Excelente y detallada visión histórica de las vicisitudes que desde la revolución industrial ha sufrido la democracia, a lo largo del s. XIX y s. XX.
Carlos Seco Serrano
“Libertad y democracia en la España contemporánea”
Aunque el título de la conferencia se anunciaba como "Libertad y democracia en la España contemporánea", Carlos Seco observó que más bien hablaría del liberalismo y de la democracia, dos conceptos que no pueden identificarse como sinónimos, a pesar de que la democracia no pueda legitimarse sin asumir el liberalismo y de que tanto uno como otro articulan dos fases en la liberación del hombre y del progreso social en una marcha hacia la libertad plena. Precisó también que se centraría en la democracia posterior a la revolución industrial y no en la democracia ateniense.
Comenzó su exposición señalando que cuando la sociedad en su conjunto no está madura para el pleno ejercicio del liberalismo, la democracia puede ser una amenaza para la libertad. El ejemplo lo daría a finales del s. XVIII la revolución francesa. En un primer tiempo la revolución puso fin a la vieja rigidez del viejo orden estamental basado en el privilegio tal fue la obra del estamento burgués, el tercer estamento, al convertir los Estados Generales en Asamblea Nacional y al hacer a través de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano una operación fundamental; tal fue la abolición de los privilegios feudales, que alumbraron un nuevo concepto del Estado, expresión ahora del Estado nacional, y convirtieron a los subditos en ciudadanos depositarios de esa soberanía. El desbordamiento posterior del proceso revolucionario, que había sido fijado en la Constitución de 1791, supuso, según Carlos Seco, una primera plasmación democrática a partir de 1793, la superposición de Rousseau sobre Montesquieu, pero mediante la dictadura y el terror, que era de hecho la negación del liberalismo. Sólo cuando el tiempo fue pasando y se superó el ciclo napoleónico junto a la restauración legitimista de Luis XVIII, puede hablarse de los principios básicos de la revolución liberal de base burguesa, que cristalizaron en la llamada «monarquía de julio", la del rey-ciudadano Luis Felipe de Orleans.
Los derechos y libertades proclamados en 1789 quedaron consagrados tras la revolución de 1830 en el nuevo ordenamiento constitucional pero atribuidos a unas determinadas clases. La limitación clasista de esos derechos y libertades se impuso mediante la modalidad del sufragio; un sufragio censitario que atribuía los instrumentos de la plena ciudadanía, el derecho de votar y de ser elegido, a aquellos individuos situados en un cierto nivel económico que ya por ello se consideraban los mejores. La libertad política y la libertad nacional se acompañaban del liberalismo económico en un mundo que vivía las últimas consecuencias de la revolución industrial. La libertad de contratación encerraba una indudable falacia. Sólo el que disponía del poder y de la riqueza podía de hecho fijar condiciones, explicó Carlos Seco. Igualmente las grandes desamortizaciones de la época de la gran revolución sólo beneficiaron a aquellos que en posesión de la riqueza podían adquirir las propiedades desvinculadas. El Tercer Estado del Antiguo Régimen había completado hacia 1830 su revolución y se había beneficiado de ella. Pero este Tercer Estado no era más que una capa de la masa popular a la que se atribuía teóricamente la soberanía. El proletariado quedaba excluido tanto del disfrute de la riqueza como de los derechos ciudadanos que había incautado para sí la burguesía.
La revolución de 1848 en Francia, para el conferenciante, supuso el despertar de lo que ya venía llamándose el Cuarto Estado, para reivindicar una auténtica igualdad de todos ante la ley y, en definitiva, la extensión a todos del derecho a votar y ser elegido, esto es, del sufragio universal. En este mismo año de 1848 aparece el conocido Manifiesto Comunista de Marx y Engels, reivindicando derechos políticos, que llevaba tras de sí la reclamación de los beneficios sociales hasta entonces detentados por la burguesía.
