martes, 28 de octubre de 2008

Carlos Seco Serrano: Síntesis del XIX y XX

Excelente y detallada visión histórica de las vicisitudes que desde la revolución industrial ha sufri­do la democracia, a lo largo del s. XIX y s. XX.
Carlos Seco Serrano
“Libertad y democracia en la España contemporánea”

Aunque el título de la conferencia se anunciaba como "Liber­tad y democracia en la España contemporánea", Carlos Seco observó que más bien hablaría del liberalismo y de la demo­cracia, dos conceptos que no pueden identificarse como sinónimos, a pesar de que la democracia no pueda legiti­marse sin asumir el liberalismo y de que tanto uno como otro articulan dos fases en la libera­ción del hombre y del progre­so social en una marcha hacia la libertad plena. Precisó también que se centraría en la democracia posterior a la revolución industrial y no en la democracia ateniense.

Comenzó su exposición seña­lando que cuando la sociedad en su conjunto no está madura para el pleno ejercicio del libe­ralismo, la democracia puede ser una amenaza para la liber­tad. El ejemplo lo daría a fina­les del s. XVIII la revolución francesa. En un primer tiempo la revolución puso fin a la vieja rigidez del viejo orden esta­mental basado en el privilegio tal fue la obra del estamento burgués, el tercer estamento, al convertir los Estados Gene­rales en Asamblea Nacional y al hacer a través de la Declara­ción de Derechos del Hombre y del Ciudadano una opera­ción fundamental; tal fue la abolición de los privilegios feudales, que alumbraron un nuevo concepto del Estado, expresión ahora del Estado nacional, y convirtieron a los subditos en ciudadanos depositarios de esa soberanía. El desbordamiento posterior del proceso revolucionario, que había sido fijado en la Consti­tución de 1791, supuso, según Carlos Seco, una primera plasmación democrática a partir de 1793, la superposición de Rousseau sobre Montesquieu, pero mediante la dictadura y el terror, que era de hecho la negación del liberalismo. Sólo cuando el tiempo fue pasando y se superó el ciclo napoleóni­co junto a la restauración legitimista de Luis XVIII, puede hablarse de los principios bási­cos de la revolución liberal de base burguesa, que cristaliza­ron en la llamada «monarquía de julio", la del rey-ciudadano Luis Felipe de Orleans.
Los derechos y libertades pro­clamados en 1789 quedaron consagrados tras la revolución de 1830 en el nuevo ordena­miento constitucional pero atribuidos a unas determina­das clases. La limitación clasis­ta de esos derechos y liberta­des se impuso mediante la modalidad del sufragio; un sufragio censitario que atribuía los instrumentos de la plena ciudadanía, el derecho de votar y de ser elegido, a aque­llos individuos situados en un cierto nivel económico que ya por ello se consideraban los mejores. La libertad política y la libertad nacional se acom­pañaban del liberalismo eco­nómico en un mundo que vivía las últimas consecuencias de la revolución industrial. La libertad de contratación ence­rraba una indudable falacia. Sólo el que disponía del poder y de la riqueza podía de hecho fijar condiciones, explicó Car­los Seco. Igualmente las gran­des desamortizaciones de la época de la gran revolución sólo beneficiaron a aquellos que en posesión de la riqueza podían adquirir las propieda­des desvinculadas. El Tercer Estado del Antiguo Régimen había completado hacia 1830 su revolución y se había bene­ficiado de ella. Pero este Ter­cer Estado no era más que una capa de la masa popular a la que se atribuía teóricamente la soberanía. El proletariado quedaba excluido tanto del disfrute de la riqueza como de los derechos ciudadanos que había incautado para sí la burguesía.

