lunes, 23 de febrero de 2009

Los retos de los hijos de la Constitución

FRANCISCO RUBIO LLORENTE.- El País. 02/12/2008
La generación de los que no habían cumplido 18 años el 6 de diciembre de 1978 es la que debe defender nuestra ley fundamental frente a sus enemigos, y la que tendrá que hacer las reformas que sean necesarias
A diferencia de lo que sucede, por ejemplo, con los gusanos de seda, las sociedades humanas no están formadas por individuos que hayan llegado al mundo simultáneamente y sólo tras la extinción de los que les precedieron. Desde el punto de vista de la edad de sus miembros, forman un continuo que sólo artificiosamente cabe considerar dividido en generaciones. Es sin embargo un artificio frecuente, y útil cuando la división entre generaciones se hace por referencia a una fecha significativa para el análisis que se pretende llevar a cabo.
Hay un exceso de veneración por el texto constitucional que impide corregir sus defectos
No se pueden aplazar los cambios para hacerlos cuando las circunstancias políticas lo permitan
El propósito de este artículo es el de hacer algunas reflexiones sobre nuestra Constitución al cumplir los 30 años y, en consecuencia, parece que la fecha significativa para la división de nuestra sociedad en generaciones es la de su promulgación, diciembre de 1978. Los españoles que tenían entonces derecho de voto han de tener ahora al menos 48 años, aunque muchos tengamos desgraciadamente bastantes más. Con independencia de que hicieran o no uso de ese derecho y del sentido de su voto, tuvieron la posibilidad de manifestar su opinión sobre la Constitución y por tanto han de considerarse obligados por ella, como expresión de la voluntad de la mayoría. La abrumadora mayoría de ellos no tuvieron parte alguna en la elaboración del texto constitucional, pero por la razón dicha, parece adecuado denominar la generación formada por ellos como la de los padres de la Constitución, aunque esta denominación se utilice habitualmente en un sentido más estrecho; incluso demasiado estrecho, puesto que deja fuera a hombres que, como Adolfo Suárez o Felipe González, Fernando Abril o Alfonso Guerra, alguna parte tuvieron en esa obra. La generación siguiente estaría integrada por quienes han adquirido el derecho de sufragio, la ciudadanía plena, ya dentro de la Constitución, los españoles que están entre los 18 y los 48 años. Una generación que cabe denominar la de los hijos de la Constitución.
Estas dos generaciones no abarcan la totalidad de los españoles vivos, puesto que muchos de ellos no han llegado todavía a la ciudadanía plena. Forman otra generación que podría denominarse la de los nietos, pero esta concesión a la simetría no es necesaria y puede resultar perturbadora. Aplicada a la Constitución, la afirmación de que, según el principio democrático, la tierra pertenece a las generaciones vivas, sólo tiene sentido si se la entiende referida a las integradas por quienes pueden disponer de ella, manteniéndola sin cambio alguno, introduciendo en ellas las reformas que juzguen necesaria, o en último término, violándola o destruyéndola, aunque en este último caso, como es evidente, democrático o no, el poder empleado será puramente fáctico, no jurídico. Las únicas generaciones vivas a tener en cuenta desde el punto político son la de los padres y la de los hijos.
La mayor parte de los españoles vivos forman parte de una u otra de estas generaciones, cuyas dimensiones son muy desiguales. Según los datos que el Instituto Nacional de Estadística ofrece en la red, la generación de los padres de la Constitución estaría integrada por algo más de 15 millones, y la de los hijos tendría ya más de 21. Estas cifras son producto de mi propio cálculo pero, pese a sus inexactitudes, creo que la relación entre las dimensiones de una y de otra permite afirmar que nuestra Constitución está hoy en manos de sus hijos. Que es a ellos a quienes incumbe mantener en buen estado nuestra vida constitucional, pues son ellos quienes pueden defender la Constitución contra sus enemigos y sobre ellos pesa el deber de corregir los defectos que la práctica ha puesto de manifiesto.
Nuestra vida constitucional es buena, pero podría ser mejor; nuestra Constitución es excelente, pero tiene defectos. Si aquélla no es mejor y estos defectos persisten es porque nada se hace para lograrlo, una pasividad que quizás puede explicarse porque los hijos de la Constitución tienen una idea inadecuada de ella y un exceso de veneración por el texto constitucional.
