Manuel
Azaña presidente de la República.
Aquel
mismo día, y al siguiente [7 y 8 de mayo de 1937], me visitaron
representaciones de los partidos del Frente Popular (...) Giral me visitó en
representación de los partidos republicanos.
Me dijo
que tanto los republicanos como los socialistas y los comunistas estaban
persuadidos de que la situación no podía prolongarse. Los comunistas estaban
decididos a darle la batalla a Largo [Caballero] en el primer Consejo que se
celebrase.
No
estaban conformes con la política de Guerra ni con la política de Orden
Público. No querían que Largo continuase con la Presidencia y con la cartera de
Guerra. No podían soportar más tiempo que Largo hiciera y deshiciera a su
antojo sin dar cuenta al Gobierno.
Cuando
algún ministro preguntaba por los asuntos de Guerra y pedía noticias, Caballero
contestaba: "Se enterará usted por los periódicos".
Tampoco
contaba para nada con el Consejo Superior de Guerra, que apenas se reunía
(organización inútil, por lo demás, tal como la había organizado Largo,
siguiendo la pauta de las comisiones sindicales). Añadió Giral que los
republicanos, socialistas y comunistas formaban una piña que facilitaría
cualquier solución, pero que, al menos los republicanos, no querían lanzarse a
nada que pudiese colocarme en una situación difícil o sin salida.
(...)
Ahora, al cabo de los meses, los mismos que habían levantado a Largo y admitido
a la FAI, no podían soportarlos y se volvían hacia mí, como llamado a resolver
la dificultad. Sin hacer sobre el caso ningún comentario sarcástico, ni
desconocer tampoco que entre gentes de poca perspicacia política y vacilante
valor cívico, ciertos escarmientos son dolorosamente inevitables para curarse
de boberías, me creía en el caso de llamarles la atención sobre lo crítico de
las circunstancias. Largo se creía poderoso en la UGT, y manifiestamente le
apoyaba (¡quién lo creyera!) la CNT. Era también conocida su cólera contra los
comunistas, y su ninguna gana de soltar el poder.
Más aún:
tenía yo la impresión de que Largo se consideraba como el único artífice de la
victoria. El Gobierno apenas cuenta con fuerzas armadas; las sindicales tienen
las armas en la mano. El Parlamento, muy a mi pesar, no funciona. Cuantas veces
le he dicho al Gobierno que convenía convocarlo, ha ido difiriéndolo; yo no
tengo potestad para convocarlo personalmente. La cuestión actual, planteada en
las Cortes, se resolvería de un modo normal. Tampoco hay prensa.
Los
periódicos parecen escritos por la misma mano; no imprimen más que diatribas
"contra el fascismo internacional" y seguridades de victoria, con más
disputas entre sindicatos y comités. Ni asomo de indicaciones políticas útiles.
Los partidos tampoco funcionan, fuera de recolectar prosélitos de cualquier
manera y de toda procedencia, y de repetir lugares comunes sobre "la
revolución".
(...) El
jueves (13) hubo Consejo de Ministros, desde las cuatro hasta las diez y media.
A esta hora, inusitadamente, Caballero me llamó por teléfono pidiendo verme
aquella misma noche. "Ya está el toro en la plaza", me dije. Vino al
momento. Me refirió brevemente, y con la imprecisión huidiza a que no me
acostumbro, lo sucedido.
Larguísimo
Consejo, enojosas discusiones, palabras duras. Los comunistas habían hecho una
crítica violenta de la política de Guerra y de Orden público, exigiendo una
rectificación inmediata y solemne. Parece ser que Largo les dijo que no tenía
nada que rectificar y que el que no estuviera conforme ya sabía lo que tenía
que hacer.
Por
conclusión, los dos ministros comunistas se levantaron, abandonando el Consejo.
Cuando Largo se calló, sin haberme dicho todavía nada de su dimisión, hablé yo
un poco para examinar la situación que se creaba y su gravedad, sus
consecuencias. Mientras yo hablaba, Largo, fruncidos los párpados, me clavaba
una mirada aguda, como si quisiera penetrar hasta el fondo de mis intenciones.
(...) El
caso fue que cuando terminé de hablar, sin haberme salido de las generalidades
primeras, y le dije: "¿Qué me propone usted o me aconseja?", se
decidió a lo que tal vez no venía dispuesto: "Le presento al señor
presidente mi dimisión".
(...)
Hice venir aquella misma noche a Prieto y Giral, para conocer mejor lo sucedido
en el Consejo y cité a Martínez Barrio para primera hora de la mañana
siguiente. Los dos ministros se quedaron admirados cuando les dije que Largo
había dimitido.
