*.- la destitución de don Niceto,
*.- su deseo de abandonar la presidencia del Consejo de Ministros para ocupar la presidencia de la República
*.-y su debilidad frente a la crisis del poder público.
Los pagó caros, porque él, un burgués liberal que habría sido un excelente presidente de la III República francesa o en la monarquía de los Saboyas, después del 18 de julio de 1936 fue prisionero de una conjunción de fuerzas políticas –socialismo, anarquismo, comunismo- en la cual los republicanos –burgueses, demócratas y liberales- no representaban nada. Hubo de asistir impotente a las violencias que ensangrentaron la República durante la revuelta social que siguió al alzamiento militar.
No se necesita conocerle demasiado para calcular su repugnancia y su vergüenza ante tales sucesos, aunque fueran sincrónicos de los que tenían lugar al otro lado de la barricada; y su sufrimiento ante la imposibilidad en que se hallaba para ponerles coto. Sus conocidas palabras después de los crímenes cometidos en la Cárcel Modelo de Madrid:
El choque entre su impotencia para dar rumbo a la República y para impedir no sólo la violencia, sino el deslizamiento rápido de aquella hacia sistemas de gobierno que repugnaban a su espíritu de hombre liberal, debió de amargarle profundamente.
Le dije la verdad; que mientras Largo Caballero presidió el gobierno, no me había parecido prudente ir a España y que había hecho gestiones para llegar a la paz. Se franqueó entonces conmigo: “La guerra está perdida, absolutamente perdida –me dijo-, pero si por milagro se ganase, en el primer barco que saliera de España tendríamos que embarcar los republicanos, si nos dejaban”.
Asentí a su opinión y añadí: “Y si usted cree –y acierta- que la guerra está perdida y que la suerte de nosotros, los republicanos, está sellada, ¿por qué no hace usted la paz”?.
“Porque no puedo”, respondió rápidamente.
Y no fue difícil adivinar en su mirada la angustia con que llevaba su impotencia.
Francisco Barbés me había afirmado en París que Azaña había iniciado, en verdad, gestiones de paz.
Visité a Negrín, a Prieto y a Martínez Barrio; y no me asombró que los dos últimos, con palabras no demasiado disímiles de las de Azaña, me descubrieran su opinión sobre la segura derrota; ni que el Presidente de las Cortes coincidiera en su juicio con el presidente de la República sobre el destino, en todo caso sobrio, de los republicanos.
A él y a Prieto hice la misma pregunta que a Azaña: “¿Por qué no hacen ustedes la paz?”. Y los dos me dijeron también: “No podemos”.
(…) Ninguno de los tres hombres fueron, empero, responsables de la prolongación de la contienda. Los tres eran, en verdad, prisioneros en Valencia y lo fueron después en Barcelona.
(Los que la prolongaron la guerra fundamentaron aún más el carácter del régimen político venidero). (Mi entrevista con Azaña en Valencia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario