En su reunión del mes de mayo, el Consejo adoptó una resolución cuya aplicación habría supuesto un progreso considerable en los esfuerzos para hacer efectiva la no-intervención. Me refiero al retiro de los combatientes no españoles. Hace ya mucho tiempo que el Gobierno de la República se había pronunciado en favor de esa medida, que no era sino la consecuencia lógica de la no-intervención. Pero además, el retiro de los combatientes no españoles significaba la terminación rápida, a corto plazo, de la guerra.
Desde hace más de seis meses, el ejército rebelde de los comienzos ya no interesa a la España republicana. Se oye hablar a la gente de los telegramas del extranjero que anuncian, por ejemplo, la partida de nuevos contingentes militares de los puertos italianos, pero nada se dice nunca, en cambio, sobre el mando rebelde o las nuevas reclutas de los facciosos. Es mucho más fácil oír a un campesino español del territorio leal pronunciar, mejor o peor, los nombres de los generales italianos que mandan el ejército del Norte que los de los generales españoles que operan bajo las órdenes de los primeros.
La guerra de invasión ha hecho pasar a segundo plano la guerra civil. Constituye un espectáculo emocionante, en verdad, el de ver el júbilo, tan de acuerdo con la sensibilidad española, que sienten los desertores del territorio rebelde, cada día por otra parte más numerosos, cuando logran llegar hasta nuestras trincheras. Es como si regresaran de un país extranjero a su propia patria. El odio al invasor es, en la mayor parte de los casos, lo que les decide a arriesgar el todo por el todo, antes que permanecer bajo la servidumbre de aquellos que, a pretexto de salvarlos de una serie de males que ellos mismos no han sufrido nunca, se apoderan del país.
Y no son solamente los desertores quienes se encuentran en este caso. Con frecuencia, centenares de prisioneros piden que se les permita combatir bajo la bandera de la República. Y si algunos de ellos viviesen todavía en la ignorancia de la verdad, bastan unas cuantas semanas de permanencia entre nosotros para convencerles de que la llamada España roja no se parece en nada al infierno del que les habían hablado. Sus observaciones son en todo semejantes a las que hicieron en el curso de su visita a España la duquesa de Atholl y el dean de Canterbury. En esas circunstancias, con una política por parte del Gobierno español que tiende en todos sus aspectos no a destruir a los españoles que están del otro lado, ni aun siquiera si se encuentran en la línea de fuego, sino a hacerles venir a nosotros y a ganarles para la causa de España, el retiro de los combatientes no españoles habría, sin asomo de duda, comportado la terminación de la guerra en un plazo de alrededor de dos meses.
La resolución del Consejo provocó una corriente de satisfacción y de optimismo. A las 48 horas, ya habían encontrado los Estados intervencionistas el modo de torpedearla. El incidente del "Deutschland", con el subsiguiente bombardeo de Almería, absorbió la atención de quienes, ante esta nueva agresión, lo supeditan todo a calmar la furia de sus autores. La infamia sin nombre de la destrucción de Almería produjo el efecto buscado. En la impaciencia de lograr que el Estado agresor consintiese graciosamente en reincorporarse de nuevo al sistema de control, el Comité de Londres dejó escapar de entre las manos la cuestión del retiro de los "voluntarios".
Combatientes no españoles, no "voluntarios", como se ha pretendido designarlos frecuentemente bajo una equívoca denominación común. Voluntarios de veras son sólo aquellos que luchan en nuestras filas. Arrojados en la mayoría de los casos de su propio país por el terror fascista, convencidos de que la causa de España es la causa de la libertad mundial, su auténtica silueta se afirma desde el momento en que, para venir a nosotros, han tenido que comenzar por oponer a los obstáculos de todo género que acompañaba a su partida, el tesón de su entusiasmo y de su voluntad.
Frente a ellos, las divisiones italianas; los artilleros, aviadores y tanquistas alemanes; los contingentes marroquíes, todos ellos enviados a España a una voz de mando, o reclutados por el hambre y la coacción en la zona del Protectorado.
Un carácter distinto como la noche del día. La amistad de Alemania e Italia a los rebeldes no es otra cosa que un pacto de ocupación. A cambio de la ayuda alemana e italiana, los rebeldes les han entregado el país. Alemania e Italia han ido a España no para ayudar, sino para quedarse. Únicamente la inocencia incorregible de quienes no quieren darse cuenta de lo que significa España para Alemania y para Italia en sus planes de agresión a Europa, pueden consolarse a sí mismos con la ilusión de que, aunque los rebeldes vencieran, bastaría sacarles de sus apuros financieros para arrancarles de la garra de sus amos o, en último caso, seducir a estos con la promesa de alguna compensación en cualquier otra parte.
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