Por Javier Redondo, profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III (EL MUNDO, 03/11/09):
EL PSOE ha readmitido al doctor Negrín 63 años después de su expulsión y transcurrido medio siglo desde su muerte. Que Juan Negrín fuera uno de los dirigentes republicanos más odiados y difamados por el franquismo entra dentro de la lógica y no desmerece necesariamente su figura. Que su partido le haya tratado con semejante desdén y mantuviera en el limbo su memoria requiere una explicación sobre lo que fueron el socialismo durante todo ese periodo y la República en la Guerra Civil. Y quizás era eso lo que no convenía remover demasiado. De modo que Negrín, que cometió muchos y abultadísimos errores, cultivó amistades poco recomendables y prolongó la agonía de la República innecesaria e inútilmente, fue víctima de un doble exilio: uno por su condición de perdedor de la contienda; el otro, por disidente en un partido que buscó en el exilio la unidad de la que había carecido en los años precedentes.
A veces recuperar la memoria tiene sus ventajas y nos obliga a clarificar algunos hechos que deliberadamente se han explicado con trazo grueso para mantener incólumes los mitos de la caverna. De sobra sabemos que durante la República hubo cuatro pesoes: uno revolucionario y sindical, liderado por Largo Caballero, que cuestionaba permanentemente el régimen y conspiró contra él en 1934. Era la facción mayoritaria del partido y supuso un constante quebradero de cabeza para los gobiernos republicanos por su maximalismo imprudente.
El segundo PSOE era el posibilista de Indalecio Prieto, que se movía en la calculada ambigüedad y cuya mayor virtud consistió en tener una idea clara de España. A esta corriente pertenecía Juan Negrín, que se adhirió al partido en 1929 y se consideraba un socialdemócrata sin nada que ver con el marxismo. Creció políticamente al amparo de Prieto y fundó, junto con Luis Araquistáin y Álvarez del Vayo, la editorial España, que publicó en nuestro país la obra de Remarque Sin novedad en el frente. La amistad entre Prieto y Negrín se quebró en 1938.
El tercer y cuarto PSOE merecen muchas más loas, pero su influencia era inversamente proporcional a la calidad humana y política de sus líderes: Julián Besteiro representaba el marxismo ortodoxo, teórico y lógico. No quería una república burguesa pero mucho menos una república caótica y desquiciadamente revanchista. Fernando de los Ríos lideraba la corriente intelectual, liberal, humanista y serena, heredera del krausismo y de la Institución Libre de Enseñanza.
Posteriormente, en pleno conflicto bélico, a partir de mayo de 1937, cuando Negrín sustituyó a Largo Caballero al frente del Gobierno, los distintos grupos socialistas se realinearon en tres tendencias: por un lado, el posibilismo, aterrado ante el creciente protagonismo del PCE y de Moscú, estaba dispuesto a acabar la Guerra cuanto antes con la mediación de los aliados. Esta posición aglutinó a casi todo el republicanismo no comunista: o sea, el liberal, izquierdista y socialista, desde Azaña a Martínez Barrio, pasando por Prieto, Besteiro y De los Ríos, que ya por entonces lo veía todo desde la distancia como embajador en EEUU.
Por otro lado estaba Largo Caballero con su UGT, que no comulgaba con la mesura posibilista pero renegaba ahora de Moscú tanto como Stalin desconfiaba ya de él porque se negaba a fusionar PSOE y PCE y no consentía un sometimiento tan descarado a la Unión Soviética. Stalin forzó su salida del Gobierno. Pudo hacerlo porque la República, desde comienzos de 1937, estaba en manos del Kremlin. Basta con repasar la amplia nómina de camaradas comunistas, asesores de Stalin, miembros del Komintern o enlaces del NKVD (Comisariado Popular para Asuntos Internos soviético) que operaban en España para saber hacia dónde se había desplazado el centro de gravedad del poder republicano: Krivitski, Voroshilov, Orlov, Stepanov (uno de los alias de Stoyán Minéyevich Ivanov), Togliatti o Stashevski tomaban decisiones militares, trazaban las estrategias políticas y ejecutaban las purgas.
Este panorama se encontró Negrín nada más acceder al poder. Él era la cabeza visible de la tercera rama del socialismo que durante la segunda fase de la Guerra se impuso a posibilistas y caballeristas. Su entreguismo a la URSS no tenía que ver con que perteneciera a la Asociación de Amigos de la Unión Soviética sino con considerar que su única opción era mantener el apoyo de los comunistas y, por tanto, en no hacer nada para invertir la situación. En consecuencia, a esas alturas, la Guerra Civil española no enfrentaba a los partidarios de un régimen legítimo y democrático contra unos golpistas reaccionarios. No, la Guerra enfrentaba a dos totalitarismos: el comunista contra el fascista. El ejército republicano, controlado por el PCE, no luchaba ya por reinstaurar un régimen parlamentario sino por situar a Madrid en la órbita de Moscú, algo que no ocultaron sus emisarios en España.
Esta circunstancia desató, como en un juego de muñecas rusas -dicho sea sin acritud pero con intención- una pelea superpuesta o contenida dentro de la Guerra Civil. Si consideramos que la contienda general constituye el macronivel, la lucha intestina por el poder en el bando republicano se desarrolló en el mesonivel. En Barcelona y Madrid los comunistas ejercieron una represión feroz sobre los miembros del POUM y los anarquistas instalados en la utopía revolucionaria -recordemos el asesinato de Andreu Nin, que pilló a Negrín recién llegado al Gobierno-. Las salvajes purgas merecieron la repulsa de algunos periodistas extranjeros, como Orwell o Bolloten.
Entregado a su suerte, Negrín gobernó con el puño de hierro de Stalin por necesidad mucho más que por convicción. «No puedo prescindir de ellos», repetía. «¿Es que usted cree que a mí no me pesa esta odiosa servidumbre? Pero no hay otro camino», le decía a su correligionario Simeón Vidarte. Las potencias aliadas no tomaban cartas en el asunto. Y encima acabaron pasando por el aro de Hitler al aceptar el oprobioso pacto de Múnich de 1938. Negrín continuó su huida hacia delante pensando, con una tenacidad rayana en el delirio, que detrás del abismo presente no había otro abismo mayor. Poseído de una fe inquebrantable proclamó que «resistir es vencer» porque el tablero internacional acabaría por descomponerse y la inminente Guerra Mundial internacionalizaría la nuestra y se alcanzaría una paz negociada y… Y mientras las tropas de Franco avanzaban posiciones y la gente consumía las píldoras del doctor Negrín: lentejas contra el hambre.
Pese a todo, su política no es lo que le aparta del PSOE cuando Franco entra triunfal en Madrid tras la última batalla ocurrida en el mesonivel: la que enfrentó en la capital a los hombres de Casado -y Besteiro- contra los comunistas. Su expulsión vendría después, en 1946. Gracias a la tercera de las guerras civiles que estallaron en el lado republicano: la desatada en el micronivel. Nos referimos a la titánica lucha de egos y complejos que durante la República enfrentó a Azaña, Alcalá Zamora y Lerroux; durante la Guerra a Azaña contra Negrín, a éste contra Prieto y a Largo contra casi todos; y, por fin, en la posguerra, a Negrín contra el resto.
AZAÑA, QUE NO adquirió visos de hombre de Estado hasta 1937 -pese a lo que se haya dicho sobre él, magnificando gratuitamente su figura- pronunció, al final de lo irremediable, aquel discurso de las tres pes: Paz, piedad y perdón; Negrín, desmejorado, alicaído, arrastrando sus pies por el barro de los frentes de batalla, respondió con las tres erres: Resistir, resistir y resistir. Azaña pensaba que Negrín era un bon vivant al que el 18 de julio sorprendió en mitad de una mariscada. Para Negrín, el alcalaíno era un cobarde y un ególatra. Azaña quería tener cerca a Prieto para parar los pies a Negrín que, por su parte, pretendía mandarle a México. Ambos, Prieto y Negrín habían sido grandes amigos, pero el ex ministro de Guerra estaba harto de que los comunistas le puentearan y ningunearan. Acusó a Negrín de instigar una manifestación espontánea en la que se llamó traidores a los miembros del Gobierno que querían negociar la paz.
Ya en México, Negrín le disputó a Giral la presidencia del Gobierno en el exilio. Al final, él había perdido las tres guerras, pero al menos no había provocado la mayor. Negrín consideró doblemente traidores a todos los que no hicieron nada por evitarla y luego buscaron la rendición. Martínez Barrio se decantó por Giral. Comunistas y negrinistas quedaron fuera. El médico canario fue invitado varias veces a integrarse en el Gobierno pero rehusó (no así los comunistas, que se incorporaron en 1946). Ese año, el PSOE celebró en Toulousse un Congreso extraordinario en el que por fin casi todas las tendencias se unieron en torno a la figura de Llopis, partidario de colaborar con Giral, y Prieto, partidario de aproximarse a los monárquicos antifranquistas y, que, por otro lado, se cobraba cumplida venganza. Faltaron los negrinistas (entre ellos Álvarez del Vayo, Lamoneda y otros) y alguno más (Galarza). Todos los disidentes fueron expulsados del PSOE, hasta hace unos días. Su rehabilitación retroactiva nos ha permitido este breve ejercicio de reconstrucción o, si se quiere, de deconstrucción.