La revolución de 1848 en Francia, para el conferencian­te, supuso el despertar de lo que ya venía llamándose el Cuarto Estado, para reivindi­car una auténtica igualdad de todos ante la ley y, en definiti­va, la extensión a todos del de­recho a votar y ser elegido, esto es, del sufragio universal. En este mismo año de 1848 aparece el conocido Manifies­to Comunista de Marx y Engels, reivindicando derechos políticos, que llevaba tras de sí la reclamación de los benefi­cios sociales hasta entonces detentados por la burguesía.

En el caso de España, según Carlos Seco, la eclosión de la democracia se sitúa en 1868. La Revolución Gloriosa equi­vale a lo que fue la revolución de 1848 en Francia. Esta revo­lución de 1868 trajo consigo la primera experiencia al menos teórica de un sistema demo­crático. La primera plasma-ción de una ley electoral basa­da en el pleno sufragio universal masculino. Desde principios de siglo España había vivido su revolución liberal plasmada desde 1810 en las Cortes Constituyentes y luego en la Constitución de 1812. Esa primera experiencia liberal y la que radicalizada supuso en 1820 —el trienio liberal— sólo fue un antece­dente de lo que cristalizaría tras la guerra carlista. La plas-mación definitiva de la monar quía constitucional en la Cons­titución de 1837 se vio acom­pañada del ascenso económico de la burguesía. En el caso de España —precisó Carlos Se­co— es más real hablar de cla­ses medias que de la burgue­sía. La entrada en el comercio de los bienes de la nobleza también liberados a través de la supresión de los mayoraz­gos junto a la desamortización eclesiástica dio como conse­cuencia que los ricos doblaran su riqueza al tiempo que se estabilizó la revolución; por­que los que se habían benefi­ciado de los bienes de los esta­mentos privilegiados no estarían dispuestos a dar mar­cha atrás en el proceso revolu­cionario.

El conferenciante continuó magistralmente explicando que el hecho de que la revolu­ción liberal burguesa en Espa­ña fuese el resultado de una guerra civil, la primera guerra carlista, daría lugar a partir de 1840 a una división del campo político liberal en dos grandes familias: la de aquellos que pretendían cerrar el conflicto fratricida mediante un proceso de, integración transaccionista (y tal es el programa y la tesis de los moderados), y la de aquellos que entendían el triunfo en la guerra como un punto y aparte sin concesiones al vencido (y tal sería la tesis de los progresistas). En defini­tiva, los moderados contribu­yeron más eficazmente que los progresistas a la aclimatación del parlamentarismo en nuestro país, en definitiva, del libe­ralismo, desde el momento que supieron fijar el triunfo de la revolución mediante un Concordato con Roma, que al mismo tiempo que tranquiliza­ba las conciencias de quienes habían comprado bienes de la Iglesia, vino a respaldar las conquistas materiales de la re­volución. En cuanto a los pro­gresistas su acento anticlerical y su constante apelación a la soberanía nacional les distan­ciaba de los moderados. La re­lación de los progresistas y moderados con el Cuarto Estado era, sin embargo, simi­lar. Tanto unos como otros eran partidarios del sufragio restringido censitario.

En el bienio de 1854-1856, tras terminar la década moderada, gobiernan los progresistas ba­jo la jefatura de Espartero. En este período aparece el des­pertar del pueblo para reivin­dicar su propia revolución. Por entonces ya había aparecido la idea de democracia, pero se reducía a teoría.

El conferenciante reparó en un importante hecho acaecido en 1856. Se trataba de un conflicto laboral ocurrido en la platafor­ma de la Revolución Industrial española (Barcelona) conocido como "conflicto de la media hora". En sus pugnas sociales con el patronato industrial, el obrerismo textil de Barcelona había conseguido la fijación de la jornada de trabajo en 10 horas. Determinados capos de la rama textil pretendieron, en contra de lo pactado, introducir una modificación restrictiva en las semanas en que se intercala­se algún día ferial. En esas semanas se añadiría media hora más a la jornada de trabajo de los sábados. Aunque la restric­ción era mínima, los obreros rechazaron por dignidad este recorte miserable y acudieron al Gobernador Civil. Pero la respuesta de éste fue, según palabras de Carlos Seco, orto­doxamente liberal: "no debía interferirse —dijo el Goberna­dor Civil— en un conflicto que debían resolver libremente los elementos sociales enfrenta­dos". Las masas reivindicaban el papel de sujeto y no el de ins­trumento al servicio de la bur­guesía en la lucha política.

