martes, 28 de octubre de 2008

Extracto de «Castilla arcaica, Cataluña moderna», capítulo IV del libro «Los mitos de la Historia de España», Fernando García de Cortázar.

Felipe V y Carlos III han pasado a la historia como los reyes que impusieron el castellano al servicio de la uniformización y que prohibieron el catalán, algo que, supuestamente, el pueblo y la inteligencia catalana debían de sentir, por fuerza, como una humillación.
Lo peor es que el mito ha terminado por cuajar, por flotar en el aire, por ser una certeza común.
Lo peor es que la mayoría de los españoles han terminado por interiorizar la idea de un trato injusto y vejatorio para las lenguas minoritarias, un trato que se debe a la intromisión más grosera del castellano y a su imposición a golpe de decreto.
El mito se ha hecho carne, y aunque la comunidad lingüística se haya conseguido por necesidad e interés, aunque el verso castellano deba mucho a escritores catalanes, aunque su supuesta intromisión haya sido en el fondo aquella que señores, notables y comerciantes catalanes han querido que fuera, el murmullo que perdura es el de una lengua que avanza por las tierras de España en compañía de fieros conquistadores, monjes inquisidores, reyes absolutistas y terribles dictadores.(...)

Hay en toda esta retahíla de lamentos una melancolía de cortes medievales.
Hay también un olvido: que las lenguas se hablan porque interesa materialmente hablarlas, porque su lógica es la de la necesidad y no la del discurrir divino de las naciones.
El mito llevado a la calle evoca un paraíso políglota donde los catalanes vivían sin arado, sin latín, sin comercio en América, sin carreteras ni ferrocarriles que les abrieran el mercado nacional y permitieran un trasiego de ideas, viajeros y mercancías mucho más rápido e intenso, sin industria que reclamara mano de obra inmigrante y atrajera gente de toda España, especialmente del sur, sin contactos ni mestizaje ni intercambios culturales...
El mito es la historia mutilada, sin personas de carne y hueso, sin mercaderes que comercian por los caminos reales de Castilla, sin poetas que buscan para sus versos un eco de más lectores, sin editores que llevan el español a las prensas porque el negocio pasa por la impresión de libros en la lengua de Garcilaso de la Vega ni burgueses atraídos por las rutas mercantiles que atraviesan el Atlántico.


LA LENGUA / El comercio, la industria, las finanzas apostaron por el castellano
El mito ha extendido la idea de que las gentes del pasado consideraban la lengua como algo sagrado, el eco de un vínculo viejísimo, y que si se perdió debió de perderse, a la fuerza, por imposición foránea.
Lo que no se dice es que las lenguas están más sujetas a los avatares de la sociedad y a los intereses de las personas que a una supuesta herencia natural y divina.
Lo que no se dice es que el tantas veces comentado texto de Nebrija -«que siempre la lengua fue compañera del imperio»- tuvo muy escaso eco en su época y que las directrices de la Inquisición se refieren a la conveniencia del uso del castellano en la redacción de los procesos, únicamente, en función de criterios de eficacia y funcionalidad administrativa, no de legitimaciones de mayor alcance.

Lo que no se dice es que los edictos de fe -los documentos de cara al exterior- se siguieron publicando en catalán.
Lo que no se dice es que el castellano estaba en boca de catalanes mucho antes de la unión de las Coronas y que tras la llegada de Carlos V su uso se extendió entre la nobleza y la burguesía, que tenían a gala presumir de sus conocimientos de castellano y considerar a su lengua vernácula como propia de clases incultas. Lo que no se dice es que en la época de los Austrias las elites de las cortes europeas juzgaban de buen tono conocer y expresarse en español, antes que en francés o en alemán, y que el papel del mercado se dejó sentir en la voluntad de los escritores catalanes de ser leídos, a través de la imprenta, por un mayor abanico de lectores.

Se escribía en español porque era más provechoso, de la misma manera que los impresores de Barcelona editaban a Fernando de Rojas, Garcilaso de la Vega, Montemayor, Mateo Alemán y tantos otros autores castellanos porque de ese modo podían competir con Sevilla, Valencia o Toledo y llevar sus libros a Europa y al Nuevo Mundo. Aunque los poetas de la Renaixença explicaran la decadencia literaria del catalán por la pérdida de peso político de Cataluña y se dijera que el castellano se había beneficiado de ser la lengua de la Corte y del gobierno, lo cierto es que su expansión natural por tierras de Aragón, Valencia o Cataluña se debía sobre todo a los intereses comunes de las elites, a su fonética innovadora y a que en el siglo XVI tenía una gran proyección internacional.

