lunes, 23 de febrero de 2009

Tarancón, una clave de la Transición

SALVADOR SÁNCHEZ-TERÁN, Presidente del Consejo Social de la Universidad de Salamanca
1-12-2007.- ABC
SE celebra en este año el centenario del nacimiento del Cardenal Vicente Enrique y Tarancón y el decimotercer aniversario de su muerte en Valencia, el 29 de noviembre. Entre las muchas facetas de su excepcional figura deseo glosar en este artículo su decisiva aportación a la Transición española a la democracia.
De todas las grandes instituciones presentes en la vida española -Gobierno, Justicia, Ejército, Fuerzas de Seguridad, Banca, grupos o partidos políticos, Iglesia... etc.-, seguramente la Iglesia Católica era la mejor preparada para afrontar al advenimiento de la Monarquía, la Transición a la democracia. Y ello por dos motivos fundamentales: el primero, porque bastante antes de la transición política, la Iglesia había hecho ya su propia «triple transición» -religiosa, cultural y política- tal como la ha definido José María Martín Patino, y el segundo porque tuvo un líder de excepcional calidad, el Cardenal Tarancón, plenamente compenetrado en la línea eclesial a seguir con el Papa Pablo VI y muy bien ayudado por el excelente Nuncio de Su Santidad, Monseñor Dadaglio.
La transición religiosa tiene su fundamento esencial en el Concilio Vaticano II, que fue calando lentamente en la Iglesia española. En la década de los sesenta la defensa de los derechos humanos es ya considerada parte integrante del discurso religioso. La transición cultural se produjo al acentuar la Iglesia su presencia en el mundo y, muy especialmente, en el mundo obrero a través de las organizaciones de la Acción Católica -HOAC y JOC- y con la presencia de las nuevas promociones de jóvenes sacerdotes en las parroquias de los barrios de trabajadores.
En cuanto a la transición política, la Iglesia al principio de los setenta mantenía una actitud crítica ante el Régimen por la falta de democracia y de las libertades básicas. «La misma Iglesia española -ha dicho Adolfo Suárez- al impulso del Concilio Vaticano II, se mostraba en sus sectores más jóvenes y mayoritarios, partidaria de una apertura hacia las libertades y de una democratización de la vida política. El nacional catolicismo había pasado y se producían serios conflictos Iglesia-Estado».
El momento en que se conjugan las «tres transiciones» es el 23 de febrero de 1973 -día clave en la Historia de la Iglesia española, pues el pleno de la Conferencia Episcopal elige Presidente, por mayoría, al Cardenal Tarancón, Arzobispo de Madrid-. Esto cambió el signo de la mayoría de la Conferencia Episcopal. Y este hecho fue esencial en la cooperación de la Iglesia a la Transición.
Cuatro hitos fundamentales marcan la presencia de la Iglesia en la Transición: La homilía de los Jerónimos; la renuncia del Rey al derecho de presentación de los Obispos; la apertura a todos los partidos políticos democráticos y la ausencia de compromiso con un partido político concreto de «signo cristiano»; y la definición del Estado aconfesional pero cooperante con la Iglesia en la Constitución del 78. En estas cuatro cuestiones Tarancón tiene protagonismo decisivo.
La homilía que Tarancón pronuncia en los Jerónimos tras el juramento del Rey contiene en sus afirmaciones esenciales el espíritu de la Transición. Las palabras del Cardenal sorprendieron a los dignatarios extranjeros, recibieron el pleno apoyo de los demócratas y disgustaron al todavía poderoso «búnker» del Régimen.
Tarancón constata en sus «Confesiones» la mejora de las relaciones del primer Gobierno de la Monarquía con la Iglesia a través de los ministros de Exteriores -Areilza- y de Justicia -Antonio Garrigues-. En esta etapa, se produce un hecho decisivo: el almuerzo de Tarancón con los Reyes en la Zarzuela el 3 de marzo de 1976 -Miércoles de Ceniza-. En dicha entrevista el Cardenal explicó al Rey -que estaba sometido a presiones contrapuestas en este delicado tema- las razones eclesiales y políticas que hacían necesaria la renuncia al privilegio histórico de presentación de Obispos, que ya no tenía razón de ser y rebatió los argumentos en contra. En definitiva no era una petición del Cardenal sino del Concilio Vaticano II y del Papa Pablo VI. Además se establecería el derecho de prenotificación. El resultado de este almuerzo fue positivo.
