A los políticos nunca les interesa del pasado más que el modo de retorcerlo para justificar el presente.
Intento de deslegitimar la Transición, con su pacto de reconciliaciones y concordias, para rescatar el viejo dualismo de las dos Españas y sostener en el enfrentamiento un proyecto político revisionista que se presenta como adalid de la ruptura pendiente.
Así la Transición vendría a ser como un acuerdo vergonzante forzado por el miedo, el ruido de sables y la teoría del mal menor.
Ahora ha llegado el momento de poner las cosas en su sitio, al revés: los antiguos malos convertidos en buenos y los buenos en malos.
El eterno péndulo en el que se balancean las derrotas de esta vieja nación zarandeada por los prejuicios.
Hace tiempo que la Historia de verdad, la que escriben los sabios, los estudiosos, los expertos, ha contado los muertos, ha hecho inventario de los errores, ha hurgado en las trincheras del odio, ha analizado aquel horror convulso de revoluciones impregnadas de rencor y traiciones disfrazadas de idealismo. Lo que resulta es un relato descalabrado y cruel de una sociedad surcada por un odio atávico. Nada de lo que tengamos que enorgullecernos, y sí un inmenso océano de vergüenza moral.
Lo habíamos superado. No olvidado, pero sí dejado atrás, desde la convicción de que no servía para construir un futuro. Ahora nos quieren plantear esa memoria de enconos para crear con ella el soporte ideológico de una política divisionista.
Y lo han logrado en parte:
*.- un atizar de muertos,
*.- una batalla de esquelas,
*.-un memorial de mutuos agravios.
Con lo que había costado mañanar este país de sórdidos ayeres, y ahora nos entretenemos otra vez en la maldita guerra de los abuelos, malcontada por unos nietos irresponsables.
viernes, 19 de junio de 2009
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