Con la desaparición del parti­do moderado del General Narváez, el progresismo evolucionó simultáneamente hacia las tesis democráticas, el sufragio universal, por obra de una gran capacidad política, la del General Prim, que enarboló la bandera de la revolución contra los obstáculos tradicio­nales. No se puede olvidar que el trono de Isabel II se había obstinado por mantener en el poder al partido moderado, impidiendo que el partido pro­gresista accediera al mismo. Prim tuvo la habilidad de vin­cular la revolución a las reivin­dicaciones sociales más vivas en las masas populares, la su­presión de las quintas y de determinados impuestos muy impopulares (como el impues­to de consumo). Se llenaba la democracia política de un con­tenido material palpable. La libertad se haría democrática y la democracia implicaría unas necesarias transformaciones sociales. Lo que ocurrió des­pués con el sexenio democráti­co de 1868-1874 lo resumió el conferenciante en estos aspec­tos: 1) Lo que Prim llamaría "coronación de la revolución". Para él una vez logrado el triunfo de las tesis democráti­cas en el texto constitucional y en la ley electoral, para fijar la revolución había que instaurar más que restaurar la monar­quía atenida al dogma de la soberanía nacional pero con capacidad de arbitraje por encima de las pasiones parti­distas. Amadeo de Saboya se convertiría en el rey de los progresistas pero no de los espa­ñoles. 2) La democracia se demostró utópica porque las masas teóricamente incorpo­radas a la soberanía carecían de auténtica independencia para elegir libremente sus derechos ciudadanos, sujetas como estaban a unas estructu­ras económico-sociales de ca­racterísticas semifeudales en el ámbito agrario, teniendo en cuenta que la España de en­tonces era eminentemente rural y en su mayor parte inca­pacitada intelectualmente pa­ra fijarse criterios libres. Basta pensar para entender esto que el nivel de analfabetismo roza­ba por aquellas fechas el 70 por ciento de la población. Ya por entonces se estaba po­niendo de manifiesto la estre­cha vinculación de unas nece­sarias reformas sociales con las políticas, para que la democracia no fuera una farsa o un peligro y de momento la prue­ba evidente de esa realidad era el hecho de que los partidos que ocupaban el poder y que llevaban a cabo desde él una convocatoria de cortes jamás perdían las elecciones. Se ex­plica así que la política en vigor y la democracia que pretendían encarnar fueran ignoradas o rechazadas por las masas populares y que éstas se dejasen captar de inmediato por la nueva buena que venía a traerles un nuevo ciclo revo­lucionario: el de la Primera Internacional de trabajadores que reivindicaba una igualdad social y económica basada en el trabajo y rechazaba las es­tructuras políticas y los parti­dos e incluso el Estado.

El credo internacionalista que llega a España entre 1868-1869 es el de la teoría anarquista (Bakunin). En estas condicio­nes la fase final del sexenio democrático degenera en un auténtico caos: se produce una radicalización acelerada de la revolución política que Prim había pretendido fijar. Desa­parecida la monarquía de Amadeo se instala una repú­blica sin base parlamentaria pero que la tendrá holgada en cuanto se convoquen nuevas elecciones en abril de 1873, aunque con un nivel de vota­ciones reducido a la mínima expresión. Las elecciones dan una mayoría a los republica­nos pero la votación se reduce a un 40 por ciento del electora­do con derecho al voto.