El
Consejo había sido penosísimo, de inusitada violencia y groserías. Largo llamó
a los comunistas "embusteros y calumniadores". Y en cosas tales, se
gastaron seis horas. Los socialistas, por boca de Negrín, habían apoyado las
tesis de los comunistas y también los republicanos habían dicho algo. Cuando
los comunistas abandonaron la sala del Consejo, los demás ministros
consideraron la conveniencia de hacerlos volver y algunos se ofrecieron y se
encargaron de hablar con ellos, para disipar la tormenta y que asistieran a
otro Consejo. La sesión se había levantado sin que Largo hablase de su
propósito de dimitir, y cuando tenía anunciado que saldría de Valencia dos o
tres días después, creyeron que la cuestión política no se plantearía (...) ni
Prieto ni Giral sabían a qué atribuir la repentina decisión de venir a verme y
dimitir (...).
A la
mañana siguiente, Martínez Barrio me declaró que consideraba la crisis muy
peligrosa, por la actitud que podían tomar las sindicales en el caso de
prescindir de Largo. No desconocía el mal estado del Gobierno, y la dificultad
de que continuase tal como estaba. Era, en suma, partidario de aplazar la
cuestión, que podría ser, una vez publicada, un salto en lo desconocido. Yo no
lo temía así, enteramente; salvo el peligro de una alteración del orden por
parte de algunos sindicatos y de los anarquistas. A Largo se le creía mucho más
poderoso en la UGT de lo que realmente era. Y la gente, en general, estaba
harta de abusos y de ineptitudes (...).
(...) Me
decidí a encargar del Gobierno a [Juan] Negrín. El público esperaría que fuese
Prieto. Pero es-taba mejor Prieto al frente de los ministerios militares
reunidos, para los que, fuera de él, no había candidato posible. Y en la
presidencia, los altibajos de humor de Prieto, sus "repentes", podían
ser un inconveniente. Me parecía más útil, teniendo Prieto una función que
llenar, importantísima, adecuada a su talento y a su personalidad política,
aprovechar en la presidencia la tranquila energía de Negrín.
(...)
Llegó Negrín. No le sorprendió demasiado el encargo. Opuso algunos reparos,
fundados en que había otras personas de mayor relieve. No le dejé continuar. Le
recomendé mucho que redujese el Ministerio a la mitad, para lo que convendría
que las representaciones de los partidos fuesen en lo posible unipersonales. La
reunión de los ministerios militares en la persona de Prieto le pareció que no
encontraría obstáculos. Quedamos en que el ministro de Estado (*) sería Giral.
Ofrecería un puesto en el Gobierno a la CNT y otro a la UGT. Me pidió permiso
para dar cuenta del encargo que había recibido al Comité Ejecutivo Socialista.
Y con esto se fue.
Todo el
día transcurrió en espera del resultado. Había opiniones para todos los gustos.
Era seguro que las sindicales no aceptarían la presidencia de Negrín ni la
reducción de sus representantes. Además, el puesto que se les ofreciera no
sería ni en ministerios de mando de fuerzas ni en los relacionados con la
economía. Rehusada la colaboración por las sindicales, Negrín debía intentar
formar el Gobierno sin ellas. Parecía persuadido de que lo conseguiría. Pasada
la medianoche vino Negrín a darme cuenta de sus trabajos y me dio la lista del
nuevo Gobierno, que aprobé, citándolos para ser recibidos a la mañana
siguiente.
31 de
mayo
El nuevo
Gobierno ha sido recibido con general satisfacción. La gente ha dicho ¡Uf! y ha
respirado. Se espera de él energía, decisión, voluntad de gobernar,
restauración de los métodos normales en la vida pública, apabullamiento de la
indisciplina (...) Negrín, poco conocido, joven aún, es inteligente, cultivado,
conoce y comprende los problemas, sabe ordenar y relacionar las cuestiones.
Podrá estarse conforme o no con sus puntos de vista personales, pero ahora,
cuando hablo con el jefe del Gobierno, ya no tengo la impresión de que estoy
hablando a un muerto. Esto, al cabo de los meses, es para mí una novedad venturosa.
Parece un hombre enérgico, resuelto, y en ciertos aspectos, audaz. Algunos creerán
que el verdadero jefe del Gobierno será Prieto. Se engañan. No solamente porque
Prieto es sobrado inteligente para salirse de su papel, sino porque el carácter
de Negrín no sirve para eso. Deseo ardientemente que les acompañe el acierto.
(*) Nota
de La Insignia: En los gobiernos de la República, ministro de Asuntos
Exteriores
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