El Rey tomó la iniciativa de anunciar su decisión, tras constituirse el Gobierno Suárez, mediante carta al Papa de 14 de julio del 76. Así se abría el camino al «Convenio Marco» que significaba la superación del Concordato del 53 y la normalización de las relaciones Iglesia-Estado. El nuevo ministro de Exteriores, Marcelino Oreja, firmará el Convenio el 28 del mismo mes en Roma, abriendo así una compleja negociación que culminaría año y medio más tarde con la aprobación de los cuatro Acuerdos Iglesia-Estado.
Otra cuestión importante en aquellos momentos era la creación de un gran partido demócrata cristiano, semejante a los existentes en Alemania, Italia y otros países europeos. Tarancón y la Jerarquía, en su mayoría, no querían que la Iglesia apoyara a ningún partido y desaconsejaron a varios líderes políticos utilizar el nombre de «cristiano». En ello estábamos plenamente de acuerdo con la Jerarquía los dirigentes de los movimientos seglares obreros y juveniles más influyentes. Después de 40 años de «nacionalcatolicismo» no queríamos constituir un partido cuasi confesional. Esta cuestión estuvo clara desde los primeros pasos de la Transición.
La definición de la naturaleza del Estado y su implicación con la realidad socio-religiosa en España es la cuarta y decisiva aportación de la Iglesia Católica a la Transición. Desde el primer momento la Iglesia renunció, de acuerdo con la doctrina del Vaticano II, a solicitar -como había en el Régimen de Franco- un Estado confesional, pero aclaró que el Estado podía ser aconfesional pero no laico. La Conferencia Episcopal había declarado: «la Constitución debe reconocer la presencia real de los católicos en la sociedad». El texto propuesto por la Iglesia que Tarancón gestionó con Suárez y el arzobispo Yanes con otros dirigentes cualificados de UCD, se plasmó en el artículo 16 de la Constitución.
El Cardenal Tarancón no fue un hombre que asumiera el Concilio Vaticano II, sino que era ya un Obispo plenamente conciliar y eclesial mucho antes del Concilio. Tuve el privilegio de conocer a Don Vicente el año 58 al asumir la Presidencia Nacional de la Juventud de Acción Católica, cuando él era Obispo de Solsona y Secretario de la Conferencia de Metropolitanos -un organismo distante-. Tuve la oportunidad de hablar con él docenas de veces en la vida. Siempre defendió la apertura de la Iglesia al mundo moderno, las libertades de los ciudadanos, la autonomía respecto al Régimen de los movimientos obreros y juveniles del apostolado seglar; la entrega de la Iglesia a los más necesitados. Sin él no hubiera sido posible el cambio de rumbo metodológico y de acción que tomó la Acción Católica en los años 60. Luchó hasta el límite de sus fuerzas por evitar la «crisis de la Acción Católica» decretada por sus hermanos en el Episcopado, nos defendió a los dirigentes de los ataques de «filomarxismo» lanzados desde el Régimen y «afirmó que en los movimientos de A. C. hay una voluntad firme de aplicar el Concilio y que el Papa Pablo VI está con ellos».
Acompañé a Tarancón muchas veces en momentos importantes de su vida. Era un hombre clarividente, cordial, con sentido del humor, muy fumador. Pero recuerdo especialmente aquella tarde del 21 de diciembre de 1973, en el entierro de Carrero Blanco, cuando el Príncipe Don Juan Carlos marchaba detrás del féretro y el Cardenal vivía su particular «vía dolorosa» rodeado de jóvenes «ultras» enloquecidos que vociferaban «Tarancón al paredón». Yo iba a escasos metros suyos. Su cara era una emotiva síntesis de profundo dolor, resignación y perdón.

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