Decidida la forma de repúbli­ca federal surgirá frente a ella la réplica revolucionaria de un federalismo de abajo arriba y atomizado en lo que se llamó el "movimiento cantonal". La necesidad de hacer frente a este desbordamiento revolu­cionario introducirá una nueva guerra civil junto a la que ya viene sosteniendo la república contra los carlistas, pero esa guerra civil se hace contra una mezcolanza inexplicable de fe­deralistas anárquicos, los can­tonalistas, y los anarquistas federales, los intemacionalis­tas. A esta situación puso fin primero la dictadura de Caste-lar y luego el golpe militar del General Pavía. El Sexenio prolongó la ficción republica­na sin parlamento durante unos años cuando la única sali­da posible sólo podía ser ya la monarquía histórica una vez liberada de las lacras por las que cayó en 1868. Tal fue la fórmula de la Restauración según Cánovas, que incardinó el joven rey Alfonso XII. La restauración de Cánovas supo­nía una continuación de la his­toria de España, fórmula que no debe entenderse como el entronque con la vieja mo­narquía secular, no proponía una vuelta al moderantismo isabelino sino una síntesis en­tre los términos dialécticos del ciclo revolucionario liberal. Cánovas rehuye la formula­ción democrática, pero se afir­ma en el ideario liberal y en este sentido la mejor justifica­ción del régimen es su volun­tad de apertura transaccionis­ta al haber sabido arbitrar una plataforma política de encuen­tro civilizado y dialogante en­tre las diferentes opciones políticas desde los carlistas a los republicanos.

La Constitución ecléctica de 1876 y el bipartidismo consa­grado en el Pacto de El Pardo fueron la cristalización de este régimen frente a la insolidaridad flagrante entre los parti­dos del remado de Amadeo.

En torno a 1890, ya muerto Alfonso XII, es el liberalismo fundamentalmente quien nu­tre la gran época de la restau­ración y que podría sintetizar­se con la fórmula moral de Gregorio Marañón. "Ser libe­ral es, de una parte, estar dis­puesto a aceptar que el adver­sario puede tener la razón y, de otra parte, que el fin no jus­tifica los medios". Ahora bien, la apertura a la izquierda asig­nada a Sagasta tenía como clave un retorno al sufragio universal y éste fue reimplantado en 1890. Ello supuso la democratización de la Restau­ración pero sólo en apariencia. De hecho se trataba de una simple ampliación del sufragio pero sin que ella alterase para nada la configuración del siste­ma, puesto que la Constitución de 1876 seguía manteniendo el principio de la co-soberanía y el equilibrio entre las dos cá­maras, compensando el se­nado el teórico democratismo del congreso de los diputados dado su carácter eminente­mente aristocrático y al mismo tiempo colectivo. El sufragio universal con el gran analfabe­tismo que existía reprodujo las mismas lacras de su primera experimentación en el Sexe­nio.

