¿Quién era este hombre? Un militar cien por cien. Y un demócrata. Por eso, y sólo por eso, le aborrecían muchos militares. Fue un puntal en la Transición.
Manuel Gutiérrez Mellado, el Guti, sustituyó al teniente general De Santiago y Díaz de Mendívil en la Vicepresidencia para Asuntos de la Defensa, cuando este militar («el elefante blanco», decían) se opuso a la legalización de los sindicatos. Después, dio la cara avisando a los tres ministros militares de la inminente legalización del Partido Comunista: «Les llamé uno por uno. Les dije que el presidente Suárez estaría a su disposición, al otro lado del teléfono, porque no se iba de vacaciones de Semana Santa. Y que, si tenían algún escrúpulo de conciencia, hablasen con él».
En otoño de 1977, detecta anómalos movimientos de civiles y militares. Entre ellos, una extraña reunión en Játiva, a la que asisten -de paisano- los generales De Santiago, Alvarez-Arenas, Coloma Gallegos, Miláns del Bosch, Prada Camillas, el almirante Pita da Veiga... Se está preparando un pronunciamiento militar y una acción de fuerza. Desde Moncloa, con tacto y por sorpresa, Gutiérrez Mellado dispara su contraofensiva: un ajedrez de repentinos ascensos y cambios de destinos, situando en puestos claves a generales de patente democrática y leales al Rey. Así, Gabeiras pasa a ser jefe del Estado Mayor del Ejército; Quintana Lacacci es nombrado capitán general de Madrid; Pascual Galmés sustituye a Miláns del Bosch en el mando de la División Acorazada Brunete (DAC), auténtico «cinturón blindado» de la capital de España.
El 17 de noviembre de 1978, durante un acto militar en Cartagena, se produce el «incidente Atarés». Ciertamente, es un incidente; pero denota el estado de crispación que el Gobierno ha de afrontar con los nervios bien templados: Atarés, general de la Guardia Civil, grita: «¡La Constitución es la mayor mentira!». Y, con excitación creciente, agrega: «¡Arriba España! ¡Viva Franco!», subiendo cada vez más el tono. Algunos militares allí presentes aplauden. Gutiérrez Mellado conmina al general a que abandone la sala y le comunica: «Queda usted arrestado». Después, ordena a todos: «¡Firmes!» Y les recuerda que «un general ha de llevar las estrellas con honor». A estas palabras, Atarés responde con el insulto, llamándole «¡traidor, masón, cerdo, cobarde, espía!».
Gutiérrez Mellado será el único miembro del Gobierno que asista al entierro del general Ortín Gil, gobernador militar de Madrid. Es también insultado y zarandeado por algunos militares de inferior graduación, mientras la masa castrense grita: «¡Ejército al poder!». Así están los ánimos.
Otro militar asesinado por ETA. Otro sepelio tenso. Y otro incidente en el que Gutiérrez Mellado planta cara al temporal involucionista: ocurre en el Hospital Gómez Ulla. Hay gritos contra el Gobierno, la democracia y el Rey. Gutiérrez Mellado se impone con autoridad: «Los que estén de uniforme, ¡firmes y en silencio! Y los que sepan y quieran rezar, que recen». El capitán de navío Camilo Menéndez Vives replica: «¡Antes que la disciplina, está el honor!». Y se arma la bronca.
Gutiérrez Mellado es también quien destituye fulminantemente al general Torres Rojas en la jefatura de la DAC, en cuanto tiene la primera noticia cierta de «movimiento de sables» y de «presión golpista». En su lugar, situará a José Juste. Será un cambio clave, para que la asonada del 23-F no triunfe.
Gutiérrez Mellado es el mismo hombre que, durante la moción de censura a Adolfo Suárez, en mayo de 1981, salta desde su escaño, como impelido por un resorte de instinto, cuando el diputado canario Sagaseta afrenta a un cuerpo del Ejército: «La Legión está cometiendo crímenes -dice el parlamentario- y desertando en Fuerteventura». La réplica del teniente general, improvisada y espontánea, resiste el más exigente análisis: «¿Se ha dicho aquí que la Legión comete crímenes? Pues yo pido que se estudie una ley para que ningún diputado ¡ninguno! pueda decir eso, si no está probado... por muy diputado que sea».
Sin apego al poder, el mismo 23-F, a la hora de desayunar, el teniente general -que desde hace un mes sabe que no seguirá en el nuevo Gobierno de Calvo Sotelo- le pregunta a su mujer: «Carmen, ¿lo tienes ya todo listo...? Porque me gustaría que hoy durmiésemos ya en nuestra casa de Fortuny».