EL PSOE ha readmitido al doctor Negrín 63 años después de su expulsión y transcurrido medio siglo desde su muerte. Que Juan Negrín fuera uno de los dirigentes republicanos más odiados y difamados por el franquismo entra dentro de la lógica y no desmerece necesariamente su figura. Que su partido le haya tratado con semejante desdén y mantuviera en el limbo su memoria requiere una explicación sobre lo que fueron el socialismo durante todo ese periodo y la República en la Guerra Civil. Y quizás era eso lo que no convenía remover demasiado. De modo que Negrín, que cometió muchos y abultadísimos errores, cultivó amistades poco recomendables y prolongó la agonía de la República innecesaria e inútilmente, fue víctima de un doble exilio: uno por su condición de perdedor de la contienda; el otro, por disidente en un partido que buscó en el exilio la unidad de la que había carecido en los años precedentes.
A veces recuperar la memoria tiene sus ventajas y nos obliga a clarificar algunos hechos que deliberadamente se han explicado con trazo grueso para mantener incólumes los mitos de la caverna. De sobra sabemos que durante la República hubo cuatro pesoes: uno revolucionario y sindical, liderado por Largo Caballero, que cuestionaba permanentemente el régimen y conspiró contra él en 1934. Era la facción mayoritaria del partido y supuso un constante quebradero de cabeza para los gobiernos republicanos por su maximalismo imprudente.
El segundo PSOE era el posibilista de Indalecio Prieto, que se movía en la calculada ambigüedad y cuya mayor virtud consistió en tener una idea clara de España. A esta corriente pertenecía Juan Negrín, que se adhirió al partido en 1929 y se consideraba un socialdemócrata sin nada que ver con el marxismo. Creció políticamente al amparo de Prieto y fundó, junto con Luis Araquistáin y Álvarez del Vayo, la editorial España, que publicó en nuestro país la obra de Remarque Sin novedad en el frente. La amistad entre Prieto y Negrín se quebró en 1938.
El tercer y cuarto PSOE merecen muchas más loas, pero su influencia era inversamente proporcional a la calidad humana y política de sus líderes: Julián Besteiro representaba el marxismo ortodoxo, teórico y lógico. No quería una república burguesa pero mucho menos una república caótica y desquiciadamente revanchista. Fernando de los Ríos lideraba la corriente intelectual, liberal, humanista y serena, heredera del krausismo y de la Institución Libre de Enseñanza.
Posteriormente, en pleno conflicto bélico, a partir de mayo de 1937, cuando Negrín sustituyó a Largo Caballero al frente del Gobierno, los distintos grupos socialistas se realinearon en tres tendencias: por un lado, el posibilismo, aterrado ante el creciente protagonismo del PCE y de Moscú, estaba dispuesto a acabar la Guerra cuanto antes con la mediación de los aliados. Esta posición aglutinó a casi todo el republicanismo no comunista: o sea, el liberal, izquierdista y socialista, desde Azaña a Martínez Barrio, pasando por Prieto, Besteiro y De los Ríos, que ya por entonces lo veía todo desde la distancia como embajador en EEUU.
Por otro lado estaba Largo Caballero con su UGT, que no comulgaba con la mesura posibilista pero renegaba ahora de Moscú tanto como Stalin desconfiaba ya de él porque se negaba a fusionar PSOE y PCE y no consentía un sometimiento tan descarado a la Unión Soviética. Stalin forzó su salida del Gobierno. Pudo hacerlo porque la República, desde comienzos de 1937, estaba en manos del Kremlin. Basta con repasar la amplia nómina de camaradas comunistas, asesores de Stalin, miembros del Komintern o enlaces del NKVD (Comisariado Popular para Asuntos Internos soviético) que operaban en España para saber hacia dónde se había desplazado el centro de gravedad del poder republicano: Krivitski, Voroshilov, Orlov, Stepanov (uno de los alias de Stoyán Minéyevich Ivanov), Togliatti o Stashevski tomaban decisiones militares, trazaban las estrategias políticas y ejecutaban las purgas.
Este panorama se encontró Negrín nada más acceder al poder. Él era la cabeza visible de la tercera rama del socialismo que durante la segunda fase de la Guerra se impuso a posibilistas y caballeristas. Su entreguismo a la URSS no tenía que ver con que perteneciera a la Asociación de Amigos de la Unión Soviética sino con considerar que su única opción era mantener el apoyo de los comunistas y, por tanto, en no hacer nada para invertir la situación. En consecuencia, a esas alturas, la Guerra Civil española no enfrentaba a los partidarios de un régimen legítimo y democrático contra unos golpistas reaccionarios. No, la Guerra enfrentaba a dos totalitarismos: el comunista contra el fascista. El ejército republicano, controlado por el PCE, no luchaba ya por reinstaurar un régimen parlamentario sino por situar a Madrid en la órbita de Moscú, algo que no ocultaron sus emisarios en España.
Esta circunstancia desató, como en un juego de muñecas rusas -dicho sea sin acritud pero con intención- una pelea superpuesta o contenida dentro de la Guerra Civil. Si consideramos que la contienda general constituye el macronivel, la lucha intestina por el poder en el bando republicano se desarrolló en el mesonivel. En Barcelona y Madrid los comunistas ejercieron una represión feroz sobre los miembros del POUM y los anarquistas instalados en la utopía revolucionaria -recordemos el asesinato de Andreu Nin, que pilló a Negrín recién llegado al Gobierno-. Las salvajes purgas merecieron la repulsa de algunos periodistas extranjeros, como Orwell o Bolloten.
Entregado a su suerte, Negrín gobernó con el puño de hierro de Stalin por necesidad mucho más que por convicción. «No puedo prescindir de ellos», repetía. «¿Es que usted cree que a mí no me pesa esta odiosa servidumbre? Pero no hay otro camino», le decía a su correligionario Simeón Vidarte. Las potencias aliadas no tomaban cartas en el asunto. Y encima acabaron pasando por el aro de Hitler al aceptar el oprobioso pacto de Múnich de 1938. Negrín continuó su huida hacia delante pensando, con una tenacidad rayana en el delirio, que detrás del abismo presente no había otro abismo mayor. Poseído de una fe inquebrantable proclamó que «resistir es vencer» porque el tablero internacional acabaría por descomponerse y la inminente Guerra Mundial internacionalizaría la nuestra y se alcanzaría una paz negociada y… Y mientras las tropas de Franco avanzaban posiciones y la gente consumía las píldoras del doctor Negrín: lentejas contra el hambre.
Pese a todo, su política no es lo que le aparta del PSOE cuando Franco entra triunfal en Madrid tras la última batalla ocurrida en el mesonivel: la que enfrentó en la capital a los hombres de Casado -y Besteiro- contra los comunistas. Su expulsión vendría después, en 1946. Gracias a la tercera de las guerras civiles que estallaron en el lado republicano: la desatada en el micronivel. Nos referimos a la titánica lucha de egos y complejos que durante la República enfrentó a Azaña, Alcalá Zamora y Lerroux; durante la Guerra a Azaña contra Negrín, a éste contra Prieto y a Largo contra casi todos; y, por fin, en la posguerra, a Negrín contra el resto.
AZAÑA, QUE NO adquirió visos de hombre de Estado hasta 1937 -pese a lo que se haya dicho sobre él, magnificando gratuitamente su figura- pronunció, al final de lo irremediable, aquel discurso de las tres pes: Paz, piedad y perdón; Negrín, desmejorado, alicaído, arrastrando sus pies por el barro de los frentes de batalla, respondió con las tres erres: Resistir, resistir y resistir. Azaña pensaba que Negrín era un bon vivant al que el 18 de julio sorprendió en mitad de una mariscada. Para Negrín, el alcalaíno era un cobarde y un ególatra. Azaña quería tener cerca a Prieto para parar los pies a Negrín que, por su parte, pretendía mandarle a México. Ambos, Prieto y Negrín habían sido grandes amigos, pero el ex ministro de Guerra estaba harto de que los comunistas le puentearan y ningunearan. Acusó a Negrín de instigar una manifestación espontánea en la que se llamó traidores a los miembros del Gobierno que querían negociar la paz.
Ya en México, Negrín le disputó a Giral la presidencia del Gobierno en el exilio. Al final, él había perdido las tres guerras, pero al menos no había provocado la mayor. Negrín consideró doblemente traidores a todos los que no hicieron nada por evitarla y luego buscaron la rendición. Martínez Barrio se decantó por Giral. Comunistas y negrinistas quedaron fuera. El médico canario fue invitado varias veces a integrarse en el Gobierno pero rehusó (no así los comunistas, que se incorporaron en 1946). Ese año, el PSOE celebró en Toulousse un Congreso extraordinario en el que por fin casi todas las tendencias se unieron en torno a la figura de Llopis, partidario de colaborar con Giral, y Prieto, partidario de aproximarse a los monárquicos antifranquistas y, que, por otro lado, se cobraba cumplida venganza. Faltaron los negrinistas (entre ellos Álvarez del Vayo, Lamoneda y otros) y alguno más (Galarza). Todos los disidentes fueron expulsados del PSOE, hasta hace unos días. Su rehabilitación retroactiva nos ha permitido este breve ejercicio de reconstrucción o, si se quiere, de deconstrucción.
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