra milenaria. Los navarros o eran iberos puros o hermanos de los puros iberos o estaban profundamente iberizados; y los habitantes de la depresión vasca si no eran Cántabros estaban muy emparentados con ellos. Unos y otros fueron después preceltizados primero y celtizados luego, intensamente Por los Pirineos occidentales vasco-navarros entraron en España los preceltas —ilirios o como quiera llamárseles— y más tarde los celtas históricos; y si los preceltas avanzaron muy hacia el interior de la Península —hoy se los supone refugiados en la cordillera cántabro-astur y en la cárpetovetónica— los celtas se extendieron a todo lo ancho y a todo lo largo del solar peninsular de Hispania. Taracena y Vázquez de Parga primero, y Maluquer después, han ido hallando importantes restos de poblados preceltas y celtas en Navarra y antes ya se inclinaba Bosch Gimpera a reconocer la celtización de várdulos y caristios. El supuesto islote vasco fue por tanto anegado por las oleadas de los nuevos invasores de la Península. Tovar se inclina a creer que es celta el nombre mismo de la tribu: barscanes. Significaría "los orgullosos" o "los de las cimas". En las cimas habrían permanecido empecinados y orgullosos y así habrían logrado salvar su personalidad histórica, matizada, claro está, por el aporte celta —la lengua vasca acusa esa influencia —pero sin llegar a celtizarse integralmente. Tras el aporte ibero, el celta; el pueblo vascón recibía las mismas transfusiones sanguíneas y culturales y padecía o gozaba de las mismas simbiosis o antibiosis que los otros pueblos hispanos: Los vascos continuaban la gran navegación de la historia dentro de la nave española. Y así siguieron en la etapa inmediata de ese multisecular crucero histórico, cuando los romanos pusieron pie en España. Que me perdone Mendizábal si me parece invención peregrina de su ingenio el pacto vasco-romano contra los celtíberos, pacto que carece de toda apoyatura histórica y que absolutamente nada justifica. Sempronio Graco firmó con los vascones y con los celtíberos acuerdos parejos cuando Roma entró por primera vez en contacto con ellos, antes de iniciar su sojuzgamiento. Los romanos ganaron luego Vasconia sin gran lucha —la Vasconia abierta del Sur, claro está— y en seguida comenzó su romanización. El vasco vuelve a acusar la nueva inundación de modo evidente. Pero el ímpetu vital y la tozudez vascona lograron conservar otra vez la maravilla e su lengua neolítica en las asperezas de sus sierras: en el Saltus Vasconum Muchos pueblos peninsulares ibéricos o iberizados habían logrado también, como el vasco, salvaguardar sus ancestrales personalidades históricas libres del impacto de lo precelta y de lo celta. Tanto como los vascones y aun más que los vascones, pues algunos de ellos no recibieron siquiera la visita de ninguno de los dos invasores y otros consiguieron rechazar o absorber a las masas celtas llegadas antes o después hasta sus solares nacionales. Pero no ocurrió otro tanto frente a la romanización. Esta fue más pertinaz, intensa, continua y duradera. Roma ganó en España muchas batallas, como el Cid de la leyenda, después de su muerte. Después de morir como potencia imperial, su tradición cultural, recogida por la Iglesia y prolongada en la única civilización con vigencia en la Península durante algunos siglos, prosiguió triunfando en tierras hispanas. Debemos a Caro Baroja páginas excelentes sobre la extensión y la profundidad de la romanización en Vasconia. Alcanzó un área mucho mayor de lo que solía pensarse y una intensidad tal que, según el mismo autor demuestra, los vascones, aunque parezca inverosímil, se convirtieron en agentes de romanización. ¿Dónde? En la depresión vasca. Curioso fenómeno; a un tiempo llevaron a ella su propia herencia temperamental y, con ella, algunas reliquias de su iberismo remoto y de su reciente romanismo. Por causas que nos escapan