LUIS SUÁREZ FERNÁNDEZ de la Real Academia de la Historia
Viernes, 29-05-09
Durante siglos la cultura europea se ha mantenido fiel a los principios que arrancan de Herodoto y culminan en Polibio. La Historia (geschichte, en alemán) en cuanto forma del saber que se refiere a la presencia del ser humano en el tiempo es una especie de maestra de la vida. Aunque parte siempre de una muy especial preocupación por los problemas del presente en que vive el historiador, trata de remontarse a fin de descubrir cómo las cosas fueron o llegaron a ser. De este modo se va construyendo una conciencia, que tiene en cuenta todos los datos, buenos y malos, sin formular juicios, tratando de aprender tanto de los aciertos como de los errores que hayan podido cometerse. La conciencia no califica ni valora con prevención: aprende. De este modo es posible ir construyendo el futuro desde una experiencia firme, fundando sobre este patrimonio el progreso. Por ejemplo así hemos aprendido a prevenir y superar crisis como la del 29, mientras tratamos de evitar recaídas en el totalitarismo, si bien no siempre se consigue.
Pero los historiadores que operaron en el siglo XX desde el materialismo dialéctico han tratado de sustituir esa conciencia por una «memoria» construida «desde sus bases» ya que parten del principio de que la concepción «más valedera y que ofrece mayores perspectivas, es la que reposa sobre la teoría marxista-leninista de la evolución». La memoria trata de hacer una selección, apartando lo que, a su juicio, no conduce a esta forma única de progreso que es el materialismo. De este modo puede disponerse de una especie de programa al que es necesario sujetarse para conseguir la meta. Se llega de este modo a una praxis, casi dogmática, que sobrevive incluso al fracaso de las estructuras políticas que se han ensayado. Tras la disolución de la Unión Soviética, esa memoria histórica selectiva, que reduce el saber a los medios, modos y relaciones de producción, convertidos en leyes, ha conseguido sobrevivir.
Una exposición muy elaborada y clara de lo que debe entenderse por memoria histórica, nos fue expuesta y entregada a los asistentes al XI Congreso Internacional de Historia celebrado en Estocolmo el año 1960 por uno de los más prestigiosos historiadores soviéticos el polaco Jerzy Kulczyzki, y confirmada en Moscú diez años más tarde. Comenzó afirmando, tras dejar claramente asentado que la no existencia de Dios es verdad científicamente demostrable, que el materialismo económico es el único método capaz de proyectar luz sobre el suceder, creando de este modo una memoria histórica indefectible, sin la cual no es posible lograr el progreso de la sociedad. La Humanidad, dentro de esa «memoria», tiene que ser considerada como único campo histórico inteligible, compuesta además, por la suma de individuos. De este modo ninguna significación puede atribuirse a las divisiones establecidas por los historiadores entre las distintas culturas -las cuales no pasan de ser una especie de longa manus de que se valen los Estados para afirmar su poder- concepto en el cual debe incluirse también la religión. Las Edades antigua, media, moderna y contemporánea son meramente convencionales y han sido establecidas por los historiadores para su comodidad. En la educación de los futuros ciudadanos sólo importan los tiempos próximos o los espacios locales. Único es, también, el mecanismo que rige la evolución de esa Humanidad, aunque apreciamos diferencias en lo exterior y en la velocidad: dicho mecanismo está señalado, como ya advertimos, por esos tres elementos, fuerzas, medios y modos de producción. El juego combinatorio de estos tres factores es el que determina el progreso humano, que puede ser, desde luego retrasado o impedido. Por eso es imprescindible formular una «memoria histórica»: hay que eliminar todo aquello que pudiera ser obstáculo hacia la meta que marca el materialismo dialéctico.
De esta forma la interpretación marxiana de la Historia ha llevado a conclusiones singulares y equívocas. El feudalismo aparece calificado en muchos de nuestros libros de texto como «un modo de producción». Pero la sociedad feudal no era eso: sus modos y medios de producción eran una supervivencia atenuada del sistema romano. Lo que caracteriza al feudo es el vasallaje, que se da únicamente en Europa y que es un contrato entre dos personas mediante el juramento. Pero no se puede prestar un juramento válido si no se es libre. De este modo en la medida en que el vasallaje se fue extendiendo a un número creciente de súbditos, se estaba ampliando la condición de libertad. Cuando el caballero Ivanhoe otorga a Wanba la condición de escudero, entrando en vasallaje, le estaba dando la libertad. Y explota su alegría en la mente de sir Walter Scott. Un día llegó, en la Inglaterra del siglo XIII -antes ya se había producido esto en el reino de León- en que la condición vasallática fue reconocida a todos los súbditos del Rey. El documento que reguló este cambio fue llamado Carta Magna. Es curioso: cuando ahora nos referimos a la Constitución que garantiza las libertades de los ciudadanos, la llamamos orgullosamente Carta Magna. Tal vez, en aplicación de la memoria histórica deberíamos prescindir de dicho título.
Se nos invita, por consiguiente, desde instancias situadas a muy alto nivel, a renunciar a la conciencia histórica y asumir en su lugar la memoria. Los historiadores deberíamos abandonar el método que la experiencia ha venido aconsejando, en línea con Ranke, exponiendo los hechos «wie es eigentlich gewessen», como sucedieron en realidad, a fin de conocer, más allá de nuestros gustos y preferencias, todo lo sucedido en tiempo pasado, a fin de aprender, como corresponde a la persona humana, de todos sus actos asumiendo la responsabilidad de las consecuencias que de ellos se derivaron: Una selección previa que condena una parte de estos actos al olvido o, todavía más grave, a la descalificación, no puede ser correctamente calificada de memoria histórica; es en todo caso, memoria política. No es difícil preveer que de aquí no van a salir avances sino anquilosamiento.
Cada generación recibe de las anteriores un patrimonio. Con independencia de que le guste o no, es la herencia que se le entrega y desde ella, está obligada a trabajar, como hace la persona individual concreta con los bienes recibidos. Hay un gran riesgo en el aferrarse al pasado, pero es mucho mayor cuando se pretende destruirlo como si no hubiera existido. En 1871 Jacobo Burckhardt uno de los mejores historiadores que ha existido, hizo una seria advertencia: veía un oscuro futuro asomándose y acertó.
Recuerdo que en 1971, en el XIII Congreso Internacional, estábamos reunidos muchos historiadores de todos los países en la gran Sala del Soviet Supremo de Moscú. El discurso inaugural fue pronunciado por Zhukov y repartido en textos de diversas lenguas: insistió en estos dos puntos, como un cálido homenaje a Lenin: hay «un proceso intensivo de liberación nacional de la opresión colonial y un rápido crecimiento del movimiento progresista internacional con los objetivos de paz, democracia y socialismo». No tendrían que pasar muchos años para que la momia de Lenin fuera arrinconada y su revolución soslayada.
Necesitamos una conciencia histórica firme, y más aun en estos años en que cumplimos los dos siglos desde que se derrumbó en las calles madrileñas el sueño de Napoleón. Pero sin hacer juicios de valor. Procurando aprender, ya que muchas cosas de Bonaparte fueron aprovechables y muchas otras pudieron haberse evitado desde una experiencia. No olvidemos que se iniciaba, dentro y fuera, una serie de guerras, cada una más cruel que las anteriores y que esta amenaza, en forma distinta, sigue pesando sobre nuestras cabezas. La Historia es la experiencia colectiva de la Humanidad, sin colores ni distingos. Porque progresar no consiste en acumular bienes materiales sino en crecer: ser más.
viernes, 29 de mayo de 2009
miércoles, 20 de mayo de 2009
El Decálogo del Gobierno de Felipe González para la Permanencia de España en la OTAN.
" 1.- España, en cuanto Estado que forma parte del Tratado de Washington, pertenece a la Alianza Atlántica y participa en sus órganos. En mi opinión, éste es un punto de partida inexcusable para nuestro diálogo político y, con probabilidad, el de mayor grado hipotético de consenso. Por tanto, estaría por la no denuncia del Tratado.
2.- España no se ha incorporado en la estructura militar integrada de la OTAN. En mi opinión, no necesita hacerlo.
3.- España mantiene una relación bilateral con los Estados Unidos, que abarca aspectos defensivos junto a otros. Actualmente se basa en el Convenio de 1982 y el Protocolo de 1983 . En mi opinión, es necesario proceder a un ajuste en la dirección de una progresiva menos presencia de fuerzas en nuestro territorio y de instalaciones de apoyo, de acuerdo con nuestros intereses nacionales.
4.- Las Cortes han establecido la no nuclearización de España. En mi opinión, debe mantenerse esta decisión prácticamente unánime de la Cámara.
5.- España ha firmado el Tratado de prohibición de pruebas nucleares y ha sometido sus instalaciones nucleares al sistema de salvaguardas del Organismo Internacional de Energía Atómica. En mi opinión, esto es suficiente, aunque no excluyo la consideración de la firma del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares en el futuro.
6.- España no forma parte de la Unión Europea Occidental, única organización europea con competencias en materia de defensa. En mi opinión, la participación de España sería deseable, aunque hay que ver antes los resultados de nuestra integración en la CEE.
7.- España tiene en su territorio una colonia británica integrada en el sistema de mandos de la OTAN: Gibraltar. En mi opinión, teniendo en cuenta el nuevo estatus, debe avanzarse hacia la solución definitiva del problema de la "Roca" y de su integración a la soberanía española.
8.- España trabaja activamente en la conferencia Europea de Desarme y ha presentado su candidatura al Comité de Desarme de la ONU. En mi opinión, esta política debe proseguirse y fortalecerse.
9.- El Gobierno español está desarrollando una red de convenios bilaterales en materia de cooperación defensiva con otros países de Europa occidental, que nos permitan estrechar las relaciones sin constituir tratados de alianza. En mi opinión, deben seguir desarrollándose estos sistema de cooperación.
10.- Para concluir y afectando al conjunto de lo ya expresado nos encontramos en un proceso ya avanzado de elaboración del Plan Estratégico Conjunto, elemento sustancial para la comprensión cabal de nuestras necesidades y de nuestra misión. Debe, pues, ser objeto de este diálogo que nos permita llegar a un consenso en materia de defensa en su defensa en su dimensión interior y exterior"..
Discurso del Presidente del Gobierno en el Congreso de Diputados, el 23 de octubre de 1984 . Diario de Sesiones, 24 de octubre de 1984.
Resultados del Referéndum sobre el ingreso de España en la Alianza Atlántica, llevado a cabo el 12 de marzo de 1986: Votos a favor: 9.054.509 (52,49 %) . Votos en contra: 6.872.421 (39,84 %). Votos en blanco: 1.127.673 (6,53 %). Votos nulos: 191.855 (1,11 %). Votantes: 29.025.494.
2.- España no se ha incorporado en la estructura militar integrada de la OTAN. En mi opinión, no necesita hacerlo.
3.- España mantiene una relación bilateral con los Estados Unidos, que abarca aspectos defensivos junto a otros. Actualmente se basa en el Convenio de 1982 y el Protocolo de 1983 . En mi opinión, es necesario proceder a un ajuste en la dirección de una progresiva menos presencia de fuerzas en nuestro territorio y de instalaciones de apoyo, de acuerdo con nuestros intereses nacionales.
4.- Las Cortes han establecido la no nuclearización de España. En mi opinión, debe mantenerse esta decisión prácticamente unánime de la Cámara.
5.- España ha firmado el Tratado de prohibición de pruebas nucleares y ha sometido sus instalaciones nucleares al sistema de salvaguardas del Organismo Internacional de Energía Atómica. En mi opinión, esto es suficiente, aunque no excluyo la consideración de la firma del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares en el futuro.
6.- España no forma parte de la Unión Europea Occidental, única organización europea con competencias en materia de defensa. En mi opinión, la participación de España sería deseable, aunque hay que ver antes los resultados de nuestra integración en la CEE.
7.- España tiene en su territorio una colonia británica integrada en el sistema de mandos de la OTAN: Gibraltar. En mi opinión, teniendo en cuenta el nuevo estatus, debe avanzarse hacia la solución definitiva del problema de la "Roca" y de su integración a la soberanía española.
8.- España trabaja activamente en la conferencia Europea de Desarme y ha presentado su candidatura al Comité de Desarme de la ONU. En mi opinión, esta política debe proseguirse y fortalecerse.
9.- El Gobierno español está desarrollando una red de convenios bilaterales en materia de cooperación defensiva con otros países de Europa occidental, que nos permitan estrechar las relaciones sin constituir tratados de alianza. En mi opinión, deben seguir desarrollándose estos sistema de cooperación.
10.- Para concluir y afectando al conjunto de lo ya expresado nos encontramos en un proceso ya avanzado de elaboración del Plan Estratégico Conjunto, elemento sustancial para la comprensión cabal de nuestras necesidades y de nuestra misión. Debe, pues, ser objeto de este diálogo que nos permita llegar a un consenso en materia de defensa en su defensa en su dimensión interior y exterior"..
Discurso del Presidente del Gobierno en el Congreso de Diputados, el 23 de octubre de 1984 . Diario de Sesiones, 24 de octubre de 1984.
Resultados del Referéndum sobre el ingreso de España en la Alianza Atlántica, llevado a cabo el 12 de marzo de 1986: Votos a favor: 9.054.509 (52,49 %) . Votos en contra: 6.872.421 (39,84 %). Votos en blanco: 1.127.673 (6,53 %). Votos nulos: 191.855 (1,11 %). Votantes: 29.025.494.
1986: La polémica de la OTAN.
MANUEL ANTONIO RICO
29 de octubre de 1981. El Pleno del Congreso de los Diputados apoya al Gobierno de Calvo-Sotelo en su intención de solicitar el ingreso de España en la Alianza Atlántica. Hubo 186 votos a favor y 146 en contra. A favor, UCD, Coalición Democrática (Fraga), y los nacionalistas de CiU y PNV. En contra, el PSOE, Partido Comunista, los andalucistas del PSA y la mayoría del Grupo Mixto. El líder socialista Felipe González anuncia que, cuando su partido llegue al poder, convocará un referéndum, para promover que España salga de la Alianza.
30 de mayo de 1982. Con la entrega del protocolo correspondiente, en Washington, y previa la ratificación por los Gobiernos y los Parlamentos de cada uno de los países integrantes, España se adhiere a la Alianza, convirtiéndose en su 16º socio. El 5 de junio del mismo año se iza, por vez primera, la bandera de España en la sede de la Alianza en Bruselas, junto al resto de banderas de los países integrantes, y el 10 de junio, en Bonn, Calvo-Sotelo comparece ante los grandes de Occidente, reunidos en una Cumbre, y afirma que la integración española es el final de un secular periodo de aislamiento», al tiempo que pide ayuda para la solución de tres problemas: el contencioso con Gran Bretaña sobre Gibraltar, la lucha contra el terrorismo y la plena incorporación de España a las Comunidades Europeas. Ronald Reagan y Margaret Thatcher, entre otros, le escuchan atentamente. En la foto de familia» de aquella Cumbre, histórica para España, Calvo-Sotelo aparece en una esquina y con su gesto circunspecto de siempre, pero seguro que satisfecho por dentro.
28 de octubre de 1982. Elecciones generales. El PSOE y Felipe González cosechan diez millones de votos y una irrepetible mayoría absoluta de 202 diputados. El cambio» anunciado incluye la promesa del referéndum, para salir de la Alianza. Después de tan arrolladora victoria y en su discurso presidencial de investidura, González renueva ante el Congreso su compromiso con la celebración de un referéndum, aunque sin grandes especificaciones. Quizás en ese mismo momento y de forma muy sutil empezaba el cambio del cambio», que se iría escenificando suavemente y paso a paso.
12 de marzo de 1986. Por fin, se celebra el referéndum, pero lo que propone Felipe González es continuar en la Alianza, no salirse de ella. España se retuerce dolorosamente y, en contra de lo que hasta última hora auguraban los sondeos, termina venciendo el sí», con un porcentaje del 52,5, mientras que el no» obtiene el 39,8. La participación fue del 59,7 y la abstención del 40,7. Hubo un 6,5 de votos en blanco. La derecha, que temerariamente había propugnado la abstención, reclamó la victoria moral» en la consulta y Occidente se inclinó ante la capacidad de liderazgo y de mutación de González.
Entre estas fechas de referencia y en el estrecho margen de estos cinco años, se escribe la dramática, compleja y contradictoria historia de la adhesión y permanencia de España en la Alianza Atlántica, en la Organización del Tratado del Atlántico Norte, en la OTAN, y también la historia de la transformación increíble de González y del PSOE, tan próxima a la esquizofrenia; una transformación que va desde el marxismo-anarquismo de los años sesenta al aterrizaje en el poder y la rápida asimilación de su estructura en el mundo, donde las cosas son como son y no como se predican. La historia tiene un epílogo tan sorprendente como todo lo anterior, o más aún: la llegada de Javier Solana, íntimo colaborador de Felipe González, al puesto de Secretario General de la OTAN, al puesto número 1» de una Organización que él también, claro, había combatido y demonizado, como había demonizado Solana la hegemonía imperial de los Estados Unidos y hasta les había avisado, en 1981, a propósito de las bases militares norteamericanas en España, advirtiéndoles de que no;si hace falta, mandaremos a Washington un ejemplar de la Constitución, para que sepan lo que es un país soberano».
A finales de 1995, la OTAN busca un nuevo Secretario General, por la dimisión, obligada, del belga Willy Claes, por su presunta implicación en el cobro de comisiones por una operación de venta de armas, y los aliados buscan el consenso, que no consigue reunir el último de los candidatos aparentes, el ex primer ministro holandés Ruud Lubbers. El ministro español de Asuntos Exteriores, Javier Solana Madariaga, de ilustres apellidos y carácter conciliador, es el tapado» de última hora a quien, entre la incredulidad de sus paisanos españoles, Washington en particular y la OTAN en general dan su apoyo unánime en el Consejo Atlántico del 1 de diciembre y a quien oficialmente nombran para tan alto cargo los ministro de Asuntos Exteriores de toda la Alianza, el 5 de diciembre, con el intermedio de una rápida visita a España del Presidente norteamericano Bill Clinton, el día 3 de ese mismo mes y de ese mismo trascendente año.
Probablemente una novela de ficción no hubiese mejorado el guión que la realidad fue escribiendo, a propósito de la OTAN y de España, y para cuya explicación que no entendimiento hay que situarse, una vez más, en los tiempos inciertos de la salida de la Dictadura y a partir de algunas preguntas, con difícil respuesta. ¿Por qué la izquierda era tan visceralmente anti-atlantista, si la Alianza era la valedora armada de las libertades y del Occidente en que había que encajar a la democracia? ¿Por qué la izquierda defendía una situación parecida a aquella en la que, necesariamente y para sobrevivir, había tenido que instalarse el Régimen de Franco? ¿Por qué el Partido Socialista tardó tanto en desmarcarse del Partido Comunista y estuvo tanto tiempo enarbolando una bandera que, objetivamente, favorecía los intereses de la Unión Soviética?
A la salida de la Dictadura, el debate en España sobre la OTAN era un debate de emociones y de sentimientos o resentimientos, que mezclaba el miedo a los misiles con el sueño del pacifismo y que, ignorando la guerra fría y nuestra posición estratégica en el mapa-mundi, confundía el rechazo a las bases y al colonialismo yanqui con la vertebración militar de la Europa libre, a la que sin embargo aspirábamos. Y no resultó nada fácil que el PSOE deshiciera ese nudo gordiano suyo, aunque, cuando lo logró, lo hizo con toda la fe de los conversos, y desde el Gobierno. Antes y como alternativa, los socialistas se estuvieron manteniendo en su neutralismo-aislacionismo, alimentando ese fuego y sacándole buenos réditos como otro de sus medios para hacerle la oposición al Gobierno de la UCD que encabezaba Leopoldo Calvo-Sotelo, tan dubitativo en tantas cosas y tan firme en su atlantismo.
El 18 de febrero de 1981 y en el discurso de investidura, ante el Congreso, el candidato Calvo-Sotelo mostraba la disposición española a participar en la Alianza», de acuerdo con el programa electoral de la UCD y que su antecesor, el dimisionario Adolfo Suárez, había preferido ignorar, por falta de ganas y de tiempo, o porque sus querencias y sus carencias se movían mejor en las ambiguas aguas de un cierto neutralismo. A Calvo-Sotelo le replicó, ya por entonces, Felipe González y como líder de la oposición que si algún día llegamos al poder, propondremos la salida de la OTAN, si el procedimiento de entrada no es un referéndum». Tan sólo unas horas después, podía haber añadido a favor del anclaje español en la Alianza que la integración militar serviría para modernizar nuestras Fuerzas Armadas y evitar episodios tan terribles como el golpe de Estado del día 23. No lo hizo, pero continuó con el camino trazado y a muy buen paso, propio del que sabe que su tiempo político está tasado. José Pedro Pérez Llorca, como ministro de Asuntos Exteriores, fue su eficaz y discreto colaborador, en la rápida negociación con los países aliados, consumada casi coincidiendo con la sentencia del Consejo de Guerra contra los golpistas del 23-F y poco antes de que Calvo-Sotelo tuviera que convocar elecciones, inevitablemente para perderlas.
Felipe González arrolla y empieza entonces su mutación, porque la promesa del referéndum era demasiado clamorosa pero también era demasiado evidente que ni la Europa de este lado ni los Estados Unidos le perdonarían nunca que desestabilizara a todo Occidente impulsando la salida de España de la OTAN. Tenía que darse la vuelta a sí mismo, a su partido, a las encuestas y al electorado que lo había llevado hasta el Palacio de la Moncloa. En el último año de su primera legislatura procedió a la convocatoria de la consulta, para que los españoles respondieran a la pregunta no;¿considera conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica, en los términos acordados por el Gobierno de la Nación?» y referidos a la no incorporación a la estructura militar integrada, a la prohibición de instalar o introducir armas nucleares y a la reducción de la presencia militar norteamericana. Se trataba de hacer más llevadero aquel gran trago. González jugó fuerte y ganó. Le ganó también a la derecha que, en medio de aquella ceremonia de despropósitos, defendió la abstención o el voto en blanco.
Felipe González confiesa a veces que el referéndum fue un error, probablemente porque sabe que entonces arriesgó demasiado. O por agradecimiento a los españoles que entonces le sacaron las castañas del fuego donde él mismo las había colocado. La Europa del Mercado Común le había echado también una mano. El 1 de enero del año del referéndum España ingresaba como miembro de pleno derecho en las Comunidades Europeas y la mayoría del país captó la conexión entre una adhesión y otra, entre las duras y las maduras.