Hoy, con el general de cuerpo presente, se hace inevitable la evocación de aquel funesto evento de los tricornios de la ira: ¡un universo de atropellos en el hemiciclo! Tejero encaramado a la tribuna, delante de Landelino Lavilla, sostiene su pistola Astra en la mano derecha. Ha dicho ya el «¡todos al suelo!». Vuelvo a ver y a oír las ráfagas de metralletas..., el graderío desierto, como si de repente a todos se los hubiese tragado la tierra. Sólo Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo permanecen inmóviles en sus escaños. Después, los guardias que trepan por las escalerillas del hemiciclo, cacheando a sus señorías... y las voces hoscas, altaneras, mangoneantes: ¡ya pueden levantarse! ¡las manos sobre la barandilla! ¡que se vean las manos! ¡silencio, silencio! ¡que nadie se mueva, o se mueve esto! ¡las manitas quietas!
El Guti intenta salir de su escaño azul. Suárez, para impedírselo, le tira de la chaqueta. El vicepresidente se suelta, se zafa con brío, con nervio. Sale al espacio enmoquetado. Va flechado. Se encara a Tejero: «¡Deme esa pistola y salga usted de aquí inmediatamente...!» Hay un altercado áspero y breve. Sólo se oye el final de la frase: «¡Aquí el teniente general soy yo!». Y Tejero: «¡Echen al suelo a este diputado!». Varios guardias civiles le interceptan el paso. Le agarran por el cuello de la americana. Le zarandean, hasta casi hacerle caer. Uno es el guardia Andrés Barriga. Otro, Miguel Peláez. El teniente Ramos Rueda le insta a sentarse: «No va a pasar nada, pero vuelva usted a su sitio, mi general». A medio metro, quieto, con la pistola dirigida hacia arriba, a punto de intervenir, contempla la escena el teniente Boza Carranco.
Para siempre, el vídeo de RTVE capta la imagen bochornosa, cara y cruz de una misma moneda: la desfachatez bravucona y la dignidad valiente. Un gallardo y anciano jefe militar, con los brazos en jarras, el mentón alzado, el rostro tenso, un leve rasguño en la barbilla... Y un teniente coronel de ojos saltones, desorbitados, que en vano trata de derribarle al suelo, alevosamente, poniéndole la zancadilla por detrás, mientras su dedo índice derecho se apoya nervioso en el gatillo de la pistola. «Si yo hubiese obedecido a Tejero, si hubiese caído al suelo, o si me hubiese dejado derribar... lo que hubiera caído por los suelos habría sido el Ejército español, el Ejército leal a la Constitución y a Su Majestad el Rey», declararía después el teniente general. Una vez más, había cumplido como un hombre de una pieza: «Cuando el viento sopla en contra, no cabe esconderse en la trinchera: ¡hay que saber dar la cara al aire! ¡y vaya si se nota que escuece!». Así se lo oí decir en cierta inolvidable ocasión.
Durante el asalto al Parlamento, Tejero manda que a Suárez se le recluya en el despacho de ujieres; y que en la Sala de los relojes se retenga y vigile de modo especial a Gutiérrez Mellado, Carrillo, Rodríguez Sahagún, Felipe González y Alfonso Guerra. Dispone que los sienten separados y cara a la pared. Rodríguez Sahagún, ministro de la Defensa, en el centro de la sala. Luego, con zafiedad, ordena: «¡Y aquí no se habla, eh!».
De vez en cuando, a lo largo de la noche, la tos de Gutiérrez Mellado corta el silencio en la Sala de relojes. Rodríguez Sahagún le hace un gesto para que deje de fumar. Al teniente general no se le va de la cabeza el deseo de que le traigan su uniforme. Militar hasta las cachas, si tiene que morir, quiere llevar puesta la guerrera caqui. Se le saltan las lágrimas -nadie lo percibe- evocando a Carmen, su mujer: «¡Esta noche me gustaría que cenásemos ya en nuestra casa de Fortuny!». Y a sus hijos: Luis, Manuel, Ana, Carmen...
El guardia civil que tiene más cerca se llama Juan. Es extremeño. Gutiérrez Mellado capta su mirada deferente, de respeto. Incluso percibe que se siente avergonzado por estar allí reteniéndole, a punta de metralleta. Ya de madrugada, Juan le dirá: «Mi teniente general, yo... ni sabía cómo se llamaba este edificio ni a qué veníamos... Estoy preocupado, créame, porque no sé cómo va a acabar esto». Gutiérrez Mellado se quita las gafas, cierra los ojos, se pasa la mano huesuda por encima de la cara, con un gesto de doloroso y profundo cansancio: «Lo malo, muchacho, es que cuando se empieza una cosa así... no se sabe nunca cómo va a terminar».
