Felipe V y Carlos III han pasado a la historia como los reyes que
impusieron el castellano al servicio de la uniformización y que prohibieron el
catalán, algo que, supuestamente, el pueblo y la inteligencia catalana debían
de sentir, por fuerza, como una humillación.
Lo peor es que el mito ha terminado por cuajar, por flotar
en el aire, por ser una certeza común.
Lo peor es que la mayoría de los españoles han terminado
por interiorizar la idea de un trato injusto y vejatorio para las lenguas
minoritarias, un trato que se debe a la intromisión más grosera del castellano
y a su imposición a golpe de decreto.
El mito se ha hecho carne, y aunque la comunidad lingüística se
haya conseguido por necesidad e interés, aunque el verso castellano deba mucho
a escritores catalanes, aunque su supuesta intromisión haya sido en el fondo
aquella que señores, notables y comerciantes catalanes han querido que fuera,
el murmullo que perdura es el de una lengua que avanza por las tierras de
España en compañía de fieros conquistadores, monjes inquisidores, reyes
absolutistas y terribles dictadores.(...)
Hay en toda esta retahíla de lamentos una melancolía de cortes
medievales.
Hay también un olvido: que las lenguas se hablan porque interesa
materialmente hablarlas, porque su lógica es la de la necesidad y no la del
discurrir divino de las naciones.
El mito llevado a la calle evoca un paraíso políglota donde los
catalanes vivían sin arado, sin latín, sin comercio en América, sin carreteras
ni ferrocarriles que les abrieran el mercado nacional y permitieran un trasiego
de ideas, viajeros y mercancías mucho más rápido e intenso, sin industria que
reclamara mano de obra inmigrante y atrajera gente de toda España,
especialmente del sur, sin contactos ni mestizaje ni intercambios culturales...
El mito es la historia mutilada, sin personas de carne y hueso,
sin mercaderes que comercian por los caminos reales de Castilla, sin poetas que
buscan para sus versos un eco de más lectores, sin editores que llevan el
español a las prensas porque el negocio pasa por la impresión de libros en la
lengua de Garcilaso de la Vega ni burgueses atraídos por las rutas mercantiles
que atraviesan el Atlántico.
LA LENGUA / El comercio, la industria, las finanzas apostaron por
el castellano
El mito ha extendido la idea de que las gentes del pasado
consideraban la lengua como algo sagrado, el eco de un vínculo viejísimo, y que
si se perdió debió de perderse, a la fuerza, por imposición foránea.
Lo que no se dice es que las lenguas están más sujetas a
los avatares de la sociedad y a los intereses de las personas que a una
supuesta herencia natural y divina.
Lo que no se dice es que el tantas veces comentado texto de
Nebrija -«que siempre la lengua fue compañera del imperio»- tuvo muy escaso eco
en su época y que las directrices de la Inquisición se refieren a la
conveniencia del uso del castellano en la redacción de los procesos,
únicamente, en función de criterios de eficacia y funcionalidad administrativa,
no de legitimaciones de mayor alcance.
Lo que no se dice es que los edictos de fe -los documentos
de cara al exterior- se siguieron publicando en catalán.
Lo que no se dice es que el castellano estaba en boca de
catalanes mucho antes de la unión de las Coronas y que tras la llegada de
Carlos V su uso se extendió entre la nobleza y la burguesía, que tenían a gala
presumir de sus conocimientos de castellano y considerar a su lengua vernácula
como propia de clases incultas. Lo que no se dice es que en la época de los
Austrias las elites de las cortes europeas juzgaban de buen tono conocer y
expresarse en español, antes que en francés o en alemán, y que el papel del
mercado se dejó sentir en la voluntad de los escritores catalanes de ser
leídos, a través de la imprenta, por un mayor abanico de lectores.
Se escribía en español porque era más provechoso, de la
misma manera que los impresores de Barcelona editaban a Fernando de Rojas,
Garcilaso de la Vega, Montemayor, Mateo Alemán y tantos otros autores
castellanos porque de ese modo podían competir con Sevilla, Valencia o Toledo y
llevar sus libros a Europa y al Nuevo Mundo. Aunque los poetas de la Renaixença
explicaran la decadencia literaria del catalán por la pérdida de peso político
de Cataluña y se dijera que el castellano se había beneficiado de ser la lengua
de la Corte y del gobierno, lo cierto es que su expansión natural por tierras
de Aragón, Valencia o Cataluña se debía sobre todo a los intereses comunes de
las elites, a su fonética innovadora y a que en el siglo XVI tenía una gran
proyección internacional.
