Aunque las fuerzas políticas que provocaron el advenimiento de la segunda república en abril de 1931 insistieron en el carácter popular y transparente del acontecimiento, lo cierto es que tanto las cortes constituyentes como los primeros gobiernos republicanos contaron con una extraordinaria proporción de masones. Durante los meses siguientes, el nuevo régimen se empeñaría en un enfrentamiento laicista contra la iglesia católica e iniciaría la redacción de un proyecto constitucional de características muy peculiares. Tanto que cabe preguntarse: ¿fue de inspiración masónica la constitución de la segunda república?
La proclamación de la segunda república el 14 de abril de 1931 vino seguida por una extraordinaria actividad política que partía del seno de las logias masónicas. Así, de manera bien significativa, en la Asamblea nacional de la Gran Logia Española de 20 de abril de 1931 —apenas había transcurrido una semana desde el nacimiento del nuevo régimen— resultó aprobada la “Declaración de Principios adoptados en la Gran Asamblea de la Gran Logia Española”. Entre ellos se establecía de forma bien reveladora la “Escuela única, neutra y obligatoria”, la “expulsión de las Órdenes religiosas extranjeras” (una referencia bastante obvia a los jesuitas) y el sometimiento de las nacionales a la ley de asociaciones. En otras palabras, la masonería estaba decidida a iniciar un combate que eliminara la presencia de la iglesia católica en el terreno de la enseñanza, que sometiera la educación a la cosmovisión de la masonería y que implicara un control sobre las órdenes religiosas sin excluir la expulsión de la Compañía de Jesús.
Con semejante planteamiento, no resulta sorprendente que los masones —que hasta ese momento habían participado de manera muy activa en las distintas conjuras encaminadas a derribar la monarquía parlamentaria— ahora se entregaran febrilmente a la tarea de copar puestos en el nuevo régimen. Como expondría el masón José Marchesi, “Justicia”, a los miembros de la logia Concordia en el mes de abril de 1931, “es preciso que la Orden masónica se aliste para actuar en forma que esa influencia que en la vida pública nos atribuyen... sea realmente un hecho, un hecho real y tangible”. Según Marchesi, la masonería debía “escalar las cumbres del poder público y llevar desde allí a las leyes del país la libertad de conciencia y de pensamiento, la enseñanza laica y el espíritu de tolerancia como reglas de vida”. En otras palabras, la masonería debía controlar el nuevo régimen para modelarlo de acuerdo no con principios de pluralidad sino con los suyos propios.
Desde luego, no se puede decir que el éxito no acompañara a esos planes. Por el contrario, los datos al respecto son irrefutables. La segunda gran jerarquía de la masonería, Diego Martinez Barrios, y otros masones ocuparon diversas carteras en el gobierno provisional. Con la excepción de Alejandro Lerroux, que pertenecía entonces a la Gran Logia española, el resto estaban afiliados al Grande Oriente. Así, Casares Quiroga, Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz y Fernando de los Ríos, ministro de Justicia, pertenecían a la masonería. En el segundo gobierno provisional, del 14 de octubre al 16 de diciembre de 1931, entró además José Giral. Se trataba de seis ministros en total aunque algunas fuentes masónicas elevan la cifra hasta siete. A esto se sumaron no menos de quince directores generales, cinco subsecretarios, cinco embajadores y veintiún generales. Para un movimiento que apenas contaba con unos miles de miembros en toda España, se trataba de un éxito extraordinario. Sin embargo, donde se puede contemplar con más claridad el éxito de la masonería es en el terreno electoral.