En el caso de España, según Carlos Seco, la eclosión de la democracia se sitúa en 1868. La Revolución Gloriosa equivale a lo que fue la revolución de 1848 en Francia. Esta revolución de 1868 trajo consigo la primera experiencia al menos teórica de un sistema democrático. La primera plasma-ción de una ley electoral basada en el pleno sufragio universal masculino. Desde principios de siglo España había vivido su revolución liberal plasmada desde 1810 en las Cortes Constituyentes y luego en la Constitución de 1812. Esa primera experiencia liberal y la que radicalizada supuso en 1820 —el trienio liberal— sólo fue un antecedente de lo que cristalizaría tras la guerra carlista. La plas-mación definitiva de la monar quía constitucional en la Constitución de 1837 se vio acompañada del ascenso económico de la burguesía. En el caso de España —precisó Carlos Seco— es más real hablar de clases medias que de la burguesía. La entrada en el comercio de los bienes de la nobleza también liberados a través de la supresión de los mayorazgos junto a la desamortización eclesiástica dio como consecuencia que los ricos doblaran su riqueza al tiempo que se estabilizó la revolución; porque los que se habían beneficiado de los bienes de los estamentos privilegiados no estarían dispuestos a dar marcha atrás en el proceso revolucionario.
El conferenciante continuó magistralmente explicando que el hecho de que la revolución liberal burguesa en España fuese el resultado de una guerra civil, la primera guerra carlista, daría lugar a partir de 1840 a una división del campo político liberal en dos grandes familias: la de aquellos que pretendían cerrar el conflicto fratricida mediante un proceso de, integración transaccionista (y tal es el programa y la tesis de los moderados), y la de aquellos que entendían el triunfo en la guerra como un punto y aparte sin concesiones al vencido (y tal sería la tesis de los progresistas). En definitiva, los moderados contribuyeron más eficazmente que los progresistas a la aclimatación del parlamentarismo en nuestro país, en definitiva, del liberalismo, desde el momento que supieron fijar el triunfo de la revolución mediante un Concordato con Roma, que al mismo tiempo que tranquilizaba las conciencias de quienes habían comprado bienes de la Iglesia, vino a respaldar las conquistas materiales de la revolución. En cuanto a los progresistas su acento anticlerical y su constante apelación a la soberanía nacional les distanciaba de los moderados. La relación de los progresistas y moderados con el Cuarto Estado era, sin embargo, similar. Tanto unos como otros eran partidarios del sufragio restringido censitario.
En el bienio de 1854-1856, tras terminar la década moderada, gobiernan los progresistas bajo la jefatura de Espartero. En este período aparece el despertar del pueblo para reivindicar su propia revolución. Por entonces ya había aparecido la idea de democracia, pero se reducía a teoría.
El conferenciante reparó en un importante hecho acaecido en 1856. Se trataba de un conflicto laboral ocurrido en la plataforma de la Revolución Industrial española (Barcelona) conocido como "conflicto de la media hora". En sus pugnas sociales con el patronato industrial, el obrerismo textil de Barcelona había conseguido la fijación de la jornada de trabajo en 10 horas. Determinados capos de la rama textil pretendieron, en contra de lo pactado, introducir una modificación restrictiva en las semanas en que se intercalase algún día ferial. En esas semanas se añadiría media hora más a la jornada de trabajo de los sábados. Aunque la restricción era mínima, los obreros rechazaron por dignidad este recorte miserable y acudieron al Gobernador Civil. Pero la respuesta de éste fue, según palabras de Carlos Seco, ortodoxamente liberal: "no debía interferirse —dijo el Gobernador Civil— en un conflicto que debían resolver libremente los elementos sociales enfrentados". Las masas reivindicaban el papel de sujeto y no el de instrumento al servicio de la burguesía en la lucha política.