los vascones mostraron un extraño dinamismo eruptivo con ocasión de la caída del poder romano en España. La bagaudia o revolución campesina comenzó a agitar el País en el siglo IV. No conocemos bien su proceso originario. ¿Fue provocada por el enfoque entre la hombría de las masas rurales y la declinación de su condición jurídica dentro de un régimen agrario de signo señorial? No sé, pero la bagaudia adquirió en tierras vasconas una acuidad extrema, bien conocida: aludí a ella al estudiar el prefeudalismo occidental. ¿Provocó la bagaudia la erupción del dinamismo vascón al desencadenar fuerzas vitales hasta allí contenidas? No es imposible; pero no gusto de convertir las conjeturas en afirmaciones. Cualesquiera que fueran sus causas la exaltación de la potencia histórica de Vasconia a partir del siglo V es indudable. Y lo son sus desbordes energéticos de tipo expansivo. Los he señalado dos veces. Traté de la invasión vascona de Aquitania hace unos veinte años, al examinar los cambios sufridos por el ejército ultrapirenaico en los albores del feudalismo. Y hace poco he estudiado la entrada de los vascones en la depresión vasca, al examinar los orígenes del nombre de Castilla. Ni uno ni otro desborde expansivo son dudosos. Del primero han conservado recuerdo las crónicas francas y se han ocupado los historiadores de allende el Pirineo. Scliulten, Gómez-Moreno, Menéndez Pidal han señalado, acordes en lo esencial, la entrada de los vascones en la Euzcadi de hoy. Creo haber probado que coincidió con esa etapa explosiva de un hasta entonces insospechable dinamismo vascón. Caro Baroja reconoce como hecho histórico la vasconización de la toponimia del solar de várdulos y caristios, es decir, de las provincias vascongadas; y es segura tal vasconización. Señala además que los vascones introdujeron en ellas muchos nombres con terminación en ain, que cree resultado de la romanización de Vasconia, y otros topónimos alusivos a la organización urbana y a estilos de vida que esa romanización hizo conocer a los vascones, pero que nunca existieron antes en la depresión vasca. Los cree importados por los reyes de Navarra; pero conocemos hoy bastante la historia del País Vasco y del reino de Pamplona durante los siglos VII al X y puede de ella deducirse que desde la antigua Vasconia no pudieron bajar entonces a la nueva esos extraños topónimos locales. Porque los soberanos pamploneses no dominaron durante esos siglos el solar de Euzcadi y porque en sus colonizaciones de esa época exportaban nombres geográficos con final en utri; lo acredita la toponimia vasca de la tierra riojana. La entrada de los vascones en tierras de várdulos y caristios acaeció —no vacilo al afirmarlo— durante el período de anarquía que siguió a la caída del poder romano en España. Los geógrafos e historiadores griegos y romanos y el mismo cronista español del siglo v, Hidacio, interpusieron a caristios y várdulos entre cántabros y vascones. Los hicieron ya vecinos: Venancio Fortunato en el siglo VI y Julián de Toledo en el VI y en el X Alfonso III presenta a los vascones en los llanos de Álava. Fresca entonces su romanización, los invasores de Euzcadi llevaron a ella, con sus formas de vida nunca olvidadas —entonces introdujeron en el País Vasco de hay la rueda maciza de abolengo ibérico—, los referidos topónimos locales, producto de su intensivo contacto con Roma Al entrar en Euzcadi empujaron hacia Castilla a una parte de los várdulos y caristios; algunos se acogieron a los montes —los moradores de Tulonio, ciudad de la llanada de Álava, se refugiaron en la sierra a que dieron nombre —y los que permanecieron en sus antiguas sedes fueron inundados de vasquismo. Como cada tribu hispana al aceptar el latín creó su propio dialecto romance —donde esos dialectos se han conservado hasta hoy, como ocurre en el norte de España, las fronteras dialectales marcan las lindes