El 98 trajo como consecuencia —continuó explicando Carlos Seco— a través de las corrien­tes regeneracionistas, una exi­gencia básica de autenticidad frente a todo lo que había degenerado en ficción en los años del supuesto reciclaje democrático sagastino. Las grandes exigencias democrá­ticas de principios de siglo, comienzos del reinado de Alfonso XIII, vinieron desde dentro del sistema asumidas por los nuevos jefes de los dos partidos dinásticos: por la derecha en el proyecto de revolución desde arriba con Maura a la cabeza y por la izquierda en las modernísi­mas definiciones de la monar­quía del s. XX formuladas por Canalejas.
Para Maura se trataba de despertar la ciuda­danía, de descentralizar la administración para evitar la dañina articulación entre las oligarquías políticas asenta­das en Madrid y sus cliente­las, despóticamente asentadas a lo largo y a lo ancho de todo el país; sobre todo en los medios rurales mediante un caciquismo ancestral axfisiante.
Lo que no aparecía en los programas de regeneración política arbitrados por Maura era un eco efectivo de las reivindicaciones sociales que podían vitalizar la democra­cia y hacerla inofensiva según las exigencias del nuevo ciclo revolucionario vinculado a la Internacional y que ahora contaba con un partido obre­ro, el PSOE, fundado por Pablo Iglesias y que estaba ya en pleno desarrollo. Caso diferente es el de Canalejas, quien representa la más clara definición democrática de la primera mitad de nuestro siglo. Liberalismo y democra­cia bajo el arbitraje de una moderna monarquía adquieren plasmación teórica con una brillantez extraordinaria. Canalejas entiende esta modernización de la monar­quía bajo la extraña expre­sión de "nacionalización de la monarquía".
En segundo lu­gar, afirma que la pretensión de mantener intacta la teoría liberal en el juego de las relaciones sociales implica un fraude y una injusticia, sólo superables con un intervencionismo del Estado capaz de corregir desequilibrios afir­mados mediante el famoso lema liberal.
En tercer lugar, entiende Canalejas que las libertades políticas deben completarse y asegurarse con una reforma a fondo de las injustas y anquilosadas es­tructuras sociales. La necesi­dad de una amplia reforma agraria está ya presente en los programas regeneracionistas. El Estado debe realizar su arbitraje siempre que la liber­tad esté condicionada por vie­jos reductos reaccionarios y ello obliga a una nueva aper­tura al nuevo horizonte del socialismo.

Para España la doble expe­riencia regeneracionista (la de Maura y Canalejas) se frustró en el espacio de tres años. Maura quedó anulado políti­camente tras los sucesos de la semana trágica y Canalejas fue anulado físicamente tras el atentado anarquista sucedido en la Puerta del Sol. Cuando Maura vuelve al poder en 1918 se limita a actuar como un freno reaccionario abando­nando su viejo programa de la revolución desde arriba. En cuanto a Canalejas, no tuvo seguidores en su propio parti­do sino que fue precisamente en el lado conservador pero no en el maurismo, sino en una disidencia del maurismo (la que encarnó la figura de Eduardo Dato), donde se in­tentó de nuevo la síntesis de los ciclos revolucionarios a que Carlos Seco se había refe­rido anteriormente.

En 1921 un nuevo atentado anarquista haría perder la vida a Eduardo Dato; entre tanto se habían producido cambios espectaculares, que condicio­naron de forma decisiva la evolución de aquella pseudo-democracia de la Restaura­ción. El impacto indirecto de la Guerra Europea se tradujo en un súbito enriquecimiento desordenado y desigual, pro­ducto de la neutralidad es­pañola, y en la crecida de las organizaciones sindicales obreras bajo el estímulo del desarrollo industrial. Junto a la UGT socialista había surgi­do en 1911 la Confederación Nacional del Trabajo Anar­quista.

En 1922 se adhieren a la Ter­cera Internacional leninista de una parte los socialistas y de otra los anarquistas. Se produ­cen en este momento también extremas reivindicaciones se­cesionistas junto a la eclosión de los principios nacionalistas a través de los once puntos del presidente Wilson.
La dictadura de Primo de Ri­vera vino a liquidar el viejo y deteriorado instrumental po­lítico del canovismo sin la contrapartida de uno nuevo. Cuando la dictadura cayó, por ser —según el conferencian­te— Primo de Rivera en el fondo un liberal, la monarquía quedaba aislada entre el re­sentimiento de los viejos políticos que no perdonaron al rey que aceptara la dictadura en 1923 y el resentimiento de los amigos del dictador que no perdonaban al rey que lo des­pidiera en 1930.

La República aparece en 1931 como una auténtica eclosión democrática. La Segunda Re­pública fue una democracia abierta por primera vez a los socialistas. Fue la primera plasmación verdadera de la democracia en España. Según Carlos Seco, la de 1869 estaba muy lejos de poder ser asumi­da por el pueblo, la de 1890 fue una ficción, la de 1931 supuso una eclosión eminentemente popular y fue respaldada de­mocráticamente incluso por el propio rey, pero no tardaría en convertirse en una democracia traicionada por los que se de­cían sus defensores, que a la hora de la verdad no quisieron o no supieron practicarla.