29 de octubre de 1981. El Pleno del Congreso de los Diputados apoya al Gobierno de Calvo-Sotelo en su intención de solicitar el ingreso de España en la Alianza Atlántica. Hubo 186 votos a favor y 146 en contra. A favor, UCD, Coalición Democrática (Fraga), y los nacionalistas de CiU y PNV. En contra, el PSOE, Partido Comunista, los andalucistas del PSA y la mayoría del Grupo Mixto. El líder socialista Felipe González anuncia que, cuando su partido llegue al poder, convocará un referéndum, para promover que España salga de la Alianza.
30 de mayo de 1982. Con la entrega del protocolo correspondiente, en Washington, y previa la ratificación por los Gobiernos y los Parlamentos de cada uno de los países integrantes, España se adhiere a la Alianza, convirtiéndose en su 16º socio. El 5 de junio del mismo año se iza, por vez primera, la bandera de España en la sede de la Alianza en Bruselas, junto al resto de banderas de los países integrantes, y el 10 de junio, en Bonn, Calvo-Sotelo comparece ante los grandes de Occidente, reunidos en una Cumbre, y afirma que la integración española es el final de un secular periodo de aislamiento», al tiempo que pide ayuda para la solución de tres problemas: el contencioso con Gran Bretaña sobre Gibraltar, la lucha contra el terrorismo y la plena incorporación de España a las Comunidades Europeas. Ronald Reagan y Margaret Thatcher, entre otros, le escuchan atentamente. En la foto de familia» de aquella Cumbre, histórica para España, Calvo-Sotelo aparece en una esquina y con su gesto circunspecto de siempre, pero seguro que satisfecho por dentro.
28 de octubre de 1982. Elecciones generales. El PSOE y Felipe González cosechan diez millones de votos y una irrepetible mayoría absoluta de 202 diputados. El cambio» anunciado incluye la promesa del referéndum, para salir de la Alianza. Después de tan arrolladora victoria y en su discurso presidencial de investidura, González renueva ante el Congreso su compromiso con la celebración de un referéndum, aunque sin grandes especificaciones. Quizás en ese mismo momento y de forma muy sutil empezaba el cambio del cambio», que se iría escenificando suavemente y paso a paso.
12 de marzo de 1986. Por fin, se celebra el referéndum, pero lo que propone Felipe González es continuar en la Alianza, no salirse de ella. España se retuerce dolorosamente y, en contra de lo que hasta última hora auguraban los sondeos, termina venciendo el sí», con un porcentaje del 52,5, mientras que el no» obtiene el 39,8. La participación fue del 59,7 y la abstención del 40,7. Hubo un 6,5 de votos en blanco. La derecha, que temerariamente había propugnado la abstención, reclamó la victoria moral» en la consulta y Occidente se inclinó ante la capacidad de liderazgo y de mutación de González.
Entre estas fechas de referencia y en el estrecho margen de estos cinco años, se escribe la dramática, compleja y contradictoria historia de la adhesión y permanencia de España en la Alianza Atlántica, en la Organización del Tratado del Atlántico Norte, en la OTAN, y también la historia de la transformación increíble de González y del PSOE, tan próxima a la esquizofrenia; una transformación que va desde el marxismo-anarquismo de los años sesenta al aterrizaje en el poder y la rápida asimilación de su estructura en el mundo, donde las cosas son como son y no como se predican. La historia tiene un epílogo tan sorprendente como todo lo anterior, o más aún: la llegada de Javier Solana, íntimo colaborador de Felipe González, al puesto de Secretario General de la OTAN, al puesto número 1» de una Organización que él también, claro, había combatido y demonizado, como había demonizado Solana la hegemonía imperial de los Estados Unidos y hasta les había avisado, en 1981, a propósito de las bases militares norteamericanas en España, advirtiéndoles de que no;si hace falta, mandaremos a Washington un ejemplar de la Constitución, para que sepan lo que es un país soberano».
A finales de 1995, la OTAN busca un nuevo Secretario General, por la dimisión, obligada, del belga Willy Claes, por su presunta implicación en el cobro de comisiones por una operación de venta de armas, y los aliados buscan el consenso, que no consigue reunir el último de los candidatos aparentes, el ex primer ministro holandés Ruud Lubbers. El ministro español de Asuntos Exteriores, Javier Solana Madariaga, de ilustres apellidos y carácter conciliador, es el tapado» de última hora a quien, entre la incredulidad de sus paisanos españoles, Washington en particular y la OTAN en general dan su apoyo unánime en el Consejo Atlántico del 1 de diciembre y a quien oficialmente nombran para tan alto cargo los ministro de Asuntos Exteriores de toda la Alianza, el 5 de diciembre, con el intermedio de una rápida visita a España del Presidente norteamericano Bill Clinton, el día 3 de ese mismo mes y de ese mismo trascendente año.
Probablemente una novela de ficción no hubiese mejorado el guión que la realidad fue escribiendo, a propósito de la OTAN y de España, y para cuya explicación que no entendimiento hay que situarse, una vez más, en los tiempos inciertos de la salida de la Dictadura y a partir de algunas preguntas, con difícil respuesta. ¿Por qué la izquierda era tan visceralmente anti-atlantista, si la Alianza era la valedora armada de las libertades y del Occidente en que había que encajar a la democracia? ¿Por qué la izquierda defendía una situación parecida a aquella en la que, necesariamente y para sobrevivir, había tenido que instalarse el Régimen de Franco? ¿Por qué el Partido Socialista tardó tanto en desmarcarse del Partido Comunista y estuvo tanto tiempo enarbolando una bandera que, objetivamente, favorecía los intereses de la Unión Soviética?
A la salida de la Dictadura, el debate en España sobre la OTAN era un debate de emociones y de sentimientos o resentimientos, que mezclaba el miedo a los misiles con el sueño del pacifismo y que, ignorando la guerra fría y nuestra posición estratégica en el mapa-mundi, confundía el rechazo a las bases y al colonialismo yanqui con la vertebración militar de la Europa libre, a la que sin embargo aspirábamos. Y no resultó nada fácil que el PSOE deshiciera ese nudo gordiano suyo, aunque, cuando lo logró, lo hizo con toda la fe de los conversos, y desde el Gobierno. Antes y como alternativa, los socialistas se estuvieron manteniendo en su neutralismo-aislacionismo, alimentando ese fuego y sacándole buenos réditos como otro de sus medios para hacerle la oposición al Gobierno de la UCD que encabezaba Leopoldo Calvo-Sotelo, tan dubitativo en tantas cosas y tan firme en su atlantismo.
El 18 de febrero de 1981 y en el discurso de investidura, ante el Congreso, el candidato Calvo-Sotelo mostraba la disposición española a participar en la Alianza», de acuerdo con el programa electoral de la UCD y que su antecesor, el dimisionario Adolfo Suárez, había preferido ignorar, por falta de ganas y de tiempo, o porque sus querencias y sus carencias se movían mejor en las ambiguas aguas de un cierto neutralismo. A Calvo-Sotelo le replicó, ya por entonces, Felipe González y como líder de la oposición que si algún día llegamos al poder, propondremos la salida de la OTAN, si el procedimiento de entrada no es un referéndum». Tan sólo unas horas después, podía haber añadido a favor del anclaje español en la Alianza que la integración militar serviría para modernizar nuestras Fuerzas Armadas y evitar episodios tan terribles como el golpe de Estado del día 23. No lo hizo, pero continuó con el camino trazado y a muy buen paso, propio del que sabe que su tiempo político está tasado. José Pedro Pérez Llorca, como ministro de Asuntos Exteriores, fue su eficaz y discreto colaborador, en la rápida negociación con los países aliados, consumada casi coincidiendo con la sentencia del Consejo de Guerra contra los golpistas del 23-F y poco antes de que Calvo-Sotelo tuviera que convocar elecciones, inevitablemente para perderlas.
Felipe González arrolla y empieza entonces su mutación, porque la promesa del referéndum era demasiado clamorosa pero también era demasiado evidente que ni la Europa de este lado ni los Estados Unidos le perdonarían nunca que desestabilizara a todo Occidente impulsando la salida de España de la OTAN. Tenía que darse la vuelta a sí mismo, a su partido, a las encuestas y al electorado que lo había llevado hasta el Palacio de la Moncloa. En el último año de su primera legislatura procedió a la convocatoria de la consulta, para que los españoles respondieran a la pregunta no;¿considera conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica, en los términos acordados por el Gobierno de la Nación?» y referidos a la no incorporación a la estructura militar integrada, a la prohibición de instalar o introducir armas nucleares y a la reducción de la presencia militar norteamericana. Se trataba de hacer más llevadero aquel gran trago. González jugó fuerte y ganó. Le ganó también a la derecha que, en medio de aquella ceremonia de despropósitos, defendió la abstención o el voto en blanco.
Felipe González confiesa a veces que el referéndum fue un error, probablemente porque sabe que entonces arriesgó demasiado. O por agradecimiento a los españoles que entonces le sacaron las castañas del fuego donde él mismo las había colocado. La Europa del Mercado Común le había echado también una mano. El 1 de enero del año del referéndum España ingresaba como miembro de pleno derecho en las Comunidades Europeas y la mayoría del país captó la conexión entre una adhesión y otra, entre las duras y las maduras.
viernes, 1 de mayo de 2009
Testamento político de Francisco Franco
“Españoles: Al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo y comparecer ante su inapelable juicio, pido a Dios que me acoja benigno a su presencia, pues quise vivir y morir como católico. En el nombre de Cristo me honro, y ha sido mi voluntad constante, ser hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir.
Pido perdón a todos de todo corazón, perdono a cuantos se declararon mis enemigos sin que yo los tuviera como tales. Creo y deseo no haber tenido otros que aquellos que lo fueron de España, a la que amo hasta el último momento y a la que prometí servir hasta el último aliento de mi vida que ya sé próximo.
Quiero agradecer a cuantos han colaborado con entusiasmo, entrega y abnegación en la gran empresa de hacer una España unida, grande y libre. Por el amor que siento por nuestra Patria, os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro Rey de España, Don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado y le prestéis, en todo momento el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido.
No olvidéis que los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta. Velad también vosotros y deponed, frente a los supremos intereses de la Patria y del pueblo español, toda mira personal. No cejéis en alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España y haced de ello vuestro primordial objetivo. Mantened al unidad de las tierras de España exaltando la rica multiplicidad de las regiones como fuente de fortaleza en la unidad de la Patria.
Quisiera, en mi último momento unir los nombre de Dios y de España y abrazaros a todos para gritar juntos, por última vez, en los umbrales de mi muerte: ¡Arriba España! ¡Viva España!.
Pido perdón a todos de todo corazón, perdono a cuantos se declararon mis enemigos sin que yo los tuviera como tales. Creo y deseo no haber tenido otros que aquellos que lo fueron de España, a la que amo hasta el último momento y a la que prometí servir hasta el último aliento de mi vida que ya sé próximo.
Quiero agradecer a cuantos han colaborado con entusiasmo, entrega y abnegación en la gran empresa de hacer una España unida, grande y libre. Por el amor que siento por nuestra Patria, os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro Rey de España, Don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado y le prestéis, en todo momento el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido.
No olvidéis que los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta. Velad también vosotros y deponed, frente a los supremos intereses de la Patria y del pueblo español, toda mira personal. No cejéis en alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España y haced de ello vuestro primordial objetivo. Mantened al unidad de las tierras de España exaltando la rica multiplicidad de las regiones como fuente de fortaleza en la unidad de la Patria.
Quisiera, en mi último momento unir los nombre de Dios y de España y abrazaros a todos para gritar juntos, por última vez, en los umbrales de mi muerte: ¡Arriba España! ¡Viva España!.
Manifiesto de los Treinta (publicado en L’Opinió, Barcelona, 30-VIII-1931, y en La Tierra, Madrid, 1-IX-1931)
A los camaradas. A los Sindicatos. A todos.
Un superficial análisis de la situación por que atraviesa nuestro país nos llevara a declarar que España se halla en un momento de intensa propensión revolucionaria, del que van a derivarse profundas perturbaciones colectivas.
No cabe negar la trascendencia del momento ni los peligros de este período revolucionario, porque, quiérase o no, la fuerza misma de los acontecimientos ha de llevarnos a todos a sufrir las consecuencias de la perturbación.
El advenimiento de la República ha abierto un paréntesis en la historia normal de nuestro país. Derrocada la monarquía, expulsado el rey de su trono, proclamada la República por el concierto tácito de grupos, partidos, organizaciones e individuos que habían sufrido las acometidas de la Dictadura y del período represivo de Martínez Anido y de Arlegui, fácil será comprender que toda esta serie de acontecimientos habrá de llevarnos a una situación nueva, a un estado de cosas distinto a lo que había sido hasta entonces la vida nacional durante los últimos cincuenta años desde la Restauración acá.
Pero si los hechos citados fueron el aglutinante que nos condujo a destruir una situación política y a tratar de inaugurar un período distinto al pasado, los hechos acaecidos después han venido a demostrar nuestro aserto de que España vive un momento verdaderamente revolucionario.
Facilitada la huida del rey y la expatriación de toda la chusma dorada y de «sangre azul», una enorme explotación de capitales se ha operado y se ha empobrecido al país más aún de lo que estaba.
A la huida de los plutócratas, banqueros, financieros y caballeros del cupón y del papel del Estado siguió una especulación vergonzosa y descarada, que ha dado lugar a una formidable depreciación de la peseta y a una desvalorización de la riqueza del país en un 50 por 100.
A este ataque a los intereses económicos para producir el hambre y la miseria a la mayoría de los españoles siguió la conspiración velada, hipócrita, de todas las cogullas, de todos los ensotanados, de todos los que por triunfar no tienen inconveniente en encender una vela a Dios y otra al diablo. El dominar, sojuzgar y vivir de la explotación de todo pueblo al que se humilla es lo que se pasa por encima de todo.
La confabulación del elemento capitalista monárquico
Las consecuencias de esta confabulación de procedimientos criminales son una profunda e intensa paralización en los créditos públicos, y, por tanto, un colapso en todas las industrias, que provoca una crisis espantosa, como quizá jamás se habrá conocido en nuestro país. Talleres que cierran, fábricas que despiden a sus obreros, obras que se paralizan o que ya no comienzan, disminución de pedidos en el comercio, falta de salida a los productos naturales, obreros que pasan semanas y meses sin colocación, infinidad de industrias limitadas a dos, tres y unas pocas a cuatro días de trabajo. Los obreros que logran la semana entera de trabajo, que puedan acudir a la fábrica o al taller seis días, no exceden del 30 por 100. El empobrecimiento del país es ya un hecho consumado y aceptado.
Al lado de todas estas desventajas que el pueblo sufre se nota la lenidad, el proceder excesivamente legalista del Gobierno. Salidos todos los ministros de la revolución, la han negado, apegándose a la legalidad como el molusco a la roca, y no dan pruebas de energía sino en los casos en que de ametrallar al pueblo se trata. En nombre de la República, para defenderla según ellos, se utiliza todo el aparato de represión del Estado y se derrama la sangre de los trabajadores cada día. Ya no es esta o la otra población; es en todas, donde el seco detonar de los máuseres va segando vidas lozanas y jóvenes.
Mientras tanto, el Gobierno nada ha hecho ni nada hará en el aspecto económico. No ha expropiado a los grandes terratenientes, verdaderos ogros del campesino español; no ha reducido en un céntimo las ganancias de los especuladores de la cosa pública; no ha destruido ningún monopolio; no ha puesto coto a ningún abuso de los que explotan y medran con el hambre, el dolor y la miseria del pueblo. Se ha colocado en situación contemplativa cuando se ha tratado de mermar privilegios, de destruir injusticias, de evitar latrocinios, tan infames como indignos.
¿Cómo extrañarnos, pues, de lo que ocurre? Por un lado, altivez, especulación, zancadillas con la cosa pública, con los valores efectivos, con lo que pertenece al común, con los valores sociales. Por otro lado, lenidad, tolerancia con los opresores, con los explotadores, con los victimarios del pueblo, mientras a éste se le encarcela y persigue, se le amenaza y extermina.
El pueblo, pasando hambre, ve cómo se le escamotea la revolución
Y como digno remate a esto, abajo, el pueblo, sufriendo, vegetando, pasando hambre y miseria, viendo cómo le escamotean la revolución que él ha hecho; en los cargos públicos, en los destinos judiciales, allí donde puede traicionarse la revolución, siguen aferrados a ellos los que llegaron por favor oficial del rey o por la influencia de los ministros.
Esta situación, después de haber destruido un régimen, demuestra que la revolución que ha dejado de hacerse deviene, inevitable y necesariamente. Todos lo reconocemos así. Los ministros reconociendo la quiebra del régimen económico; la Prensa constatando la insatisfacción del pueblo, y éste rebelándose contra los atropellos de que es víctima.
Todo, pues, viene a confirmar la inminencia de determinaciones que el país habrá de tomar para, salvando la revolución, salvarse.
Siendo la situación de honda tragedia colectiva, queriendo el pueblo salir del dolor que le atormenta y mata, y no habiendo más que una posibilidad, la revolución, ¿cómo afrontarla?
La Historia nos dice que las revoluciones las han hecho siempre las minorías audaces, que han impulsado al pueblo contra los Poderes constituidos. ¿Basta que estas minorías quieran, que se lo propongan, para que en situación semejante la destrucción del régimen imperante y de las fuerzas defensivas que lo sostienen sea un hecho? Veamos. Esas minorías, provistas de algunos elementos agresivos, en un buen día, y aprovechando una sorpresa, plantan cara a la fuerza pública, se enfrentan con ella y provocan el hecho violento, que puede conducirnos a la revolución. Una preparación rudimentaria, unos cuantos elementos del choque para comenzar, y ya es deficiente. Fían el triunfo de la revolución al valor de unos cuantos individuos y a la problemática intervención de las multitudes que les secundarán cuando estén en la calle.
Sin táctica revolucionaria no es posible luchar con el Estado
No hace falta prevenir nada, ni contar con nada, ni pensar más que en lanzarse a la calle para vencer a un mastodonte: el Estado.
Pensar que éste tiene elementos de defensa formidables, que es difícil destruir mientras que sus resortes de poder, su fuerza moral sobre el pueblo, su economía, su justicia, su crédito moral y económico no estén quebrantados por los latrocinios y torpezas, por la inmoralidad e incapacidad de sus dirigentes y por el debilitamiento de sus instituciones; pensar que mientras que esto no ocurra puede destruirse el Estado es perder el tiempo, olvidar la Historia y desconocer la propia psicología humana. Y esto se olvida, se está olvidando actualmente. Y por olvidarlo todo, se olvida hasta la propia moral revolucionaria.
Todo se confía al azar, todo se espera de lo imprevisto, se cree en los milagros de la santa revolución como si la revolución fuese alguna panacea y no un hecho doloroso y cruel que ha de forjar el hombre con el sufrimiento de su cuerpo y el dolor de su mente. Este concepto de la revolución, hijo de la más pura demagogia, patrocinado durante decenas de años por todos los partidos políticos que han intentado y logrado muchas veces asaltar el Poder, tiene, aunque parezca paradójico, defensores en nuestros medios y se ha reafirmado en determinados núcleos de militantes. Sin darse cuenta caen ellos en todos los vicios de la demagogia política, en vicios que nos llevarían a dar la revolución, si se hiciera en estas condiciones y se triunfase; al primer partido político que se presentase, o bien a gobernar nosotros, a tomar el Poder para gobernar como si fuéramos un partido político cualquiera.
¿Podemos, debemos sumarnos nosotros; puede y debe sumarse la Confederación Nacional del Trabajo a esa concepción catastrófica de la revolución, del hecho, del gesto revolucionario?
Frente a este concepto simplista y un tanto peliculero de la revolución, que actualmente nos llevaría a un fascismo republicano, con disfraz de gorro frigio, pero fascismo al fin, se alza otro, el verdadero, el único de ese sentido práctico y comprendido, el que puede llevarnos, el que nos llevará indefectiblemente a la consecución de nuestro objetivo final.
Quiere éste que la preparación no sea solamente de elementos aguerridos, de combate, sino que se han de tener éstos y además elementos morales, que hoy son los más fuertes, los mas destructores y los más difíciles de vencer.
Cómo debe hacerse la futura revolución
No fía la revolución exclusivamente a la audacia de minorías más o menos audaces, sino que quiere que sea un movimiento arrollador del pueblo en masa, de la clase trabajadora, caminando hacia su liberación definitiva,
de los Sindicatos y de la Confederación, determinando el hecho, el gesto y el momento propicio de la revolución.
No cree que la revolución sea únicamente orden, método; esto ha de entrar por mucho en la preparación y en la revolución misma; pero dejando también lugar suficiente para la iniciativa individual, para el gesto y el hecho que corresponde al individuo.
Frente al concepto caótico e incoherente de la revolución que tienen los primeros se alza el ordenado, previsor y coherente de los segundos. Aquello es jugar al motín, a la algarada, a la revolución; es, en realidad, retardar la verdadera revolución.
Es, pues, la diferencia bien apreciable. A poco que se medite se notarán las ventajas de uno a otro procedimiento. Que cada uno decida cuál de las dos interpretaciones adopta.
Fácil será pensar a quien nos lea que no hemos escrito y firmado lo que procede por placer, por el caprichoso deseo de que nuestros nombres aparezcan al pie de un escrito que tiene carácter público y que es doctrinal.
Nuestra actitud está fijada; hemos adoptado una posición que apreciamos necesaria a los intereses de la Confederación, y que se refleja en la segunda de las interpretaciones expuestas sobre la revolución.
Somos revolucionarios, sí; pero no cultivadores del mito de la revolución. Queremos que el capitalismo y el Estado sea rojo, blanco o negro, desaparezcan; pero no para suplantarlo por otro, sino para que, hecha la revolución económica por la clase obrera, pueda ésta impedir la restauración de todo poder, sea cual fuere su color.
"Queremos una revolución nacida de un hondo sentir del pueblo, como la que hoy se esta forjando, y no una revolución que se nos ofrece, que pretenden traer unos cuantos individuos, que si a ella llegaran, llámense como quieran, fatalmente se convertirían en dictadores al día siguiente de su triunfo.
Pero esto lo queremos y deseamos nosotros. ¿Lo quiere también así la mayoría de militantes de la organización?
He aquí lo que importa dilucidar, lo que hay que poner en claro cuanto antes.
La Confederación no ha sistematizado nunca la violencia ni el desorden.
La Confederación es una organización revolucionaria, no una organización que cultive la algarada, el motín, que tenga el culto de la violencia por la violencia, de la revolución por la revolución.
Considerándolo así, nosotros dirigimos nuestras palabras a los militantes todos y les recordamos que la hora es grave y señalamos la responsabilidad que cada uno va a contraer por su acción o por su omisión.
Si hoy, mañana, pasado, cuando sea, se los invita a un movimiento revolucionario, no olviden que ellos se deben a la C.N.T., a una organización que tiene el derecho a controlarse a sí misma, de vigilar sus propios movimientos, de actuar por su propia iniciativa y de determinarse por su propia voluntad.
Que la Confederación ha de ser la que, siguiendo sus propios derroteros, debe decir cómo, cuándo y en qué circunstancias ha de obrar; que tiene personalidad y medios propios para hacer lo que deba hacer.
Que todos sientan la responsabilidad de este momento excepcional que vivimos. No olviden que así como el hecho revolucionario puede conducir al triunfo, y que cuando no se triunfa se ha de caer con dignidad, todo hecho esporádico de la revolución conduce a la reacción y al triunfo de los demagogos.
Ahora que cada cual adopte la posición que mejor entienda. La nuestra ya la conocen, y firmes en este propósito, la mantendremos en todo momento y lugar, aunque para mantenerla seamos arrollados por la corriente contraria.
Barcelona, agosto de 1931
Juan López, Agustín Gibanel, Ricardo Fornells, José García, Daniel Navarro, Jesús Rodríguez, Antonio Vallabriga, Ángel Pestaña, Miguel Portolés, Joaquín Rovira, Joaquín Lorente, Progreso Alfarache, Antonio Penarroya, Camilo Piñón, Joaquín Cortés, Isidro Gabini, Pedro Massoni, Francisco Arín, José Cristiá, Juan Dinarés, Roldán Cortada, Sebastián Clara, Juan Peiró, Ramón Viñas, Federico Úbeda, Pedro Cané, Mariano Prats, Espartaco Puig, Narciso Marco y Jenaro Minguet.
[Manifiesto publicado en L’Opinió, Barcelona, 30-VIII-1931, y en La Tierra, Madrid, 1-IX-1931]
Un superficial análisis de la situación por que atraviesa nuestro país nos llevara a declarar que España se halla en un momento de intensa propensión revolucionaria, del que van a derivarse profundas perturbaciones colectivas.
No cabe negar la trascendencia del momento ni los peligros de este período revolucionario, porque, quiérase o no, la fuerza misma de los acontecimientos ha de llevarnos a todos a sufrir las consecuencias de la perturbación.
El advenimiento de la República ha abierto un paréntesis en la historia normal de nuestro país. Derrocada la monarquía, expulsado el rey de su trono, proclamada la República por el concierto tácito de grupos, partidos, organizaciones e individuos que habían sufrido las acometidas de la Dictadura y del período represivo de Martínez Anido y de Arlegui, fácil será comprender que toda esta serie de acontecimientos habrá de llevarnos a una situación nueva, a un estado de cosas distinto a lo que había sido hasta entonces la vida nacional durante los últimos cincuenta años desde la Restauración acá.
Pero si los hechos citados fueron el aglutinante que nos condujo a destruir una situación política y a tratar de inaugurar un período distinto al pasado, los hechos acaecidos después han venido a demostrar nuestro aserto de que España vive un momento verdaderamente revolucionario.
Facilitada la huida del rey y la expatriación de toda la chusma dorada y de «sangre azul», una enorme explotación de capitales se ha operado y se ha empobrecido al país más aún de lo que estaba.
A la huida de los plutócratas, banqueros, financieros y caballeros del cupón y del papel del Estado siguió una especulación vergonzosa y descarada, que ha dado lugar a una formidable depreciación de la peseta y a una desvalorización de la riqueza del país en un 50 por 100.
A este ataque a los intereses económicos para producir el hambre y la miseria a la mayoría de los españoles siguió la conspiración velada, hipócrita, de todas las cogullas, de todos los ensotanados, de todos los que por triunfar no tienen inconveniente en encender una vela a Dios y otra al diablo. El dominar, sojuzgar y vivir de la explotación de todo pueblo al que se humilla es lo que se pasa por encima de todo.
La confabulación del elemento capitalista monárquico
Las consecuencias de esta confabulación de procedimientos criminales son una profunda e intensa paralización en los créditos públicos, y, por tanto, un colapso en todas las industrias, que provoca una crisis espantosa, como quizá jamás se habrá conocido en nuestro país. Talleres que cierran, fábricas que despiden a sus obreros, obras que se paralizan o que ya no comienzan, disminución de pedidos en el comercio, falta de salida a los productos naturales, obreros que pasan semanas y meses sin colocación, infinidad de industrias limitadas a dos, tres y unas pocas a cuatro días de trabajo. Los obreros que logran la semana entera de trabajo, que puedan acudir a la fábrica o al taller seis días, no exceden del 30 por 100. El empobrecimiento del país es ya un hecho consumado y aceptado.
Al lado de todas estas desventajas que el pueblo sufre se nota la lenidad, el proceder excesivamente legalista del Gobierno. Salidos todos los ministros de la revolución, la han negado, apegándose a la legalidad como el molusco a la roca, y no dan pruebas de energía sino en los casos en que de ametrallar al pueblo se trata. En nombre de la República, para defenderla según ellos, se utiliza todo el aparato de represión del Estado y se derrama la sangre de los trabajadores cada día. Ya no es esta o la otra población; es en todas, donde el seco detonar de los máuseres va segando vidas lozanas y jóvenes.
Mientras tanto, el Gobierno nada ha hecho ni nada hará en el aspecto económico. No ha expropiado a los grandes terratenientes, verdaderos ogros del campesino español; no ha reducido en un céntimo las ganancias de los especuladores de la cosa pública; no ha destruido ningún monopolio; no ha puesto coto a ningún abuso de los que explotan y medran con el hambre, el dolor y la miseria del pueblo. Se ha colocado en situación contemplativa cuando se ha tratado de mermar privilegios, de destruir injusticias, de evitar latrocinios, tan infames como indignos.
¿Cómo extrañarnos, pues, de lo que ocurre? Por un lado, altivez, especulación, zancadillas con la cosa pública, con los valores efectivos, con lo que pertenece al común, con los valores sociales. Por otro lado, lenidad, tolerancia con los opresores, con los explotadores, con los victimarios del pueblo, mientras a éste se le encarcela y persigue, se le amenaza y extermina.
El pueblo, pasando hambre, ve cómo se le escamotea la revolución
Y como digno remate a esto, abajo, el pueblo, sufriendo, vegetando, pasando hambre y miseria, viendo cómo le escamotean la revolución que él ha hecho; en los cargos públicos, en los destinos judiciales, allí donde puede traicionarse la revolución, siguen aferrados a ellos los que llegaron por favor oficial del rey o por la influencia de los ministros.
Esta situación, después de haber destruido un régimen, demuestra que la revolución que ha dejado de hacerse deviene, inevitable y necesariamente. Todos lo reconocemos así. Los ministros reconociendo la quiebra del régimen económico; la Prensa constatando la insatisfacción del pueblo, y éste rebelándose contra los atropellos de que es víctima.
Todo, pues, viene a confirmar la inminencia de determinaciones que el país habrá de tomar para, salvando la revolución, salvarse.
Siendo la situación de honda tragedia colectiva, queriendo el pueblo salir del dolor que le atormenta y mata, y no habiendo más que una posibilidad, la revolución, ¿cómo afrontarla?
La Historia nos dice que las revoluciones las han hecho siempre las minorías audaces, que han impulsado al pueblo contra los Poderes constituidos. ¿Basta que estas minorías quieran, que se lo propongan, para que en situación semejante la destrucción del régimen imperante y de las fuerzas defensivas que lo sostienen sea un hecho? Veamos. Esas minorías, provistas de algunos elementos agresivos, en un buen día, y aprovechando una sorpresa, plantan cara a la fuerza pública, se enfrentan con ella y provocan el hecho violento, que puede conducirnos a la revolución. Una preparación rudimentaria, unos cuantos elementos del choque para comenzar, y ya es deficiente. Fían el triunfo de la revolución al valor de unos cuantos individuos y a la problemática intervención de las multitudes que les secundarán cuando estén en la calle.
Sin táctica revolucionaria no es posible luchar con el Estado
No hace falta prevenir nada, ni contar con nada, ni pensar más que en lanzarse a la calle para vencer a un mastodonte: el Estado.
Pensar que éste tiene elementos de defensa formidables, que es difícil destruir mientras que sus resortes de poder, su fuerza moral sobre el pueblo, su economía, su justicia, su crédito moral y económico no estén quebrantados por los latrocinios y torpezas, por la inmoralidad e incapacidad de sus dirigentes y por el debilitamiento de sus instituciones; pensar que mientras que esto no ocurra puede destruirse el Estado es perder el tiempo, olvidar la Historia y desconocer la propia psicología humana. Y esto se olvida, se está olvidando actualmente. Y por olvidarlo todo, se olvida hasta la propia moral revolucionaria.
Todo se confía al azar, todo se espera de lo imprevisto, se cree en los milagros de la santa revolución como si la revolución fuese alguna panacea y no un hecho doloroso y cruel que ha de forjar el hombre con el sufrimiento de su cuerpo y el dolor de su mente. Este concepto de la revolución, hijo de la más pura demagogia, patrocinado durante decenas de años por todos los partidos políticos que han intentado y logrado muchas veces asaltar el Poder, tiene, aunque parezca paradójico, defensores en nuestros medios y se ha reafirmado en determinados núcleos de militantes. Sin darse cuenta caen ellos en todos los vicios de la demagogia política, en vicios que nos llevarían a dar la revolución, si se hiciera en estas condiciones y se triunfase; al primer partido político que se presentase, o bien a gobernar nosotros, a tomar el Poder para gobernar como si fuéramos un partido político cualquiera.
¿Podemos, debemos sumarnos nosotros; puede y debe sumarse la Confederación Nacional del Trabajo a esa concepción catastrófica de la revolución, del hecho, del gesto revolucionario?
Frente a este concepto simplista y un tanto peliculero de la revolución, que actualmente nos llevaría a un fascismo republicano, con disfraz de gorro frigio, pero fascismo al fin, se alza otro, el verdadero, el único de ese sentido práctico y comprendido, el que puede llevarnos, el que nos llevará indefectiblemente a la consecución de nuestro objetivo final.
Quiere éste que la preparación no sea solamente de elementos aguerridos, de combate, sino que se han de tener éstos y además elementos morales, que hoy son los más fuertes, los mas destructores y los más difíciles de vencer.
Cómo debe hacerse la futura revolución
No fía la revolución exclusivamente a la audacia de minorías más o menos audaces, sino que quiere que sea un movimiento arrollador del pueblo en masa, de la clase trabajadora, caminando hacia su liberación definitiva,
de los Sindicatos y de la Confederación, determinando el hecho, el gesto y el momento propicio de la revolución.
No cree que la revolución sea únicamente orden, método; esto ha de entrar por mucho en la preparación y en la revolución misma; pero dejando también lugar suficiente para la iniciativa individual, para el gesto y el hecho que corresponde al individuo.
Frente al concepto caótico e incoherente de la revolución que tienen los primeros se alza el ordenado, previsor y coherente de los segundos. Aquello es jugar al motín, a la algarada, a la revolución; es, en realidad, retardar la verdadera revolución.
Es, pues, la diferencia bien apreciable. A poco que se medite se notarán las ventajas de uno a otro procedimiento. Que cada uno decida cuál de las dos interpretaciones adopta.
Fácil será pensar a quien nos lea que no hemos escrito y firmado lo que procede por placer, por el caprichoso deseo de que nuestros nombres aparezcan al pie de un escrito que tiene carácter público y que es doctrinal.
Nuestra actitud está fijada; hemos adoptado una posición que apreciamos necesaria a los intereses de la Confederación, y que se refleja en la segunda de las interpretaciones expuestas sobre la revolución.
Somos revolucionarios, sí; pero no cultivadores del mito de la revolución. Queremos que el capitalismo y el Estado sea rojo, blanco o negro, desaparezcan; pero no para suplantarlo por otro, sino para que, hecha la revolución económica por la clase obrera, pueda ésta impedir la restauración de todo poder, sea cual fuere su color.
"Queremos una revolución nacida de un hondo sentir del pueblo, como la que hoy se esta forjando, y no una revolución que se nos ofrece, que pretenden traer unos cuantos individuos, que si a ella llegaran, llámense como quieran, fatalmente se convertirían en dictadores al día siguiente de su triunfo.
Pero esto lo queremos y deseamos nosotros. ¿Lo quiere también así la mayoría de militantes de la organización?
He aquí lo que importa dilucidar, lo que hay que poner en claro cuanto antes.
La Confederación no ha sistematizado nunca la violencia ni el desorden.
La Confederación es una organización revolucionaria, no una organización que cultive la algarada, el motín, que tenga el culto de la violencia por la violencia, de la revolución por la revolución.
Considerándolo así, nosotros dirigimos nuestras palabras a los militantes todos y les recordamos que la hora es grave y señalamos la responsabilidad que cada uno va a contraer por su acción o por su omisión.
Si hoy, mañana, pasado, cuando sea, se los invita a un movimiento revolucionario, no olviden que ellos se deben a la C.N.T., a una organización que tiene el derecho a controlarse a sí misma, de vigilar sus propios movimientos, de actuar por su propia iniciativa y de determinarse por su propia voluntad.
Que la Confederación ha de ser la que, siguiendo sus propios derroteros, debe decir cómo, cuándo y en qué circunstancias ha de obrar; que tiene personalidad y medios propios para hacer lo que deba hacer.
Que todos sientan la responsabilidad de este momento excepcional que vivimos. No olviden que así como el hecho revolucionario puede conducir al triunfo, y que cuando no se triunfa se ha de caer con dignidad, todo hecho esporádico de la revolución conduce a la reacción y al triunfo de los demagogos.
Ahora que cada cual adopte la posición que mejor entienda. La nuestra ya la conocen, y firmes en este propósito, la mantendremos en todo momento y lugar, aunque para mantenerla seamos arrollados por la corriente contraria.
Barcelona, agosto de 1931
Juan López, Agustín Gibanel, Ricardo Fornells, José García, Daniel Navarro, Jesús Rodríguez, Antonio Vallabriga, Ángel Pestaña, Miguel Portolés, Joaquín Rovira, Joaquín Lorente, Progreso Alfarache, Antonio Penarroya, Camilo Piñón, Joaquín Cortés, Isidro Gabini, Pedro Massoni, Francisco Arín, José Cristiá, Juan Dinarés, Roldán Cortada, Sebastián Clara, Juan Peiró, Ramón Viñas, Federico Úbeda, Pedro Cané, Mariano Prats, Espartaco Puig, Narciso Marco y Jenaro Minguet.
[Manifiesto publicado en L’Opinió, Barcelona, 30-VIII-1931, y en La Tierra, Madrid, 1-IX-1931]
Memorial de Greuges (1760) de los representantes del Reino de Aragón a Carlos III.
(Transcrito por Ramón Gonzalvo del original existente en el Archivo del Ayuntamiento de Barcelona)
Los diputados de las ciudades de Zaragoza, Valencia, Barcelona y Palma, postrados a los Reales Pies de V.M., cumplimos ya con nuestra primera obligación, prestando el juramento de fidelidad, que debemos a V.M., y que con indecible gozo nuestro reconoció V.M. en todos los naturales de los cuatro Reinos de su Corona de Aragón. Pues aún antes que diésemos este público testimonio de nuestra rendida obediencia; apenas V.M. puso los pies en España, viendo el júbilo, y alborozo con que lo recibieron, y aclamaron los catalanes, y aragoneses, y constándole que era igual en los valencianos, y mallorquines, explicó estar muy satisfecho de su amor, celo, y fidelidad en los primeros RR. DD., con que V.M. empezó a ejercitar a un mismo tiempo su soberana autoridad y su heroica clemencia.
Debemos, Señor, ya que la ocasión se proporciona, dar a V.M. las más humildes gracias por la piedad con que se dignó perdonar los tributos que debiesen a la Real Hacienda los pueblos de la Corona de Aragón. Pero si hemos de decir lo que sentimos, según es justo hablando con V.M., mayor aprecio merecieron en nuestra estimación las honrosas palabras con que V.M. explicó su real satisfacción, las que impresas en nuestros corazones, llenándolos de gozo, y confianza, nos alientan a postrarnos por segunda vez a los pies de V.M. para dar nuevas pruebas de nuestra fidelidad, desempeñando la obligación que tenemos de procurar el mayor bien de sus leales vasallos, y paisanos nuestros.
Ofendiéramos a V.M. si sospechásemos que ha de, disgustarse de que manifestemos el amor que tenemos a nuestra Patria, y el deseo de su felicidad. Porque ¿cómo puede ofenderse de que amemos a los mismos que V.M. ama con la mayor ternura, y de que deseemos la felicidad, que V.M. desea con la mayor ansia?. Bien puede decirse que son la Patria de V.M. todas las ciudades, villas y aldeas de España; y a sus naturales, más que como a paisanos mira V.M. como hijos. ¡Que gozo tuviera V.M. si lograra, que todos sus vasallos fuesen felices! A este fin se dirigen sus cuidados, y sus inmensas fatigas, a que ninguno sea infeliz. Y como V.M. acude pronto al socorro de los miserables, dejan de serlo luego que V.M. sabe que lo son, y quiere saberlo para remediarlo. Obedeciendo pues a V.M. expondremos en esta humilde representación lo que juzgamos puede contribuir a que en el feliz reinado de V.M. sean felices los Reinos de la Corona de Aragón.
Al principio de este siglo el señor Felipe V (que esté en gloria) tuvo por conveniente derogar las leyes, con que hasta entonces se habían gobernado los Reinos de la Corona de Aragón, mandando que en adelante se gobernasen con las de Castilla; sin duda con el recto fin, y con la inteligencia de que esta igualdad, y uniformidad entre las partes había de ceder en gran beneficio del Cuerpo de la Monarquía. Se descubrió a primera vista en esta providencia la equidad, y el celo del bien público; pero son imponderables los males que en su ejecución han padecido aquellos Reinos contra la piadosa intención del glorioso padre de V.M. Era muy arduo el negocio, y muy inminente el peligro de causar gravísimos perjuicios. Porque si cualquier novedad en el gobierno, aún la más útil se considera arriesgada, y siempre trastorna; ¿cuanto había de trastornar una entera mudanza del antiguo gobierno de aquellos Reinos?. Para ejecutarlo con acierto, se necesitaba de mucho tiempo, y de una superior práctica inteligencia. Por más sabios, íntegros, y celosos que fueren, como en verdad lo fueron, los ministros, a quienes la majestad del señor Felipe V encargó el establecimiento, que se requería para juzgar que novedades eran útiles, y las que no podrían dejar de ser dañosas al público, y a la real autoridad.
Es muy regular, Señor, que los hombres pensemos que todas las cosas de nuestra tierra son las mejores. Y así se observó, que aquellos ministros aboliendo las leyes civiles y económicas de los Reinos de la Corona de Aragón, introdujeron todas las de Castilla, juzgando que esto convenía al real servicio, y al bien público. Pero luego se conoció, que la general abolición de aquellas leyes perjudicaba a la Regalía, dando mayor extensión a la inmunidad y jurisdicción eclesiástica de la que permitían los Fueros de la Corona de Aragón; y en su consecuencia declaró S.M. que no debían entenderse derogados en esta parte. También declaró no ser su voluntad privar a los particulares de las gracias, y privilegios que por sus servicios les concedieron los progenitores de V.M. Y quiso asimismo que en lo civil se guardasen las leyes municipales de los Reinos de Aragón, Cataluña, y Mallorca, no alcanzándose la razón por la que esta providencia no ha de extenderse al Reino de Valencia que también tenía sus propias leyes municipales.
Se ve claramente, Señor, que el ánimo del glorioso padre de V.M. no fue otro que el de atender, a su real servicio, y al bien de sus vasallos, por lo que graciosamente concedió todo lo que no se oponía a estos fines. Mas, o porque no se lo permitieron las continuas guerras de su reinado, o porque nuestros padres llenos de respeto no se atrevieron a representarlo, dejó V.M. de cortar muchas novedades que sin la menor validez del real servicio son muy dañosas al bien público.
Antes gobernaban las ciudades de la Corona de Aragón cinco o seis Jurados o Conselleres que en cada año se elegían por suerte entre los ciudadanos de diferentes clases, que juzgándose capaces entraban en las bolsas, o sacos para el sorteo. Ahora gobiernan a las ciudades Capitales, veinticuatro a las otras más de seis Regidores, y perpetuos, que V.M. elige a consulta de la Cámara. Y aunque no nos detengamos a considerar si aquel antiguo gobierno, el mismo que vemos en todas, o casi todas las ciudades de Europa, es más provechoso que el nuevo al bien común, y al real servicio, no podemos dejar de confesar que los Regidores están menos atendidos y venerados del pueblo que estuvieron los Jurados y por consiguiente son menos útiles al mismo pueblo.
Muchas son, Señor, las causas del poco respeto que ahora merecen los magistrados de las ciudades. Los Corregidores tienen mayores facultades que tenían antes los Justicias, que podían llamarse compañeros de los Jurados, y los Intendentes tienen tantas privativas, que es muy poca o ninguna la autoridad de los Regidores. Las Audiencias con cualquier motivo se infieren en el gobierno económico de las ciudades, mudando las antiguas reglas, prescriben nuevas que dicen ser conformes a las Leyes de Castilla; con el título del alivio, o beneficio del público despojan a los Regidores de las preeminencias y distintivos que son más honrosos que útiles pidiéndoles que enseñen privilegios, sin contentarse con la costumbre y posesión inmemorial.
De éstos y otros procedimientos que desautorizan a las ciudades, proviene el vulgar pernicioso concepto de que no tienen los Regidores las circunstancias apreciables que tuvieron los Jurados. No nos empeñamos, Señor, en defender el honor de su persona, mas no debemos abandonar la defensa del honor de sus empleos, y menos el de los Reyes que los eligieron, porque es preciso que si no son lo que deben ser, recaiga en parte la culpa sobre S.M., o sobre la Real Cámara que los consultó. Sin embargo, no podemos negar, que son pocos los hombres de honor, y conveniencias que pretendan Regidorías, son muchos los que las renuncian, y puede temerse que ninguno quiera servirlas. Parece que si la Cámara tomase informes de las mismas ciudades, como se interesa el honor de los Regidores en que lo tengan sus compañeros podría contribuir al acierto de las elecciones.
También son muy gravosas, y apartan a muchos hombres de honor del gobierno de las ciudades las Residencias del modo que se toman. Pues vemos en esta Corte, una tropa de jóvenes que con el título de abogados pretenden varas, mientras que se madura su pretensión, solicitan alguna Residencia. Cuando lo logran van acompañados de receptores y alguaciles, no con el fin remediar los abusos, sino con el deseo de hallarlos para sacar mayor provecho ajustándose con los culpados a menos que no sean muy pobres. Así casi siempre declaran a los Corregidores y Regidores, por buenos ministros, dignos de que V.M. los atienda, quedan sin castigo los delitos, cofúndense los buenos con los malos, y por buenos que sean los Corregidores padecen de tres a tres años el desaire y perjuicio de estar treinta días sin jurisdicción, y sin salario; y así éstos como los Regidores que cumplieron con su obligación teniendo muy corto o ningún sueldo, salen condenados a pagar de sus propios las costas de las Residencias. Es muy justo, Señor, que se averigüe el proceder de los que gobiernan los pueblos, pero del mismo modo que en los siglos pasados puede V.M. ahora por medio de las visitas, o pesquisas, cuando la necesidad lo pida, castigar a los culpados, y remediar los excesos.
Pero sea lo que fuere la causa de que los magistrados de las ciudades, y villas de la Corona de Aragón, estén menos autorizados, de lo que estuvieron en los siglos pasados, lo cierto es, Señor, que del buen gobierno inmediato de los pueblos, depende principalmente su felicidad, y la de toda la Monarquía. Aunque tengamos la dicha de que V.M. sea Rey y padre de sus vasallos; y aunque sus primeros ministros sean muy celosos, no siéndolo los Corregidores y Regidores de los pueblos, las más benignas providencias se inutilizan. Pero si éstos son buenos como deben serlo, las órdenes más rigurosas se ejecutan con tal suavidad y prudencia que se hacen poco sensibles.
Tuvieron antes las ciudades de aquellos Reinos muchas facultades en lo que toca a su gobierno económico las cuales de ningún modo pueden considerarse ajenas de la subordinación debida a la suprema real Autoridad de que dimanan y dependen, ejercitándola los jurados, o regidores por gracia y en nombre de V.M. y como ministros suyos. De esta suerte estando autorizadas por V.M. las ciudades para establecer gremios, aprobar sus ordenanzas, y para otras cosas concernientes al gobierno económico, se excusarían de los inmensos gastos, e incomodidades que los naturales de aquellos Reinos sufren, habiendo de acudir para negocios de esta naturaleza a los Supremos Tribunales de la Corte, que los resuelven con los informes que dan las ciudades instruidos de su utilidad.
Cada Reino tenía sus Diputados, que lo representaban en sus tres brazos, eclesiástico, noble y real, contribuyendo todos a beneficio común de los pueblos diferentes tributos generales, que se impusieron para este fin. Estos tributos perseveran, sin embargo de haberse extinguido las Diputaciones, con notable perjuicio de aquellos Reinos. Pues así como es muy conveniente, que en cada pueblo haya un Procurador General, que atienda a su bien común, y proteja a sus vecinos desvalidos; así también sería muy provechoso que cada Reino tuviese en su ciudad Capital, y en esta Corte Diputados, con el fin de mirar por el bien público, y de amparar a muchos pueblos miserables, que ni tienen caudales para venir a la Corte, ni voces para manifestar a V.M. sus trabajos. Solamente podrán reprobar y resistir este establecimiento aquellos ministros que aspirasen a ser absolutos en las provincias, y para obrar con un dominio ilimitado, y aún independiente de la superioridad, quisieran que no hubieran recursos a V.M. ni a sus Supremos Tribunales. Cuantas vejaciones, Señor, y cuantas calamidades se hubieran evitado en aquellos Reinos, si destinasen los Tribunales de la Generalidad o Diputación a los designios para que se impusieron, hubiese habido Diputados, que postrados a los reales pies de los piadosos padre y hermano de V.M. hubiesen hecho las debidas humildes representaciones.
Omitimos, Señor, otros muchos males que están sufriendo aquellos Reinos sin el consuelo de sufrirlos por servir a V.M. No los atribuimos a las Leyes de Castilla; reconocemos que son muy justas, y muy útiles a los Reinos de sus Corona. Mas no podemos decir que fuesen injustas las Leyes de Aragón; sin faltar a la verdad, y al respeto debido a sus augustos Reyes, dignísimos progenitores de V.M. que las establecieron; y las promulgaron.
Pensarán quizá algunos que teniendo los españoles un mismo Rey, conviene que tengamos una misma Ley, para que sea perfecta la armonía, correspondencia y unión de las partes de esta Monarquía. Mas por poco que lean, y por corta reflexión que hagan, conocerán claramente que así como el cuerpo humano no es uno y perfecto porque sus partes aunque distintas, y desemejantes obedecen a la cabeza, o al alma que es de ella, así también es uno y perfecto el cuerpo de la Monarquía, porque sus partes o provincias, aunque tengan diferentes Leyes Municipales, obedecen y están sujetas a V.M. Su real voluntad, Señor, es una Ley Suprema Universal, que une a todos y los obliga a sacrificar las haciendas, y vidas en defensa de V.M. y del bien común. La diferencia del gobierno y de las leyes municipales de los Reinos de España ni se oponen en un ápice a la soberanía de V.M. ni a la unión entre sus vasallos, ni a la verdadera política; antes bien la misma política, la prudencia, y la misma moral natural dictan, que siendo diferentes los climas de las provincias, y los genios de sus naturales, deben ser diferentes sus Leyes, para que esté bien ordenado el todo, y sea dichoso el cuerpo de esta Monarquía.
¿Acaso dejan de ser perfectas la Monarquía francesa, la austriaca, y otras, porque las provincias que las componen tienen diferentes leyes?. Sin salir de España, y sin salir de la Corona de Aragón hallamos una prueba convincente de que es muy provechosa la prudente diversidad de las leyes municipales; por eso sus cuatro Reinos las tuvieron muy diferentes. Y aunque no es de admirar, que los fuesen en Cataluña y Aragón, habiendo sido en su principio distintos sus soberanos; pero es digno de consideración, que uno de los mayores héroes que V.M. cuenta entre sus ascendientes, el señor Rey don Jaime I de Aragón, no menos político que guerrero, recobrando del poder de los moros los Reinos de Valencia y Mallorca, y poblándolos de los mismos aragoneses y catalanes que lo sirvieron en la conquista, no les dio las Leyes de Aragón, ni de Cataluña, sino otras especiales, y las más aptas para hacerlos felices. Todos los Reinos de la Corona de Aragón tuvieron sus propias distintas Leyes, y obedientes a la Ley Suprema de la justa voluntad de sus Reyes, les dieron los más heroicos ejemplos de fidelidad en su servicio, y tanta gloria dentro y fuera de España, que por proloquio se dijo, tener la casa de Aragón la prerrogativa de producir Reyes excelentes. En efecto conquistadas por el Señor Rey don Jaime, con estupenda celeridad las provincias que en la repartición de esta península cupieron a la Corona de Aragón, su hijo el Señor Rey don Pedro, y sus sucesores salieron de ella a pelear, y vencer a las naciones más belicosas de Europa. !Y con qué pródiga generosidad sus fieles vasallos derramaron la sangre en las Campañas y mares de Sicilia, y Nápoles!. Qué heroicas proezas hicieron para colocar a los Reyes de Aragón en aquel trono que V.M., como heredero suyo tan dignamente ocupó, y ha dejado a su amado hijo el señor don Fernando.
Mejor que nadie conoce V.M. cuan preciosa es la Corona de las dos Sicilias, y sabiendo cuanto costó ganarla a los aragoneses, catalanes, valencianos y mallorquines, se explica muy satisfecho de la fidelidad que experimentaron sus gloriosos progenitores. Todo esto ignoran los que juzgan, que era monstruosa la Corona de Aragón, por la diversidad de las Leyes con que se gobernaban sus cuatro Reinos, y que unida con la de Castilla deben gobernarse por las Leyes de ésta. Ni aún tienen presente que el señor don Fernando de Aragón, por cuyo feliz matrimonio con la señora doña Isabel Reina propietaria de Castilla, se unieron ambas coronas, siendo tan político, y tan celoso de la Real autoridad, ni quiso, ni pensó alterar las antiguas Leyes, con que hasta entonces se habían gobernado y mantenido florecientes los Reinos de su Corona de Aragón. Sin tener más motivo que haber oído al vulgo, que ha de ser uno el Rey, y una la Ley, sin dar otra razón que la de que así se hace en nuestra tierra, muchos empleados en aquellos reinos quebrantan las más loables costumbres, y ordenanzas, e introducen cada día perniciosas novedades.
Pero los mismos que pretenden que en aquellos Reinos se observen con rigor las Leyes generales, y aún las particulares de los pueblos de Castilla, que no son gravosas, no quieren que se cumplan las que nos son favorables oponiéndose a la justa intención del glorioso padre de V.M. que mandó se guardase una perfecta igualdad en la distribución de las cargas, y de los premios. En esta parte, Señor, insta la mayor necesidad de que imploremos vuestra real clemencia, pues es tan notoria la desigualdad, son tantos y tan patentes los agravios, que representando a V.M. algunos, diremos menos de los que todos saben que sufrimos.
Para conocer la gran desigualdad, que en la distribución de los empleos han padecido los naturales de la Corona de Aragón, basta considerar que sus cuatro Reinos son la tercera parte de España, quitada la Corte, que es la Patria común de todos, y poner los ojos en los que actualmente están empleados en las Togas, Iglesias, y en la Pluma. Pues empezando por esta última clase, media entre las armas y las letras, cuando V.M. vino a reinar en España, y en nuestros corazones, no había más de un Intendente de Ejército y de Provincia, otro Comisario ordenador, ningún Director de Rentas, ningún Contador, ningún Secretario de la Cámara, ni de los Consejos, y siendo innumerables los empleados de las Secretarias y demás oficinas de esta Corte y de las Provincias, siendo tantos los Corregidores, son poquísimos los naturales de aquellos Reinos, hasta las Regidorias de sus Ciudades capitales se han dado a muchos que no nacieron en ellas.
Se ha faltado muy poco para excluir del todo a los naturales de la Corona de Aragón de las primeras dignidades eclesiásticas. Son cerca de ciento las mitras que V.M. provee en sus dominios: las de la Corona de Aragón son diecinueve, y de éstas tienen solamente dos los aragoneses, tres los catalanes, otra un valenciano, y otra un mallorquín; y parece que habrán sido muy pocos los consultados para obispados, siendo muchos los curas canónigos y generales de las sagradas religiones naturales de aquellos Reinos, sujetos muy beneméritos por su virtud, y literatura. Y como vemos que los obispos prefieren a sus paisanos para las prebendas que vacan en sus meses, por esta parte quedan sin premio aquellos eclesiásticos singularmente aplicados al estudio, al culto divino, a la predicación y a la administración de los sacramentos.
Esperamos, que serán atendidos en las provisiones que tocan a la Corona en virtud del Concordato con la Sede Apostólica; y sin duda fue el ánimo del piadoso hermano de V.M. que se presentaran para las dignidades eclesiásticas los vasallos mas dignos sin acepción de personas; pero luego se defraudaron nuestras justas esperanzas viendo que las mejores no se daban a los naturales de aquellos Reinos. Por último sabemos que son poquísimos los eclesiásticos de la Corona de Aragón, que para premiar sus estudios o para estimularles a que los prosigan, se les hayan dado pensiones sobre los obispados.
En la distribución de las Togas salta a los ojos la desigualdad o el agravio que han sufrido los naturales de aquella Corona; pues sin contar las de Indias, en las Cancillerias y Audiencias de Castilla, y en el Consejo de Navarra, son mas de cien las plazas, de las cuales obtienen dos los aragoneses, y otra un valenciano. En las Audiencias de la Corona de Aragón, manifestó la majestad del señor don Felipe V ser su voluntad por muchas justas razones, que a lo menos la mitad de sus Ministros fuesen nacionales, y componiéndose como se componen de cincuenta y cinco, solos veinte son naturales de aquellos Reinos. En el Consejo de la Suprema y General Inquisición ninguno, y no más en los otros quince tribunales de España. En los Consejos que V.M tiene en su Corte, son sesenta y nueve los Ministros Togados, y solamente en el de Castilla hay uno valenciano, un aragonés en el de Ordenes, y dos Alcaldes de Corte cuyos padres fueron Camaristas. Y así puede decirse que en esta carrera los naturales de aquellos Reinos, no han tenido otro premio que el de las pocas plazas que se han considerado nacionales y han tardado a vacar mucho tiempo por no haber ascendido a los Consejos, ni a las Regencias, a excepción de uno los que las obtuvieron.
Esta verídica sencilla enumeración muestra, Señor, la razón que tenemos para lamentarnos de nuestra desgracia, la cual de ningún modo podemos atribuir al glorioso padre de V.M., cuya intención hemos dicho y repetimos muchas veces, fue la más recta: pues derogando con los demás Fueros o Leyes de Aragón la que excluía de los empleos de cada uno de ellos a los que no fuesen sus naturales, y mandando que en adelante los Castellanos pudiesen obtenerlos; habilitó al mismo tiempo a los de la Corona de Aragón para que los obtuviesen en Castilla. Quiso S.M. que ambas Coronas se diesen promiscuamente los empleos, sin distinción de Naciones, y con la sola atención a los méritos. Abrió la puertas de unos y otros Reinos; y en efecto los Castellanos las hallaron abiertas, y entraron francamente en Aragón a poseer las mejores conveniencias: mas para los Aragoneses, Catalanes y Valencianos han estado casi cerradas las de Castilla.
No pudo aquel gran Rey dignamente ocupado en el gobierno universal de esta Monarquía, velar sobre el cumplimiento de su voluntad, descendiendo en los casos particulares de tantas provisiones a examinar el mérito de los que dejaban de ser atendidos. No culpamos a los consultores, que reconocemos celosos y muy timoratos. Quizás dirían que no conocían en aquellos Reinos sujetos dignos de las reales gracias. ¿Pero qué, no pidieron informes, según previenen las Leyes, a los Obispos y Regentes. Acaso informaron éstos, que no hallaban eclesiásticos, ni seculares beneméritos?. ¿A tal extremo había de llegar nuestra desgracia, que se quisiese justificar el perjuicio de no dar premios a los naturales de aquellos Reinos o el otro más sensible de negarles el honor de merecerlos?.
Es cierto, Señor, que habiendo estado tantos años desatendidos nuestros paisanos, podríamos temer que aflojasen en el estudio de las ciencias; pero no ha sido así: por su buena índole y por su amor a las letras, sin el estímulo del premio, han hecho en ellas los mismos admirables progresos que hicieron en los siglos pasados, cuando lograban que se remunerara su aplicación. Las Universidades de aquellos Reinos se han mantenido sin la decadencia que dicen se experimenta en las de Castilla; las exceden sin duda en el número de estudiantes, y sus catedráticos no son inferiores en la sabiduría, y el en cuidado de la enseñanza de sus discípulos. No vienen, es verdad, como los de las Universidades de Castilla a pretender a las Cortes; pero a nuestro modo de entender, los ministros que son los ojos de los Reyes, extendiendo la vista a todos los Reinos de la Monarquía, y registrando sus Iglesias, Universidades y Academias hallarán a los que son tanto más beneméritos cuanto más modestos, y retirados. Así lo persuaden las experiencias recientes, y adaptadas a los intentos en los sabios y virtuosos prelados paisanos nuestros, que salieron de su retiro a ilustrar con su doctrina, y edificar con su ejemplo las santas iglesias de Palermo, Córdoba, Lugo, Rijoles, y Lérida.
Gracias a Dios, Señor, y gracias a V.M. por las muchas apreciabilísimas honras, que el en corto tiempo de su feliz reinado a dispensado a nuestros paisanos. A tres ha nombrado V.M. por sus Embajadores, a uno ha elegido Virrey de la Nueva España, a otro Intendente de Ejército y Provincia: y las dignidades eclesiásticas que han vacado en las iglesias de aquellos Reinos las ha dado V.M. a sus naturales. ¡Cuanto se ha mejorado nuestra suerte!. Cuanta seguridad debemos tener de que dilatándose como deseamos, la preciosa vida de V.M. hemos de ser felices.
Alaben otros más elocuentes la pericia militar, la constancia, la fortaleza, la generosidad, y las demás heroicas virtudes, que hacen a V.M. respetable a todo el orbe, mientras que nosotros veneramos en su dichoso gobierno las máximas más justas, y más útiles al bien público y muy conformes a la política con que los insignes progenitores de V.M. gobernaron y prosperaron los Reinos de la Corona de Aragón, pues V.M. manifiesta tener por conveniente que las dignidades de cada Reino se confieran a sus naturales, y aquellos sabios monarcas lo establecieron por leyes municipales, que excluyan de los empleos, menos de los Virreinatos, y arzobispados, a todos los que no fuesen naturales de aquellos Reinos.
Estas leyes, Señor, si bien se mira, a nadie perjudican, ni pueden considerarse privilegios exorbitantes; porque ¿qué agravio se hacia a los Castellanos en no darles empleos en Aragón, privándose los aragoneses de tenerlos en Castilla? ¿Cómo observándose la más perfecta igualdad puede faltarse a la justicia distributiva?. ¿Y cómo pueden atribuirse a espíritu de discordia, o mala voluntad de los aragoneses a los castellanos unas Leyes que comprendían a los mismos naturales de los Reinos de aquella Corona, que injustamente se amaban, y mutuamente se socorrían?. Ni los catalanes podían tener empleos en Aragón, ni los aragoneses en Cataluña, ni unos, ni otros en Valencia. Y aquí vuelve a ofrecerse la reflexión que antes hicimos, de que habiendo los aragonés y catalanes conquistado, y poblado el Reino de Valencia, quedaron excluidos de sus empleos; y es que, aquellos grandes Reinos, y sus sabios Consejeros, conociendo que según el derecho natural, los padres de familia deben gobernar sus casas, y los ciudadanos sus ciudades, entendieron que era consecuencia de este derecho muy justo, y muy provechoso, que a cada Reino le gobernaran sus propios naturales, subordinados a la Suprema Voluntad de sus Soberanos.
Permitamos, Señor, V.M. que expongamos algunas de las muchas razones que tuvieron sus augustos progenitores, para juzgar ser útil al bien de los particulares, al común del Estado, y al real servicio , que en cada Reino obtengan los empleos sus naturales. Es útil, este establecimiento al bien de los particulares. Lo primero, por que los de una Provincia tienen el genio muy diferente de los de la otra, y aunque cada uno piensa que el suyo es el mejor, no puede negarse, que conviene mucho que congenien los que mandan, y obedecen, siendo insufrible para los de un genio blando obedecer a los que lo tienen duro.
Lo segundo, porque con esto se evitan seguramente la desigualdad en la distribución de los premios, la envidia, y las quejas, que de otro modo son inevitables. No hubo la menor discordia entre aragoneses, catalanes, valencianos y mallorquines, ni tuvieron envidia a los castellanos todo el tiempo que en cada uno de aquellos Reinos obtuvieron los empleos sus naturales. Ningún Reino era más dichoso que otro: ninguno era superior a los demás: los naturales de uno no mandaban a los del otro: sólo el Rey mandaba a todos, y todos le obedecían con singular gusto, y con la más rendida constante fidelidad. Todos estaban muy contentos, y satisfechos con el honor, y provecho que tenían empleados en su propia patria o con la esperanza de merecerlo, y conseguirlo. Más no podremos decir otro tanto después que se han visto privados del honor, y de la esperanza.
No puede negarse que los naturales de la Corona de Aragón por lo común no se ayudan, ni apetecen honras, y conveniencias fuera de su patria. Salen muchos de aquellos Reinos, vienen a Castilla, mas no a servir con comodidad en las casas, ni con el fin de llegar a mandar en ella, sino a ganar la comida trabajando en los campos, o en las fábricas, y procurando ser útiles en todas partes: Y este deseo de acomodarse en su propia patria, sin aspirar al mando en la ajena, viene de tan antiguo que de costumbre ha pasado a ser genio, o naturaleza. Así lo muestran las mismas Leyes, que fijaban los empleos de cada Reino a sus naturales, establecidas con universal satisfacción de todos, y lo comprueban las Historias. Conquistaron los aragoneses, catalanes, valencianos, y mallorquines, como se dijo, a Cerdeña, Sicilia, y Nápoles, y a excepción de algunos pocos que quedaron heredados, y se connaturalizaron en aquellos Reinos, los demás se volvieron a España, dejando el gobierno de ellos a sus naturales. De esta moderación proviene sin duda que en los Reinos de Italia no hubo turbaciones, ni alborotos mientras que estuvieron sujetos a los señores Reyes de Aragón; y ésta también es la causa porque los Reinos de aquella Corona están muy cultivados, y poblados que los de Castilla, cuyos naturales los abandonaron por ir a otras provincias. Atendidas pues las diferencias de genios, aparece muy útil, y aún necesario que los empleos de cada Reino se confieran a sus naturales, para que así seguramente se distribuyan con equidad entre los beneméritos.
Esta suave providencia no es menos útil al bien común de aquellos Reinos que al bien de sus particulares. Porque a más de la experiencia de tantos siglos lo demuestra, es evidente, que así como el menos advertido sabe más en su casa, que el más cuerdo en la ajena; así los que nacen, y se crían en una Provincia, conocen mejor que otros lo que conviene a su mayor bien. Y cualquiera que esté enterado de los pasos con que aquellos naturales ascendían a los primeros empleos, ha de confesar que eran los más propios, para que estuviese bien instruidos en los negocios que manejaban.
No salían inmediatamente de las Universidades, ni de los Colegios al ministerio. Después de haber estudiado la Jurisprudencia especulativa, y ejercitándose algunos años en la práctica, unos empezaban a servir los empleos de asesores del Gobernador, de los Justicias Civil y Criminal, y del Bayle de las ciudades Capitales, y otros iban a serlo de los Gobernadores que residían en las Ciudades y villas cabezas de Partido. A los que mejor desempeñaban su obligación, elegía S.M. Ministros Togados de las Audiencias, en que también había algunos caballeros de capa que entendían en los negocios políticos. De aquellas Audiencias por real nombramiento, venían los más beneméritos al Consejo Supremo de Aragón establecido en esta Corte y compuesto de un Presidente, de un Vicecanciller, de un Protonotario, de un Tesorero, de un Fiscal, de seis Ministros Togados, dos de Aragón, dos de Cataluña, y dos de Valencia, de tres de capa y espada, y de cuatro Secretarios, que lo habían sido en las Audiencias.
Siendo tan regular esta carrera para conseguir los empleos más honrosos, eran muchos los jóvenes nobles y ricos que se dedicaban al estudio de la Jurisprudencia práctica, y al ejercicio de abogados, con gran utilidad del público, que se interesa mucho en que lo sean hombres de honor y conveniencias. Pero ahora son muy raros los de esta clase que se aplican a la abogacía. Habiendo transcendido a aquellos Reinos el vulgar modo de pensar el ejercicio de la abogacía se reputa ejercicio de pobres, se mira con menos estimación que antes, no se considera carrera, y realmente no lo es, pudiendo solamente tener los abogados y catedráticos de aquellas Universidades las esperanzas de conseguir una plaza nacional, y muy remotas, ya porque algunos han sido preferidos a los más ancianos, ya porque tardan mucho tiempo a vacar, envejeciendo los que las obtuvieron y muriendo Decanos sin ascender, como ha sucedido en nuestros días a unos hombres verdaderamente distinguidos por su nobleza, integridad y sabiduría.
No puede dudarse, Señor, que conviene mucho a la recta administración de justicia, y al buen gobierno de los Reinos, que los ministros antes de serlo tengan una ciencia práctica de los negocios. Sin ella por más que sepan del derecho de los romanos, que se estudia en las Universidades, al principio no pueden dejar de cometer muchos yerros; y la circunstancia de naturales es más precisa en los Reinos de la Corona de Aragón, debiendo juzgarse sus causas por leyes particulares, desconocidas aún de los castellanos más prácticos en la suyas. En los de Cataluña, Valencia y Mallorca los procesos, y las escrituras de los siglos pasados están en su lengua vulgar, que al cabo de tiempo entienden medianamente los Castellanos, pero jamás todas sus palabras, y menos la energía de muchas, cuyas inteligencia depende la justa decisión de los pleitos.
Los Ministros de aquellas cuatro Audiencias, y del Supremo Consejo de Aragón, a más de que entendían perfectamente su lengua nativa, habiendo ascendido por los pasos que hemos dicho, podían tener toda la práctica e instrucción que se requería para la pronta y acertada expedición de los negocios de justicia y gobierno. Estaban así mismo encargados los ministros de aquel Consejo de las consultas de las dignidades eclesiásticas, y de los empleos seculares del real patronato, y como tenían un cabal conocimiento del merito de sus patricios, podrían proponer a los más dignos.
Se unió el Consejo de Aragón al de Castilla, que parece debiera llamarse de España, así como después que se unieron en los señores don Fernando y doña Isabel ambas Coronas se llamaron, y se llaman Reyes de España. Los Ministros del de Aragón pasaron al de Castilla, añadiéndose a éste un Fiscal, en lugar del Protonotario, y de los cuatro Secretarios se nombro uno de Cámara, y un Escribano. Los negocios del Patronato de aquella Corona a la Cámara y los de la Hacienda Real a su Consejo, en los cuales también entendía antes el de Aragón.
Los Ministros que aconsejaron se suprimiera o uniera al de Castilla el Consejo de Aragón, discurrieron sobre otros principios que aquellos, que dos siglos ha fueron de dictamen que se estableciera un nuevo Consejo de Italia, que entendiera en los negocios de su Reino, que antes se trataban en el Supremo de Aragón, y es de reparar que estando aquellas Provincias desde el tiempo de su conquista unidas a la Corona de Aragón, no sólo los de su Consejo no se opusieron a su división, sino que la promovieron, contemplando ser muy útil, que los mismos italianos gobernaran sus Reinos. Pues aún es más digno de reparo, que habiéndose dispuesto que en el nuevo Consejo de Italia intervinieran algunos Ministros Españoles, y teniendo los naturales de la Corona de Aragón notorio derecho para ser preferidos, ni lo pretendieron, ni lo imaginaron, cediendo gustosos aquel honor a los castellanos, para que claramente se vea, que no apetecieron entonces, como ni ahora mandar fuera de su casa.
Pero como quiera que apartándose de aquel antiguo ejemplar, se uniese el Consejo de Aragón al de Castilla, se reconoce por las razones insinuadas ser muy conveniente que haya en los seis ministros togados que había en el de Aragón, naturales de su Corona, para que bien instruidos entiendan en los negocios de Justicia, y Gobierno pertenecientes a aquellos Reinos; que haya dos en la Cámara, para las Provisiones y asuntos de Patronato; que haya algunos así Togados, como de Capa y Espada en el de Hacienda; y que después de haber servido las Secretarías y Escribanías de aquellas Audiencias, vengan a ser Secretarios de la Cámara y Escribanos del Consejo.
Mas si en el Consejo Real no hay más de un Ministro natural de la Corona de Aragón, ninguno en la Cámara, y ninguno en el de Hacienda; si ni el Escribano del Consejo, ni el Secretario de la Cámara, ni sus ocho oficiales, a excepción de dos recién elegidos, son naturales de aquellos Reinos, ¿cómo puede negarse el perjuicio de los particulares y del común?. ¿Cómo pueden ahora despacharse los negocios con la facilidad que antes?.
Muy versado estaba en el manejo de las Dependencias aquel que en año 1728, de R.O. trabajó un papel muy curioso para el arreglo de los archivos; y aunque persuadido que los castellanos deben mandar todos los Reinos de la Monarquía Española, no aprueba que estuviesen excluidos del gobierno de los de aquella Corona, con toda su ingenuidad, y su mucha experiencia le hicieron confesar: "que así por el práctico conocimiento que tenían los ministros, y Subalternos del Consejo de Aragón, como por el buen método con que se dirigían los negocios, eran moralmente seguros los aciertos; que los papeles pertenecientes a su Instituto estaban en mejor orden y custodia, que los de los demás tribunales de Castilla, por el cuidado grande que se tenía de remitir los de las dependencias evacuadas a los Archivos de Valencia, Barcelona y Zaragoza, a cuyas Audiencias pedía el Consejo las noticias de que necesitaba; añade que suprimido el consejo de Aragón, los papeles de las cuatro Secretarías se entregaron a un Escribano de Cámara y que en año de 1718 los de la Protonotaría en cincuenta cajones se enviaron a Simancas, cuya separación de los antiguos puede causar en lo futuro inconvenientes, sino se da providencia para evitarlos. Y llega a decir; que faltando hoy estos precisos e indispensables requisitos para el acierto, no pueden suplirlo toda la capacidad humana, ni el ardiente celo de los ministros que manejan los negocios".
Nadie pues, Señor, puede tener a mal, que nosotros digamos haber sido las resultas de aquella mudanza perjudiciales a la recta administración de justicia y al buen gobierno de los Reinos de la Corona de Aragón; ni puede extrañar, nuestra humilde representación los que sepan que los Reinos de Castilla pidieron en diferentes Cortes, que se dividieran con igualdad las plazas del consejo entre sus naturales; de modo que hubieran dos consejeros de Castilla la Vieja, dos de León, dos de Galicia, dos de Toledo, dos de Extremadura, y dos de Andalucía, lo que concedieron los señores Reyes de Castilla, juzgando ser tan justo, que en año de 1367 en las de Toro, el Señor Enrique II dijo: que esto mismo quería el demandar a sus Reinos.
Puede ser que esta Ley, como otras muy justas y provechosas no se haya observado con todo rigor; sin embargo vemos, que en el Consejo Real hay dos Ministros hijos de Galicia, dos de Asturias, dos de Navarra, cinco de Andalucía, y Murcia, catorce de otros Reinos de Castilla, y uno solo de los cuatro Reinos de la Corona de Aragón, y muerto, éste como V.M. no lo remedie, según las señas no habrá ninguno, pues acabamos de ver que de las tres plazas del Consejo que poco ha vacaron por muerte de dos aragoneses y un catalán, ninguna se ha dado a naturales de aquella Corona y uno solo fue consultado en segundo lugar.
No parece que la equidad y política dicten que todos los Reinos de España tengan hijos suyos en el Consejo, menos los de la Corona de Aragón, que son una tercera parte de ella. El Consejo de Aragón no se unió al de Castilla para que perdiendo el nombre, sus naturales perdieran el derecho a sus plazas. Habiéndose incorporado los ministros de aquel en este, parece que debían proseguir en igual número, y que habían de ser naturales de los Reinos de la Corona de Aragón el Fiscal, el Escribano, y el Secretario de la Cámara, que se añadieron al Consejo de Castilla después que se le unió el de Aragón. A nuestro parecer convendría mucho que juzgasen los pleitos que vienen al Consejo en segunda suplicación, o causa vivendi, unos Ministros que estuviesen desde sus primeros años versados en las Leyes Municipales de aquellos Reinos, según las cuales deben sentenciarse, y se sentenciaron en sus Audiencias. Gran consuelo, señor, tendrían aquellos fieles vasallos de V.M. pudiendo representarle por medio de sus paisanos las aflicciones que padecen. Y en el caso de venir a la Corte serian recibidos con el mayor agrado, y con la mayor brevedad despachados. Vemos que los hijos de otros Reinos empleados en esta Corte, son, como deben ser, los protectores de su Patria. ¡Solos los aragoneses han de quedar desamparados, han de tratarse como extranjeros!.
Parecerá de poca monta el perjuicio que causan los Corregidores y Alcaldes Mayores que van a aquellos Reinos, y realmente no lo es; porque un Alcalde Mayor ignorante, o codicioso es capaz de arruinar un pueblo; y por lo común pretenden estos empleos aquellos mismos, que según dijimos, van a las Residencias, y no pueden mantenerse con el ejercicio de Abogados, y por su gran pobreza van toda su vida de pueblo en pueblo para ganar la comida, y darla a su familia. ¡Cuan otras eran las circunstancias de los asesores en el antiguo gobierno!. Fácilmente se conseguiría dando las varas o asesorias a los naturales, con la esperanza de ascender a las Togas.
Si estas razones, Señor, prueban ser conveniente que los empleos seculares en aquellos Reinos, y en todos, se den a sus naturales, son más eficaces y de superior orden las que persuaden que los Obispados y beneficios de las Iglesias deben conferirse a sus propios clérigos, no con la mira a su bien particular y temporal, sino al bien común y espiritual de los cristianos vasallos de V.M.. Porque todas las dignidades eclesiásticas miradas a buena luz son cargas, no conveniencias. Los que las tienen, meros administradores de las Rentas que perciben, deben distribuirlas entre los pobres de sus Iglesias, contentándose con lo preciso para comer y vestir modestamente, y aún esto deben ganarlo trabajando en el cultivo de la viña del Señor, y en beneficio espiritual de aquellos mismos que trabajan corporalmente para alimentarlos; deben instruirlos con su doctrina y edificarlos con su ejemplo. Los Obispos, y demás clérigos que son como deben ser, bien conoce V.M. que jamás son demasiadamente ricos, pues distribuyen o restituyen a los necesitados lo que recibieron con esta obligación.
Estamos muy lejos de pensar, que no hay en cada provincia algunos, que llamados de Dios al estado eclesiástico cumplirán con sus obligaciones en cualquiera parte a que vayan; ni juzgamos que la Patria da a sus hijos las virtudes que se requieren para ser en ellas buenos clérigos. Pero no puede negarse, que aún cuando éstos faltando a su obligación dejan de socorrer a los pobres por enriquecer a sus parientes, en fin se queda en el pueblo el fruto que sacaron de sus vecinos. Fuera de que el ministerio eclesiástico es un ministerio de amor, y siendo natural el que mutuamente se amen los patricios, ciertamente en iguales circunstancias los clérigos del País tienen mejor disposición que los extranjeros para amar, instruir, y socorrer a sus paisanos, y para ser amados. Son muchos, doctísimos y castellanos los autores que han escrito diferentes libros para probar que sería muy conveniente que todos los beneficios fuesen patrimoniales, esto es, que se confieran a los hijos del lugar, según se practica en los Obispados de Burgos, Palencia y Calahorra. Esto mismo se propuso en el sagrado Concilio de Trento, con universal aceptación de aquellos santísimos padres. Y el Señor Rey don Alfonso el Sabio, conformándose con lo dispuesto por los emperadores Arcadio, y Honorio estableció en una Ley de sus Partidas, que los beneficios se presentasen a los hijos de la Iglesia, si los hubiese hábiles, y en su defecto a los que sean del Obispado. Las Leyes Canónicas, que ordenan se den hasta los Obispados a los clérigos de la Diócesis, o de la Provincia, por espacio de muchos siglos verdaderamente estuvieron en tal vigor y fuerza, que si alguna vez los clérigos, a quien pertenecía la elección de los obispos, las quebrantaban, los reprendían severamente los Sumos Pontífices, celadores exactos de aquella antigua loable disciplina.
A más de estas Leyes generales, hay otra especial, y más poderosa, que obliga a que en Cataluña, Valencia, y Mallorca sean obispo, y clérigos de sus Iglesias, los que nacieron y se criaron en aquellos Reinos. Porque según dijimos, en ellos se habla una lengua particular; y aunque en las ciudades y villas principales muchos entienden, y hablan la castellana, con todo los labradores ni saben hablarla, ni la entienden. En las Indias, cuyos naturales, según se dice, no son capaces del ministerio eclesiástico, los párrocos deben entender y hablar la lengua de sus feligreses, ¿y han de ser los labradores catalanes, y valencianos de peor condición que los Indios, habiéndose dado en aquellos Reinos hasta los curatos a los que no entendían su lengua?. Cuanto convendría que los Obispos, así en las Indias, como en España, no teniendo el don de lenguas que tuvieron los Apóstoles, hablaran la lengua de sus feligreses. El mismo juicio hacemos de todos los demás ministros de la Iglesia, cuyo espíritu no permite que sean inútiles al pueblo, para cuyo fin se instituyeron, como son los que no pueden instruirle. Y siendo los labradores los que con el sudor de su rostro principalmente mantienen a los obispos, y demás clérigos, y por consiguiente los que más derecho tienen a ser instruidos, ¿han de estar privados de la instrucción?. ¿Cuántas veces insta la necesidad de que una pobre mujer explique su aflicción, y se confiese con su propio obispo?. ¿Y ha de sufrir el rubor, y la pena de hablarle por intérprete?.
Atentos al mayor bien de la Iglesia, y con arreglo a sus santas y justas leyes, los Sumos Pontífices más celosos, aun de estos últimos siglos, prefirieron a los diocesanos en las provisiones de las dignidades eclesiásticas. Perteneciendo, pues, éstas a V.M. que tanto venera a la religión, y ama a sus pueblos, nos prometemos el consuelo que tuvieron nuestros mayores, de que sean Prelados y ministros de las Iglesias de los Reinos de la Corona de Aragón, los que habiendo dado a nuestra vista públicos testimonios de su virtud, y sabiduría, nos edifiquen con su ejemplo, y nos instruyan con su doctrina.
De propósito, Señor, hemos reservado para lo último de esta reverente representación las razones que persuaden ser útil al real servicio de V.M. que los empleos eclesiásticos, y seculares de los Reinos de la Corona de Aragón se den a sus naturales, porque quizá con el real servicio se armaría alguno para oponerse a nuestros deseos, y humildes súplicas. Lo primero que podría decir es, que no conviene fiar a los naturales de aquellos Reinos la defensa de las Regalías de V.M., porque quien excluya a nuestros paisanos de las Togas, y singularmente de las Fiscalías de aquellas Audiencias con el motivo de que los hombres generalmente hablando, no defienden bien en su propia patria los reales derechos, por consecuencia habrá de confesar, que ninguno podrá tener estos empleos en los Tribunales de la Provincia en qué ha nacido.
Si es, porque los naturales de aquellos Reinos estudian libros, y principios opuestos a la Regalía, habrá olvidado, o tal vez ignore, que los señores Reyes de Aragón, y sus Consejeros fueron mucho más celosos de la real autoridad, que los de Castilla. En ninguna parte de España estuvo tan limitada la inmunidad, y jurisdicción eclesiástica, y tan dilatada la real potestad económica y gubernativa como en aquellos Reinos. Por esto el glorioso padre de V.M. poco después de haber derogado aquellos Fueros y Leyes, mejoró, o explicó su RD., declarando que no se entendieran derogados por lo perteneciente a las materias y personas eclesiásticas, sino que subsistieran, y se observaran como antes sin la menor novedad. Y por lo mismo quiso que en aquellas Audiencias hubiera algunos ministros nacionales, que bien instruidos en las leyes antiguas cuidaran de mantener en esta parte inviolable su observancia. Esto, no obstante, como los hombres, según dijimos, piensan que el gobierno, y todas las cosas de su tierra, son las mejores, los ministros de V.M. no hallaron poco ha inconvenientes en que los ordinarios eclesiásticos de aquellos Reinos tengan y ejerzan la misma jurisdicción que en Castilla.
Lo segundo que podría decirse es, que para administrar bien la justicia, es necesaria una gran imparcialidad, la cual se halla más fácilmente en los forasteros, que en los naturales. Pero este argumento fuera de que no comprende a los ministerios eclesiásticos, que son de amor y caridad, si algo prueba, prueba que nadie debe ser Juez en su Provincia. Nos hacemos cargo de que hay una ley real que dispone, que nadie sea Corregidor, y Alcalde de un lugar, que no diste ocho leguas del suyo, pero aquellos Reinos tienen bastante extensión para que se puedan dar los Corregimientos y Alcaldías a sus naturales, sin que se quebrante esta Ley que frecuentemente se ha dispensado.
Y a la verdad, señor, lo que importa es que los jueces sean justos, y la experiencia enseña, que lo pueden ser los naturales honrados, y ricos; ni puede dudarse que son más temibles los perjuicios que se siguen de que se hagan a aquellos Reinos a administrar la justicia unos pobres de las circunstancias que dijimos.
Se discurrió que convendría la distribución reciproca de los empleos, entre los españoles sin respeto a que hubiesen nacido en ésta o en la otra Provincia, para conciliar, y unir los ánimos de todos, y asegurar más la pública quietud, y el real servicio. En verdad no hubiéramos tenido motivo de sentimiento si se hubieran distribuido los premios con igualdad, y del modo que el señor Felipe V creyó sería ventajoso a sus vasallos de la Corona de Aragón, habilitados para los empleos de Castilla, de que estaban excluidos. Pero como no ha sucedido así, como los naturales de aquellos Reinos privados de los empleos que antes tenían en ellos, han sido efectivamente excluidos de los de Castilla; del mismo modo que lo eran antes, no han conseguido el favor, y la ventaja que se propuso el piadoso justo padre de V.M. y nos hallamos en la triste necesidad de manifestar nuestra desgracia, implorando vuestra real clemencia.
Para que se desatiendan nuestras humildes súplicas, tal vez dirá alguno, que son contrarias a la suprema absoluta libertad que compete a V.M. en las elecciones de los empleos, sin considerar que no pierde la libertad de entrar, y salir de un cuarto quien cierra la puerta, quedándose con la llave para abrirla cuando, y como quiera. La real soberana justa voluntad de V.M. es la única llave que abre la puerta de los premios a los dignos, y la cierra a los que no lo son: es la ley que admite a aquellos, y excluye a éstos. Siendo vasallos de V.M. y siendo dignos tienen abierta la puerta, y V.M. libre, y justamente introduce por ella a los más dignos. Si V.M. llega a comprender que los naturales de la Corona de Aragón, verdaderamente dignos pueden en sus empleos servir con mayor utilidad que otros a la Iglesia, y al Estado, y se sirve manifestar ser su voluntad que sean atendidos, ¿por donde se priva de la libertad en las elecciones? No parece, Señor, que defenderían vuestra suprema libertad los que excluyesen de los empleos a los naturales de la Corona de Aragón, ni debe culparse que pidamos humildemente a V.M. lo mismo que trocada la suerte perderían los naturales de la Corona de Castilla. Si por ventura los de la de Aragón tuvieran todos los empleos de sus cuatro Reinos, y la mayor parte de los de Castilla, ¿no clamarían justicia, y con razón, los Castellanos?. ¿Pues, por qué no hemos de pedirla nosotros a V.M que tanto la ama, y suplicarle rendidamente que se sirva establecer una providencia fija, que asegure la más justa igual distribución de los premios, entre los vasallos beneméritos de todos sus reinos?. Señor, nosotros no sólo sujetamos nuestra voluntad a la soberana de V.M., sino también nuestro juicio a su superior comprensión ciñéndose nuestros deseos y súplicas a que un Rey dispense a los naturales, y Reinos de su Corona de Aragón aquellas gracias que comprenda ser equitativas, y útiles a su real servicio, y al bien común, si merecemos la dicha de que V.M. pase los ojos por esta humilde representación, confiamos que conociendo V.M. que los naturales de aquellos Reinos han sido menos atendidos en la distribución de los premios, de lo que su glorioso padre quiso que lo fuesen, y de lo que al parecer correspondía a su número, y a su mérito, se servirá conferirles los empleos que obtuvieron de la benignidad de sus augustos progenitores, disponiendo que los Regidores de las ciudades y villas de aquellos Reinos sean naturales del país, y que para su nombramiento se pidan informes a los Ayuntamientos; que en el Consejo Real haya los seis ministros, que hubo en el Supremo de Aragón; en la Real Cámara dos de éstos, que conocedores de el mérito de sus paisanos consulten a V.M. los que sean más dignos; que de las Secretarias de aquellas Audiencias y Ayuntamiento asciendan algunos para las Secretarias de los Consejos, Tribunales y Juntas, y Oficinas de esta Corte. Los naturales Ministros de sus Audiencias enterados de las Regalías que a V.M. competen, sabrán defenderlas, y versados en sus antiguas leyes municipales podrán administrar la Justicia con arreglo a ellas. Y siendo de superior orden las razones que persuaden sean preferidos los naturales en la provisión de las dignidades, y pensiones eclesiásticas, esperamos que V.M. ha de atenderlos. Así los jóvenes de honor estimulados con la esperanza del premio se aplicarán al estudio práctico de la Jurisprudencia, y sirviendo con integridad, y celo, los Corregimientos, Alcaldías, o Asesorías, merecerán que V.M. los ascienda a sus Audiencias y Consejos. Así doblándose la aplicación al estudio de la Teología y Cánones, tendrán aquellas Iglesias Prelados y clérigos que nos entiendan y nos instruyan.
Comprendiendo V.M. que ha de contribuir a la felicidad de aquellos Reinos el que tengan como tuvieron en los siglos pasados Diputados en la Corte, que los representen, y miren por el real servicio, y bien común de sus pueblos, se servirá disponer, que los tenga cada uno de aquellos Reinos, y que se mantengan con los tributos generales, que impuestos para este fin se cobran de los eclesiásticos y seculares; y que sustituyendo las antiguas visitas en lugar de las Residencias, se renueven las loables costumbres, y leyes económicas que en nada se oponen a la real autoridad y observadas conducen para que aquellos naturales, gobernados como sus padres, puedan como ellos aplicados a la agricultura, a las fábricas, armas, y letras, ser igualmente útiles, a su patria y a V.M.
En fin, Señor, el glorioso padre de V.M. puesto con la espada en la mano al frente de sus ejércitos, no pudo examinar por sí mismo el nuevo gobierno que mandó establecer en aquellos Reinos. Quedó imperfecta esta gran obra de que depende su verdadera felicidad; y Dios ha destinado a V.M. para que con su soberana inteligencia, y heroico celo, la perfeccione. Así lo esperamos, deseando que el cielo llene de bendiciones a V.M., a su augusta real familia, y a todos sus fieles dichosos vasallos.
Los diputados de las ciudades de Zaragoza, Valencia, Barcelona y Palma, postrados a los Reales Pies de V.M., cumplimos ya con nuestra primera obligación, prestando el juramento de fidelidad, que debemos a V.M., y que con indecible gozo nuestro reconoció V.M. en todos los naturales de los cuatro Reinos de su Corona de Aragón. Pues aún antes que diésemos este público testimonio de nuestra rendida obediencia; apenas V.M. puso los pies en España, viendo el júbilo, y alborozo con que lo recibieron, y aclamaron los catalanes, y aragoneses, y constándole que era igual en los valencianos, y mallorquines, explicó estar muy satisfecho de su amor, celo, y fidelidad en los primeros RR. DD., con que V.M. empezó a ejercitar a un mismo tiempo su soberana autoridad y su heroica clemencia.
Debemos, Señor, ya que la ocasión se proporciona, dar a V.M. las más humildes gracias por la piedad con que se dignó perdonar los tributos que debiesen a la Real Hacienda los pueblos de la Corona de Aragón. Pero si hemos de decir lo que sentimos, según es justo hablando con V.M., mayor aprecio merecieron en nuestra estimación las honrosas palabras con que V.M. explicó su real satisfacción, las que impresas en nuestros corazones, llenándolos de gozo, y confianza, nos alientan a postrarnos por segunda vez a los pies de V.M. para dar nuevas pruebas de nuestra fidelidad, desempeñando la obligación que tenemos de procurar el mayor bien de sus leales vasallos, y paisanos nuestros.
Ofendiéramos a V.M. si sospechásemos que ha de, disgustarse de que manifestemos el amor que tenemos a nuestra Patria, y el deseo de su felicidad. Porque ¿cómo puede ofenderse de que amemos a los mismos que V.M. ama con la mayor ternura, y de que deseemos la felicidad, que V.M. desea con la mayor ansia?. Bien puede decirse que son la Patria de V.M. todas las ciudades, villas y aldeas de España; y a sus naturales, más que como a paisanos mira V.M. como hijos. ¡Que gozo tuviera V.M. si lograra, que todos sus vasallos fuesen felices! A este fin se dirigen sus cuidados, y sus inmensas fatigas, a que ninguno sea infeliz. Y como V.M. acude pronto al socorro de los miserables, dejan de serlo luego que V.M. sabe que lo son, y quiere saberlo para remediarlo. Obedeciendo pues a V.M. expondremos en esta humilde representación lo que juzgamos puede contribuir a que en el feliz reinado de V.M. sean felices los Reinos de la Corona de Aragón.
Al principio de este siglo el señor Felipe V (que esté en gloria) tuvo por conveniente derogar las leyes, con que hasta entonces se habían gobernado los Reinos de la Corona de Aragón, mandando que en adelante se gobernasen con las de Castilla; sin duda con el recto fin, y con la inteligencia de que esta igualdad, y uniformidad entre las partes había de ceder en gran beneficio del Cuerpo de la Monarquía. Se descubrió a primera vista en esta providencia la equidad, y el celo del bien público; pero son imponderables los males que en su ejecución han padecido aquellos Reinos contra la piadosa intención del glorioso padre de V.M. Era muy arduo el negocio, y muy inminente el peligro de causar gravísimos perjuicios. Porque si cualquier novedad en el gobierno, aún la más útil se considera arriesgada, y siempre trastorna; ¿cuanto había de trastornar una entera mudanza del antiguo gobierno de aquellos Reinos?. Para ejecutarlo con acierto, se necesitaba de mucho tiempo, y de una superior práctica inteligencia. Por más sabios, íntegros, y celosos que fueren, como en verdad lo fueron, los ministros, a quienes la majestad del señor Felipe V encargó el establecimiento, que se requería para juzgar que novedades eran útiles, y las que no podrían dejar de ser dañosas al público, y a la real autoridad.
Es muy regular, Señor, que los hombres pensemos que todas las cosas de nuestra tierra son las mejores. Y así se observó, que aquellos ministros aboliendo las leyes civiles y económicas de los Reinos de la Corona de Aragón, introdujeron todas las de Castilla, juzgando que esto convenía al real servicio, y al bien público. Pero luego se conoció, que la general abolición de aquellas leyes perjudicaba a la Regalía, dando mayor extensión a la inmunidad y jurisdicción eclesiástica de la que permitían los Fueros de la Corona de Aragón; y en su consecuencia declaró S.M. que no debían entenderse derogados en esta parte. También declaró no ser su voluntad privar a los particulares de las gracias, y privilegios que por sus servicios les concedieron los progenitores de V.M. Y quiso asimismo que en lo civil se guardasen las leyes municipales de los Reinos de Aragón, Cataluña, y Mallorca, no alcanzándose la razón por la que esta providencia no ha de extenderse al Reino de Valencia que también tenía sus propias leyes municipales.
Se ve claramente, Señor, que el ánimo del glorioso padre de V.M. no fue otro que el de atender, a su real servicio, y al bien de sus vasallos, por lo que graciosamente concedió todo lo que no se oponía a estos fines. Mas, o porque no se lo permitieron las continuas guerras de su reinado, o porque nuestros padres llenos de respeto no se atrevieron a representarlo, dejó V.M. de cortar muchas novedades que sin la menor validez del real servicio son muy dañosas al bien público.
Antes gobernaban las ciudades de la Corona de Aragón cinco o seis Jurados o Conselleres que en cada año se elegían por suerte entre los ciudadanos de diferentes clases, que juzgándose capaces entraban en las bolsas, o sacos para el sorteo. Ahora gobiernan a las ciudades Capitales, veinticuatro a las otras más de seis Regidores, y perpetuos, que V.M. elige a consulta de la Cámara. Y aunque no nos detengamos a considerar si aquel antiguo gobierno, el mismo que vemos en todas, o casi todas las ciudades de Europa, es más provechoso que el nuevo al bien común, y al real servicio, no podemos dejar de confesar que los Regidores están menos atendidos y venerados del pueblo que estuvieron los Jurados y por consiguiente son menos útiles al mismo pueblo.
Muchas son, Señor, las causas del poco respeto que ahora merecen los magistrados de las ciudades. Los Corregidores tienen mayores facultades que tenían antes los Justicias, que podían llamarse compañeros de los Jurados, y los Intendentes tienen tantas privativas, que es muy poca o ninguna la autoridad de los Regidores. Las Audiencias con cualquier motivo se infieren en el gobierno económico de las ciudades, mudando las antiguas reglas, prescriben nuevas que dicen ser conformes a las Leyes de Castilla; con el título del alivio, o beneficio del público despojan a los Regidores de las preeminencias y distintivos que son más honrosos que útiles pidiéndoles que enseñen privilegios, sin contentarse con la costumbre y posesión inmemorial.
De éstos y otros procedimientos que desautorizan a las ciudades, proviene el vulgar pernicioso concepto de que no tienen los Regidores las circunstancias apreciables que tuvieron los Jurados. No nos empeñamos, Señor, en defender el honor de su persona, mas no debemos abandonar la defensa del honor de sus empleos, y menos el de los Reyes que los eligieron, porque es preciso que si no son lo que deben ser, recaiga en parte la culpa sobre S.M., o sobre la Real Cámara que los consultó. Sin embargo, no podemos negar, que son pocos los hombres de honor, y conveniencias que pretendan Regidorías, son muchos los que las renuncian, y puede temerse que ninguno quiera servirlas. Parece que si la Cámara tomase informes de las mismas ciudades, como se interesa el honor de los Regidores en que lo tengan sus compañeros podría contribuir al acierto de las elecciones.
También son muy gravosas, y apartan a muchos hombres de honor del gobierno de las ciudades las Residencias del modo que se toman. Pues vemos en esta Corte, una tropa de jóvenes que con el título de abogados pretenden varas, mientras que se madura su pretensión, solicitan alguna Residencia. Cuando lo logran van acompañados de receptores y alguaciles, no con el fin remediar los abusos, sino con el deseo de hallarlos para sacar mayor provecho ajustándose con los culpados a menos que no sean muy pobres. Así casi siempre declaran a los Corregidores y Regidores, por buenos ministros, dignos de que V.M. los atienda, quedan sin castigo los delitos, cofúndense los buenos con los malos, y por buenos que sean los Corregidores padecen de tres a tres años el desaire y perjuicio de estar treinta días sin jurisdicción, y sin salario; y así éstos como los Regidores que cumplieron con su obligación teniendo muy corto o ningún sueldo, salen condenados a pagar de sus propios las costas de las Residencias. Es muy justo, Señor, que se averigüe el proceder de los que gobiernan los pueblos, pero del mismo modo que en los siglos pasados puede V.M. ahora por medio de las visitas, o pesquisas, cuando la necesidad lo pida, castigar a los culpados, y remediar los excesos.
Pero sea lo que fuere la causa de que los magistrados de las ciudades, y villas de la Corona de Aragón, estén menos autorizados, de lo que estuvieron en los siglos pasados, lo cierto es, Señor, que del buen gobierno inmediato de los pueblos, depende principalmente su felicidad, y la de toda la Monarquía. Aunque tengamos la dicha de que V.M. sea Rey y padre de sus vasallos; y aunque sus primeros ministros sean muy celosos, no siéndolo los Corregidores y Regidores de los pueblos, las más benignas providencias se inutilizan. Pero si éstos son buenos como deben serlo, las órdenes más rigurosas se ejecutan con tal suavidad y prudencia que se hacen poco sensibles.
Tuvieron antes las ciudades de aquellos Reinos muchas facultades en lo que toca a su gobierno económico las cuales de ningún modo pueden considerarse ajenas de la subordinación debida a la suprema real Autoridad de que dimanan y dependen, ejercitándola los jurados, o regidores por gracia y en nombre de V.M. y como ministros suyos. De esta suerte estando autorizadas por V.M. las ciudades para establecer gremios, aprobar sus ordenanzas, y para otras cosas concernientes al gobierno económico, se excusarían de los inmensos gastos, e incomodidades que los naturales de aquellos Reinos sufren, habiendo de acudir para negocios de esta naturaleza a los Supremos Tribunales de la Corte, que los resuelven con los informes que dan las ciudades instruidos de su utilidad.
Cada Reino tenía sus Diputados, que lo representaban en sus tres brazos, eclesiástico, noble y real, contribuyendo todos a beneficio común de los pueblos diferentes tributos generales, que se impusieron para este fin. Estos tributos perseveran, sin embargo de haberse extinguido las Diputaciones, con notable perjuicio de aquellos Reinos. Pues así como es muy conveniente, que en cada pueblo haya un Procurador General, que atienda a su bien común, y proteja a sus vecinos desvalidos; así también sería muy provechoso que cada Reino tuviese en su ciudad Capital, y en esta Corte Diputados, con el fin de mirar por el bien público, y de amparar a muchos pueblos miserables, que ni tienen caudales para venir a la Corte, ni voces para manifestar a V.M. sus trabajos. Solamente podrán reprobar y resistir este establecimiento aquellos ministros que aspirasen a ser absolutos en las provincias, y para obrar con un dominio ilimitado, y aún independiente de la superioridad, quisieran que no hubieran recursos a V.M. ni a sus Supremos Tribunales. Cuantas vejaciones, Señor, y cuantas calamidades se hubieran evitado en aquellos Reinos, si destinasen los Tribunales de la Generalidad o Diputación a los designios para que se impusieron, hubiese habido Diputados, que postrados a los reales pies de los piadosos padre y hermano de V.M. hubiesen hecho las debidas humildes representaciones.
Omitimos, Señor, otros muchos males que están sufriendo aquellos Reinos sin el consuelo de sufrirlos por servir a V.M. No los atribuimos a las Leyes de Castilla; reconocemos que son muy justas, y muy útiles a los Reinos de sus Corona. Mas no podemos decir que fuesen injustas las Leyes de Aragón; sin faltar a la verdad, y al respeto debido a sus augustos Reyes, dignísimos progenitores de V.M. que las establecieron; y las promulgaron.
Pensarán quizá algunos que teniendo los españoles un mismo Rey, conviene que tengamos una misma Ley, para que sea perfecta la armonía, correspondencia y unión de las partes de esta Monarquía. Mas por poco que lean, y por corta reflexión que hagan, conocerán claramente que así como el cuerpo humano no es uno y perfecto porque sus partes aunque distintas, y desemejantes obedecen a la cabeza, o al alma que es de ella, así también es uno y perfecto el cuerpo de la Monarquía, porque sus partes o provincias, aunque tengan diferentes Leyes Municipales, obedecen y están sujetas a V.M. Su real voluntad, Señor, es una Ley Suprema Universal, que une a todos y los obliga a sacrificar las haciendas, y vidas en defensa de V.M. y del bien común. La diferencia del gobierno y de las leyes municipales de los Reinos de España ni se oponen en un ápice a la soberanía de V.M. ni a la unión entre sus vasallos, ni a la verdadera política; antes bien la misma política, la prudencia, y la misma moral natural dictan, que siendo diferentes los climas de las provincias, y los genios de sus naturales, deben ser diferentes sus Leyes, para que esté bien ordenado el todo, y sea dichoso el cuerpo de esta Monarquía.
¿Acaso dejan de ser perfectas la Monarquía francesa, la austriaca, y otras, porque las provincias que las componen tienen diferentes leyes?. Sin salir de España, y sin salir de la Corona de Aragón hallamos una prueba convincente de que es muy provechosa la prudente diversidad de las leyes municipales; por eso sus cuatro Reinos las tuvieron muy diferentes. Y aunque no es de admirar, que los fuesen en Cataluña y Aragón, habiendo sido en su principio distintos sus soberanos; pero es digno de consideración, que uno de los mayores héroes que V.M. cuenta entre sus ascendientes, el señor Rey don Jaime I de Aragón, no menos político que guerrero, recobrando del poder de los moros los Reinos de Valencia y Mallorca, y poblándolos de los mismos aragoneses y catalanes que lo sirvieron en la conquista, no les dio las Leyes de Aragón, ni de Cataluña, sino otras especiales, y las más aptas para hacerlos felices. Todos los Reinos de la Corona de Aragón tuvieron sus propias distintas Leyes, y obedientes a la Ley Suprema de la justa voluntad de sus Reyes, les dieron los más heroicos ejemplos de fidelidad en su servicio, y tanta gloria dentro y fuera de España, que por proloquio se dijo, tener la casa de Aragón la prerrogativa de producir Reyes excelentes. En efecto conquistadas por el Señor Rey don Jaime, con estupenda celeridad las provincias que en la repartición de esta península cupieron a la Corona de Aragón, su hijo el Señor Rey don Pedro, y sus sucesores salieron de ella a pelear, y vencer a las naciones más belicosas de Europa. !Y con qué pródiga generosidad sus fieles vasallos derramaron la sangre en las Campañas y mares de Sicilia, y Nápoles!. Qué heroicas proezas hicieron para colocar a los Reyes de Aragón en aquel trono que V.M., como heredero suyo tan dignamente ocupó, y ha dejado a su amado hijo el señor don Fernando.
Mejor que nadie conoce V.M. cuan preciosa es la Corona de las dos Sicilias, y sabiendo cuanto costó ganarla a los aragoneses, catalanes, valencianos y mallorquines, se explica muy satisfecho de la fidelidad que experimentaron sus gloriosos progenitores. Todo esto ignoran los que juzgan, que era monstruosa la Corona de Aragón, por la diversidad de las Leyes con que se gobernaban sus cuatro Reinos, y que unida con la de Castilla deben gobernarse por las Leyes de ésta. Ni aún tienen presente que el señor don Fernando de Aragón, por cuyo feliz matrimonio con la señora doña Isabel Reina propietaria de Castilla, se unieron ambas coronas, siendo tan político, y tan celoso de la Real autoridad, ni quiso, ni pensó alterar las antiguas Leyes, con que hasta entonces se habían gobernado y mantenido florecientes los Reinos de su Corona de Aragón. Sin tener más motivo que haber oído al vulgo, que ha de ser uno el Rey, y una la Ley, sin dar otra razón que la de que así se hace en nuestra tierra, muchos empleados en aquellos reinos quebrantan las más loables costumbres, y ordenanzas, e introducen cada día perniciosas novedades.
Pero los mismos que pretenden que en aquellos Reinos se observen con rigor las Leyes generales, y aún las particulares de los pueblos de Castilla, que no son gravosas, no quieren que se cumplan las que nos son favorables oponiéndose a la justa intención del glorioso padre de V.M. que mandó se guardase una perfecta igualdad en la distribución de las cargas, y de los premios. En esta parte, Señor, insta la mayor necesidad de que imploremos vuestra real clemencia, pues es tan notoria la desigualdad, son tantos y tan patentes los agravios, que representando a V.M. algunos, diremos menos de los que todos saben que sufrimos.
Para conocer la gran desigualdad, que en la distribución de los empleos han padecido los naturales de la Corona de Aragón, basta considerar que sus cuatro Reinos son la tercera parte de España, quitada la Corte, que es la Patria común de todos, y poner los ojos en los que actualmente están empleados en las Togas, Iglesias, y en la Pluma. Pues empezando por esta última clase, media entre las armas y las letras, cuando V.M. vino a reinar en España, y en nuestros corazones, no había más de un Intendente de Ejército y de Provincia, otro Comisario ordenador, ningún Director de Rentas, ningún Contador, ningún Secretario de la Cámara, ni de los Consejos, y siendo innumerables los empleados de las Secretarias y demás oficinas de esta Corte y de las Provincias, siendo tantos los Corregidores, son poquísimos los naturales de aquellos Reinos, hasta las Regidorias de sus Ciudades capitales se han dado a muchos que no nacieron en ellas.
Se ha faltado muy poco para excluir del todo a los naturales de la Corona de Aragón de las primeras dignidades eclesiásticas. Son cerca de ciento las mitras que V.M. provee en sus dominios: las de la Corona de Aragón son diecinueve, y de éstas tienen solamente dos los aragoneses, tres los catalanes, otra un valenciano, y otra un mallorquín; y parece que habrán sido muy pocos los consultados para obispados, siendo muchos los curas canónigos y generales de las sagradas religiones naturales de aquellos Reinos, sujetos muy beneméritos por su virtud, y literatura. Y como vemos que los obispos prefieren a sus paisanos para las prebendas que vacan en sus meses, por esta parte quedan sin premio aquellos eclesiásticos singularmente aplicados al estudio, al culto divino, a la predicación y a la administración de los sacramentos.
Esperamos, que serán atendidos en las provisiones que tocan a la Corona en virtud del Concordato con la Sede Apostólica; y sin duda fue el ánimo del piadoso hermano de V.M. que se presentaran para las dignidades eclesiásticas los vasallos mas dignos sin acepción de personas; pero luego se defraudaron nuestras justas esperanzas viendo que las mejores no se daban a los naturales de aquellos Reinos. Por último sabemos que son poquísimos los eclesiásticos de la Corona de Aragón, que para premiar sus estudios o para estimularles a que los prosigan, se les hayan dado pensiones sobre los obispados.
En la distribución de las Togas salta a los ojos la desigualdad o el agravio que han sufrido los naturales de aquella Corona; pues sin contar las de Indias, en las Cancillerias y Audiencias de Castilla, y en el Consejo de Navarra, son mas de cien las plazas, de las cuales obtienen dos los aragoneses, y otra un valenciano. En las Audiencias de la Corona de Aragón, manifestó la majestad del señor don Felipe V ser su voluntad por muchas justas razones, que a lo menos la mitad de sus Ministros fuesen nacionales, y componiéndose como se componen de cincuenta y cinco, solos veinte son naturales de aquellos Reinos. En el Consejo de la Suprema y General Inquisición ninguno, y no más en los otros quince tribunales de España. En los Consejos que V.M tiene en su Corte, son sesenta y nueve los Ministros Togados, y solamente en el de Castilla hay uno valenciano, un aragonés en el de Ordenes, y dos Alcaldes de Corte cuyos padres fueron Camaristas. Y así puede decirse que en esta carrera los naturales de aquellos Reinos, no han tenido otro premio que el de las pocas plazas que se han considerado nacionales y han tardado a vacar mucho tiempo por no haber ascendido a los Consejos, ni a las Regencias, a excepción de uno los que las obtuvieron.
Esta verídica sencilla enumeración muestra, Señor, la razón que tenemos para lamentarnos de nuestra desgracia, la cual de ningún modo podemos atribuir al glorioso padre de V.M., cuya intención hemos dicho y repetimos muchas veces, fue la más recta: pues derogando con los demás Fueros o Leyes de Aragón la que excluía de los empleos de cada uno de ellos a los que no fuesen sus naturales, y mandando que en adelante los Castellanos pudiesen obtenerlos; habilitó al mismo tiempo a los de la Corona de Aragón para que los obtuviesen en Castilla. Quiso S.M. que ambas Coronas se diesen promiscuamente los empleos, sin distinción de Naciones, y con la sola atención a los méritos. Abrió la puertas de unos y otros Reinos; y en efecto los Castellanos las hallaron abiertas, y entraron francamente en Aragón a poseer las mejores conveniencias: mas para los Aragoneses, Catalanes y Valencianos han estado casi cerradas las de Castilla.
No pudo aquel gran Rey dignamente ocupado en el gobierno universal de esta Monarquía, velar sobre el cumplimiento de su voluntad, descendiendo en los casos particulares de tantas provisiones a examinar el mérito de los que dejaban de ser atendidos. No culpamos a los consultores, que reconocemos celosos y muy timoratos. Quizás dirían que no conocían en aquellos Reinos sujetos dignos de las reales gracias. ¿Pero qué, no pidieron informes, según previenen las Leyes, a los Obispos y Regentes. Acaso informaron éstos, que no hallaban eclesiásticos, ni seculares beneméritos?. ¿A tal extremo había de llegar nuestra desgracia, que se quisiese justificar el perjuicio de no dar premios a los naturales de aquellos Reinos o el otro más sensible de negarles el honor de merecerlos?.
Es cierto, Señor, que habiendo estado tantos años desatendidos nuestros paisanos, podríamos temer que aflojasen en el estudio de las ciencias; pero no ha sido así: por su buena índole y por su amor a las letras, sin el estímulo del premio, han hecho en ellas los mismos admirables progresos que hicieron en los siglos pasados, cuando lograban que se remunerara su aplicación. Las Universidades de aquellos Reinos se han mantenido sin la decadencia que dicen se experimenta en las de Castilla; las exceden sin duda en el número de estudiantes, y sus catedráticos no son inferiores en la sabiduría, y el en cuidado de la enseñanza de sus discípulos. No vienen, es verdad, como los de las Universidades de Castilla a pretender a las Cortes; pero a nuestro modo de entender, los ministros que son los ojos de los Reyes, extendiendo la vista a todos los Reinos de la Monarquía, y registrando sus Iglesias, Universidades y Academias hallarán a los que son tanto más beneméritos cuanto más modestos, y retirados. Así lo persuaden las experiencias recientes, y adaptadas a los intentos en los sabios y virtuosos prelados paisanos nuestros, que salieron de su retiro a ilustrar con su doctrina, y edificar con su ejemplo las santas iglesias de Palermo, Córdoba, Lugo, Rijoles, y Lérida.