De hecho, asombra la manera en que las distintas logias lograron colocar a sus miembros en las listas electorales. Los ejemplos, al respecto, resultan, una vez más, harto reveladores. En la zona de jurisdicción del Mediodía de 108 candidatos elegidos, 53 eran masones; en la zona regional madrileña, la Centro, los candidatos masones elegidos fueron 23 de 35; en la zona de la Gran regional de Levante, de los 37 candidatos elegidos, 25 fueron masones; en la zona regional nordeste, de los 49 candidatos, 14 fueron masones; en Canarias, finalmente, de 11 candidatos elegidos, 4 fueron masones. Las cifras completas de masones diputados varían según los autores pero en cualquier caso son muy elevadas dada la escasa extensión demográfica del movimiento. De los 470 diputados, según Ferrer Benimeli, 183 tenían conexión con la masonería. Sin embargo, las logias Villacampa, Floridablanca y Resurrección de La Línea afirmaban en octubre de 1931 que en las cortes había 160 diputados masones, razón por la cual contaban con la fuerza suficiente para lograr la disolución de las órdenes religiosas. Finalmente, María Dolores Gómez Molleda ha proporcionado una lista de 151 diputados masones que debería considerarse un mínimo. En cualquiera de los casos hay que convenir que se trata de una proporción extraordinaria de las cortes y que demuestra una capacidad organizativa extraordinaria. De hecho, el poder de la masonería llegó hasta el extremo de poder imponer como candidatos en provincias a un número de madrileños —una de las provincias donde había más afiliados— realmente muy elevada. Los criterios de funcionalidad de las logias lograron —al parecer sin mucha dificultad— vencer totalmente los localismos.
Detengámonos ahora a ver la manera en que el peso extraordinario de la masonería en las cortes constituyentes quedó distribuido entre los distintos partidos. De los dos diputados liberal-demócratas, uno era masón; de los doce federales, siete; de los treinta de la Ezquerra, once; de los treinta de Acción republicana, dieciséis; de los cincuenta y dos radical-socialistas, treinta; de los noventa radicales, cuarenta y tres e incluso de los ciento catorce del PSOE, treinta y cinco. A estos habría que añadir otros ocho diputados masones pertenecientes a otros grupos. En otras palabras, la masonería extendía su influencia sobre partidos de izquierdas y de derechas, jacobinos y nacionalistas, incluso sobre los marxistas revolucionarios como el PSOE cuyos diputados, por lo visto, no tenían ningún problema en conciliar el materialismo dialéctico con la creencia en el Gran Arquitecto.
Con esas cortes —y esos ministros— iba a abordarse la tarea de redacción de la nueva constitución republicana.
Como tuvimos ocasión de ver en la entrega anterior, el porcentaje de masones que formaron parte tanto de las cortes constituyentes de la segunda república como del gobierno fue extraordinariamente considerable y, sin lugar a dudas, desproporcionado cuando se piensa en un colectivo que en todo el territorio nacional apenas agrupaba a unos millares de personas.
Por si semejante circunstancia no fuera suficiente para asegurar a la masonería una extraordinaria fuerza política, a ella se sumó —y no resulta extraño— una clara voluntad de influir de manera decisiva en el régimen republicano no sólo mediante la ocupación de cargos de decisión sino, muy especialmente, a través de la inyección en aquel de una cosmovisión acentuadamente masónica.
El mismo 20 de abril de 1931, apenas a una semana de la proclamación de la segunda república, se celebró la Asamblea nacional de la Gran Logia española en la que se adoptó una Declaración de Principios que actualizaba la antigua Constitución de la entidad. Entre los ahora introducidos se hablaba de la necesidad de una “escuela única, neutra y obligatoria”, de la “expulsión de las órdenes religiosas extranjeras” y el sometimiento de las nacionales a la Ley de Asociaciones. En otras palabras, se planteaba un esquema laicista en el que la iglesia católica se vería apartada de la enseñanza y además los jesuitas —conocidos por su papel en este terreno y en el de los negocios— desaparecerían de la vida nacional. Por chocante que pueda parecer para muchas mentalidades contemporáneas, la masonería estaba convencida de encontrarse ante una oportunidad histórica verdaderamente excepcional en el curso de la cual podía acometer dos objetivos esenciales para ella: la eliminación de la iglesia católica como rival ideológico y su sustitución por una cosmovisión laicista típica de la masonería.
