martes, 24 de febrero de 2009

Mi Entrevista con Azaña en Valencia (Claudio Sánchez Albornoz).- Anecdotario Político.

Azaña pagó caro sus tres pecados del año 1936:
*.- la destitución de don Niceto,
*.- su deseo de abandonar la presidencia del Consejo de Ministros para ocupar la presidencia de la República
*.-y su debilidad frente a la crisis del poder público.
Los pagó caros, porque él, un burgués liberal que habría sido un excelente presidente de la III República francesa o en la monarquía de los Saboyas, después del 18 de julio de 1936 fue prisionero de una conjunción de fuerzas políticas –socialismo, anarquismo, comunismo- en la cual los republicanos –burgueses, demócratas y liberales- no representaban nada. Hubo de asistir impotente a las violencias que ensangrentaron la República durante la revuelta social que siguió al alzamiento militar.
No se necesita conocerle demasiado para calcular su repugnancia y su vergüenza ante tales sucesos, aunque fueran sincrónicos de los que tenían lugar al otro lado de la barricada; y su sufrimiento ante la imposibilidad en que se hallaba para ponerles coto. Sus conocidas palabras después de los crímenes cometidos en la Cárcel Modelo de Madrid: , palabras que le honran porque nadie condenó así crímenes parejos en el campo enemigo, no fueron sino expresión liminar de muchas ideas que,, sin duda, golpearon de continuo en su mente.
El choque entre su impotencia para dar rumbo a la República y para impedir no sólo la violencia, sino el deslizamiento rápido de aquella hacia sistemas de gobierno que repugnaban a su espíritu de hombre liberal, debió de amargarle profundamente.

Le dije la verdad; que mientras Largo Caballero presidió el gobierno, no me había parecido prudente ir a España y que había hecho gestiones para llegar a la paz. Se franqueó entonces conmigo: “La guerra está perdida, absolutamente perdida –me dijo-, pero si por milagro se ganase, en el primer barco que saliera de España tendríamos que embarcar los republicanos, si nos dejaban”.
Asentí a su opinión y añadí: “Y si usted cree –y acierta- que la guerra está perdida y que la suerte de nosotros, los republicanos, está sellada, ¿por qué no hace usted la paz”?.
“Porque no puedo”, respondió rápidamente.
Y no fue difícil adivinar en su mirada la angustia con que llevaba su impotencia.
Francisco Barbés me había afirmado en París que Azaña había iniciado, en verdad, gestiones de paz.
Visité a Negrín, a Prieto y a Martínez Barrio; y no me asombró que los dos últimos, con palabras no demasiado disímiles de las de Azaña, me descubrieran su opinión sobre la segura derrota; ni que el Presidente de las Cortes coincidiera en su juicio con el presidente de la República sobre el destino, en todo caso sobrio, de los republicanos.
A él y a Prieto hice la misma pregunta que a Azaña: “¿Por qué no hacen ustedes la paz?”. Y los dos me dijeron también: “No podemos”.
(…) Ninguno de los tres hombres fueron, empero, responsables de la prolongación de la contienda. Los tres eran, en verdad, prisioneros en Valencia y lo fueron después en Barcelona.
(Los que la prolongaron la guerra fundamentaron aún más el carácter del régimen político venidero). (Mi entrevista con Azaña en Valencia)

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