Lo que no se dice es que si el español se extendió a Cataluña fue porque la cultura, el comercio, la industria y las finanzas apostaron por la lengua de Cervantes, una lengua internacional con la que hasta el siglo XVIII podía recorrerse Europa, Asia, Africa y América con mucho provecho.

Decir que los Borbones «descatalanizaron Cataluña» al prohibir la lengua vernácula en la enseñanza es llevar al siglo XVIII los inventos de algún historiador acosado por los fantasmas del franquismo.
La muy citada Real Cédula otorgada por Carlos III en 1768 y las provisiones de años posteriores no iban dirigidas a la gente en general, analfabeta y alejada de las aulas en la sociedad del Antiguo Régimen, sino a los grupos selectos y adinerados, cuyos hijos debían ocupar los altos cargos de la administración, las finanzas, el comercio o el ejército y ya se educaban en latín y español desde antes de Carlos III y desde antes de los Reyes Católicos sin mayores nostalgias.
Leídas en su contexto, las leyes de uniformización lingüística del siglo XVIII proceden en su mayoría de leyes de comercio, de administración común, de unificación de moneda y de liquidación de aduanas, de modo que en el mismo documento donde se regulan esas materias aparece la referencia a la lengua castellana. Leídas en su contexto, ocurre que esas leyes a quienes más interesaban era a los fabricantes y comerciantes catalanes, hechizados por las jugosas ganancias que podía reportarles el mercado de las colonias americanas.


LA SOCIEDAD / España era la nación y Cataluña la patria
Los catalanes del siglo XIX, como sus antecesores del XVIII, participaron plenamente, y sin albergar dudas al respecto, en la construcción de la España moderna.
Catalanidad y españolidad eran dos alientos estrechamente hermanados entre sí.
Las gentes de la Renaixença tenían claro que España era la nación y Cataluña la patria.
La mitificación de la Edad Media, la elaboración de una cultura propia y la recuperación de la lengua vernácula se debió a la necesidad de borrar la intensa confrontación de clases que la rápida expansión industrial estaba abriendo en Barcelona.

El ideal de una burguesía nacionalista, laica, liberal en política, librecambista en economía, defensora de la industria y la modernidad, racionalista y creyente en la acción imparable del progreso científico, no deja de ser un mito.
Católica hasta las entrañas y ferozmente proteccionista, la burguesía catalana fue culturalmente muy poco avanzada, socialmente muy refractaria a cualquier reformismo y políticamente muy conservadora.
En 1833 se opuso al carlismo, porque sus intereses económicos pasaban por el liberalismo. Terminada la guerra, aunque alejada de la política partidaria, se identificó con el moderantismo y se emocionó con la guerra de Africa auspiciada por Leopoldo O'Donnell. En 1874, tiroteado Prim y hostiles a la bullanga republicana, los patronos catalanes se entusiasmaron con la Restauración y con el regreso de la gente de orden al gobierno.
Hasta finales del siglo XIX, recelosos del movimiento federalista, antimonárquico y republicano al que se vio abocada Barcelona tras el destronamiento de Isabel II, se olvidaron de la descentralización y las leyes viejas. La Restauración les trajo el fin de los agitados días de la República, les trajo en unos pocos años el proteccionismo, tan necesario a sus negocios (...)
Los fabricantes catalanes compartirían sueños y mantel con Cánovas del Castillo y sostendrían la intransigencia más cerril contra los rebeldes cubanos y filipinos. Frente a mambises y tagalos fueron más colonialistas que Weyler y Polavieja, de la misma manera que años después, frente a la Semana Trágica y el sindicalismo anarquista, cerrarían filas en torno a la represión del conservador Antonio Maura, el orden feroz -ley de fugas incluida- impuesto por el general Martínez Anido, los pistoleros de raíz carlista de los Sindicatos Libres o el dictador Primo de Rivera, antecesor de otro dictador al que terminarían ayudando en la guerra civil.
El 98, con su malestar y su crisis, les llevaría a confiar en el catalanismo su desahogo contra los gobiernos de la monarquía: el Estado castellano, incompetente y anticuado se había dejado arrebatar el mercado colonial, en la práctica monopolio de Barcelona. De golpe, los empresarios del Principado -cuya negativa al libre comercio de Cuba, la gran reivindicación de la burguesía isleña, había sido una de las causas de la catástrofe- descubrían su conciencia nacional catalana y reclamaban mayor participación en la vida pública y la reforma del régimen político que, de repente, se convertía en un estorbo para el desarrollo de los intereses de Cataluña... es decir, sus intereses...
Pero el eco del 98 duró poco. En unos años la crispación obrera y el atentado anarquista rebajaron las críticas que, de la mano de la Lliga Regionalista, habían tensado su relación con el obsoleto gobierno central. Tras el sobresalto de 1917, la escalada de la conflictividad social les empujaría a colaborar con los partidos dinásticos, a sostener la dictadura de Primo de Rivera y a financiar el levantamiento del 18 de julio. Un camino parecido recorrería Francesc Cambó, el líder político de la Lliga Regionalista.Otro catalán que siempre se comportó antes como un burgués.