de las viejas tribus primitivas—, así las tribus vasconizadas a partir del siglo v, crearon asimismo sus propios dialectos del vasco, también conservados hasta nuestros días. Vasconia no habría llegado a romanizarse integralmente, y la zona por ella vasconizada en fecha históricamente reciente habría salvado, en su hoya y hasta hoy, unas formas de vida que le habrían sido impuestas como resultado de su conquista por los vascones de Navarra y de Aragón. Lo abrupto y cerrado de los Pirineos navarro-aragoneses habría hecho posible la perduración en ellos de la herencia temperamental primitiva. La caída de Roma, al permitirles vivir a la intemperie histórica e inducirles a abandonar su postura receptiva, habría interrumpido el curso de su romanización. El dinamismo explosivo que padecieron o gozaron en seguida y los éxitos expansivos que obtuvieron afirmaron luego su personalidad ancestral. Y la perduración a lo largo de tres siglos, hasta el mismo día de la conquista musulmana, de sus luchas con la monarquía hispano-goda, completaron el doble proceso: de detención perdurable de la inconclusa romanización y de perdurable exaltación de sus tradiciones tribales. A la hoya vasca, situada en un minúsculo rincón aislado del mundo romano, sin riquezas entonces codiciables y de difíciles comunicaciones, había llegado la acción de Roma menos intensamente que al resto de España. Encerrados várdulos y caristios entre el mar y los montes, en una depresión que no llevaba a parte alguna, no pudieron atraer la atención de los colonizadores romanos. La presencia en Velegia-Iruña —todavía avanzado el siglo IV— de una importante guarnición imperial, según el testimonio de la Notitia Dignitatum, atestigua la escasa romanización del País poco antes de la caída del señorío de Roma en la Península. Por ello después de su vasconización —ésta implicaba simplemente la afirmación de los matices vitales y temperamentales de una tribu hispana vecina, de historia no disímil aunque más saturada de iberismo—, la nueva Vasconia, aislada en su pequeño solar, pudo convertirse en un sagrado reservorio de vasquismo y por tanto de hispanismo primigenio, mientras la auténtica Vasconia, menos cerrada, más en perpetuo contacto con las gentes del valle del Ebro y en uno de los eternos caminos de comunicación entre Hispania y la Galia, era arrastrada por el torbellino de la historia islámica de España. He estudiado con detención el tema. Los contactos entre musulmanes y vascones empezaron en los mismos días de la invasión de España. Muza cruzó el solar de Vasconia al subir Ebro arriba en su última campaña del 714. Antes del 718 los invasores ocuparon Pamplona la primitiva tierra de los vascos siguió la misma suerte que las otras tierras peninsulares en aquella hora triste en que los islamitas conquistaron nuestra patria común. Otra vez se afirmó la comunidad de destinos de todos los hispanos. Esa comunidad de destino llevó pronto a los españoles del Norte a alzarse contra sus dominadores musulmanes. Los astures se sublevaron con Pelayo en 718 y vencieron en Covadonga en 722; por entonces debieron también rebelarse los cántabros; los vascones sacudieron el yugo islamita después de la derrota de Poitiers del 732. Todos los septentrionales fueron duramente combatidos por 'Uqba (734-739); resistieron las gentes del Cantábrico, sucumbió Vasconia. La rebelión general de los berberiscos en África y España (739-740) y las guerras civiles que durante algunas décadas asolaron a Al-Andalus permitieron a todos salvarse de la grave amenaza; el reino de Oviedo pudo afirmar su libertad y los vascones pudieron recuperar la suya. La serrana y marítima monarquía asturiana abarcó una larga faja de tierra que iba desde el Finisterre al Pirineo. La loca geografía del País y el no olvidado secesionismo hispano dificultaron la unión de los gallegos y de los vascones al reino unido de