Mediados de junio. Había regresado de Lisboa a buscar a mis hijos. Informé a Casares en el Congreso de la llegada de Fal Conde procurando pasar inadvertido, sobre sus entrevistas con Sanjurjo y sobre cuanto sabía acerca de la conspiración que se tramaba allí.
Los amigos de Acción Republicana me refirieron el avance de la crisis institucional y los más íntimos me dijeron: “Vete a ver a Azaña, hay que abrirle los ojos. Van a barrernos esas gentes de enfrente”.
Visité a don Manuel –así solía llamarle- en el Palacio Nacional. No me dejó explayarme: “Ya hablaremos con calma. Venga a almorzar mañana a la Zarzuela”.
Deliciosa mañana de junio. Azaña había invitado tamién a Moles, ministro de la Gobernación, y a Visuales y su mujer.
Almorzamos dentro del palacete y salimos al jardín.
(…) Moles fue refiriendo las últimas noticias sobre huelga, alzamientos, violencia, invasiones de fincas, asaltos, tiroteos… en buena parte, según dijo, preparados, alentados o realizados por la extrema derecha.
El panorama era más que sombrío.
Yo atisbaba el rostro de Azaña y esperaba de él alguna decisión drástica; a lo menos, unas palabras firmes; un gesto esperanzador de que iba a ponerse coto al anárquico y no manso deslizamiento del país hacia la guerra civil. Pero, ni el gesto esperanzador, ni las palabras firmes, ni la decisión drástica llegaron.
Todavía, al cabo de treinta y cinco años, me gana la emoción angustiosa que me ganó de pronto, cuando tras el prolongado relato de Moles de los ocurrido en las últimas cuarenta y ocho hora, Azaña exclamó impávido: “Bueno, ya estamos buenos para que nos fusilen”.
No sé lo que pensaron los otros contertulios ante aquellas palabras de un vencido sin combate.
(…) Me desplomé interiormente. Todo estaba perdido. No se pondría coto a la anarquía que provocaban a la par las extremas derechas y las extremas izquierdas.
La República no sería defendida a tiempo.
España seguiría rodando por la trágica pendiente.
Me explicaba que en los dos extremos del cuadrante político del país se procurase crear en ella el caos.
No podía admitir sin cólera que el máximo jerarca de la República consintiera en la derrota de la misma y no se decidiera a defenderla, y a la patria de los horrores de la guerra.
No busqué el diálogo con Azaña. Le juzgué inútil ya.
(…) No sé que misterioso presentimiento me hizo pensar al salir de Madrid que no volvería a pisar sus calles.
En un rincón del corazón quedaba la esperanza de que, a la postre, el gobierno, por muchos advertido del peligro, reaccionaría a tiempo. Hoy me atrevo a pensar que, en relidad, no había gobierno.
A fines de junio aún era posible evitar la catástrofe. Pero, repito, creo que en verdad no había gobierno. Había en él hombres enérgicos y decididos; eran los menos. Su presidente y algunos de sus miembros perdieron el control de sí mismos. Sé de algunos que lloraron el 18 de julio… Si, como Azaña, los más estaban buenos para que los fusilaran.
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