PRIMO DE RIVERA: En Barcelona, en la madrugada del 13 al 14 de septiembre de 1923, Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, recibió una llamada del ministro de la Guerra, general Aizpuru. El ministro le planteó abiertamente que si estaba sublevado con la guarnición de Cataluña. Primo de Rivera respondió afirmativamente y el ministro le contestó: «Queda usted destituido», a lo que el capitán general le espetó: «No, el que queda destituido es el Gobierno». Con esa anécdota, se oficializaba el golpe militar que abriría paso a la dictadura del general Primo de Rivera que se prolongaría siete años. Miguel Primo de Rivera era, entonces, un capitán general de currículum brillante.
Había ganado la laureada de San Fernando guerreando en Marruecos. Había acompañado a su tío Fernando, el primer marqués de Estella, a Filipinas cuando aquél fue nombrado capitán general. Había sido nombrado capitán general a los 49 años. Cuando llegó a Barcelona en 1922 como tal, era un viudo joven con cinco hijos adolescentes, el mayor de los cuales era un estudiante de Derecho muy inteligente llamado José Antonio. Un año y cuatro meses después de llegar a Barcelona -la experiencia catalana fue decisiva- Primo de Rivera decidió dar el golpe, proclamar la Dictadura.
La primera constatación que cabe hacer de la Dictadura de Primo de Rivera es su lastre histórico inmediato. Los juicios que ha suscitado esta dictadura han estado contaminados por la postdata de su final: el triunfo de la República, el levantamiento del 18 de julio de 1936 y la guerra Civil subsiguiente. Miguel Primo de Rivera murió en 1930 a los 60 años, muy poco tiempo después de su caída.
La segunda evidencia que cabe resaltar de la dictadura de Primo de Rivera es que la misma fue tan previamente anunciada como mayoritariamente asumida y hasta deseada por buena parte de la sociedad española (la sociedad monárquica, naturalmente), por más que reconocerlo nunca haya sido políticamente correcto. Cuando el golpe se produjo, sólo dos o tres ministros optaron por la resistencia decidida. Tan sólo una capitanía general (Valencia) y algún militar de larga tradición (Weyler) se opusieron al golpe.
De los intelectuales tan críticos después con Primo, sólo Unamuno, Pérez de Ayala y Azaña estuvieron desde un principio y de forma inequívoca contra el dictador. Incluso Azaña fustigó la «impotencia e imbecilidad» del gobierno depuesto.
Ortega, según Tusell, se lanzó a una labor de adoctrinamiento de Primo de Rivera con escasa efectividad. El régimen liberal estaba en situación agónica y de ello hay infinidad de signos indicadores. Los sueños regeneracionistas de Primo de Rivera los compartieron casi todos los españoles del momento. Por eso, siempre me ha parecido inútil el debate en torno a la complicidad del Rey en el golpe. ¿Pudo hacer otra cosa distinta a lo que hizo?. El general personificaba a los ojos de muchos el cirujano de hierro del imaginario de Joaquín Costa.
En el Manifiesto inicial se aludía directamente a las «desdichas e inmoralidades que empezaron el año noventa y ocho» y se hacía una declaración de intenciones que conectaba perfectamente con la sensibilidad española del momento (evitar derramamiento de sangre, vocación temporal, voluntad antiimperialista, exigencia de asunción de responsabilidades...) y lo cierto es que los primeros años de la dictadura, estuvieron salpicados de medidas en la línea del regeneracionismo político sublimado.
No faltarían en los años posteriores medidas de política económica acertada que ha glosado Juan Velarde o disposiciones sociales que, al menos, satisficieron de entrada al Partido Socialista.
La solución del problema marroquí por la vía del semi-abandono estratégico que había ya postulado el propio Primo en 1917 y que se ratificaría en 1921, tras el desastre de Annual, encontró una alternativa afortunada en el desembarco de Alhucemas en septiembre de 1925. La victoria en Marruecos fue, sin duda, el triunfo más espectacular del dictador.
En 1925 éste quiso pasar del Directorio Militar a un Directorio Civil, con intentos de constitucionalización. Y por esa vía empezaron a crecerle los enanos a aquel bienintencionado dictador que nunca quiso eternizarse como el que vino después y, desde luego, nunca supo reproducirse institucionalmente.
La tercera constatación nos introduce en el escenario de la inutilidad de las buenas intenciones cuando los contextos políticos se complican, la esterilidad de la condición de buena persona -Primo, lo era- y hasta del carisma cuando estas condiciones están acompañadas de notables limitaciones, lo terrible que es la cuesta abajo en la política, la fugacidad del éxito. Pocos historiadores tratan a la persona de Primo hoy con acritud, de Hugh Thomas a Shlomo Ben Ami.
Y, sin embargo, hubo unos años, los últimos de la Dictadura, en que aquel general dictador tan alabado inicialmente por todos, se convirtió en el pim-pam-pum nacional. Los enemigos se le acumularon: el anarcosindicalismo, la vieja política manierista cada vez más crispada por la imprudencia sistemática del dictador, los republicanos por razones obvias, algunos generales (López de Ochoa, Queipo, Weyler, Berenguer) y, sobre todo, los nacionalismos y los intelectuales. Una tenaza que todo político nunca debería despreciar en lo que pueda tener de inquietante presencia.
Los nacionalistas catalanes, aunque inicialmente la mayor parte de ellos apoyaron el golpe o cuando menos (como Cambó) permanecieron a la expectativa, pronto se rebotaron contra las medidas de represión de la lengua catalana y se acabaron radicalizando deslizándose de lo que representaba Cambó a lo que representaría Macià.
De entre los intelectuales, sobresalieron las confrontaciones con Unamuno, De los Ríos, Jiménez de Asúa y Gregorio Marañón. La generación más joven, la del 27, eludió el compromiso político y se situó al margen. En marzo de 1929, la Universidad española ardía contra Primo de Rivera y de hecho, contribuyó decisivamente a su colapso.
Al final, las izquierdas lo convirtieron en su demonio autoritario favorito y las derechas le reprocharon su escasa vocación fascista.
Cuando periclitaban aquellos locos y felices años veinte en los que las clases medias españolas habían descubierto la frivolidad, a caballo de la Dictadura, Primo de Rivera dimitía -era enero de 1930- y comenzaba un exilio en París que, afortunadamente para él, fue corto. Duró sólo dos meses. En su entierro hubo tantas manifestaciones de duelo como hermético silencio oficial.
Extracto de una artículo de Ricardo García Cárcel. Catedrático de Historia Moderna. Universidad Autónoma de Barcelona
domingo, 1 de febrero de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario