Capítulo VI de «La Revolución española», 1931. (Joaquín Maurín)
El núcleo monárquico que aún quería resistir empleando un aparato ortopédico de fuerza, iba siendo cada vez más reducido. El rey, personalmente, era partidario de no ceder. Pero la burguesía en masa lo abandonaba. Había que sacrifcarlo para evitar males mayores.
Todo el problema estribaba en el peligro de la transición. El momento de levantar las compuertas era inquietante.
Los monárquicos recalcitrantes propusieron celebrar en marzo las elecciones a Cortes, continuando en supenso la Constitución. La burguesía sintió que esto era retrasar más todavía la hora de la transmisión de poderes, y dejar que la verdadera revolución siguiera preparándose.
Por fin la fórmula fue hallada. Ir a las elecciones municipales y conceder durante unos días libertad de Prensa y de reunión.
Las elecciones del día 12 de abril dieron en 46 capitales de provincia el triunfo a los republicanos. No cabía duda ya. La Monarquía era impopular. Era detestada por toda España, por los obreros como por una gran parte de la burguesía.
El conde de Romanones ha escrito sobre la agonía de la Monarquía memorias que vale la pena de consultar. Romanones era ministro de Estado en el último Gabinete monárquico.
«El Gobierno -dice Romanones- descontaba evidentemente una derrota monárquica en Madrid; pero jamás pudo suponer que se produciría una catástrofe tan completa. En cuanto a Barcelona, creíamos sin dudas en el triunfo de la Lliga, y se esperaba un empate posible, por lo menos, en Valencia y Zaragoza, lo mismo que una victoria republicano-socialista en las ciudades donde el predominio del elemento obrero es evidente. Lo que nunca supusimos fue el fracaso en Guadalajara, en Teruel, en Cuenca, en una palabra: en todas las demás ciudades de España, salvo cuatro.»
¡Resumen magnífico! Barcelona, Cuenca, Guadalajara, Badajoz..., es decir la gran masa obrera, y la burguesía agraria constituían la clave decisiva.
En las elecciones del día 12 de abril se cerró el largo paréntesis de la abstención política de la clase trabajadora española.
Durante veinte años aproximadamente, las grandes masas proletarias de España se han mantenido alejadas de la actividad política. El movimiento sindicalista, como reacción contra el republicanismo pequeñoburgués, comienza a intensificarse hacia 1911, y desde entonces va en progreso constante. Las masas obreras se encastillan en un economismo estrecho. Creyéndose revolucionarias, son profundamente reformistas. Dejan intacto el poder del Estado. No comprenden que la política no es más que la economía concentrada.
Esta abstención política de los trabajadores da estabilidad al régimen monárquico. La oposición no existe casi. El republicanismo va en descenso, se deshincha. El partido socialista es endeble. La burguesía, monárquica, como es natural, se siente fuerte. Nadie le disputa las posiciones. La clase obrera españala duerme.
El golpe de Estado en 1923 fue posible gracias a la falta de un movimiento obrero con una firme conciencia política. Primo de Rivera, el día 13 de septiembre de 1923, establecía la Dictadura sin que nadie protestara. Los obreros, que eran los que habían de sufrir más el peso del régimen, se mantuvieron tranquilos. Parecía que lo que acababa de ocurrir carecía de importancia.
Sin embargo, la Dictadura constituyó el latigazo brutal sobre la espalda del proletariado. Durante el período de Gobierno despótico de Primo de Rivera, silencionsamente, sin que saltara a la superficie, se iba operando una transformación ideológica profunda en los medios ayer dominados por el sindicalismo apolítico. Esa reacción tomó formas expresivas contundentes el 12 de abril de 1931. La gran masa obrera, que durante largos años no había intervenido en las contiendas electorales, votó ese día con gran entusiasmo. La movilización política de la clase trabajadora fue general en toda España. Pero donde esto tuvo una importancia mayor fue en Barcelona.
Barcelona es el foco motor de la vida política española. Por la misma razón que el golpe de Estado, en 1923, tenía lugar en Barcelona, la revolución que destruyera la Dictadura había de hallar allí su base principal.
Si el día 12 de abril hubiera ganado las elecciones en Barcelona la Lliga -posible solamente continuando la abstención política obrera-, la República no se hubiese proclamado el día 14. Los cronistas de las horas de agonía de la Monarquía han contado cómo el Gobierno Aznar-Berenguer y el rey en persona esperaban con inquietud el resultado electoral en la capital catalana. Su vida o su muerte dependía de lo que hubiera ocurrido al pie del Tibidabo. Si Barcelona se mantenía en la pasividad, si triunfaban los elementos al servicio de la Monarquía, ésta podía aún prolongar su existencia. La «neutralidad» de Barcelona le hubiese dado ánimos para hacer un último esfuerzo agudizando el régimen de fuerza.
La estabilidad de la Monarquía durante un tercio de siglo se ha basado, en gran parte, en la anulación de Barcelona como fortaleza política. Lerroux, desde 1901 a 1912, consiguió arrastrar a la clase trabajadora a un republicanismo inofensivo, cuyos orígenes estaban muy cerca de la misma Monarquía. El lerrouxismo, alborotador y escandaloso, constituía una salvaguardia del régimen. Después, Barcelona ha quedado así aniquilada como factor decisivo por espacio de más de treinta años.
¿Qué ocurriría el 12 de abril? ¿En qué sentido habría reaccionado el movimento obrero de Barcelona durante los siete años de la Dictadura? ¿Qué marcha seguiría la nueva generación, la que ha entrado en la brecha en esta última etapa?
De que esto se resolviera de un modo o de otro dependía el colapso final del viejo régimen.
El resultado fue inesperado para casi todo el mundo. Aun los triunfadores se quedaron sorprendidos.
El bloque de Maciá confiaba obtener, en Barcelona, cinco o seis puestos, y, sin embargo, conquistaba la mayoría absoluta. Los sindicalistas se sentían empujados por el huracán de la historia y hacían acto de presencia. La Barcelona obrera aparecía en escena y ganaba una formidable batalla política.
Al mismo tiempo, la burguesía provinciana se manifestaba también. Guadalajara, Córdoba, Huesca, etcétera, habían dejado de ser monárquicas...
El lunes, día 13, fue el momento inquietante. La gurguesía no estaba completamente segura de sí misma. Le daba miedo afrontar el porvenir. ¿Quién se lanzaría al asalto primero, la burguesía o la clase trabajadora? Había llegado, por fin, el instante supremo. No era posible esperar más.
Sin embargo, la burguesía no creyó, durante el lunes, día 13, que el derrumbamiento final fuese cuestión de unas horas.
«Los acontecimientos decisivos del 14 de abril constituyeron para todos los españoles, sin excepción, y en todos los partidos, una sorpresa absolutamente desconcertante» ha dicho Romanones.
Alba, discutiendo con Alcalá Zamora en el Parlamento, le decía: «El 14 de abril quedó usted tan sorprendido como yo de lo que ocurrió».
La clase trabajadora, el día 14 de abril, se dispuso a terminar lo que había comenzado. Las dos poblaciones que primeramente proclamaron la República fueron Eibar y Barcelona, dos centros obreros.
Un diputado de la Esquerra Catalana ha dicho en el Parlamento: «El día 14 por la mañana nosotros, al ver que el pueblo se había tirado a la calle, no tuvimos más remedio que ir al Ayuntamiento y a la Diputación y enarbolar la bandera republicana».
Las masas obreras entraron en acción en toda España. La burguesía procuró ponerse delante para no perder la dirección.
El movimiento nacionalista catalán se trocó en poderoso factor revolucionario. La proclamación de la República catalana fue la carga final que hizo saltar hecho trizas el andamiaje monárquico.
La bandera republicana se izaba en las capitales de provincia a medida que llegaba la noticia de que el movimiento había triunfado en Barcelona.
El grito republicano de Barcelona provocó la sublevación general. Pero lo que en Madrid, en las esferas oficiales y en las zonas conspirativas de lo que fue luego el Gobierno provisonal, determinó el paso definitivo, no era tanto la proclamación de la República como el que se tratara específicamente de la República catalana. Esto engendró el pánico. La conjunción de los movimientos separatistas y republicano producía una explosión formidable. Por otra parte, la República catalana naciente se apoyaba en las masas trabajadoras. Y esto hacía presagiar una posible transformación fulminante del movimiento revolucionario. El carácter de la revolución era, pues, de mal augurio para toda la burguesía. Precisaba obrar con la mayor rapidez.
Las negociaciones entre el antiguo equipo y el que había de sustituirle, entre el Gobierno Aznar-Berenguer y el de los jefes republicanos, duraron unas horas. El espectro de una República catalana, posiblemente roja, zarandeaba sin compasión a los ministros que caían y a los que iban a surgir. Urgía apresurarse. Unos minutos podían perder la tan difícilmente preparada «transmisión pacífica de poderes».
En casi toda España, la República había ido proclamándose durante las horas de la tarde. El pueblo de Madrid se lanzaba a la calle, y Alcalá Zamora y Romanones seguían negociando...
El rey propuso declarar el estado de guerra. Se resistía hasta el último momento. Pero era inútil. El desbordamiento popular lo dominaba todo.
Por fin, cuando el pueblo hubo ganado toalmente la batalla, el Comité republicano, a las ocho de la noche, proclamaba la República desde el Ministerio de la Gobernación. Daba estado legal a un hecho consumado.
Toda la inquietud del flamante Gobierno provisional fue «mantener el orden» y proteger la huída del rey.
La burguesía quería evitar la justicia histórica. Pretendía hacer una revolución sin sangre. Los espectros de Carlos I de Inglaterra, de Luis XVI, de Maximiliano de Méjico, de Nicolás II, le aterrorizaban. Había que salvar al rey, que, en el extranjero, quedaba convertido en una valiosa reserva si la República fracasaba.
Cuando el Gobierno provisional supo que el rey estaba fuera de peligro, respiró.
La transmisión de poderes se había hecho sin sobresalto. La revolución había sido evitada. La burguesía española podía dormir tranquila.
«Los vencidos -dice Romanones-, en medio de aquellas tristezas, podíamos sentir una satisfacción muy honda. La de nuestra conciencia, que nos decía que habíamos contribuído a que en España, sin derramarse una sola gota de sangre, y sin perturbaciones, se cerrara una época de su historia y diera comienzo otra; que el rey salía sano y salvo; que no huía, sino que llegaba a tierra extranjera en un barco de la Marina de guerra con todos los honores que correspondían a su rango; que se despedía de su patria sin altanerías ni humillaciones.»
Así es cómo entraba en funciones el Gobierno provisional...
El núcleo monárquico que aún quería resistir empleando un aparato ortopédico de fuerza, iba siendo cada vez más reducido. El rey, personalmente, era partidario de no ceder. Pero la burguesía en masa lo abandonaba. Había que sacrifcarlo para evitar males mayores.
Todo el problema estribaba en el peligro de la transición. El momento de levantar las compuertas era inquietante.
Los monárquicos recalcitrantes propusieron celebrar en marzo las elecciones a Cortes, continuando en supenso la Constitución. La burguesía sintió que esto era retrasar más todavía la hora de la transmisión de poderes, y dejar que la verdadera revolución siguiera preparándose.
Por fin la fórmula fue hallada. Ir a las elecciones municipales y conceder durante unos días libertad de Prensa y de reunión.
Las elecciones del día 12 de abril dieron en 46 capitales de provincia el triunfo a los republicanos. No cabía duda ya. La Monarquía era impopular. Era detestada por toda España, por los obreros como por una gran parte de la burguesía.
El conde de Romanones ha escrito sobre la agonía de la Monarquía memorias que vale la pena de consultar. Romanones era ministro de Estado en el último Gabinete monárquico.
«El Gobierno -dice Romanones- descontaba evidentemente una derrota monárquica en Madrid; pero jamás pudo suponer que se produciría una catástrofe tan completa. En cuanto a Barcelona, creíamos sin dudas en el triunfo de la Lliga, y se esperaba un empate posible, por lo menos, en Valencia y Zaragoza, lo mismo que una victoria republicano-socialista en las ciudades donde el predominio del elemento obrero es evidente. Lo que nunca supusimos fue el fracaso en Guadalajara, en Teruel, en Cuenca, en una palabra: en todas las demás ciudades de España, salvo cuatro.»
¡Resumen magnífico! Barcelona, Cuenca, Guadalajara, Badajoz..., es decir la gran masa obrera, y la burguesía agraria constituían la clave decisiva.
En las elecciones del día 12 de abril se cerró el largo paréntesis de la abstención política de la clase trabajadora española.
Durante veinte años aproximadamente, las grandes masas proletarias de España se han mantenido alejadas de la actividad política. El movimiento sindicalista, como reacción contra el republicanismo pequeñoburgués, comienza a intensificarse hacia 1911, y desde entonces va en progreso constante. Las masas obreras se encastillan en un economismo estrecho. Creyéndose revolucionarias, son profundamente reformistas. Dejan intacto el poder del Estado. No comprenden que la política no es más que la economía concentrada.
Esta abstención política de los trabajadores da estabilidad al régimen monárquico. La oposición no existe casi. El republicanismo va en descenso, se deshincha. El partido socialista es endeble. La burguesía, monárquica, como es natural, se siente fuerte. Nadie le disputa las posiciones. La clase obrera españala duerme.
El golpe de Estado en 1923 fue posible gracias a la falta de un movimiento obrero con una firme conciencia política. Primo de Rivera, el día 13 de septiembre de 1923, establecía la Dictadura sin que nadie protestara. Los obreros, que eran los que habían de sufrir más el peso del régimen, se mantuvieron tranquilos. Parecía que lo que acababa de ocurrir carecía de importancia.
Sin embargo, la Dictadura constituyó el latigazo brutal sobre la espalda del proletariado. Durante el período de Gobierno despótico de Primo de Rivera, silencionsamente, sin que saltara a la superficie, se iba operando una transformación ideológica profunda en los medios ayer dominados por el sindicalismo apolítico. Esa reacción tomó formas expresivas contundentes el 12 de abril de 1931. La gran masa obrera, que durante largos años no había intervenido en las contiendas electorales, votó ese día con gran entusiasmo. La movilización política de la clase trabajadora fue general en toda España. Pero donde esto tuvo una importancia mayor fue en Barcelona.
Barcelona es el foco motor de la vida política española. Por la misma razón que el golpe de Estado, en 1923, tenía lugar en Barcelona, la revolución que destruyera la Dictadura había de hallar allí su base principal.
Si el día 12 de abril hubiera ganado las elecciones en Barcelona la Lliga -posible solamente continuando la abstención política obrera-, la República no se hubiese proclamado el día 14. Los cronistas de las horas de agonía de la Monarquía han contado cómo el Gobierno Aznar-Berenguer y el rey en persona esperaban con inquietud el resultado electoral en la capital catalana. Su vida o su muerte dependía de lo que hubiera ocurrido al pie del Tibidabo. Si Barcelona se mantenía en la pasividad, si triunfaban los elementos al servicio de la Monarquía, ésta podía aún prolongar su existencia. La «neutralidad» de Barcelona le hubiese dado ánimos para hacer un último esfuerzo agudizando el régimen de fuerza.
La estabilidad de la Monarquía durante un tercio de siglo se ha basado, en gran parte, en la anulación de Barcelona como fortaleza política. Lerroux, desde 1901 a 1912, consiguió arrastrar a la clase trabajadora a un republicanismo inofensivo, cuyos orígenes estaban muy cerca de la misma Monarquía. El lerrouxismo, alborotador y escandaloso, constituía una salvaguardia del régimen. Después, Barcelona ha quedado así aniquilada como factor decisivo por espacio de más de treinta años.
¿Qué ocurriría el 12 de abril? ¿En qué sentido habría reaccionado el movimento obrero de Barcelona durante los siete años de la Dictadura? ¿Qué marcha seguiría la nueva generación, la que ha entrado en la brecha en esta última etapa?
De que esto se resolviera de un modo o de otro dependía el colapso final del viejo régimen.
El resultado fue inesperado para casi todo el mundo. Aun los triunfadores se quedaron sorprendidos.
El bloque de Maciá confiaba obtener, en Barcelona, cinco o seis puestos, y, sin embargo, conquistaba la mayoría absoluta. Los sindicalistas se sentían empujados por el huracán de la historia y hacían acto de presencia. La Barcelona obrera aparecía en escena y ganaba una formidable batalla política.
Al mismo tiempo, la burguesía provinciana se manifestaba también. Guadalajara, Córdoba, Huesca, etcétera, habían dejado de ser monárquicas...
El lunes, día 13, fue el momento inquietante. La gurguesía no estaba completamente segura de sí misma. Le daba miedo afrontar el porvenir. ¿Quién se lanzaría al asalto primero, la burguesía o la clase trabajadora? Había llegado, por fin, el instante supremo. No era posible esperar más.