Manuel Gutiérrez Mellado, el Guti, sustituyó al teniente general De Santiago y Díaz de Mendívil en la Vicepresidencia para Asuntos de la Defensa, cuando este militar («el elefante blanco», decían) se opuso a la legalización de los sindicatos. Después, dio la cara avisando a los tres ministros militares de la inminente legalización del Partido Comunista: «Les llamé uno por uno. Les dije que el presidente Suárez estaría a su disposición, al otro lado del teléfono, porque no se iba de vacaciones de Semana Santa. Y que, si tenían algún escrúpulo de conciencia, hablasen con él».
En otoño de 1977, detecta anómalos movimientos de civiles y militares. Entre ellos, una extraña reunión en Játiva, a la que asisten -de paisano- los generales De Santiago, Alvarez-Arenas, Coloma Gallegos, Miláns del Bosch, Prada Camillas, el almirante Pita da Veiga... Se está preparando un pronunciamiento militar y una acción de fuerza. Desde Moncloa, con tacto y por sorpresa, Gutiérrez Mellado dispara su contraofensiva: un ajedrez de repentinos ascensos y cambios de destinos, situando en puestos claves a generales de patente democrática y leales al Rey. Así, Gabeiras pasa a ser jefe del Estado Mayor del Ejército; Quintana Lacacci es nombrado capitán general de Madrid; Pascual Galmés sustituye a Miláns del Bosch en el mando de la División Acorazada Brunete (DAC), auténtico «cinturón blindado» de la capital de España.
El 17 de noviembre de 1978, durante un acto militar en Cartagena, se produce el «incidente Atarés». Ciertamente, es un incidente; pero denota el estado de crispación que el Gobierno ha de afrontar con los nervios bien templados: Atarés, general de la Guardia Civil, grita: «¡La Constitución es la mayor mentira!». Y, con excitación creciente, agrega: «¡Arriba España! ¡Viva Franco!», subiendo cada vez más el tono. Algunos militares allí presentes aplauden. Gutiérrez Mellado conmina al general a que abandone la sala y le comunica: «Queda usted arrestado». Después, ordena a todos: «¡Firmes!» Y les recuerda que «un general ha de llevar las estrellas con honor». A estas palabras, Atarés responde con el insulto, llamándole «¡traidor, masón, cerdo, cobarde, espía!».
Gutiérrez Mellado será el único miembro del Gobierno que asista al entierro del general Ortín Gil, gobernador militar de Madrid. Es también insultado y zarandeado por algunos militares de inferior graduación, mientras la masa castrense grita: «¡Ejército al poder!». Así están los ánimos.
Otro militar asesinado por ETA. Otro sepelio tenso. Y otro incidente en el que Gutiérrez Mellado planta cara al temporal involucionista: ocurre en el Hospital Gómez Ulla. Hay gritos contra el Gobierno, la democracia y el Rey. Gutiérrez Mellado se impone con autoridad: «Los que estén de uniforme, ¡firmes y en silencio! Y los que sepan y quieran rezar, que recen». El capitán de navío Camilo Menéndez Vives replica: «¡Antes que la disciplina, está el honor!». Y se arma la bronca.
Gutiérrez Mellado es también quien destituye fulminantemente al general Torres Rojas en la jefatura de la DAC, en cuanto tiene la primera noticia cierta de «movimiento de sables» y de «presión golpista». En su lugar, situará a José Juste. Será un cambio clave, para que la asonada del 23-F no triunfe.
Gutiérrez Mellado es el mismo hombre que, durante la moción de censura a Adolfo Suárez, en mayo de 1981, salta desde su escaño, como impelido por un resorte de instinto, cuando el diputado canario Sagaseta afrenta a un cuerpo del Ejército: «La Legión está cometiendo crímenes -dice el parlamentario- y desertando en Fuerteventura». La réplica del teniente general, improvisada y espontánea, resiste el más exigente análisis: «¿Se ha dicho aquí que la Legión comete crímenes? Pues yo pido que se estudie una ley para que ningún diputado ¡ninguno! pueda decir eso, si no está probado... por muy diputado que sea».
Sin apego al poder, el mismo 23-F, a la hora de desayunar, el teniente general -que desde hace un mes sabe que no seguirá en el nuevo Gobierno de Calvo Sotelo- le pregunta a su mujer: «Carmen, ¿lo tienes ya todo listo...? Porque me gustaría que hoy durmiésemos ya en nuestra casa de Fortuny».