Con la desaparición del partido moderado del General Narváez, el progresismo evolucionó simultáneamente hacia las tesis democráticas, el sufragio universal, por obra de una gran capacidad política, la del General Prim, que enarboló la bandera de la revolución contra los obstáculos tradicionales. No se puede olvidar que el trono de Isabel II se había obstinado por mantener en el poder al partido moderado, impidiendo que el partido progresista accediera al mismo. Prim tuvo la habilidad de vincular la revolución a las reivindicaciones sociales más vivas en las masas populares, la supresión de las quintas y de determinados impuestos muy impopulares (como el impuesto de consumo). Se llenaba la democracia política de un contenido material palpable. La libertad se haría democrática y la democracia implicaría unas necesarias transformaciones sociales. Lo que ocurrió después con el sexenio democrático de 1868-1874 lo resumió el conferenciante en estos aspectos: 1) Lo que Prim llamaría "coronación de la revolución". Para él una vez logrado el triunfo de las tesis democráticas en el texto constitucional y en la ley electoral, para fijar la revolución había que instaurar más que restaurar la monarquía atenida al dogma de la soberanía nacional pero con capacidad de arbitraje por encima de las pasiones partidistas. Amadeo de Saboya se convertiría en el rey de los progresistas pero no de los españoles. 2) La democracia se demostró utópica porque las masas teóricamente incorporadas a la soberanía carecían de auténtica independencia para elegir libremente sus derechos ciudadanos, sujetas como estaban a unas estructuras económico-sociales de características semifeudales en el ámbito agrario, teniendo en cuenta que la España de entonces era eminentemente rural y en su mayor parte incapacitada intelectualmente para fijarse criterios libres. Basta pensar para entender esto que el nivel de analfabetismo rozaba por aquellas fechas el 70 por ciento de la población. Ya por entonces se estaba poniendo de manifiesto la estrecha vinculación de unas necesarias reformas sociales con las políticas, para que la democracia no fuera una farsa o un peligro y de momento la prueba evidente de esa realidad era el hecho de que los partidos que ocupaban el poder y que llevaban a cabo desde él una convocatoria de cortes jamás perdían las elecciones. Se explica así que la política en vigor y la democracia que pretendían encarnar fueran ignoradas o rechazadas por las masas populares y que éstas se dejasen captar de inmediato por la nueva buena que venía a traerles un nuevo ciclo revolucionario: el de la Primera Internacional de trabajadores que reivindicaba una igualdad social y económica basada en el trabajo y rechazaba las estructuras políticas y los partidos e incluso el Estado.
El credo internacionalista que llega a España entre 1868-1869 es el de la teoría anarquista (Bakunin). En estas condiciones la fase final del sexenio democrático degenera en un auténtico caos: se produce una radicalización acelerada de la revolución política que Prim había pretendido fijar. Desaparecida la monarquía de Amadeo se instala una república sin base parlamentaria pero que la tendrá holgada en cuanto se convoquen nuevas elecciones en abril de 1873, aunque con un nivel de votaciones reducido a la mínima expresión. Las elecciones dan una mayoría a los republicanos pero la votación se reduce a un 40 por ciento del electorado con derecho al voto.
Decidida la forma de república federal surgirá frente a ella la réplica revolucionaria de un federalismo de abajo arriba y atomizado en lo que se llamó el "movimiento cantonal". La necesidad de hacer frente a este desbordamiento revolucionario introducirá una nueva guerra civil junto a la que ya viene sosteniendo la república contra los carlistas, pero esa guerra civil se hace contra una mezcolanza inexplicable de federalistas anárquicos, los cantonalistas, y los anarquistas federales, los intemacionalistas. A esta situación puso fin primero la dictadura de Caste-lar y luego el golpe militar del General Pavía. El Sexenio prolongó la ficción republicana sin parlamento durante unos años cuando la única salida posible sólo podía ser ya la monarquía histórica una vez liberada de las lacras por las que cayó en 1868. Tal fue la fórmula de la Restauración según Cánovas, que incardinó el joven rey Alfonso XII. La restauración de Cánovas suponía una continuación de la historia de España, fórmula que no debe entenderse como el entronque con la vieja monarquía secular, no proponía una vuelta al moderantismo isabelino sino una síntesis entre los términos dialécticos del ciclo revolucionario liberal. Cánovas rehuye la formulación democrática, pero se afirma en el ideario liberal y en este sentido la mejor justificación del régimen es su voluntad de apertura transaccionista al haber sabido arbitrar una plataforma política de encuentro civilizado y dialogante entre las diferentes opciones políticas desde los carlistas a los republicanos.
La Constitución ecléctica de 1876 y el bipartidismo consagrado en el Pacto de El Pardo fueron la cristalización de este régimen frente a la insolidaridad flagrante entre los partidos del remado de Amadeo.
En torno a 1890, ya muerto Alfonso XII, es el liberalismo fundamentalmente quien nutre la gran época de la restauración y que podría sintetizarse con la fórmula moral de Gregorio Marañón. "Ser liberal es, de una parte, estar dispuesto a aceptar que el adversario puede tener la razón y, de otra parte, que el fin no justifica los medios". Ahora bien, la apertura a la izquierda asignada a Sagasta tenía como clave un retorno al sufragio universal y éste fue reimplantado en 1890. Ello supuso la democratización de la Restauración pero sólo en apariencia. De hecho se trataba de una simple ampliación del sufragio pero sin que ella alterase para nada la configuración del sistema, puesto que la Constitución de 1876 seguía manteniendo el principio de la co-soberanía y el equilibrio entre las dos cámaras, compensando el senado el teórico democratismo del congreso de los diputados dado su carácter eminentemente aristocrático y al mismo tiempo colectivo. El sufragio universal con el gran analfabetismo que existía reprodujo las mismas lacras de su primera experimentación en el Sexenio.