Sin embargo, la burguesía no creyó, durante el lunes, día 13, que el derrumbamiento final fuese cuestión de unas horas.
«Los acontecimientos decisivos del 14 de abril constituyeron para todos los españoles, sin excepción, y en todos los partidos, una sorpresa absolutamente desconcertante» ha dicho Romanones.
Alba, discutiendo con Alcalá Zamora en el Parlamento, le decía: «El 14 de abril quedó usted tan sorprendido como yo de lo que ocurrió».
La clase trabajadora, el día 14 de abril, se dispuso a terminar lo que había comenzado. Las dos poblaciones que primeramente proclamaron la República fueron Eibar y Barcelona, dos centros obreros.
Un diputado de la Esquerra Catalana ha dicho en el Parlamento: «El día 14 por la mañana nosotros, al ver que el pueblo se había tirado a la calle, no tuvimos más remedio que ir al Ayuntamiento y a la Diputación y enarbolar la bandera republicana».
Las masas obreras entraron en acción en toda España. La burguesía procuró ponerse delante para no perder la dirección.
El movimiento nacionalista catalán se trocó en poderoso factor revolucionario. La proclamación de la República catalana fue la carga final que hizo saltar hecho trizas el andamiaje monárquico.
La bandera republicana se izaba en las capitales de provincia a medida que llegaba la noticia de que el movimiento había triunfado en Barcelona.
El grito republicano de Barcelona provocó la sublevación general. Pero lo que en Madrid, en las esferas oficiales y en las zonas conspirativas de lo que fue luego el Gobierno provisonal, determinó el paso definitivo, no era tanto la proclamación de la República como el que se tratara específicamente de la República catalana. Esto engendró el pánico. La conjunción de los movimientos separatistas y republicano producía una explosión formidable. Por otra parte, la República catalana naciente se apoyaba en las masas trabajadoras. Y esto hacía presagiar una posible transformación fulminante del movimiento revolucionario. El carácter de la revolución era, pues, de mal augurio para toda la burguesía. Precisaba obrar con la mayor rapidez.
Las negociaciones entre el antiguo equipo y el que había de sustituirle, entre el Gobierno Aznar-Berenguer y el de los jefes republicanos, duraron unas horas. El espectro de una República catalana, posiblemente roja, zarandeaba sin compasión a los ministros que caían y a los que iban a surgir. Urgía apresurarse. Unos minutos podían perder la tan difícilmente preparada «transmisión pacífica de poderes».
En casi toda España, la República había ido proclamándose durante las horas de la tarde. El pueblo de Madrid se lanzaba a la calle, y Alcalá Zamora y Romanones seguían negociando...
El rey propuso declarar el estado de guerra. Se resistía hasta el último momento. Pero era inútil. El desbordamiento popular lo dominaba todo.
Por fin, cuando el pueblo hubo ganado toalmente la batalla, el Comité republicano, a las ocho de la noche, proclamaba la República desde el Ministerio de la Gobernación. Daba estado legal a un hecho consumado.
Toda la inquietud del flamante Gobierno provisional fue «mantener el orden» y proteger la huída del rey.
La burguesía quería evitar la justicia histórica. Pretendía hacer una revolución sin sangre. Los espectros de Carlos I de Inglaterra, de Luis XVI, de Maximiliano de Méjico, de Nicolás II, le aterrorizaban. Había que salvar al rey, que, en el extranjero, quedaba convertido en una valiosa reserva si la República fracasaba.
Cuando el Gobierno provisional supo que el rey estaba fuera de peligro, respiró.
La transmisión de poderes se había hecho sin sobresalto. La revolución había sido evitada. La burguesía española podía dormir tranquila.
«Los vencidos -dice Romanones-, en medio de aquellas tristezas, podíamos sentir una satisfacción muy honda. La de nuestra conciencia, que nos decía que habíamos contribuído a que en España, sin derramarse una sola gota de sangre, y sin perturbaciones, se cerrara una época de su historia y diera comienzo otra; que el rey salía sano y salvo; que no huía, sino que llegaba a tierra extranjera en un barco de la Marina de guerra con todos los honores que correspondían a su rango; que se despedía de su patria sin altanerías ni humillaciones.»
Así es cómo entraba en funciones el Gobierno provisional...
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