En el curso de la Gran Asamblea celebrada en Madrid durante los días 23, 24 y 25 de mayo de 1931 —es decir, justo un mes después— la Gran Logia española acordó enviar una carta a Marcelino Domingo en la que se comentaba con satisfacción como “algunos de los puntos acordados en dicha Gran Asamblea han sido ya recogidos en el Proyecto de Constitución pendiente de aprobación” añadiendo: “celebraríamos que usted se interesase para que fuesen incorporados a las nuevas leyes que ha de dictar el Primer Parlamento de la República los demás extremos de nuestra Declaración que aún no han sido aceptados”. Difícilmente, se hubiera podido ser más transparente con un hermano ciertamente bien ubicado en el nuevo reparto de poder.
Durante los meses siguientes —y de nuevo resulta un tanto chocante desde nuestra perspectiva actual— el tema religioso se convirtió en la cuestión estrella del nuevo régimen por encima de problemáticas como la propia reforma agraria. La razón no era otra que lo que se contemplaba, desde la perspectiva de la masonería, como una lucha por las almas y los corazones de los españoles. No se trataba únicamente de separar la iglesia y el estado como en otras naciones sino, siguiendo el modelo jacobino francés, de triturar la influencia católica sustituyéndola por otra laicista. Justo es reconocer, sin embargo, que la masonería no se hallaba sola en ese empeño aunque sí fuera su principal impulsora. Para buena parte de los republicanos de clases medias —un sector social enormemente frustrado y resentido por su mínimo papel en la monarquía parlamentaria fenecida— la iglesia católica era un adversario al que había que castigar por su papel en el sostenimiento del régimen derrocado. Por su parte, para los movimientos obreristas —comunistas, socialistas y anarquistas— se trataba por añadidura de una rival social que debía ser no sólo orillado sino vencido sin concesión alguna. Es verdad que frente a esas corrientes claramente mayoritarias en el campo republicano hubo posiciones más templadas como las de los miembros de la Institución libre de enseñanza o la de la Agrupación al servicio de la República pero, en términos generales, no pasaron de ser la excepción que confirmaba una regla generalizada.
A pesar de todo lo anterior, inicialmente la comisión destinada a redactar un proyecto de constitución para que fuera debatido por las cortes constituyentes se inclinó por un enfoque del tema religioso que recuerda considerablemente al consagrado en la actual constitución española de 1978. En él, se recogía la separación de iglesia y estado, y la libertad de cultos pero, a la vez, se reconocía a la iglesia católica un status especial como entidad de derecho público reconociendo una realidad histórica y social innegable. La Agrupación al servicio de la República —y especialmente Ortega y Gasset— defendería esa postura por considerarla la más apropiada y por unos días algún observador ingenuo hubiera podido pensar que sería la definitiva. Si no sucedió así se debió de manera innegable a la influencia masónica.
De hecho, durante los primeros meses de existencia del nuevo régimen la propaganda de las logias tuvo un tinte marcadamente anticlerical y planteó como supuestos políticos irrenunciables la eliminación de la enseñanza confesional en la escuela pública, la desaparición de la escuela confesional católica y la negación a la iglesia católica incluso de los derechos y libertades propios de una institución privada. Desde luego, con ese contexto especialmente agresivo, no deja de ser significativo que se nombrara director general de Primera Enseñanza al conocido masón Rodolfo Llopis —que con el tiempo llegaría a secretario general del PSOE— cuyos decretos y circulares de mayo de 1931 ya buscaron implantar un sistema laicista y colocar a la iglesia católica contra las cuerdas. Se trataba de unos éxitos iniciales nada desdeñables y en el curso de los meses siguientes, la masonería lograría dos nuevos triunfos con ocasión del artículo 26 de la Constitución y de la Ley de confesiones y congregaciones religiosas complementaria de aquel. En su consecución resultó esencial el apoyo de los diputados y ministros masones, un apoyo que no fue fruto de la espontaneidad sino de un plan claramente pergeñado.