astures y cántabros. Pero los soberanos ovetenses lograron a la postre la unidad. La aseguró un rey, hijo de una vasca, Alfonso II (791-842) Entretanto la Vasconia primitiva, siempre más vinculada al valle del Ebro que la nueva Vasconia, siempre a su vez más hermanada con las gentes del Cantábrico, comenzó a vivir su propia vida. He logrado renovar la historia de los orígenes del reino de Navarra. A fines del siglo VIII Pamplona se hallaba sometida a Córdoba y era gobernada por un renegado de la familia hispano-goda de los Banu Qasi', llamado Mutarrif. Se alzaron contra él y le mataron los vascones no sabemos si por propia o extraña iniciativa. Para vengar su muerte, sus familiares, que señoreaban Tarazona y Borja, se aliaron con un caudillo de la Vasconia ultrapirenaica —¿de Bigorra?-, Iñigo Arista; juntos derrocaron a los asesinos de Mutarrif, se apoderaron del País y así surgió a la historia un nuevo reino en torno a Pamplona, no mucho después del año 800. Las vinculaciones consanguíneas y políticas entre las dos familias, vascona y muladí, permitieron a los Aristas y a los Muzas defenderse alternativamente de Aquistarán y de Córdoba. Y en adelante el nuevo reino, heredero directo de la Vasconia ancestral primigenia, vivió muy mezclado a las gentes de su propia estirpe ibérica. La Vasconia clásica y la nueva Vasconia se separaron otra vez por casi tres siglos. La Euzcadi de hoy no había sido sometida por las huestes islamitas. La Crónica de Alfonso III, en oposición a las tierras que hubieron de ser repobladas —naturalmente por haber sufrido los zarpazos de la invasión muslim—menciona a Alava, Vizcaya y Orduña, como siempre poseídas por sus antiguos habitantes; y ello implica, claro está, que tampoco la lejana Guipúzcoa habría sido combatida por los mahometanos. En Córdoba empezaron a interesarse por la frontera oriental del reino de Oviedo a fines del siglo VII. Algunas huestes cordobesas aparecieron ya por Álava y Castilla en 792, 796 y 801; en este año fue terriblemente derrotado en las Conchas de Argazón un poderoso ejército islamita. Desde Córdoba fueron también atacados los Muzas del Ebro y los Aristas de Pamplona; los primeros se sometieron y su sumisión protegió a sus familiares y aliados pamploneses. Cerca de dos decenios se prolongó ese estado de cosas. Durante ellos los vascones de Navarra no fueron molestados por las tropas musulmanas Golpearon éstas, en cambio, sin descanso contra el solar de castellanos y alaveses. Parece pues seguro que éuscaros y vascones vivieron separados. Si la Euzcadi de hoy hubiera dependido de Pamplona, esos ataques no hubieran podido realizarse sin chocar con los Aristas y con sus aliados los Banu Muza; y fue precisamente un miembro de esa familia renegada quien en 839 invadió Álava al frente de las fuerzas cordobesas. Las tierras vasconizadas en el siglo v —los vascos actuales— continuaron integrando por tanto el embrión de España bajo el gobierno del monarca de Oviedo. Y cabe deducir que colaboraron a las empresas comunes con lealtad y con entusiasmo, de la ausencia de todo movimiento secesionista vasco contra el Rey Casto durante el medio siglo que reinó en Asturias. A lo largo de esas cinco décadas el País Vasco resistió con heroísmo las acometidas sarracenas, como las resistieron cántabros, astures y gallegos, a cuyos destinos se hallaba gustosamente vinculado —los vascos defendieron a veces con los otros súbditos de Alfonso II los pasos de entrada a la Asturias transmontana. Mientras, el otro pueblo de habla éuscara vivía unido a los renegados del valle del Ebro, a quienes debían el poder los Aristas, y vivía de ordinario en paz con Al-Andalus. Sólo después de la ruptura entre navarros y muladíes, a mediados de siglo, por causas que he estudiado al examinar las relaciones de los vascos y los árabes, cambiaron los soberanos de Pamplona el rumbo de la política internacional