LA POLITICA / Hay muchas Cataluñas a principios del siglo XX
Ni Cataluña fue sólo moderna y europea, ni la burguesía catalana fue progresista, ni el autoritarismo o el imperialismo de corte fascista fueron delirios creados en la rural y decrépita Castilla, como imaginan, o desean imaginar, los nacionalistas catalanes del siglo XXI. Un mito muy extendido en España tras la muerte de Franco y el asalto de los nacionalismos periféricos al Estado consiste en inventar una Castilla mística y homogénea, impositora de caudillos, refugio de esencias opresivas, creadora de autoritarismos y cortes fascistas.
Hay muchas Cataluñas a comienzos del siglo XX, de la misma manera que hay muchas Barcelonas. La capital del Principado fue la fábrica de España, el laboratorio del republicanismo anticlerical de Lerroux, la educación sentimental de Companys y la ciudad de los apagones y la rabia anarquista, pero también fue el seminario de España, la pionera en acoger la utopía reaccionaria de Charles Maurras -intelectual conservador ferozmente crítico con la nación constitucional creada tras la Revolución de 1789 y para quien los genuinos representantes de la Francia eterna residían en el clero católico, el ejército y la aristocracia de la sangre- o el centro, según el embajador de Mussolini, donde podía brotar el fascismo español.
En Barcelona se hablaba entonces de la superioridad de la raza catalana, se criticaba con dureza el liberalismo, se conjuraba la tierra y los muertos, se soñaba con imperios y naciones inferiores que dominar...

A finales del siglo XIX el doctor Bartomeu Robert, alcalde de Barcelona, hacía exhaustivas mediciones de cráneos a gentes del país, para demostrar que efectivamente la estirpe catalana era superior. Ya metidos en el siglo XX el joven Eugenio d'Ors, lector ferviente de Sorel, «el nuevo profeta de la espiritualidad obrera », y devoto seguidor del futuro consejero de Pétain, Charles Maurras, lanzaba sus glosas aristocráticas contra todo lo que oliera a democracia y a liberalismo mientras los vanguardistas José Vicente Foix y, sobre todo, José Carbonell, educados en el catalanismo de Prat de la Riba y la Lliga Regionalista, acusaban a Cambó de no entender la novedad del fascismo y de no plantearse su posible adaptación a Cataluña. Hubo a comienzos del siglo XX una Cataluña laica, progresista y republicana, pero aquella herencia no era del gusto de los catalanistas.

LA GUERRA CIVIL / Media Cataluña ocupó a la otra media
Las raíces del nacionalismo catalán no son republicanas ni liberales sino profundamente católicas y profundamente conservadoras. Las raíces están en la Renaixença, cuyos insignes representantes fueron muy del gusto de Menéndez Pelayo. Cataluña no era ni moderna ni antigua, era medieval, debía ser medieval, espíritu de honor, moral severa y fe sólida, según el ensueño de Milá y Fontanals.Cataluña era una nación esencialmente católica. Cataluña debía aspirar a la representación corporativa mediante el sufragio de los cabezas de familia, por gremios y profesiones, a fin de acabar con el parlamentarismo que entregaba el gobierno a los charlatanes de oficio, de acuerdo con el espíritu de las Bases de Manresa. Su solución, según Prat de la Riba, era la representación corporativa, el Estado federal en el interior y el imperialismo en el exterior, imperialismo como expansión cultural, política y económica de Cataluña a costa de las naciones menos cultas, a las que cabía imponer la civilización más desarrollada por mecanismos pacíficos o por la fuerza.
Eugenio d'Ors también haría culminar su proyecto novecentista en la idea de Imperio. El imperialismo de D'Ors comportaba un antiseparatismo que evidenciaba la voluntad de conseguir la hegemonía política en el resto de España. Por eso reclamaba una Cataluña interventora en los asuntos del mundo, con una referencia clara a Jaime I, algo que también resuena en la pluma de Prat de la Riba: «Nuestro rey fue grande, por haber hecho la Unión Catalana, por haber derramado sobre los asuntos del mundo su acción. Nuestra patria fue grande porque era una, porque era Imperio».