Lo que no se dice es que si el español se extendió a
Cataluña fue porque la cultura, el comercio, la industria y las finanzas
apostaron por la lengua de Cervantes, una lengua internacional con la que hasta
el siglo XVIII podía recorrerse Europa, Asia, Africa y América con mucho
provecho.
Decir que los Borbones «descatalanizaron Cataluña» al
prohibir la lengua vernácula en la enseñanza es llevar al siglo XVIII los
inventos de algún historiador acosado por los fantasmas del franquismo.
La muy citada Real Cédula otorgada por Carlos III en 1768 y
las provisiones de años posteriores no iban dirigidas a la gente en general,
analfabeta y alejada de las aulas en la sociedad del Antiguo Régimen, sino a
los grupos selectos y adinerados, cuyos hijos debían ocupar los altos cargos de
la administración, las finanzas, el comercio o el ejército y ya se educaban en
latín y español desde antes de Carlos III y desde antes de los Reyes Católicos
sin mayores nostalgias.
Leídas en su contexto, las leyes de uniformización
lingüística del siglo XVIII proceden en su mayoría de leyes de comercio, de
administración común, de unificación de moneda y de liquidación de aduanas, de
modo que en el mismo documento donde se regulan esas materias aparece la
referencia a la lengua castellana. Leídas en su contexto, ocurre que esas leyes
a quienes más interesaban era a los fabricantes y comerciantes catalanes, hechizados
por las jugosas ganancias que podía reportarles el mercado de las colonias
americanas.
LA SOCIEDAD / España era la nación y Cataluña la patria
Los catalanes del siglo XIX, como sus antecesores del
XVIII, participaron plenamente, y sin albergar dudas al respecto, en la
construcción de la España moderna.
Catalanidad y españolidad eran dos alientos estrechamente
hermanados entre sí.
Las gentes de la Renaixença tenían claro que España era la
nación y Cataluña la patria.
La mitificación de la Edad Media, la elaboración de una
cultura propia y la recuperación de la lengua vernácula se debió a la necesidad
de borrar la intensa confrontación de clases que la rápida expansión industrial
estaba abriendo en Barcelona.
El ideal de una burguesía nacionalista, laica, liberal en
política, librecambista en economía, defensora de la industria y la modernidad,
racionalista y creyente en la acción imparable del progreso científico, no deja
de ser un mito.
Católica hasta las entrañas y ferozmente proteccionista, la
burguesía catalana fue culturalmente muy poco avanzada, socialmente muy
refractaria a cualquier reformismo y políticamente muy conservadora.
En 1833 se opuso al carlismo, porque sus intereses
económicos pasaban por el liberalismo. Terminada la guerra, aunque alejada de
la política partidaria, se identificó con el moderantismo y se emocionó con la
guerra de Africa auspiciada por Leopoldo O'Donnell. En 1874, tiroteado Prim y
hostiles a la bullanga republicana, los patronos catalanes se entusiasmaron con
la Restauración y con el regreso de la gente de orden al gobierno.
Hasta finales del siglo XIX, recelosos del movimiento federalista,
antimonárquico y republicano al que se vio abocada Barcelona tras el
destronamiento de Isabel II, se olvidaron de la descentralización y las leyes
viejas. La Restauración les trajo el fin de los agitados días de la República,
les trajo en unos pocos años el proteccionismo, tan necesario a sus negocios
(...)
Los fabricantes catalanes compartirían sueños y mantel con Cánovas
del Castillo y sostendrían la intransigencia más cerril contra los rebeldes
cubanos y filipinos. Frente a mambises y tagalos fueron más colonialistas que
Weyler y Polavieja, de la misma manera que años después, frente a la Semana
Trágica y el sindicalismo anarquista, cerrarían filas en torno a la represión
del conservador Antonio Maura, el orden feroz -ley de fugas incluida- impuesto
por el general Martínez Anido, los pistoleros de raíz carlista de los
Sindicatos Libres o el dictador Primo de Rivera, antecesor de otro dictador al
que terminarían ayudando en la guerra civil.
El 98, con su malestar y su crisis, les llevaría a confiar
en el catalanismo su desahogo contra los gobiernos de la monarquía: el Estado
castellano, incompetente y anticuado se había dejado arrebatar el mercado
colonial, en la práctica monopolio de Barcelona. De golpe, los empresarios del
Principado -cuya negativa al libre comercio de Cuba, la gran reivindicación de
la burguesía isleña, había sido una de las causas de la catástrofe- descubrían
su conciencia nacional catalana y reclamaban mayor participación en la vida
pública y la reforma del régimen político que, de repente, se convertía en un
estorbo para el desarrollo de los intereses de Cataluña... es decir, sus
intereses...