y se acercaron a los reyes de Oviedo. Pero el último de los Aristas, Fortún, prisionero en Córdoba durante algunos años y abuelo de un príncipe andaluz —en su hija engendró el futuro emir Abd-Allah al padre de Abd al-Rahman III— siguió mediatizado por los islamitas cordobeses. Y fue preciso el golpe de estado del 905 —apoyado por Alfonso de Oviedo y por el conde de Pallars— para que en Navarra empezara a reinar una nueva dinastía, fiel aliada de los soberanos de Asturias y león contra los musulmanes. Los dos pueblos de habla vasca siguieron separados: los vascos de hoy continuaron unidos a los otros pueblos cristianos, regidos desde Oviedo y en seguida desde León, la nueva sede regia. Durante muchas décadas alaveses y vizcaínos resistieron, unidos a los castellanos, los ataques de los últimos cachorros de los Banu Muza. Los vascos contribuyeron con sus hombres y su espíritu al nacimiento de Castilla; y del condado de Castilla formaron parte esencial durante el siglo x. Los documentos acreditan la importancia de la aportación vasca a la colonización de las nuevas tierras castellanas y atestiguan la extensión de la autoridad condal de Fernán González y de sus sucesores hasta muy dentro de la tierra éuscara. Integró ésta por tanto la nueva comunidad histórica llamada a los más altos destinos; y dió con ella sus primeros pasos en la historia. Sólo a fines del siglo x Navarra se anexionó una parte de Alava y sólo en 1029, tras la crisis de la dinastía condal castellana, Sancho III el Mayor incorporó a su reino la nueva Vasconia —la Euzcadi de hoy— y la Castilla de antaño, que así siguieron juntas su declinación hacia Pamplona. Castilla se separó de Navarra en 1035 y fue despaciosamente recuperando sus fronteras primitivas En 1076, a la muerte de Sancho el de Peñalén, Vizcaya volvió al redil castellano. Con la primitiva Castilla fue unida otra vez a Navarra por Alfonso I el Batallador, rey también de Aragón (1109), pero desde la muerte de este rey (1134) formó siempre parte de la Corona de Castilla. La rigieron, sí, señores poderosos pero dependientes de los reyes castellanos, como de ellos dependieron los otros muchos grandes señores del reino castellano-leonés a través de los siglos A fines del XII se incorporaron también a Castilla Alava y Guipúzcoa, la última voluntariamente. Y desde entonces el País Vasco, del cual sólo dos porciones habían vivido menos de dos siglos unidas a Navarra, vivió hasta hoy la historia de Castilla. Y con Castilla la historia de España. Cierto que las poblaciones de la costa vasca firmaron a veces pactos con potencias marítimas del Atlántico, pero otro tanto hicieron las ciudades marineras castellanas. Juntos castellanos y vizcaínos integraron una "nación" en Brujas y tuvieron la misma capilla hasta que se pelearon por cuestiones de preeminencia. Con Juan I los reyes de Castilla fueron incluso señores de Vizcaya. Desde entonces los vascos de hoy han vivido hombro a hombro con los otros hispanos las horas alegres y las horas tristes de España. Han gozado de todas las ventajas que les procuraba el ser españoles y nunca han levantado las cargas que algunos los otros españoles soportaban —ya en el siglo XIV los castellanos protestaron de que los vizcaínos no pagasen como ellos alcabalas y sisas. El patriotismo español de los vascos se hizo notorio cuantas veces corrió peligro su unión con Castilla. Reaccionaron unitariamente contra el acuerdo de Pedro I y el Príncipe Negro, por el cual el Rey Cruel cedía a Inglaterra el País Vasco, como compensación de la ayuda de las huestes inglesas contra su hermano Enrique II. Durante las frustradas negociaciones entre Enrique IV y Luis XI en torno al matrimonio de la Beltraneja y el Duque de Guiena, cuando el Impotente rey de Castilla estaba pronto a ceder el litoral vascongado, los vascos volvieron a alzarse contra su apartamiento de la Corona castellana —lo