Grande. Una. Imperio... La crisis de los años veinte y treinta no fue una crisis castellana ni la guerra civil ni la restauración del caudillismo, el organicismo y el autoritarismo fueron cosa única de Castilla. La Lliga Regionalista, partido ideado por Prat de la Riba y liderado hasta el final de su sueño por Francesc Cambó, no sólo estuvo al lado de los gobiernos dinásticos en los momentos de crisis sino que su eco latió hermanado al maurismo, corriente ideológica con la que tenía muchos puntos en común, y simpatizó con el golpe de Estado de Primo de Rivera. La voz de la Lliga Regionalista jamás fue separatista. Cambó siempre pensó en un catalanismo que tuviera cabida en una España regenerada, y su táctica política siempre estuvo marcada por el posibilismo y por la aceptación plena del marco de la Restauración. Como Prat de la Riba, Cambó defendía la idea de una España grande, combinando autonomía y unidad, orden y catolicismo. Su fracaso ya lo vaticinó Alcalá Zamora en el Congreso de los Diputados: «Su señoría pretende ser a la vez el Bolívar de Cataluña y el Bismarck de España, son pretensiones contradictorias y es preciso que su señoría escoja entre una y otra.»

Al final, como la inmensa mayoría de los dirigentes de la Lliga, escogió Bismarck y apoyó a Franco en la guerra civil. Era obvio. El catalanismo conservador no podía identificarse con los hombres que enarbolaron la bandera de la Cataluña autónoma el 19 de julio de 1936 ni con un gobierno por el que iban a pasar comunistas, anarquistas, marxistas disidentes y que incautaba empresas, cuentas corrientes de valores y hasta cajas fuertes.

Tras la guerra media España ocupó a la otra media, lo que quiere decir también, muy a pesar de quienes han inventado una Cataluña exclusivamente republicana, que media Cataluña ocupó a la otra media. En Cataluña muchos sintieron con alivio la derrota republicana por aquello que se recuperaba con la entrada triunfal de Franco en Barcelona: la paz social, las fábricas, las empresas, las tierras, los bancos, los títulos de propiedad y el viejo orden de poder económico.

Las historias que los nacionalistas cuentan para después de la guerra olvidan a menudo que la Cataluña de la juerga revolucionaria aterró a la gran burguesía y a las clases medias.
Que la guerra civil, como en el resto de España, supuso el ensañamiento de catalanes contra catalanes.
Que la represión del 39 fue masiva, arbitraria y clasista -se ensañó con campesinos y obreros pero que la desatada por los utopistas del 36, aunque menor, también fulminó a un buen número de catalanes: periodistas, abogados, militares, y algunos notables que venían siendo públicamente hostiles a los sueños revolucionarios que se anunciaban en las calles.
Que quienes militarmente terminaron por aplastar la utopía revolucionaria traían una idea totalitaria y centralizadora de España.
Que a esa idea de patria se adhirieron por simpatía, entusiasmo e interés, muchos catalanes.
Cambó y la burguesía financiaron a Franco. Josep Pla, exiliado en Roma durante la guerra civil, trabajó como espía del general rebelde. Juan Estelrich fue uno de los propagandistas más refinados de la dictadura y Eugenio d'Ors se convirtió en la gran figura intelectual de la España franquista.
Todos ellos hablaban catalán, venían del sueño de Prat de la Riba y del catalanismo político de la Lliga. Todos ellos parecen fantasmas, seres que deambulan sin fe por la historia, desterrados del pasado soñado por los nacionalistas catalanes de la transición.Todos ellos parecen no existir. Transitan más allá de los márgenes del silencio: son silencio. O figuras desposeídas de su raíz, desterradas de su verdad íntima, histórica, para poder ser admitidos en la herencia de la Cataluña siempre noble, laica y progresista que hoy se quiere recordar

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