Pero el eco del 98 duró poco. En unos años la crispación obrera y
el atentado anarquista rebajaron las críticas que, de la mano de la Lliga
Regionalista, habían tensado su relación con el obsoleto gobierno central. Tras
el sobresalto de 1917, la escalada de la conflictividad social les empujaría a
colaborar con los partidos dinásticos, a sostener la dictadura de Primo de
Rivera y a financiar el levantamiento del 18 de julio. Un camino parecido
recorrería Francesc Cambó, el líder político de la Lliga Regionalista.Otro
catalán que siempre se comportó antes como un burgués.
LA POLITICA / Hay muchas Cataluñas a principios del siglo XX
Ni Cataluña fue sólo moderna y europea, ni la burguesía catalana
fue progresista, ni el autoritarismo o el imperialismo de corte fascista fueron
delirios creados en la rural y decrépita Castilla, como imaginan, o desean
imaginar, los nacionalistas catalanes del siglo XXI. Un mito muy extendido en
España tras la muerte de Franco y el asalto de los nacionalismos periféricos al
Estado consiste en inventar una Castilla mística y homogénea, impositora de
caudillos, refugio de esencias opresivas, creadora de autoritarismos y cortes
fascistas.
Hay muchas Cataluñas a comienzos del siglo XX, de la misma manera
que hay muchas Barcelonas. La capital del Principado fue la fábrica de España,
el laboratorio del republicanismo anticlerical de Lerroux, la educación
sentimental de Companys y la ciudad de los apagones y la rabia anarquista, pero
también fue el seminario de España, la pionera en acoger la utopía reaccionaria
de Charles Maurras -intelectual conservador ferozmente crítico con la nación
constitucional creada tras la Revolución de 1789 y para quien los genuinos
representantes de la Francia eterna residían en el clero católico, el ejército
y la aristocracia de la sangre- o el centro, según el embajador de Mussolini,
donde podía brotar el fascismo español.
En Barcelona se hablaba entonces de la superioridad de la raza
catalana, se criticaba con dureza el liberalismo, se conjuraba la tierra y los
muertos, se soñaba con imperios y naciones inferiores que dominar...
A finales del siglo XIX el doctor Bartomeu Robert, alcalde de
Barcelona, hacía exhaustivas mediciones de cráneos a gentes del país, para
demostrar que efectivamente la estirpe catalana era superior. Ya metidos en el
siglo XX el joven Eugenio d'Ors, lector ferviente de Sorel, «el nuevo profeta
de la espiritualidad obrera », y devoto seguidor del futuro consejero de
Pétain, Charles Maurras, lanzaba sus glosas aristocráticas contra todo lo que
oliera a democracia y a liberalismo mientras los vanguardistas José Vicente
Foix y, sobre todo, José Carbonell, educados en el catalanismo de Prat de la
Riba y la Lliga Regionalista, acusaban a Cambó de no entender la novedad del
fascismo y de no plantearse su posible adaptación a Cataluña. Hubo a comienzos
del siglo XX una Cataluña laica, progresista y republicana, pero aquella
herencia no era del gusto de los catalanistas.
LA GUERRA CIVIL / Media Cataluña ocupó a la otra media
Las raíces del nacionalismo catalán no son republicanas ni
liberales sino profundamente católicas y profundamente conservadoras. Las raíces
están en la Renaixença, cuyos insignes representantes fueron muy del gusto de
Menéndez Pelayo. Cataluña no era ni moderna ni antigua, era medieval, debía ser
medieval, espíritu de honor, moral severa y fe sólida, según el ensueño de Milá
y Fontanals.Cataluña era una nación esencialmente católica. Cataluña debía
aspirar a la representación corporativa mediante el sufragio de los cabezas de
familia, por gremios y profesiones, a fin de acabar con el parlamentarismo que
entregaba el gobierno a los charlatanes de oficio, de acuerdo con el espíritu
de las Bases de Manresa. Su solución, según Prat de la Riba, era la
representación corporativa, el Estado federal en el interior y el imperialismo
en el exterior, imperialismo como expansión cultural, política y económica de
Cataluña a costa de las naciones menos cultas, a las que cabía imponer la
civilización más desarrollada por mecanismos pacíficos o por la fuerza.