El 98 trajo como consecuencia —continuó explicando Carlos Seco— a través de las corrientes regeneracionistas, una exigencia básica de autenticidad frente a todo lo que había degenerado en ficción en los años del supuesto reciclaje democrático sagastino. Las grandes exigencias democráticas de principios de siglo, comienzos del reinado de Alfonso XIII, vinieron desde dentro del sistema asumidas por los nuevos jefes de los dos partidos dinásticos: por la derecha en el proyecto de revolución desde arriba con Maura a la cabeza y por la izquierda en las modernísimas definiciones de la monarquía del s. XX formuladas por Canalejas.
Para Maura se trataba de despertar la ciudadanía, de descentralizar la administración para evitar la dañina articulación entre las oligarquías políticas asentadas en Madrid y sus clientelas, despóticamente asentadas a lo largo y a lo ancho de todo el país; sobre todo en los medios rurales mediante un caciquismo ancestral axfisiante.
Lo que no aparecía en los programas de regeneración política arbitrados por Maura era un eco efectivo de las reivindicaciones sociales que podían vitalizar la democracia y hacerla inofensiva según las exigencias del nuevo ciclo revolucionario vinculado a la Internacional y que ahora contaba con un partido obrero, el PSOE, fundado por Pablo Iglesias y que estaba ya en pleno desarrollo. Caso diferente es el de Canalejas, quien representa la más clara definición democrática de la primera mitad de nuestro siglo. Liberalismo y democracia bajo el arbitraje de una moderna monarquía adquieren plasmación teórica con una brillantez extraordinaria. Canalejas entiende esta modernización de la monarquía bajo la extraña expresión de "nacionalización de la monarquía".
En segundo lugar, afirma que la pretensión de mantener intacta la teoría liberal en el juego de las relaciones sociales implica un fraude y una injusticia, sólo superables con un intervencionismo del Estado capaz de corregir desequilibrios afirmados mediante el famoso lema liberal.
En tercer lugar, entiende Canalejas que las libertades políticas deben completarse y asegurarse con una reforma a fondo de las injustas y anquilosadas estructuras sociales. La necesidad de una amplia reforma agraria está ya presente en los programas regeneracionistas. El Estado debe realizar su arbitraje siempre que la libertad esté condicionada por viejos reductos reaccionarios y ello obliga a una nueva apertura al nuevo horizonte del socialismo.
Para España la doble experiencia regeneracionista (la de Maura y Canalejas) se frustró en el espacio de tres años. Maura quedó anulado políticamente tras los sucesos de la semana trágica y Canalejas fue anulado físicamente tras el atentado anarquista sucedido en la Puerta del Sol. Cuando Maura vuelve al poder en 1918 se limita a actuar como un freno reaccionario abandonando su viejo programa de la revolución desde arriba. En cuanto a Canalejas, no tuvo seguidores en su propio partido sino que fue precisamente en el lado conservador pero no en el maurismo, sino en una disidencia del maurismo (la que encarnó la figura de Eduardo Dato), donde se intentó de nuevo la síntesis de los ciclos revolucionarios a que Carlos Seco se había referido anteriormente.
En 1921 un nuevo atentado anarquista haría perder la vida a Eduardo Dato; entre tanto se habían producido cambios espectaculares, que condicionaron de forma decisiva la evolución de aquella pseudo-democracia de la Restauración. El impacto indirecto de la Guerra Europea se tradujo en un súbito enriquecimiento desordenado y desigual, producto de la neutralidad española, y en la crecida de las organizaciones sindicales obreras bajo el estímulo del desarrollo industrial. Junto a la UGT socialista había surgido en 1911 la Confederación Nacional del Trabajo Anarquista.
En 1922 se adhieren a la Tercera Internacional leninista de una parte los socialistas y de otra los anarquistas. Se producen en este momento también extremas reivindicaciones secesionistas junto a la eclosión de los principios nacionalistas a través de los once puntos del presidente Wilson.