Ha sido el propio Vidarte —masón y socialista— el que ha recordado cómo “antes de empezar la discusión los diputados masones recibimos, a manera de recordatorio, una carta del Gran Oriente (sic) en la que marcaba las aspiraciones de la Masonería española y nos pedía el más cuidadoso estudio de la Constitución”. Desde luego, las directrices masónicas no se limitaron a cartas o comunicados de carácter oficial. De hecho, se celebraron una serie de reuniones entre diputados masones, sin hacer distinciones de carácter partidista, durante el mes de agosto de 1931 para fijar criterios unitarios de acción política. Una de ellas, la del 29 de agosto, tuvo lugar dos días después de presentarse a las cortes el proyecto de constitución y fue convocada por el político de izquierdas Pedro Rico, a la sazón Gran Maestre Regional. A esas reuniones oficiales se sumaron otras en forma de banquetes a las que ha hecho referencia Vidarte en sus memorias.
Desde la perspectiva de la masonería, aquellas reuniones resultaban obligadas porque el proyecto de Constitución planteaba la inexistencia de una religión estatal pero a la vez reconocía a la iglesia católica como corporación de derecho público y garantizaba el derecho a la enseñanza religiosa. En otras palabras, se trataba de un planteamiento razonable en un sistema laico pero, a todas luces, insuficiente para la cosmovisión masónica. Así, no resulta sorprendente que durante los debates del 27 de agosto al 1 de octubre, los diputados masones fueran logrando de manera realmente espectacular que se radicalizaran las posiciones de la cámara de tal manera que el proyecto de la comisión se viera alterado sustancialmente en relación con el tema religioso. Esa radicalidad fue asumida por el PSOE y los radical-socialistas e incluso la Esquerra catalana suscribió un voto particular a favor de la disolución de las órdenes religiosas y de la nacionalización de sus bienes, eso sí, insistiendo en que no debían salir de Cataluña los que allí estuvieran localizados. En ese contexto claramente delimitado ya en contra del moderado proyecto inicial y a favor de una visión masónicamente laicista se llevó a cabo el debate último del que saldría el texto constitucional.
En realidad, como hemos señalado, se trataba no de abordar un tema meramente político sino del enfrentamiento feroz entre dos cosmovisiones hasta el punto de que a cada paso volvía a aparecer la cuestión religiosa.
Así, por ejemplo, cuando se discutió la oportunidad de otorgar el voto a la mujer —una propuesta ante la que desconfiaba la izquierda por pensar que podía estar escorado hacia la derecha— fueron varios los diputados que aprovecharon para atacar a las órdenes religiosas que eran “asesoras ideológicas de la mujer”, asesoras, obviamente, nada favorables a otro tipo de asesoramiento que procediera de la masonería o de la izquierda.
El 29 de septiembre y el 7 de octubre se presentaron dos textos que abogaban por la nacionalización de los bienes eclesiásticos y la disolución de las órdenes religiosas. Los firmaban los masones Ramón Franco y Humberto Torres y recogían un conjunto de firmas mayoritariamente masónicas. Otras dos enmiendas más surgidas de los radical-socialistas y del PSOE fueron en la misma dirección y —no sorprende— contaron con un respaldo que era mayoritariamente masónico. En apariencia, los distintos grupos del parlamento apoyaban las posiciones más radicales; en realidad, buen número de diputados masones —secundados por algunos que no lo eran— estaban empujando a sus partidos en esa dirección. Cuando el 8 de octubre se abrió el debate definitivo —que duraría hasta el día 10— los masones estaban más que preparados para lograr imponer sus posiciones en materia religiosa y de enseñanza, posiciones que, por añadidura, podían quedar consagradas de manera definitiva en el texto constitucional.
El resultado del enfrentamiento no pudo resultar más revelador. Ciertamente siguió existiendo un intento moderado por mantener el texto inicial y no enconar las posturas pero fracasó totalmente ante la alianza radical del PSOE, los radical-socialistas y la Esquerra. El día 9, de hecho, esta visión se había impuesto aceptando sólo como concesión el que la Compañía de Jesús fuera la única orden religiosa que resultara disuelta. Dos días después, el Gran Maestre Esteva envió a los talleres de la jurisdicción una circular en la que urgía la reunión inmediata de todos y cada uno de ellos para enviar motu proprio un telegrama al jefe del gobierno para que apoyara en la discusión que se libraba en el seno de las cortes la separación de la iglesia y el Estado, la supresión de las órdenes religiosas, la incautación de sus bienes y la eliminación del presupuesto del clero. Para lograrlo se ordenaba organizar manifestaciones y mítines que inclinaran la voluntad de las autoridades hacia las posiciones masónicas. Estos actos sumados a una campaña de prensa pudieron crear la sensación de que la práctica totalidad del país asumía unos planteamientos laicistas que, en realidad, distaban mucho de ser mayoritarios.
El resultado final de las maniobras parlamentarias y la acción mediática y callejera difícilmente pudo saldarse con mayor éxito. En el texto constitucional, quedó plasmado no el contenido de la comisión inicial que pretendía mantener la separación de la iglesia y el Estado a la vez que se permitía un cierto status para la iglesia católica y se respetaba la existencia de las comunidades religiosas y su papel en la enseñanza. Por el contrario, la ley máxima de la república recogió la disolución de la Compañía de Jesús, la prohibición de que las órdenes religiosas se dedicaran a la enseñanza y el encastillamiento de la iglesia católica en una situación legal no por difusa menos negativa.
El triunfo de la masonería había resultado, por lo tanto, innegable pero sus consecuencias fueron, al fin y a la postre, profundamente negativas. De entrada, la constitución no quedó perfilada como un texto que diera cabida a todos los españoles fuera cual fuera su ideología sino que se consagró como la victoria de una visión ideológica estrechamente sectaria sobre otra que, sea cual sea el juicio que nos merezca, gozaba de un enorme arraigo popular. En este caso, la masonería había triunfado pero a costa de humillar a los católicos y de causar daños a la convivencia y al desarrollo pacífico del país, por ejemplo, al eliminar de la educación centros indispensables tan sólo porque estaban vinculados con órdenes religiosas. Ese enfrentamiento civil fue, sin duda, un precio excesivo para la victoria de las logias.
Incluso desde el punto de vista de la masonería, el triunfo resultó de corta proyección. Tras la aprobación de la constitución no fueron pocos los masones dedicados a la política que manifestaron su malestar ante las directrices emanadas de distintos órganos indicando los pasos que debían tomar a cada momento. Por una trágica ironía del destino, el texto constitucional impulsado por la masonería acabaría provocando una polarización nacional de la que ni siquiera escaparon los masones. Tras el alzamiento armado del PSOE y de la Esquerra, desencadenado en octubre de 1934 contra el gobierno legítimo de la república, algunos masones, especialmente del partido radical, comenzaron a despegarse de las posiciones de izquierda e incluso en julio de 1936 decidieron apoyar el alzamiento contra el frente popular. Sería éste un episodio poco conocido que, significativamente, alabaría Franco en alguno de los artículos que escribió sobre la masonería bajo el pseudónimo de Jakim Boor. Así, ni siquiera las logias se verían libres de las semillas de la división y el sectarismo que tanto habían contribuido a sembrar en el articulado de la constitución de 1931 ni de contemplar como unos hermanos iban a enfrentarse a otros en los campos de batalla de España.
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