Señor presidente:
El informe del secretario general que discutimos, consagra una atención justificada a las repercusiones internacionales de la lucha en España. Permitidme que exponga hoy a la Asamblea, en forma tan franca como leal, el pensamiento del Gobierno español a su respecto.
Hace catorce meses que en España estalló una rebelión militar. Cuestión de orden interior. No incumbe ni incumbía a la Sociedad de Naciones.
Ciertamente que los contactos de los jefes rebeldes con los medios oficiales de Alemania e Italia nos eran conocidos; de ellos tuvimos después más de una prueba abrumadora al caer en nuestras manos, con los archivos de los partidos comprometidos en la subversión, la clave de la conjura. Pero, en tanto que rebelión militar interior, mientras no se vio abiertamente asistida por la intervención extranjera, el Gobierno español no tenía por qué tratar de interesar a nadie en un problema que sólo a él le correspondía afrontar. Para resolverlo rápidamente, contaba con la adhesión de su pueblo, cuyo sentir acababa de manifestarse en unas elecciones hechas con la sola idea de estrangular a la opinión democrática, y que por las mismas condiciones en que se desarrollaron, tan desfavorables para nosotros, dieron a la nueva mayoría parlamentaria una autoridad nacional muy por encima, incluso, de la simple superioridad numérica. Sin la intervención extranjera, el liquidar la rebelión -eso lo ha olvidado ya todo el mundo por sabido- habría sido cuestión de unas semanas.
La intervención comienza tan pronto como fracasa la táctica de la sorpresa. Ante la incapacidad rebelde para vencer de un solo golpe la inesperada resistencia republicana, Alemania e Italia, queriendo, por lo visto, demostrar que una vez al menos sabían cumplir sus compromisos internacionales, pasan del apoyo político a la rebelión, a sostenerla con las armas. Los envíos de material de guerra alemán e italiano a los rebeldes adquieren en el curso de pocos días un ritmo acelerado. A falta de otra ayuda que conceder por el momento, Portugal ofrece generosamente desde el principio la colaboración ilimitada de sus puertos y fronteras, a fin de reducir en lo posible las incomodidades de transporte.
Cuando en el mes de septiembre España viene a la Asamblea, la rebelión militar ha dejado ya de ser un asunto español. El acuerdo de no intervención, apenas firmado, acusa por sí sólo el carácter internacional del conflicto. España sube a esta tribuna no para hablar de su guerra interior, sino para, con cruda lealtad y en cumplimiento de sus deberes hacia la Sociedad de Naciones, denunciar la existencia en Europa de un estado de guerra. "Los campos ensangrentados de España son ya, de hecho, los campos de batalla de la guerra mundial", dice en esa ocasión quien ostentaba aquí la representación de mi país. Y todo lo ocurrido desde entonces ha venido a demostrar trágicamente la justeza de sus palabras.
En sí mismo, el acuerdo de no intervención, aparte de constituir un atentado flagrante a los derechos de una nación soberana, y de estar en contradicción profunda con las normas más elementales de la ley internacional, supone la primera concesión, en el caso de España, a la política del hecho consumado, practicada con éxito tan halagador, gracias a la tolerancia de los demás, por los llamados Estados totalitarios.
Pero el acuerdo de no intervención, concertado entre el juego ya claro de las potencias instigadoras y aliadas de la rebelión, que retrasan la firma hasta cerciorarse de que su último envío de aviones ha llegado a su destino, vino ya a legalizar el hecho consumado de la intervención alemana e italiana en los asuntos de España, prestada por aquel tiempo, en la medida juzgada entonces suficiente, por el mando rebelde.
La no intervención nace con esa tara fatal. Es una claudicación que ha de conducir luego, a lo largo de la penosa existencia del Comité de Londres, a innumerables otras claudicaciones. Sin quererlo, sus nobles promotores agravan la intervención ya consumada de Alemania e Italia con otra forma de intervención que consiste en atar de pies y manos al Gobierno español, impidiéndole proveerse libremente de los medios de guerra necesarios para reducir la rebelión, y vencerla.
Durante catorce meses, Europa ha asistido estremecida hasta lo más hondo de sus masas populares, y también en aquellas esferas donde la contemporización con el agresor no ha destruido la sensibilidad para reaccionar ante las violaciones de la justicia y del derecho, al desarrollo de esta nueva modalidad de la guerra, que no necesita de declaración previa para sembrar sus horrores sobre el territorio codiciado. Cada país pacifista sabe ya con la experiencia de España que no le basta con vivir sin designios de hostilidad hacia nadie, sin ambiciones territoriales, sin una política de aventura susceptible de mezclarle en probables complicaciones, su vida de nación tan celosa de la libertad y de la independencia propia como de la ajena, para sentirse a cubierto del zarpazo brutal de quienes han elevado a la categoría de filosofía del Estado el culto a la violencia (...)
Sí, Europa ha asistido a este ultraje inaudito a su civilización y a su honor. Pero España lo ha sufrido en su propia carne. La sangre de los caídos en la defensa común a todos los pueblos libres pide, en esta última hora, que sean reparados los errores de una política que con el mejor deseo en unos y la más deleznable intención en otros, es por sí sola responsable de la situación actual. Al punto en que hemos llegado, aferrarse a la ficción de la no intervención es trabajar, consciente o inconscientemente, por la prolongación de la guerra.
Nadie podrá reprocharle al Gobierno de la República el no haber llegado en su decisión de contribuir por su parte a la localización del conflicto, a sacrificios que en el orden internacional ningún otro pueblo ha rebasado jamás. Cada iniciativa dirigida a impedir una extensión de la guerra encontró en nosotros la colaboración más leal.
Fiel a la posición adoptada desde el primer día, considerando a la Sociedad de Naciones como la expresión jurídica de un sistema de derechos y obligaciones sobre el cual únicamente puede edificarse la paz, España ha comparecido una y otra vez ante vosotros, en la Asamblea y en el Consejo, para decir nada más que esto: que informada de unos hechos cuyo consentimiento amenazaba la esencia misma de la alta institución, buscásemos entre todos la manera de ponerles remedio, y de evitar que la Sociedad de Naciones, mal aconsejada por quienes creen que el mejor modo de servirla es ayudarle a cerrar los ojos ante las situaciones difíciles, se nos hundiese en cualquier momento en el más estrepitoso descrédito moral.
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