La dictadura de Primo de Rivera vino a liquidar el viejo y deteriorado instrumental político del canovismo sin la contrapartida de uno nuevo. Cuando la dictadura cayó, por ser —según el conferenciante— Primo de Rivera en el fondo un liberal, la monarquía quedaba aislada entre el resentimiento de los viejos políticos que no perdonaron al rey que aceptara la dictadura en 1923 y el resentimiento de los amigos del dictador que no perdonaban al rey que lo despidiera en 1930.
La República aparece en 1931 como una auténtica eclosión democrática. La Segunda República fue una democracia abierta por primera vez a los socialistas. Fue la primera plasmación verdadera de la democracia en España. Según Carlos Seco, la de 1869 estaba muy lejos de poder ser asumida por el pueblo, la de 1890 fue una ficción, la de 1931 supuso una eclosión eminentemente popular y fue respaldada democráticamente incluso por el propio rey, pero no tardaría en convertirse en una democracia traicionada por los que se decían sus defensores, que a la hora de la verdad no quisieron o no supieron practicarla.
Durante cuarenta años hemos vivido bajo el mito de Franco y de la única España frente a una presunta anti-España, precisamente la que simbolizaba Azaña. Pero ahora — explicó el conferenciante— estamos cayendo en el mito de Azaña convertido en encarnación de la democracia pura y urge poner las cosas en su lugar. Para ello —añadió— es preciso valorar ante todo lo que Azaña significó positivamente: fue ante todo, y sobre todo, un intelectual y escritor de indudable calidad. Político en cuanto intelectual y, en cierto modo, intelectual en cuanto político. Comparar su calidad literaria con lo que representan novelistas como, por ejemplo, Pérez de Ayala o con el dramaturgo Valle-Inclán sería notoriamente injusto. Azaña cuando escribe para el teatro o novelas no está a la altura de estas grandes figuras. La auténtica dimensión literaria de Azaña fue el ensayo y en esto sí que se puede decir que se halla a la misma altura que Ortega, Marañón o Madariaga, coetáneos suyos. Los diarios de Azaña hallan difícil parangón dentro del género. Otros políticos escribieron sus memorias, pero no son comparables con la extraordinaria calidad de los cuadernos de Azaña. En el terreno de la pura creación, entre el diálogo dramático y el ensayo, La Velada en Benicarló representa una de las grandes cumbres literarias. En cuanto a su calidad de orador hay que reconocer también que era extraordinario, respaldado siempre por su alto nivel de cultura literaria. Esta significación intelectual sustenta una última versión del regene-racionismo engendrado por la crisis del 98: el regeneracionis-mo republicano. A veces —explicó Carlos Seco— sus palabras traducen literalmente conceptos de Costa.
Azaña persigue objetivos similares a los que se plantean los grandes pensadores de la Generación del 98 y del 14.
Sin embargo, los errores de Azaña fueron los siguientes:
En primer lugar, la negación de aquello que él pretendía encarnar, el liberalismo y la democracia; pues se apegó a la convivencia civilizada con sus adversarios, lo cual había sido la gran virtud de Cánovas, cerrando así horizontes a la República al no admitir acceso a ella a aquellos que suponían un posibilismo integrador desde la tradición anterior al catorce de abril. La máxima expresión de la intransigencia la daría no exactamente Azaña sino Alvaro Albornoz, radical socialista, quien formuló en las Cortes Constituyentes: "no más Pactos de Vergara, no más Pactos de El Pardo, si quieren hacer la guerra civil que la hagan". Estas palabras fueron una premonición.
El segundo error de Azaña fue el de identificar la democracia con la república y la república con su propia versión de la república.
Las elecciones de 1933 fueron el preludio de lo que luego fue el grave atentado contra la democracia de la revolución de octubre de 1934. Quedaban dos años para que estallara la guerra civil, peor negación todavía tanto del liberalismo como de la democracia. Contrastando aquella malograda eclosión democrática que fue la Segunda República con lo que ha sido el logro de la actual monarquía se puede decir que el éxito de ésta — terminó Carlos Seco— sería de un hábil, capaz y prudente liderazgo que, por una parte, potenció la tolerancia, la igualdad de derechos y el consenso, y, por otra parte, estuvo dispuesto a evitar los errores del pasado repudiando el legado sectario de la Segunda República; puesto que ésta tuvo contra sí las condiciones en que hubo de desenvolverse pero desde luego fue mal servida por sus propios líderes que facilitaron el trabajo a sus propios enemigos. C.H.LL.
martes, 28 de octubre de 2008
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