POR GONZALO ANES. Director de la Real Academia de la Historia.-ABC.- 21 de diciembre de 2003
LOS pueblos que habitaron en la península ibérica en tiempos primitivos no conocieron fronteras. Se desplazaron en busca de los alimentos que proporcionaba espontáneamente la naturaleza. La caza exigía éxodos en la primavera avanzada y en el otoño, al seguir a los herbívoros que buscaban pasto en serranías y cordilleras durante el verano y que regresaban a los herbazales de las llanuras del centro y del sur para aprovecharlos en el invierno. Los herbívoros, en sus desplazamientos, y las hordas que les seguían para cazarlos, formaron vías pecuarias, antecedente del sistema posterior de caminos, carreteras, y hasta del trazado de las vías férreas.
Las influencias de griegos, fenicios y cartagineses se sintieron más en las costas mediterráneas y en las atlánticas del sur y muy poco en el centro y en el norte de la península. Con Roma, se integraron los pueblos ibéricos en el conjunto formado en todo el ámbito mediterráneo, en esa portentosa gran unidad que favorecieron las facilidades del transporte en el Mare nostrum. La acción política estuvo acompañada de la económica.
Sistema monetario común, los mismos pesos y medidas, una lengua -la latina- que acabó difundiéndose en todo el imperio, un mismo derecho -el romano- y hasta una misma religión, después de Constantino, fueron la causa y el resultado de la unidad conseguida en todo el ámbito de la Romanía.
La irrupción de los pueblos bárbaros en la parte occidental del imperio y su asentamiento no originaron ruptura de la unidad mediterránea porque visigodos y ostrogodos adoptaron las fórmulas romanas de comercio, de pesos y medidas, de moneda, de lengua y de religión. Los visigodos formaron, en la península ibérica, un reino que perduró tres siglos y que prefiguró evoluciones posteriores.
La expansión del islam sí originó el final de la gran unidad mediterránea. Ya no se volvió a ver papiro en occidente, ni otros bienes de procedencia oriental y hasta faltó oro para acuñar las monedas que habrían de facilitar los intercambios.
Las expediciones musulmanas allende los Pirineos parecen indicar que se hubiera querido, en el siglo VIII, completar la expansión en la Europa romanizada con avances tanto desde el este como desde la península ibérica, mediante una tenaza que, de cerrarse, hubiera restablecido el viejo imperio bajo el signo de Mahoma. Esta posibilidad no tuvo efecto. Los musulmanes acabaron replegándose a las tierras que les eran más afines por su clima, por lo que, en la Península ibérica, no llegaron a ocupar nunca el litoral cantábrico, y hasta se replegaron del valle del Duero, frío, húmedo y neblinoso en distintas épocas del año.
Ese desinterés favoreció el desarrollo y expansión de núcleos de resistencia que se organizaron para extenderse hacia el sur, desde las montañas de Asturias y desde la cordillera pirenaica. En el largo proceso de expansión hacia el sur, se formularon pronto las ideas de la «pérdida de España» y de «reconquista», afirmadas con frecuencia en la acción combinada de todos los cristianos contra los musulmanes.
La idea imperial de los Reyes de León muestra que existía un pensamiento político unitario. Con el tiempo y la consolidación de las monarquías, se dieron las condiciones para la unión de los reinos.
Por matrimonio, se unieron las Coronas de León y de Castilla. Con Petronila de Aragón y Berenguer IV de Barcelona se vinculó Cataluña a la corona aragonesa. A pesar de las diferencias de lengua y tradiciones culturales y políticas, la unión originó que se afirmara en aquellas comunidades una actitud pactista que aseguró la perduración del destino común. Alfonso VIII, después de la derrota de Alarcos en 1195, entró en las tierras vascas que habían estado integradas en el reino de Asturias en el siglo IX y en el X en la Castilla condal.
El señorío de Vizcaya formaba parte de Castilla desde 1076. Cuando Alfonso VIII puso sitio a Vitoria, pactaron libremente alaveses y guipuzcoanos su unión a Castilla. Por ello, el país vasco de hoy compartió la historia de Castilla desde finales del siglo XII. Era de esperar que así fuese, dada su participación en el origen del condado castellano.
Desde entonces, los vascos participaron en las empresas castellanas de gobierno y de civilización y escribieron páginas gloriosas de la historia de España, en la administración, en las letras, en las artes y en las grandes empresas transoceánicas que permitieron injertar los principios de la civilización greco-latina y cristiana en el continente americano y en islas del Pacífico.
Con el matrimonio de Doña Urraca y de Alfonso el Batallador, pareció que habrían de unirse las coronas de Castilla y de Aragón. Don Claudio Sánchez-Albornoz pensaba, en 1956, cuando publicó su libro España, un enigma histórico, que la unión de los reinos hispánicos hubiera sido más fácil, con Doña Urraca y el Batallador, de lo que fue después. Los reinos de Aragón y de Castilla estaban entonces, según don Claudio, «todavía muy cerca de su matriz común», el reino visigodo.
Cuatro siglos después, con experiencias castellanas y aragonesas tan dispares, resultó más difícil la unión, por estar ambos reinos proyectados «hacia los cuatro puntos cardinales de la tierra y de la política europea de Occidente». La falta de entendimiento entre Doña Urraca y el Batallador, las discordias internas y los ataques almorávides impidieron que se hiciera esa unión. A la muerte de Doña Urraca, el hijo que había tenido con Raimundo de Borgoña, Alfonso Raimúndez, reinó en Castilla con el nombre de Alfonso VII. En Aragón, sucedió al Batallador su hermano el monje Ramiro.
Alfonso VI entregó las tierras portuguesas, como tenencia perpetua, a su hija Teresa, casada con Enrique de Borgoña. La actitud imperial del rey leonés explica esa cesión, pues los nuevos condes quedaban ligados a él por el vínculo vasallático que implicaba fidelidad y obediencia. La guerra civil, en tiempos de Doña Urraca y del Batallador, y la habilidad de Alfonso Enríquez, hijo de Enrique y de Teresa, facilitaron que la tenencia de las tierras portuguesas culminara en la formación de un reino independiente. La evolución de ambos pueblos, castellano y portugués, condujo a separarlos en lo político y a unirlos en la acción expansiva transoceánica.
Cuando Felipe II heredó la corona de Portugal, era previsible que, mantenidas independientes las instituciones de ambos reinos, perdurase la unión entre ellos. Los reveses internos y externos en tiempos de Felipe IV impidieron que continuara la unión.
Desde el conocimiento del pasado, se ve clara la historia común de los pueblos de la Península Ibérica. Las diferencias de tradiciones y costumbres que existen hoy entre portugueses y castellanos no son mayores que las que existen entre catalanes y andaluces, o entre gallegos y extremeños. Estas diferencias enriquecedoras también se dan en las regiones de Italia, de Alemania, de Francia o del Reino Unido.
Las tensiones segregacionistas de hoy son sólo la prolongación de los sentimientos nacionalistas generados en el mundo durante el siglo XIX. La mutua comprensión y el interés recíproco harán que se superen las diferencias, dentro de la Europa Unida, para bien de todos los españoles.
viernes, 1 de mayo de 2009
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