cuenta Mosén Diego de Valera— y obligaron a Enrique IV a jurar que nunca serían separados de Castilla. Fueron luego entusiastas partidarios de Isabel y Fernando en los comienzos de su reinado y defendieron heroicamente la frontera española contra Francia. A principios del siglo XVI se sentían tan unidos a Castilla que, según Zurita cuenta, en 1508 solicitaron sú incorporación a las cortes castellanas y no entraron en ellas porque el espíritu caballeresco de los procuradores entendía, estúpidamente, la asistencia a aquéllas como un privilegio y no querían compartirlo con nadie —unas décadas antes se habían opuesto a la entrada en las cortes de los representantes de Logroño. Y porque el Rey Católico no tuvo gusto —ningún rey lo ha tenido jamás— en fortalecer con elementos populares a las asambleas políticas del reino —el Canciller Ayala había escrito: "los vizcaynos son omes á sus voluntades, é quieren ser muy libres é muy bien tratados". Y desde el siglo X hasta el XIX, no sólo no han alzado una sola pretensión secesionista: se han sentido muchas veces sacudidos por un entusiasta fervor español. Será tan difícil negar estos hechos como es fácil comprobarlos a cualquiera El País Vasco ha escrito páginas brillantes de la historia española, como las otras comunidades históricas que integran España. Los vascos han hecho maravillas... como españoles y conforme a la contextura temperamental hispana. Sus magnas figuras históricas no han pensado, ni han escrito, ni han obrado como vascos; todo lo que han hecho de grande y de universal ha sido dentro de la órbita vital y cultural de España. Desde Elcano, Francisco de Vitoria —era burgalés pero de remota estirpe vasca—, San Ignacio y Legazpi, hasta Unamuno, Zuloaga y Baroja, cuantos vascos famosos pueden señalarse han sido españoles ante todo y por cima de todo; y como españoles han colaborado a las grandes aventuras culturales de Europa. España los debe al País Vasco; pero sin el resto de España ninguno de esos nombres figuraría hoy en los anales de Occidente. Y hasta el mismo nombre de Vasconia sería una sombra sin vida perdurable. Gracias a no haber vivido una pura vida aldeana y marinera entre el mar y los montes, a haber sido preciadísimas y preciosísimas porciones de España y del pueblo español, Vasconia y los vascos han ocupado y ocupan aún un puesto al sol de la historia. Dentro de Castilla primero y de España después los vascos —para decir mejor los vizcaínos, los guipuzcoanos y los alaveses, separadamente— han logrado regirse a sí mismos durante más siglos que las otras comunidades históricas hispanas. ¡Maravilloso privilegio! lo minúsculo de su solar geográfico restaba interés a cualquier intervención autoritaria de los reyes, y su situación en uno de los puntos de fricción de España con Francia obligaba a los príncipes a mimar a los vascos; sólo así se explica que lograran salvaguardar su vida autónoma cuando habían perdido la suya: primero los grandes concejos y los grandes señoríos dentro de los reinos españoles e incluso estos mismos más tarde. Pero, ¿quién se atreverá a ver en tal perduración la base histórica de una auténtica singularidad nacional? Poseen los vascos una contextura temperamental propia, como poseen otras distintas cada una de las agrupaciones regionales hispanas; pero su estructura funcional no los distingue radicalmente de los demás grupos humanos de España. Las características, ditirámbicas o peyorativas, que se les atribuyen coinciden en su esencia con las que constituyen la esencia de lo hispánico. Es sugestivo el paralelo entre la manera de estar en la vida que suele definirse como típica de los españoles y la contextura vital de los éuscaros o vascos; ese paralelo descubre el estrecho parentesco que las une. Tal coincidencia se explica sin esfuerzo, pares ha sido en Castilla donde se ha forjado el arquetipo de lo hispánico y lo castellano es