Gracias a Dios, Señor, y gracias a V.M. por las muchas apreciabilísimas honras, que el en corto tiempo de su feliz reinado a dispensado a nuestros paisanos. A tres ha nombrado V.M. por sus Embajadores, a uno ha elegido Virrey de la Nueva España, a otro Intendente de Ejército y Provincia: y las dignidades eclesiásticas que han vacado en las iglesias de aquellos Reinos las ha dado V.M. a sus naturales. ¡Cuanto se ha mejorado nuestra suerte!. Cuanta seguridad debemos tener de que dilatándose como deseamos, la preciosa vida de V.M. hemos de ser felices.
Alaben otros más elocuentes la pericia militar, la constancia, la fortaleza, la generosidad, y las demás heroicas virtudes, que hacen a V.M. respetable a todo el orbe, mientras que nosotros veneramos en su dichoso gobierno las máximas más justas, y más útiles al bien público y muy conformes a la política con que los insignes progenitores de V.M. gobernaron y prosperaron los Reinos de la Corona de Aragón, pues V.M. manifiesta tener por conveniente que las dignidades de cada Reino se confieran a sus naturales, y aquellos sabios monarcas lo establecieron por leyes municipales, que excluyan de los empleos, menos de los Virreinatos, y arzobispados, a todos los que no fuesen naturales de aquellos Reinos.
Estas leyes, Señor, si bien se mira, a nadie perjudican, ni pueden considerarse privilegios exorbitantes; porque ¿qué agravio se hacia a los Castellanos en no darles empleos en Aragón, privándose los aragoneses de tenerlos en Castilla? ¿Cómo observándose la más perfecta igualdad puede faltarse a la justicia distributiva?. ¿Y cómo pueden atribuirse a espíritu de discordia, o mala voluntad de los aragoneses a los castellanos unas Leyes que comprendían a los mismos naturales de los Reinos de aquella Corona, que injustamente se amaban, y mutuamente se socorrían?. Ni los catalanes podían tener empleos en Aragón, ni los aragoneses en Cataluña, ni unos, ni otros en Valencia. Y aquí vuelve a ofrecerse la reflexión que antes hicimos, de que habiendo los aragonés y catalanes conquistado, y poblado el Reino de Valencia, quedaron excluidos de sus empleos; y es que, aquellos grandes Reinos, y sus sabios Consejeros, conociendo que según el derecho natural, los padres de familia deben gobernar sus casas, y los ciudadanos sus ciudades, entendieron que era consecuencia de este derecho muy justo, y muy provechoso, que a cada Reino le gobernaran sus propios naturales, subordinados a la Suprema Voluntad de sus Soberanos.
Permitamos, Señor, V.M. que expongamos algunas de las muchas razones que tuvieron sus augustos progenitores, para juzgar ser útil al bien de los particulares, al común del Estado, y al real servicio , que en cada Reino obtengan los empleos sus naturales. Es útil, este establecimiento al bien de los particulares. Lo primero, por que los de una Provincia tienen el genio muy diferente de los de la otra, y aunque cada uno piensa que el suyo es el mejor, no puede negarse, que conviene mucho que congenien los que mandan, y obedecen, siendo insufrible para los de un genio blando obedecer a los que lo tienen duro.
Lo segundo, porque con esto se evitan seguramente la desigualdad en la distribución de los premios, la envidia, y las quejas, que de otro modo son inevitables. No hubo la menor discordia entre aragoneses, catalanes, valencianos y mallorquines, ni tuvieron envidia a los castellanos todo el tiempo que en cada uno de aquellos Reinos obtuvieron los empleos sus naturales. Ningún Reino era más dichoso que otro: ninguno era superior a los demás: los naturales de uno no mandaban a los del otro: sólo el Rey mandaba a todos, y todos le obedecían con singular gusto, y con la más rendida constante fidelidad. Todos estaban muy contentos, y satisfechos con el honor, y provecho que tenían empleados en su propia patria o con la esperanza de merecerlo, y conseguirlo. Más no podremos decir otro tanto después que se han visto privados del honor, y de la esperanza.
No puede negarse que los naturales de la Corona de Aragón por lo común no se ayudan, ni apetecen honras, y conveniencias fuera de su patria. Salen muchos de aquellos Reinos, vienen a Castilla, mas no a servir con comodidad en las casas, ni con el fin de llegar a mandar en ella, sino a ganar la comida trabajando en los campos, o en las fábricas, y procurando ser útiles en todas partes: Y este deseo de acomodarse en su propia patria, sin aspirar al mando en la ajena, viene de tan antiguo que de costumbre ha pasado a ser genio, o naturaleza. Así lo muestran las mismas Leyes, que fijaban los empleos de cada Reino a sus naturales, establecidas con universal satisfacción de todos, y lo comprueban las Historias. Conquistaron los aragoneses, catalanes, valencianos, y mallorquines, como se dijo, a Cerdeña, Sicilia, y Nápoles, y a excepción de algunos pocos que quedaron heredados, y se connaturalizaron en aquellos Reinos, los demás se volvieron a España, dejando el gobierno de ellos a sus naturales. De esta moderación proviene sin duda que en los Reinos de Italia no hubo turbaciones, ni alborotos mientras que estuvieron sujetos a los señores Reyes de Aragón; y ésta también es la causa porque los Reinos de aquella Corona están muy cultivados, y poblados que los de Castilla, cuyos naturales los abandonaron por ir a otras provincias. Atendidas pues las diferencias de genios, aparece muy útil, y aún necesario que los empleos de cada Reino se confieran a sus naturales, para que así seguramente se distribuyan con equidad entre los beneméritos.
Esta suave providencia no es menos útil al bien común de aquellos Reinos que al bien de sus particulares. Porque a más de la experiencia de tantos siglos lo demuestra, es evidente, que así como el menos advertido sabe más en su casa, que el más cuerdo en la ajena; así los que nacen, y se crían en una Provincia, conocen mejor que otros lo que conviene a su mayor bien. Y cualquiera que esté enterado de los pasos con que aquellos naturales ascendían a los primeros empleos, ha de confesar que eran los más propios, para que estuviese bien instruidos en los negocios que manejaban.
No salían inmediatamente de las Universidades, ni de los Colegios al ministerio. Después de haber estudiado la Jurisprudencia especulativa, y ejercitándose algunos años en la práctica, unos empezaban a servir los empleos de asesores del Gobernador, de los Justicias Civil y Criminal, y del Bayle de las ciudades Capitales, y otros iban a serlo de los Gobernadores que residían en las Ciudades y villas cabezas de Partido. A los que mejor desempeñaban su obligación, elegía S.M. Ministros Togados de las Audiencias, en que también había algunos caballeros de capa que entendían en los negocios políticos. De aquellas Audiencias por real nombramiento, venían los más beneméritos al Consejo Supremo de Aragón establecido en esta Corte y compuesto de un Presidente, de un Vicecanciller, de un Protonotario, de un Tesorero, de un Fiscal, de seis Ministros Togados, dos de Aragón, dos de Cataluña, y dos de Valencia, de tres de capa y espada, y de cuatro Secretarios, que lo habían sido en las Audiencias.
Siendo tan regular esta carrera para conseguir los empleos más honrosos, eran muchos los jóvenes nobles y ricos que se dedicaban al estudio de la Jurisprudencia práctica, y al ejercicio de abogados, con gran utilidad del público, que se interesa mucho en que lo sean hombres de honor y conveniencias. Pero ahora son muy raros los de esta clase que se aplican a la abogacía. Habiendo transcendido a aquellos Reinos el vulgar modo de pensar el ejercicio de la abogacía se reputa ejercicio de pobres, se mira con menos estimación que antes, no se considera carrera, y realmente no lo es, pudiendo solamente tener los abogados y catedráticos de aquellas Universidades las esperanzas de conseguir una plaza nacional, y muy remotas, ya porque algunos han sido preferidos a los más ancianos, ya porque tardan mucho tiempo a vacar, envejeciendo los que las obtuvieron y muriendo Decanos sin ascender, como ha sucedido en nuestros días a unos hombres verdaderamente distinguidos por su nobleza, integridad y sabiduría.
No puede dudarse, Señor, que conviene mucho a la recta administración de justicia, y al buen gobierno de los Reinos, que los ministros antes de serlo tengan una ciencia práctica de los negocios. Sin ella por más que sepan del derecho de los romanos, que se estudia en las Universidades, al principio no pueden dejar de cometer muchos yerros; y la circunstancia de naturales es más precisa en los Reinos de la Corona de Aragón, debiendo juzgarse sus causas por leyes particulares, desconocidas aún de los castellanos más prácticos en la suyas. En los de Cataluña, Valencia y Mallorca los procesos, y las escrituras de los siglos pasados están en su lengua vulgar, que al cabo de tiempo entienden medianamente los Castellanos, pero jamás todas sus palabras, y menos la energía de muchas, cuyas inteligencia depende la justa decisión de los pleitos.
Los Ministros de aquellas cuatro Audiencias, y del Supremo Consejo de Aragón, a más de que entendían perfectamente su lengua nativa, habiendo ascendido por los pasos que hemos dicho, podían tener toda la práctica e instrucción que se requería para la pronta y acertada expedición de los negocios de justicia y gobierno. Estaban así mismo encargados los ministros de aquel Consejo de las consultas de las dignidades eclesiásticas, y de los empleos seculares del real patronato, y como tenían un cabal conocimiento del merito de sus patricios, podrían proponer a los más dignos.
Se unió el Consejo de Aragón al de Castilla, que parece debiera llamarse de España, así como después que se unieron en los señores don Fernando y doña Isabel ambas Coronas se llamaron, y se llaman Reyes de España. Los Ministros del de Aragón pasaron al de Castilla, añadiéndose a éste un Fiscal, en lugar del Protonotario, y de los cuatro Secretarios se nombro uno de Cámara, y un Escribano. Los negocios del Patronato de aquella Corona a la Cámara y los de la Hacienda Real a su Consejo, en los cuales también entendía antes el de Aragón.
Los Ministros que aconsejaron se suprimiera o uniera al de Castilla el Consejo de Aragón, discurrieron sobre otros principios que aquellos, que dos siglos ha fueron de dictamen que se estableciera un nuevo Consejo de Italia, que entendiera en los negocios de su Reino, que antes se trataban en el Supremo de Aragón, y es de reparar que estando aquellas Provincias desde el tiempo de su conquista unidas a la Corona de Aragón, no sólo los de su Consejo no se opusieron a su división, sino que la promovieron, contemplando ser muy útil, que los mismos italianos gobernaran sus Reinos. Pues aún es más digno de reparo, que habiéndose dispuesto que en el nuevo Consejo de Italia intervinieran algunos Ministros Españoles, y teniendo los naturales de la Corona de Aragón notorio derecho para ser preferidos, ni lo pretendieron, ni lo imaginaron, cediendo gustosos aquel honor a los castellanos, para que claramente se vea, que no apetecieron entonces, como ni ahora mandar fuera de su casa.
Pero como quiera que apartándose de aquel antiguo ejemplar, se uniese el Consejo de Aragón al de Castilla, se reconoce por las razones insinuadas ser muy conveniente que haya en los seis ministros togados que había en el de Aragón, naturales de su Corona, para que bien instruidos entiendan en los negocios de Justicia, y Gobierno pertenecientes a aquellos Reinos; que haya dos en la Cámara, para las Provisiones y asuntos de Patronato; que haya algunos así Togados, como de Capa y Espada en el de Hacienda; y que después de haber servido las Secretarías y Escribanías de aquellas Audiencias, vengan a ser Secretarios de la Cámara y Escribanos del Consejo.
Mas si en el Consejo Real no hay más de un Ministro natural de la Corona de Aragón, ninguno en la Cámara, y ninguno en el de Hacienda; si ni el Escribano del Consejo, ni el Secretario de la Cámara, ni sus ocho oficiales, a excepción de dos recién elegidos, son naturales de aquellos Reinos, ¿cómo puede negarse el perjuicio de los particulares y del común?. ¿Cómo pueden ahora despacharse los negocios con la facilidad que antes?.
Muy versado estaba en el manejo de las Dependencias aquel que en año 1728, de R.O. trabajó un papel muy curioso para el arreglo de los archivos; y aunque persuadido que los castellanos deben mandar todos los Reinos de la Monarquía Española, no aprueba que estuviesen excluidos del gobierno de los de aquella Corona, con toda su ingenuidad, y su mucha experiencia le hicieron confesar: "que así por el práctico conocimiento que tenían los ministros, y Subalternos del Consejo de Aragón, como por el buen método con que se dirigían los negocios, eran moralmente seguros los aciertos; que los papeles pertenecientes a su Instituto estaban en mejor orden y custodia, que los de los demás tribunales de Castilla, por el cuidado grande que se tenía de remitir los de las dependencias evacuadas a los Archivos de Valencia, Barcelona y Zaragoza, a cuyas Audiencias pedía el Consejo las noticias de que necesitaba; añade que suprimido el consejo de Aragón, los papeles de las cuatro Secretarías se entregaron a un Escribano de Cámara y que en año de 1718 los de la Protonotaría en cincuenta cajones se enviaron a Simancas, cuya separación de los antiguos puede causar en lo futuro inconvenientes, sino se da providencia para evitarlos. Y llega a decir; que faltando hoy estos precisos e indispensables requisitos para el acierto, no pueden suplirlo toda la capacidad humana, ni el ardiente celo de los ministros que manejan los negocios".
Nadie pues, Señor, puede tener a mal, que nosotros digamos haber sido las resultas de aquella mudanza perjudiciales a la recta administración de justicia y al buen gobierno de los Reinos de la Corona de Aragón; ni puede extrañar, nuestra humilde representación los que sepan que los Reinos de Castilla pidieron en diferentes Cortes, que se dividieran con igualdad las plazas del consejo entre sus naturales; de modo que hubieran dos consejeros de Castilla la Vieja, dos de León, dos de Galicia, dos de Toledo, dos de Extremadura, y dos de Andalucía, lo que concedieron los señores Reyes de Castilla, juzgando ser tan justo, que en año de 1367 en las de Toro, el Señor Enrique II dijo: que esto mismo quería el demandar a sus Reinos.
Puede ser que esta Ley, como otras muy justas y provechosas no se haya observado con todo rigor; sin embargo vemos, que en el Consejo Real hay dos Ministros hijos de Galicia, dos de Asturias, dos de Navarra, cinco de Andalucía, y Murcia, catorce de otros Reinos de Castilla, y uno solo de los cuatro Reinos de la Corona de Aragón, y muerto, éste como V.M. no lo remedie, según las señas no habrá ninguno, pues acabamos de ver que de las tres plazas del Consejo que poco ha vacaron por muerte de dos aragoneses y un catalán, ninguna se ha dado a naturales de aquella Corona y uno solo fue consultado en segundo lugar.
No parece que la equidad y política dicten que todos los Reinos de España tengan hijos suyos en el Consejo, menos los de la Corona de Aragón, que son una tercera parte de ella. El Consejo de Aragón no se unió al de Castilla para que perdiendo el nombre, sus naturales perdieran el derecho a sus plazas. Habiéndose incorporado los ministros de aquel en este, parece que debían proseguir en igual número, y que habían de ser naturales de los Reinos de la Corona de Aragón el Fiscal, el Escribano, y el Secretario de la Cámara, que se añadieron al Consejo de Castilla después que se le unió el de Aragón. A nuestro parecer convendría mucho que juzgasen los pleitos que vienen al Consejo en segunda suplicación, o causa vivendi, unos Ministros que estuviesen desde sus primeros años versados en las Leyes Municipales de aquellos Reinos, según las cuales deben sentenciarse, y se sentenciaron en sus Audiencias. Gran consuelo, señor, tendrían aquellos fieles vasallos de V.M. pudiendo representarle por medio de sus paisanos las aflicciones que padecen. Y en el caso de venir a la Corte serian recibidos con el mayor agrado, y con la mayor brevedad despachados. Vemos que los hijos de otros Reinos empleados en esta Corte, son, como deben ser, los protectores de su Patria. ¡Solos los aragoneses han de quedar desamparados, han de tratarse como extranjeros!.
Parecerá de poca monta el perjuicio que causan los Corregidores y Alcaldes Mayores que van a aquellos Reinos, y realmente no lo es; porque un Alcalde Mayor ignorante, o codicioso es capaz de arruinar un pueblo; y por lo común pretenden estos empleos aquellos mismos, que según dijimos, van a las Residencias, y no pueden mantenerse con el ejercicio de Abogados, y por su gran pobreza van toda su vida de pueblo en pueblo para ganar la comida, y darla a su familia. ¡Cuan otras eran las circunstancias de los asesores en el antiguo gobierno!. Fácilmente se conseguiría dando las varas o asesorias a los naturales, con la esperanza de ascender a las Togas.
Si estas razones, Señor, prueban ser conveniente que los empleos seculares en aquellos Reinos, y en todos, se den a sus naturales, son más eficaces y de superior orden las que persuaden que los Obispados y beneficios de las Iglesias deben conferirse a sus propios clérigos, no con la mira a su bien particular y temporal, sino al bien común y espiritual de los cristianos vasallos de V.M.. Porque todas las dignidades eclesiásticas miradas a buena luz son cargas, no conveniencias. Los que las tienen, meros administradores de las Rentas que perciben, deben distribuirlas entre los pobres de sus Iglesias, contentándose con lo preciso para comer y vestir modestamente, y aún esto deben ganarlo trabajando en el cultivo de la viña del Señor, y en beneficio espiritual de aquellos mismos que trabajan corporalmente para alimentarlos; deben instruirlos con su doctrina y edificarlos con su ejemplo. Los Obispos, y demás clérigos que son como deben ser, bien conoce V.M. que jamás son demasiadamente ricos, pues distribuyen o restituyen a los necesitados lo que recibieron con esta obligación.
Estamos muy lejos de pensar, que no hay en cada provincia algunos, que llamados de Dios al estado eclesiástico cumplirán con sus obligaciones en cualquiera parte a que vayan; ni juzgamos que la Patria da a sus hijos las virtudes que se requieren para ser en ellas buenos clérigos. Pero no puede negarse, que aún cuando éstos faltando a su obligación dejan de socorrer a los pobres por enriquecer a sus parientes, en fin se queda en el pueblo el fruto que sacaron de sus vecinos. Fuera de que el ministerio eclesiástico es un ministerio de amor, y siendo natural el que mutuamente se amen los patricios, ciertamente en iguales circunstancias los clérigos del País tienen mejor disposición que los extranjeros para amar, instruir, y socorrer a sus paisanos, y para ser amados. Son muchos, doctísimos y castellanos los autores que han escrito diferentes libros para probar que sería muy conveniente que todos los beneficios fuesen patrimoniales, esto es, que se confieran a los hijos del lugar, según se practica en los Obispados de Burgos, Palencia y Calahorra. Esto mismo se propuso en el sagrado Concilio de Trento, con universal aceptación de aquellos santísimos padres. Y el Señor Rey don Alfonso el Sabio, conformándose con lo dispuesto por los emperadores Arcadio, y Honorio estableció en una Ley de sus Partidas, que los beneficios se presentasen a los hijos de la Iglesia, si los hubiese hábiles, y en su defecto a los que sean del Obispado. Las Leyes Canónicas, que ordenan se den hasta los Obispados a los clérigos de la Diócesis, o de la Provincia, por espacio de muchos siglos verdaderamente estuvieron en tal vigor y fuerza, que si alguna vez los clérigos, a quien pertenecía la elección de los obispos, las quebrantaban, los reprendían severamente los Sumos Pontífices, celadores exactos de aquella antigua loable disciplina.
A más de estas Leyes generales, hay otra especial, y más poderosa, que obliga a que en Cataluña, Valencia, y Mallorca sean obispo, y clérigos de sus Iglesias, los que nacieron y se criaron en aquellos Reinos. Porque según dijimos, en ellos se habla una lengua particular; y aunque en las ciudades y villas principales muchos entienden, y hablan la castellana, con todo los labradores ni saben hablarla, ni la entienden. En las Indias, cuyos naturales, según se dice, no son capaces del ministerio eclesiástico, los párrocos deben entender y hablar la lengua de sus feligreses, ¿y han de ser los labradores catalanes, y valencianos de peor condición que los Indios, habiéndose dado en aquellos Reinos hasta los curatos a los que no entendían su lengua?. Cuanto convendría que los Obispos, así en las Indias, como en España, no teniendo el don de lenguas que tuvieron los Apóstoles, hablaran la lengua de sus feligreses. El mismo juicio hacemos de todos los demás ministros de la Iglesia, cuyo espíritu no permite que sean inútiles al pueblo, para cuyo fin se instituyeron, como son los que no pueden instruirle. Y siendo los labradores los que con el sudor de su rostro principalmente mantienen a los obispos, y demás clérigos, y por consiguiente los que más derecho tienen a ser instruidos, ¿han de estar privados de la instrucción?. ¿Cuántas veces insta la necesidad de que una pobre mujer explique su aflicción, y se confiese con su propio obispo?. ¿Y ha de sufrir el rubor, y la pena de hablarle por intérprete?.
Atentos al mayor bien de la Iglesia, y con arreglo a sus santas y justas leyes, los Sumos Pontífices más celosos, aun de estos últimos siglos, prefirieron a los diocesanos en las provisiones de las dignidades eclesiásticas. Perteneciendo, pues, éstas a V.M. que tanto venera a la religión, y ama a sus pueblos, nos prometemos el consuelo que tuvieron nuestros mayores, de que sean Prelados y ministros de las Iglesias de los Reinos de la Corona de Aragón, los que habiendo dado a nuestra vista públicos testimonios de su virtud, y sabiduría, nos edifiquen con su ejemplo, y nos instruyan con su doctrina.
De propósito, Señor, hemos reservado para lo último de esta reverente representación las razones que persuaden ser útil al real servicio de V.M. que los empleos eclesiásticos, y seculares de los Reinos de la Corona de Aragón se den a sus naturales, porque quizá con el real servicio se armaría alguno para oponerse a nuestros deseos, y humildes súplicas. Lo primero que podría decir es, que no conviene fiar a los naturales de aquellos Reinos la defensa de las Regalías de V.M., porque quien excluya a nuestros paisanos de las Togas, y singularmente de las Fiscalías de aquellas Audiencias con el motivo de que los hombres generalmente hablando, no defienden bien en su propia patria los reales derechos, por consecuencia habrá de confesar, que ninguno podrá tener estos empleos en los Tribunales de la Provincia en qué ha nacido.
Si es, porque los naturales de aquellos Reinos estudian libros, y principios opuestos a la Regalía, habrá olvidado, o tal vez ignore, que los señores Reyes de Aragón, y sus Consejeros fueron mucho más celosos de la real autoridad, que los de Castilla. En ninguna parte de España estuvo tan limitada la inmunidad, y jurisdicción eclesiástica, y tan dilatada la real potestad económica y gubernativa como en aquellos Reinos. Por esto el glorioso padre de V.M. poco después de haber derogado aquellos Fueros y Leyes, mejoró, o explicó su RD., declarando que no se entendieran derogados por lo perteneciente a las materias y personas eclesiásticas, sino que subsistieran, y se observaran como antes sin la menor novedad. Y por lo mismo quiso que en aquellas Audiencias hubiera algunos ministros nacionales, que bien instruidos en las leyes antiguas cuidaran de mantener en esta parte inviolable su observancia. Esto, no obstante, como los hombres, según dijimos, piensan que el gobierno, y todas las cosas de su tierra, son las mejores, los ministros de V.M. no hallaron poco ha inconvenientes en que los ordinarios eclesiásticos de aquellos Reinos tengan y ejerzan la misma jurisdicción que en Castilla.