Hoy, con el general de cuerpo presente, se hace inevitable la evocación de aquel funesto evento de los tricornios de la ira: ¡un universo de atropellos en el hemiciclo! Tejero encaramado a la tribuna, delante de Landelino Lavilla, sostiene su pistola Astra en la mano derecha. Ha dicho ya el «¡todos al suelo!». Vuelvo a ver y a oír las ráfagas de metralletas..., el graderío desierto, como si de repente a todos se los hubiese tragado la tierra. Sólo Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo permanecen inmóviles en sus escaños. Después, los guardias que trepan por las escalerillas del hemiciclo, cacheando a sus señorías... y las voces hoscas, altaneras, mangoneantes: ¡ya pueden levantarse! ¡las manos sobre la barandilla! ¡que se vean las manos! ¡silencio, silencio! ¡que nadie se mueva, o se mueve esto! ¡las manitas quietas!
El Guti intenta salir de su escaño azul. Suárez, para impedírselo, le tira de la chaqueta. El vicepresidente se suelta, se zafa con brío, con nervio. Sale al espacio enmoquetado. Va flechado. Se encara a Tejero: «¡Deme esa pistola y salga usted de aquí inmediatamente...!» Hay un altercado áspero y breve. Sólo se oye el final de la frase: «¡Aquí el teniente general soy yo!». Y Tejero: «¡Echen al suelo a este diputado!». Varios guardias civiles le interceptan el paso. Le agarran por el cuello de la americana. Le zarandean, hasta casi hacerle caer. Uno es el guardia Andrés Barriga. Otro, Miguel Peláez. El teniente Ramos Rueda le insta a sentarse: «No va a pasar nada, pero vuelva usted a su sitio, mi general». A medio metro, quieto, con la pistola dirigida hacia arriba, a punto de intervenir, contempla la escena el teniente Boza Carranco.
Para siempre, el vídeo de RTVE capta la imagen bochornosa, cara y cruz de una misma moneda: la desfachatez bravucona y la dignidad valiente. Un gallardo y anciano jefe militar, con los brazos en jarras, el mentón alzado, el rostro tenso, un leve rasguño en la barbilla... Y un teniente coronel de ojos saltones, desorbitados, que en vano trata de derribarle al suelo, alevosamente, poniéndole la zancadilla por detrás, mientras su dedo índice derecho se apoya nervioso en el gatillo de la pistola. «Si yo hubiese obedecido a Tejero, si hubiese caído al suelo, o si me hubiese dejado derribar... lo que hubiera caído por los suelos habría sido el Ejército español, el Ejército leal a la Constitución y a Su Majestad el Rey», declararía después el teniente general. Una vez más, había cumplido como un hombre de una pieza: «Cuando el viento sopla en contra, no cabe esconderse en la trinchera: ¡hay que saber dar la cara al aire! ¡y vaya si se nota que escuece!». Así se lo oí decir en cierta inolvidable ocasión.
Durante el asalto al Parlamento, Tejero manda que a Suárez se le recluya en el despacho de ujieres; y que en la Sala de los relojes se retenga y vigile de modo especial a Gutiérrez Mellado, Carrillo, Rodríguez Sahagún, Felipe González y Alfonso Guerra. Dispone que los sienten separados y cara a la pared. Rodríguez Sahagún, ministro de la Defensa, en el centro de la sala. Luego, con zafiedad, ordena: «¡Y aquí no se habla, eh!».
De vez en cuando, a lo largo de la noche, la tos de Gutiérrez Mellado corta el silencio en la Sala de relojes. Rodríguez Sahagún le hace un gesto para que deje de fumar. Al teniente general no se le va de la cabeza el deseo de que le traigan su uniforme. Militar hasta las cachas, si tiene que morir, quiere llevar puesta la guerrera caqui. Se le saltan las lágrimas -nadie lo percibe- evocando a Carmen, su mujer: «¡Esta noche me gustaría que cenásemos ya en nuestra casa de Fortuny!». Y a sus hijos: Luis, Manuel, Ana, Carmen...
El guardia civil que tiene más cerca se llama Juan. Es extremeño. Gutiérrez Mellado capta su mirada deferente, de respeto. Incluso percibe que se siente avergonzado por estar allí reteniéndole, a punta de metralleta. Ya de madrugada, Juan le dirá: «Mi teniente general, yo... ni sabía cómo se llamaba este edificio ni a qué veníamos... Estoy preocupado, créame, porque no sé cómo va a acabar esto». Gutiérrez Mellado se quita las gafas, cierra los ojos, se pasa la mano huesuda por encima de la cara, con un gesto de doloroso y profundo cansancio: «Lo malo, muchacho, es que cuando se empieza una cosa así... no se sabe nunca cómo va a terminar».
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