en buena parte prolongación histórica de lo vasco. Son mayores las diferencias que van apartando a lo éuscaro de los estilos de vida de las otras comunidades humanas de Hispania. Desde el sencillo y rígido pivote de Vasconia, las varillas del abanico español avanzan lentamente hacia el barroquismo portugués, el barroquismo andaluz y el barroquismo levantino. Lo vasco sería la raíz cúbica de lo hispano; y lo portugués, lo andaluz y lo levantino, lo español elevado al cubo. La fidelidad de los vascos a su tradicional estilo de vida tampoco ha sido dispar de la que han guardado al suyo Galicia, Asturias, Castilla, Andalucía, por ejemplo. La única causa de diferenciación entre los vascos y los otros españoles estriba en la perduración, en una zona cada vez más reducida de Vasconia, de la vieja lengua éuscara, que Dios conserve por los siglos de los siglos. Es decir, ni la raza ni la historia ni la contextura temperamental ni el amor al ayer... separan a los vascos de los otros hermanos de España. Los distingue de ellos solamente la supervivencia entre los vascos de un habla que en el extremo límite de la hoya y de los montes vascones ha resistido al avance, allí particularmente despacioso, de la romanización. La perduración no interrumpida de ese proceso va haciéndola retroceder poco a poco, de continuo, hacia los Pirineos. El éuscaro no es por tanto el habla de todos los vascos: muchos de ellos no la entienden hace tiempo. El que hoy llamamos español es tan legítimo patrimonio de los habitantes de Euzcadi como de los hijos de Castilla. Muchos vascos comenzaron a hablarlo tan temprano como los primitivos castellanos, mucho antes que los castellanos del Duero hacia el Sur. Y es notorio que en él se escribieron las más viejas leyes constitucionales de los vascos: sus fueros. Mas, aunque así no fuese, nunca el éuscaro separaría a los vascos del resto de los españoles. Porque no es una lengua más en la Península. Es una lengua hablada en la remotísima España neolítica. No obstante su inundación por lo céltico, y lo latino, al escucharla oímos aún como un eco de las voces milenarias de nuestros abuelos de la Edad de Piedra. Prodigio increíble si no fuera cierto. Pero es la misma lengua o es hermana de la que hablaron los pueblos cántabro-pirenaicos y varios otros viejos pueblos de Hispania, y está íntimamente emparentada con la que empleaban los iberos levantinos antes de su romanización o está inundada y saturada de iberismos —Gurruchaga acaba de aceptar esa vinculación. Es por tanto el habla de una gran parte de los españoles primitivos y no puede por ello constituir base segura de una segura distinción nacional frente al resto de España. Vasconia o la España sin romanizar. Sí; y además la abuela de España. Como dije al principio de estas páginas, a través de Castilla, a cuya generación contribuyeron, los vascones han proyectado su espíritu y su temperamento hacia Hispania y hacia todos los pueblos hispanos, y por eso España y lo español pueden ser pensados desde el País Vasco. He aquí por qué Vasconia o la España sin romanizar es la abuela de la España actual. La abuela gruñona que no se reconoce en su nieta y reniega de ella. La abuela que sueña grandezas de tiempos pasados y que repite gestos y dichos de entonces; Jaurlgoikoa et legizarra —Dios y fueros— es un lema digno de labios medievales. La abuela tozuda que quisiera vivir como antaño —el sentido particularista de los vascos es de pura estirpe hispana. La abuela que todos comprendemos y amamos con filial devoción; a la que es prudente dejar vivir a su agrado dentro de la patria común española —también su hija, Castilla, gustó en tiempos de vivir libremente. La abuela que guarda todavía recuerdos de nuestro más remoto ayer, de un ayer muchas veces milenario, cuyas raíces se hunden en la primigenia tierra de España.
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