Eugenio d'Ors también haría culminar su proyecto novecentista en
la idea de Imperio. El imperialismo de D'Ors comportaba un antiseparatismo que
evidenciaba la voluntad de conseguir la hegemonía política en el resto de
España. Por eso reclamaba una Cataluña interventora en los asuntos del mundo,
con una referencia clara a Jaime I, algo que también resuena en la pluma de
Prat de la Riba: «Nuestro rey fue grande, por haber hecho la Unión Catalana,
por haber derramado sobre los asuntos del mundo su acción. Nuestra patria fue
grande porque era una, porque era Imperio».
Grande. Una. Imperio... La crisis de los años veinte y treinta no
fue una crisis castellana ni la guerra civil ni la restauración del
caudillismo, el organicismo y el autoritarismo fueron cosa única de Castilla.
La Lliga Regionalista, partido ideado por Prat de la Riba y liderado hasta el
final de su sueño por Francesc Cambó, no sólo estuvo al lado de los gobiernos
dinásticos en los momentos de crisis sino que su eco latió hermanado al
maurismo, corriente ideológica con la que tenía muchos puntos en común, y
simpatizó con el golpe de Estado de Primo de Rivera. La voz de la Lliga
Regionalista jamás fue separatista. Cambó siempre pensó en un catalanismo que
tuviera cabida en una España regenerada, y su táctica política siempre estuvo
marcada por el posibilismo y por la aceptación plena del marco de la
Restauración. Como Prat de la Riba, Cambó defendía la idea de una España
grande, combinando autonomía y unidad, orden y catolicismo. Su fracaso ya lo
vaticinó Alcalá Zamora en el Congreso de los Diputados: «Su señoría pretende
ser a la vez el Bolívar de Cataluña y el Bismarck de España, son pretensiones
contradictorias y es preciso que su señoría escoja entre una y otra.»
Al final, como la inmensa mayoría de los dirigentes de la Lliga,
escogió Bismarck y apoyó a Franco en la guerra civil. Era obvio. El catalanismo
conservador no podía identificarse con los hombres que enarbolaron la bandera
de la Cataluña autónoma el 19 de julio de 1936 ni con un gobierno por el que
iban a pasar comunistas, anarquistas, marxistas disidentes y que incautaba
empresas, cuentas corrientes de valores y hasta cajas fuertes.
Tras la guerra media España ocupó a la otra media, lo que quiere
decir también, muy a pesar de quienes han inventado una Cataluña exclusivamente
republicana, que media Cataluña ocupó a la otra media. En Cataluña muchos
sintieron con alivio la derrota republicana por aquello que se recuperaba con
la entrada triunfal de Franco en Barcelona: la paz social, las fábricas, las
empresas, las tierras, los bancos, los títulos de propiedad y el viejo orden de
poder económico.
Las historias que los nacionalistas cuentan para después de
la guerra olvidan a menudo que la Cataluña de la juerga revolucionaria aterró a
la gran burguesía y a las clases medias.
Que la guerra civil, como en el resto de España, supuso el
ensañamiento de catalanes contra catalanes.
Que la represión del 39 fue masiva, arbitraria y clasista
-se ensañó con campesinos y obreros pero que la desatada por los utopistas del
36, aunque menor, también fulminó a un buen número de catalanes: periodistas,
abogados, militares, y algunos notables que venían siendo públicamente hostiles
a los sueños revolucionarios que se anunciaban en las calles.
Que quienes militarmente terminaron por aplastar la utopía
revolucionaria traían una idea totalitaria y centralizadora de España.
Que a esa idea de patria se adhirieron por simpatía,
entusiasmo e interés, muchos catalanes.
Cambó y la burguesía financiaron a Franco. Josep Pla,
exiliado en Roma durante la guerra civil, trabajó como espía del general
rebelde. Juan Estelrich fue uno de los propagandistas más refinados de la
dictadura y Eugenio d'Ors se convirtió en la gran figura intelectual de la
España franquista.
Todos ellos hablaban catalán, venían del sueño de Prat de
la Riba y del catalanismo político de la Lliga. Todos ellos parecen fantasmas,
seres que deambulan sin fe por la historia, desterrados del pasado soñado por
los nacionalistas catalanes de la transición.Todos ellos parecen no existir.
Transitan más allá de los márgenes del silencio: son silencio. O figuras desposeídas
de su raíz, desterradas de su verdad íntima, histórica, para poder ser
admitidos en la herencia de la Cataluña siempre noble, laica y progresista que
hoy se quiere recordar
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