Lo segundo que podría decirse es, que para administrar bien la justicia, es necesaria una gran imparcialidad, la cual se halla más fácilmente en los forasteros, que en los naturales. Pero este argumento fuera de que no comprende a los ministerios eclesiásticos, que son de amor y caridad, si algo prueba, prueba que nadie debe ser Juez en su Provincia. Nos hacemos cargo de que hay una ley real que dispone, que nadie sea Corregidor, y Alcalde de un lugar, que no diste ocho leguas del suyo, pero aquellos Reinos tienen bastante extensión para que se puedan dar los Corregimientos y Alcaldías a sus naturales, sin que se quebrante esta Ley que frecuentemente se ha dispensado.
Y a la verdad, señor, lo que importa es que los jueces sean justos, y la experiencia enseña, que lo pueden ser los naturales honrados, y ricos; ni puede dudarse que son más temibles los perjuicios que se siguen de que se hagan a aquellos Reinos a administrar la justicia unos pobres de las circunstancias que dijimos.
Se discurrió que convendría la distribución reciproca de los empleos, entre los españoles sin respeto a que hubiesen nacido en ésta o en la otra Provincia, para conciliar, y unir los ánimos de todos, y asegurar más la pública quietud, y el real servicio. En verdad no hubiéramos tenido motivo de sentimiento si se hubieran distribuido los premios con igualdad, y del modo que el señor Felipe V creyó sería ventajoso a sus vasallos de la Corona de Aragón, habilitados para los empleos de Castilla, de que estaban excluidos. Pero como no ha sucedido así, como los naturales de aquellos Reinos privados de los empleos que antes tenían en ellos, han sido efectivamente excluidos de los de Castilla; del mismo modo que lo eran antes, no han conseguido el favor, y la ventaja que se propuso el piadoso justo padre de V.M. y nos hallamos en la triste necesidad de manifestar nuestra desgracia, implorando vuestra real clemencia.
Para que se desatiendan nuestras humildes súplicas, tal vez dirá alguno, que son contrarias a la suprema absoluta libertad que compete a V.M. en las elecciones de los empleos, sin considerar que no pierde la libertad de entrar, y salir de un cuarto quien cierra la puerta, quedándose con la llave para abrirla cuando, y como quiera. La real soberana justa voluntad de V.M. es la única llave que abre la puerta de los premios a los dignos, y la cierra a los que no lo son: es la ley que admite a aquellos, y excluye a éstos. Siendo vasallos de V.M. y siendo dignos tienen abierta la puerta, y V.M. libre, y justamente introduce por ella a los más dignos. Si V.M. llega a comprender que los naturales de la Corona de Aragón, verdaderamente dignos pueden en sus empleos servir con mayor utilidad que otros a la Iglesia, y al Estado, y se sirve manifestar ser su voluntad que sean atendidos, ¿por donde se priva de la libertad en las elecciones? No parece, Señor, que defenderían vuestra suprema libertad los que excluyesen de los empleos a los naturales de la Corona de Aragón, ni debe culparse que pidamos humildemente a V.M. lo mismo que trocada la suerte perderían los naturales de la Corona de Castilla. Si por ventura los de la de Aragón tuvieran todos los empleos de sus cuatro Reinos, y la mayor parte de los de Castilla, ¿no clamarían justicia, y con razón, los Castellanos?. ¿Pues, por qué no hemos de pedirla nosotros a V.M que tanto la ama, y suplicarle rendidamente que se sirva establecer una providencia fija, que asegure la más justa igual distribución de los premios, entre los vasallos beneméritos de todos sus reinos?. Señor, nosotros no sólo sujetamos nuestra voluntad a la soberana de V.M., sino también nuestro juicio a su superior comprensión ciñéndose nuestros deseos y súplicas a que un Rey dispense a los naturales, y Reinos de su Corona de Aragón aquellas gracias que comprenda ser equitativas, y útiles a su real servicio, y al bien común, si merecemos la dicha de que V.M. pase los ojos por esta humilde representación, confiamos que conociendo V.M. que los naturales de aquellos Reinos han sido menos atendidos en la distribución de los premios, de lo que su glorioso padre quiso que lo fuesen, y de lo que al parecer correspondía a su número, y a su mérito, se servirá conferirles los empleos que obtuvieron de la benignidad de sus augustos progenitores, disponiendo que los Regidores de las ciudades y villas de aquellos Reinos sean naturales del país, y que para su nombramiento se pidan informes a los Ayuntamientos; que en el Consejo Real haya los seis ministros, que hubo en el Supremo de Aragón; en la Real Cámara dos de éstos, que conocedores de el mérito de sus paisanos consulten a V.M. los que sean más dignos; que de las Secretarias de aquellas Audiencias y Ayuntamiento asciendan algunos para las Secretarias de los Consejos, Tribunales y Juntas, y Oficinas de esta Corte. Los naturales Ministros de sus Audiencias enterados de las Regalías que a V.M. competen, sabrán defenderlas, y versados en sus antiguas leyes municipales podrán administrar la Justicia con arreglo a ellas. Y siendo de superior orden las razones que persuaden sean preferidos los naturales en la provisión de las dignidades, y pensiones eclesiásticas, esperamos que V.M. ha de atenderlos. Así los jóvenes de honor estimulados con la esperanza del premio se aplicarán al estudio práctico de la Jurisprudencia, y sirviendo con integridad, y celo, los Corregimientos, Alcaldías, o Asesorías, merecerán que V.M. los ascienda a sus Audiencias y Consejos. Así doblándose la aplicación al estudio de la Teología y Cánones, tendrán aquellas Iglesias Prelados y clérigos que nos entiendan y nos instruyan.
Comprendiendo V.M. que ha de contribuir a la felicidad de aquellos Reinos el que tengan como tuvieron en los siglos pasados Diputados en la Corte, que los representen, y miren por el real servicio, y bien común de sus pueblos, se servirá disponer, que los tenga cada uno de aquellos Reinos, y que se mantengan con los tributos generales, que impuestos para este fin se cobran de los eclesiásticos y seculares; y que sustituyendo las antiguas visitas en lugar de las Residencias, se renueven las loables costumbres, y leyes económicas que en nada se oponen a la real autoridad y observadas conducen para que aquellos naturales, gobernados como sus padres, puedan como ellos aplicados a la agricultura, a las fábricas, armas, y letras, ser igualmente útiles, a su patria y a V.M.
En fin, Señor, el glorioso padre de V.M. puesto con la espada en la mano al frente de sus ejércitos, no pudo examinar por sí mismo el nuevo gobierno que mandó establecer en aquellos Reinos. Quedó imperfecta esta gran obra de que depende su verdadera felicidad; y Dios ha destinado a V.M. para que con su soberana inteligencia, y heroico celo, la perfeccione. Así lo esperamos, deseando que el cielo llene de bendiciones a V.M., a su augusta real familia, y a todos sus fieles dichosos vasallos.
Discurso de Proclamación de Don Juan Carlos I como Rey, 22-11-1975
En esta hora cargada de emoción y esperanza, llena de dolor por los acontecimientos que acabamos de vivir, asumo la Corona del Reino con pleno sentido de mi responsabilidad ante el pueblo español y de la honrosa obligación que para mí implica el cumplimiento de las Leyes y el respeto de una tradición centenaria que ahora coinciden en el Trono.
Como Rey de España, título que me confieren la tradición histórica, las Leyes Fundamentales del reino y el mandato legítimo de los españoles, me honro en dirigiros el primer mensaje de la Corona, que brota de lo más profundo de mi corazón.
Una figura excepcional entra en la Historia. El nombre de Francisco Franco será ya un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea. Con respeto y gratitud quiero recordar la figura de quien durante tantos años asumió la pesada responsabilidad de conducir la gobernación del Estado. Su recuerdo constituirá para mí una exigencia de comportamiento y de lealtad para con las funciones que asumo al servicio de la Patria. Es de pueblos grandes y nobles el saber recordar a quienes dedicaron su vida al servicio de un ideal. España nunca podrá olvidar a quien, como soldado y estadista, ha consagrado toda la existencia a su servicio.
Yo sé bien que los españoles comprenden mis sentimientos en estos momentos. Pero el cumplimiento del deber está por encima de cualquier otra circunstancia. Esta norma me la enseñó mi padre desde niño, y ha sido una constante de mi familia, que ha querido servir a España con todas sus fuerzas.
Hoy comienza una nueva etapa de la Historia de España. Esta etapa, que hemos de recorrer juntos, se inicia en la paz, el trabajo y la prosperidad, fruto del esfuerzo común y de la delicada voluntad colectiva. La Monarquía será fiel guardián de esa herencia, y procurará en todo momento mantener la más estrecha relación con el pueblo.
La Institución que personifico integra a todos los españoles, y hoy, en esta hora tan transcendental, os convoco porque a todos nos incumbe por igual el deber de servir a España. Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional.
El Rey es el primer español obligado a cumplir con su deber y con estos propósitos. En este momento decisivo de mi vida afirmo solemnemente que todo mi tiempo y todas las acciones de mi voluntad estarán dirigidos a cumplir con mi deber.
Pido a Dios su ayuda para acertar siempre en las difíciles decisiones que, sin duda, el destino alzará ante nosotros. Con su gracia y con el ejemplo de tantos predecesores que unificaron, pacificaron y engrandecieron a todos los pueblos de España, deseo ser capaz de actuar como moderador, como guardián del sistema constitucional y como promotor de la justicia. Que nadie tema que su causa sea olvidada; que nadie espere una ventaja o un privilegio. Juntos podremos hacerlo todo si a todos damos su justa oportunidad. Guardaré y haré guardar las Leyes, teniendo por norte la justicia y sabiendo que el servicio del pueblo es el fin que justifica toda mi función.
Soy plenamente consciente de que un gran pueblo como el nuestro, en pleno período de desarrollo cultural, de cambio generacional y de crecimiento material, pide perfeccionamientos profundos. Escuchar, canalizar y estimular estas demandas es para mí un deber que acepto con decisión.
La Patria es una empresa colectiva que a todos compete; su fortaleza y su grandeza deben de apoyarse, por ello, en la voluntad manifiesta de cuantos la integramos. Pero las naciones más grandes y prósperas, donde el orden, la libertad y la justicia han resplandecido mejor, son aquellas que más profundamente han sabido respetar su propia Historia.
La justicia es el supuesto para la libertad con dignidad, con prosperidad y con grandeza. Insistamos en la construcción de un orden justo, un orden donde tanto la actividad pública como la privada se hallen bajo la salvaguardia jurisdiccional.
Un orden justo, igual para todos, permite reconocer dentro de la unidad del Reino y del Estado las peculiaridades regionales como expresión de la diversidad de pueblos que constituyen la sagrada realidad de España. El Rey quiere serlo de todos a un tiempo y de cada uno en su cultura, en su historia y en su tradición.
Al servicio de esa gran comunidad que es España debemos de estar: la Corona, los Ejércitos de la nación, los organismos del Estado, el mundo del trabajo, los empresarios, los profesionales, las instituciones privadas y todos los ciudadanos, constituyendo en su conjunto un firme entramado de deberes y derechos. Sólo así podremos sentirnos fuertes y libres al mismo tiempo.
Esta hora dinámica y cambiante exige una capacidad creadora para integrar en objetivos comunes las distintas y deseables opiniones que dan riqueza y variedad a este pueblo español, que, lleno de cualidades, se entrega generoso cuando se le convoca a una tarea realista y ambiciosa.
La Corona entiende como un deber el reconocimiento y la tutela de los valores del espíritu.
Como primer soldado de la nación, me dedicaré con ahínco a que las Fuerzas Armadas de España, ejemplo de patriotismo y disciplina, tengan la eficacia y la potencia que requiere nuestro pueblo.
El mundo del pensamiento, de las ciencias y de las letras, de las artes, y de la técnica, tienen hoy, como siempre, una gran responsabilidad de compromiso con la sociedad. Esta sociedad en desarrollo que busca nuevas soluciones, está más necesitada que nunca de orientación. En tarea tan alta, mi apoyo y estímulo no han de faltar.
La Corona entiende también como deber fundamental el reconocimiento de los derechos sociales y económicos, cuyo fin es asegurar a todos los españoles las condiciones de carácter material que les permitan el efectivo ejercicio de todas sus libertades.
Por lo tanto, hoy queremos proclamar que no queremos ni un español sin trabajo ni un trabajo que no permita a quien lo ejerce mantener con dignidad su vida personal y familiar, con acceso a los bienes de la cultura y de la economía para él y para sus hijos.
Una sociedad libre y moderna requiere la participación de todos en los foros de decisión, en los medios de información, en los diversos niveles educativos y en el control de la riqueza nacional. Hacer cada día más cierta y eficaz esa participación debe ser una empresa comunitaria y una tarea de gobierno.
El Rey, que es y se siente profundamente católico, expresa su más respetuosa consideración para la Iglesia. La doctrina católica, singularmente enraizada en nuestro pueblo, conforta a los católicos con la luz de su magisterio. El respeto a la dignidad de la persona que supone el principio de libertad religiosa es un elemento esencial para la armoniosa convivencia de nuestra sociedad.
Confío plenamente en las virtudes de la familia española, la primera educadora, y que siempre ha sido la célula firme y renovadora de la sociedad. Estoy también seguro de que nuestro futuro es prometedor, porque tengo pruebas de las cualidades de las nuevas generaciones.
Me es muy grato en estos momentos expresar mi reconocimiento a cuantos enviados de otras naciones han asistido a esta ceremonia. La Monarquía española, depositaria de una tradición universalista centenaria, envía a todos los pueblos su deseo de paz y entendimiento, con respeto siempre para las peculiaridades nacionales y los intereses políticos con los que todo pueblo tiene derecho a organizarse de acuerdo con su propia idiosincrasia.
España es el núcleo originario de una gran familia de pueblos hermanos. Cuanto suponga potenciar la comunidad de intereses, el intercambio de ideales y la cooperación mutua es un interés común que debe ser estimulado.
La idea de Europa sería incompleta sin una referencia a la presencia del hombre español y sin una consideración del hacer de muchos de mis predecesores. Europa deberá contar con España y los españoles somos europeos. Que ambas partes así lo entiendan y que todos extraigamos las consecuencias que se derivan, es una necesidad del momento.
No sería fiel a la tradición de mi sangre si ahora no recordase que durante generaciones los españoles hemos luchado por restaurar la integridad territorial de nuestro solar patrio. El Rey asume este objetivo con la más plena de las convicciones.
Señores consejeros del Reino, señores procuradores, al dirigirme como Rey, desde estas Cortes, al pueblo español, pido a Dios ayuda para todos. Os prometo firmeza y prudencia. Confío en que todos sabremos cumplir la misión en la que estamos comprometidos.
Si todos permanecemos unidos, habremos ganado el futuro.
¡VIVA ESPAÑA!.
Como Rey de España, título que me confieren la tradición histórica, las Leyes Fundamentales del reino y el mandato legítimo de los españoles, me honro en dirigiros el primer mensaje de la Corona, que brota de lo más profundo de mi corazón.
Una figura excepcional entra en la Historia. El nombre de Francisco Franco será ya un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida política contemporánea. Con respeto y gratitud quiero recordar la figura de quien durante tantos años asumió la pesada responsabilidad de conducir la gobernación del Estado. Su recuerdo constituirá para mí una exigencia de comportamiento y de lealtad para con las funciones que asumo al servicio de la Patria. Es de pueblos grandes y nobles el saber recordar a quienes dedicaron su vida al servicio de un ideal. España nunca podrá olvidar a quien, como soldado y estadista, ha consagrado toda la existencia a su servicio.
Yo sé bien que los españoles comprenden mis sentimientos en estos momentos. Pero el cumplimiento del deber está por encima de cualquier otra circunstancia. Esta norma me la enseñó mi padre desde niño, y ha sido una constante de mi familia, que ha querido servir a España con todas sus fuerzas.
Hoy comienza una nueva etapa de la Historia de España. Esta etapa, que hemos de recorrer juntos, se inicia en la paz, el trabajo y la prosperidad, fruto del esfuerzo común y de la delicada voluntad colectiva. La Monarquía será fiel guardián de esa herencia, y procurará en todo momento mantener la más estrecha relación con el pueblo.
La Institución que personifico integra a todos los españoles, y hoy, en esta hora tan transcendental, os convoco porque a todos nos incumbe por igual el deber de servir a España. Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional.
El Rey es el primer español obligado a cumplir con su deber y con estos propósitos. En este momento decisivo de mi vida afirmo solemnemente que todo mi tiempo y todas las acciones de mi voluntad estarán dirigidos a cumplir con mi deber.
Pido a Dios su ayuda para acertar siempre en las difíciles decisiones que, sin duda, el destino alzará ante nosotros. Con su gracia y con el ejemplo de tantos predecesores que unificaron, pacificaron y engrandecieron a todos los pueblos de España, deseo ser capaz de actuar como moderador, como guardián del sistema constitucional y como promotor de la justicia. Que nadie tema que su causa sea olvidada; que nadie espere una ventaja o un privilegio. Juntos podremos hacerlo todo si a todos damos su justa oportunidad. Guardaré y haré guardar las Leyes, teniendo por norte la justicia y sabiendo que el servicio del pueblo es el fin que justifica toda mi función.
Soy plenamente consciente de que un gran pueblo como el nuestro, en pleno período de desarrollo cultural, de cambio generacional y de crecimiento material, pide perfeccionamientos profundos. Escuchar, canalizar y estimular estas demandas es para mí un deber que acepto con decisión.
La Patria es una empresa colectiva que a todos compete; su fortaleza y su grandeza deben de apoyarse, por ello, en la voluntad manifiesta de cuantos la integramos. Pero las naciones más grandes y prósperas, donde el orden, la libertad y la justicia han resplandecido mejor, son aquellas que más profundamente han sabido respetar su propia Historia.
La justicia es el supuesto para la libertad con dignidad, con prosperidad y con grandeza. Insistamos en la construcción de un orden justo, un orden donde tanto la actividad pública como la privada se hallen bajo la salvaguardia jurisdiccional.
Un orden justo, igual para todos, permite reconocer dentro de la unidad del Reino y del Estado las peculiaridades regionales como expresión de la diversidad de pueblos que constituyen la sagrada realidad de España. El Rey quiere serlo de todos a un tiempo y de cada uno en su cultura, en su historia y en su tradición.
Al servicio de esa gran comunidad que es España debemos de estar: la Corona, los Ejércitos de la nación, los organismos del Estado, el mundo del trabajo, los empresarios, los profesionales, las instituciones privadas y todos los ciudadanos, constituyendo en su conjunto un firme entramado de deberes y derechos. Sólo así podremos sentirnos fuertes y libres al mismo tiempo.
Esta hora dinámica y cambiante exige una capacidad creadora para integrar en objetivos comunes las distintas y deseables opiniones que dan riqueza y variedad a este pueblo español, que, lleno de cualidades, se entrega generoso cuando se le convoca a una tarea realista y ambiciosa.
La Corona entiende como un deber el reconocimiento y la tutela de los valores del espíritu.
Como primer soldado de la nación, me dedicaré con ahínco a que las Fuerzas Armadas de España, ejemplo de patriotismo y disciplina, tengan la eficacia y la potencia que requiere nuestro pueblo.
El mundo del pensamiento, de las ciencias y de las letras, de las artes, y de la técnica, tienen hoy, como siempre, una gran responsabilidad de compromiso con la sociedad. Esta sociedad en desarrollo que busca nuevas soluciones, está más necesitada que nunca de orientación. En tarea tan alta, mi apoyo y estímulo no han de faltar.
La Corona entiende también como deber fundamental el reconocimiento de los derechos sociales y económicos, cuyo fin es asegurar a todos los españoles las condiciones de carácter material que les permitan el efectivo ejercicio de todas sus libertades.
Por lo tanto, hoy queremos proclamar que no queremos ni un español sin trabajo ni un trabajo que no permita a quien lo ejerce mantener con dignidad su vida personal y familiar, con acceso a los bienes de la cultura y de la economía para él y para sus hijos.
Una sociedad libre y moderna requiere la participación de todos en los foros de decisión, en los medios de información, en los diversos niveles educativos y en el control de la riqueza nacional. Hacer cada día más cierta y eficaz esa participación debe ser una empresa comunitaria y una tarea de gobierno.
El Rey, que es y se siente profundamente católico, expresa su más respetuosa consideración para la Iglesia. La doctrina católica, singularmente enraizada en nuestro pueblo, conforta a los católicos con la luz de su magisterio. El respeto a la dignidad de la persona que supone el principio de libertad religiosa es un elemento esencial para la armoniosa convivencia de nuestra sociedad.
Confío plenamente en las virtudes de la familia española, la primera educadora, y que siempre ha sido la célula firme y renovadora de la sociedad. Estoy también seguro de que nuestro futuro es prometedor, porque tengo pruebas de las cualidades de las nuevas generaciones.
Me es muy grato en estos momentos expresar mi reconocimiento a cuantos enviados de otras naciones han asistido a esta ceremonia. La Monarquía española, depositaria de una tradición universalista centenaria, envía a todos los pueblos su deseo de paz y entendimiento, con respeto siempre para las peculiaridades nacionales y los intereses políticos con los que todo pueblo tiene derecho a organizarse de acuerdo con su propia idiosincrasia.
España es el núcleo originario de una gran familia de pueblos hermanos. Cuanto suponga potenciar la comunidad de intereses, el intercambio de ideales y la cooperación mutua es un interés común que debe ser estimulado.
La idea de Europa sería incompleta sin una referencia a la presencia del hombre español y sin una consideración del hacer de muchos de mis predecesores. Europa deberá contar con España y los españoles somos europeos. Que ambas partes así lo entiendan y que todos extraigamos las consecuencias que se derivan, es una necesidad del momento.
No sería fiel a la tradición de mi sangre si ahora no recordase que durante generaciones los españoles hemos luchado por restaurar la integridad territorial de nuestro solar patrio. El Rey asume este objetivo con la más plena de las convicciones.
Señores consejeros del Reino, señores procuradores, al dirigirme como Rey, desde estas Cortes, al pueblo español, pido a Dios ayuda para todos. Os prometo firmeza y prudencia. Confío en que todos sabremos cumplir la misión en la que estamos comprometidos.
Si todos permanecemos unidos, habremos ganado el futuro.
¡VIVA ESPAÑA!.
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