Durante cuarenta años hemos vivido bajo el mito de Franco y de la única España frente a una presunta anti-España, precisamente la que simboli­zaba Azaña. Pero ahora — explicó el conferenciante— estamos cayendo en el mito de Azaña convertido en encarna­ción de la democracia pura y urge poner las cosas en su lugar. Para ello —añadió— es preciso valorar ante todo lo que Azaña significó positiva­mente: fue ante todo, y sobre todo, un intelectual y escritor de indudable calidad. Político en cuanto intelectual y, en cierto modo, intelectual en cuanto político. Comparar su calidad literaria con lo que representan novelistas como, por ejemplo, Pérez de Ayala o con el dramaturgo Valle-Inclán sería notoriamente injusto. Azaña cuando escribe para el teatro o novelas no está a la altura de estas grandes figuras. La auténtica dimen­sión literaria de Azaña fue el ensayo y en esto sí que se puede decir que se halla a la misma altura que Ortega, Marañón o Madariaga, coetá­neos suyos. Los diarios de Azaña hallan difícil parangón dentro del género. Otros polí­ticos escribieron sus memo­rias, pero no son comparables con la extraordinaria calidad de los cuadernos de Azaña. En el terreno de la pura creación, entre el diálogo dramático y el ensayo, La Velada en Benicarló representa una de las gran­des cumbres literarias. En cuanto a su calidad de orador hay que reconocer también que era extraordinario, respal­dado siempre por su alto nivel de cultura literaria. Esta signi­ficación intelectual sustenta una última versión del regene-racionismo engendrado por la crisis del 98: el regeneracionis-mo republicano. A veces —explicó Carlos Seco— sus palabras traducen literalmente conceptos de Costa.
Azaña persigue objetivos similares a los que se plantean los grandes pensadores de la Generación del 98 y del 14.
Sin embargo, los errores de Azaña fueron los siguientes:
En primer lugar, la negación de aquello que él pretendía encarnar, el libera­lismo y la democracia; pues se apegó a la convivencia civiliza­da con sus adversarios, lo cual había sido la gran virtud de Cánovas, cerrando así hori­zontes a la República al no admitir acceso a ella a aquellos que suponían un posibilismo integrador desde la tradición anterior al catorce de abril. La máxima expresión de la in­transigencia la daría no exac­tamente Azaña sino Alvaro Albornoz, radical socialista, quien formuló en las Cortes Constituyentes: "no más Pac­tos de Vergara, no más Pactos de El Pardo, si quieren hacer la guerra civil que la hagan". Estas palabras fueron una pre­monición.
El segundo error de Azaña fue el de identificar la democracia con la república y la república con su propia ver­sión de la república.

Las elecciones de 1933 fueron el preludio de lo que luego fue el grave atentado contra la de­mocracia de la revolución de octubre de 1934. Quedaban dos años para que estallara la guerra civil, peor negación to­davía tanto del liberalismo como de la democracia. Con­trastando aquella malograda eclosión democrática que fue la Segunda República con lo que ha sido el logro de la ac­tual monarquía se puede decir que el éxito de ésta — terminó Carlos Seco— sería de un há­bil, capaz y prudente liderazgo que, por una parte, potenció la tolerancia, la igualdad de dere­chos y el consenso, y, por otra parte, estuvo dispuesto a evitar los errores del pasado re­pudiando el legado sectario de la Segunda República; puesto que ésta tuvo contra sí las con­diciones en que hubo de de­senvolverse pero desde luego fue mal servida por sus propios líderes que facilitaron el traba­jo a sus propios enemigos. C.H.LL.

1 comentario:

santi dijo...
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