La idea es inadecuada por ser en parte parcial y en parte falsa. Esta generación parece ver la Constitución exclusivamente desde la perspectiva de los Derechos. Como un texto que reconoce y garantiza los que cada uno de los españoles tenemos o deberíamos en razón de nuestra dignidad humana y los que las Comunidades Autónomas tienen o deberían tener como emanación de su derecho, también preconstitucional a la autonomía. Una perspectiva que no es falsa, pero que no permite ver la realidad constitucional, mucho más amplia. La Constitución sirve para limitar y dividir el poder, pero también para dotarlo de una organización que asegure su legitimidad democrática y le permita actuar con eficacia, y no puede llevarse a cabo aquella tarea sin hacer primero ésta. No hay Estado de derecho si no hay Estado.
Esta perspectiva parcial, que induce a desinteresarse por todas aquellas partes del texto constitucional que no estén en relación directa con los Derechos, no es la única causa de la inadecuación de la idea que hoy se tiene de él. La idea es también inadecuada porque está apoyada en la falsa creencia de que el texto de nuestra Constitución es hoy el mismo que fue promulgado hace 30 años, con la única excepción de la levísima modificación establecida en 1992 en relación con los ciudadanos europeos. Y no es así. Nuestra Constitución, como todas, no cambia sólo cuando es reformada, sino también por otras vías que alteran el sentido de sus preceptos o los privan de fuerza. Valga un ejemplo reciente, el de la preocupación por la entrada de capital ruso en una empresa nacional.
Como esa preocupación viene del temor a que el capital que controla la empresa anteponga sus propios intereses al interés general, el remedio más simple sería el de ponerla bajo el control del Estado, haciendo uso de los poderes que le otorga el artículo 128 de la Constitución. Pero éste es un remedio al que no cabe acudir porque, aunque ese artículo no ha cambiado, el Estado no puede utilizarlo sin la autorización de la Comisión Europea, vigilante celosa de la libertad de mercado.
Pero la pasividad de los hijos de la Constitución no se explica sólo, ni principalmente, por la idea inadecuada que de ella tienen. Viene más directamente de un exceso de veneración por ella. Su actitud respecto del texto constitucional se asemeja en alguna medida a la del pueblo judío respecto de las Tablas de la Ley. Parecen ver en ella un texto sagrado recibido de arriba, en el que los hombres no pueden poner sus manos.
Es esta visión que la generación de los hijos de la Constitución tienen de ella, una visión que alienta la generación de los padres, la que les impide acometer la tarea de reformar la Constitución para corregir los defectos hoy perceptibles en ella. Eliminar preceptos que, como los que dan preferencia al hombre sobre la mujer en la sucesión a la Corona, o exigen la condición de reciprocidad para conceder voto a los extranjeros en nuestras elecciones municipales, han perdido su razón de ser si alguna vez la tuvieron. Modificar la regulación de algunas instituciones como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional, que sólo por esta vía pueden ser protegidas de la dinámica propia de la democracia representativa. Y sobre todo concluir la organización territorial, o cuando menos racionalizar el proceso que lleva hacia ella.
Se dirá que sea o no verdad, lo que digo no es oportuno. Que en tiempos de tribulación no se ha de hacer mudanza, o que no está el horno para bollos, etcétera. Tal vez tengan razón quienes así piensan, aunque no es seguro. Hace 30 años no se ataban los perros con longaniza, y por mucho que sea el trabajo de reformar ciertos artículos de la Constitución, tal vez no sea mayor que el de negociar sin ese apoyo el sistema de financiación de las Comunidades Autónomas y determinar cuál es el grado de diferencia en el goce de los derechos que la Constitución tolera. Pero aunque las razones pragmáticas fueran incontestables, no cabe oponerlas a la conveniencia de abrir debate sobre la reforma constitucional, para hacerla "luego que las circunstancias políticas de la Nación lo permitan", que es la fórmula que las Cortes de Cádiz utilizaron para endosar a las siguientes la difícil tarea de hacer una división más adecuada del territorio nacional

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