EL Consejo de Ministros ha aprobado recientemente la remisión del proyecto de ley de restitución a la Generalitat de Cataluña de los documentos incautados durante la Guerra Civil y custodiados en el Archivo General de la Guerra Civil Española. No sólo esto, se devolverán los documentos a particulares que justifiquen su titularidad, «independientemente del territorio en el que vivan» y una futura ley incluirá la documentación de entidades locales: la ministra lo ha desmentido después, mas los nacionalistas lo han ratificado. Obviamente, se hará como ellos dicen. En fin, Anasagasti ha pedido también al Gobierno que devuelva, invocando el precedente catalán, documentación correspondiente al Gobierno vasco. Presumiblemente, irán reclamado documentos los gobiernos autonómicos, los partidos políticos, las organizaciones sindicales y un largo etcétera: ¿Por qué no? ¿Y qué ocurrirá con otros archivos?
En el Archivo de Salamanca se documenta la represión que la dictadura ejerció sobre quienes habían perdido la Guerra Civil. Es un archivo muy importante, quizás único en el mundo, donde se condensa la memoria de lo que nunca debe repetirse. Fragmentarlo, mutilarlo, es un verdadero delito archivístico, contrario a cualquier principio que debe regir tal materia: integridad del archivo o procedencia de los fondos depositados. Además, auspiciado por la UNESCO, un informe elaborado por expertos en Archivos de la Represión, subrayó la necesidad de proteger aquéllos legalmente.
Un hecho especialmente grave: no es posible determinar con certeza cuántos y cuáles son los documentos conservados en el Archivo de Salamanca procedentes realmente de la Generalitat de Cataluña. En fin, el Ministerio no parece haber consultado a la institución que debería ser la voz más autorizada en asuntos de esta índole, la Real Academia de la Historia, cuyo criterio unánimemente manifestado en diversas ocasiones es el mantenimiento del Archivo en su integridad. Tampoco el Ministerio ha pedido dictámenes o reunido, al menos, para exponerle sus proyectos a la Junta General de Archivos o al Patronato de la Guerra Civil. ¿Extraño proceder? Por el contrario: la lógica del proceso que ha llevado hasta el acuerdo del Consejo de Ministros y que, presumiblemente, orientará el futuro, resulta implacable.
En el fondo del problema están las exigencias del nacionalismo catalán. Véase. Josep Fontana, maître à penser del catalanismo historiográfico, lo ha explicado en términos inequívocos. Se trata -el Archivo de Salamanca- de «un almacén policiaco de materiales incautados en suelo enemigo, destinados a facilitar la represión (de ahí sus ficheros). Concluida esta función -espero- lo mejor es desarmarlo y empezar a organizar en su seno un Archivo de la Guerra Civil española». Dejando de lado el ominoso «espero», la propuesta parece clara. ¿Qué es «desarmar» el Archivo? Sin duda, hacerlo desaparecer tal y como hoy existe y sustituirlo por un mítico «gran Archivo», quizás el proyectado Centro Documental de la Memoria Histórica. Pero lo primero es hacer desaparecer la que se considera «una anomalía archivística creada a partir de intereses políticos» (Borja de Riquer). En claro: el Archivo debe desaparecer, fragmentados sus fondos, repartidos entre instituciones y particulares -volveremos sobre ello- de todo el territorio, español por ahora.
Pero, ¿por qué tal vesania? ¿Por qué la llamada Comissió de la Dignitat, instrumento en todo el proceso del nacionalismo catalán? ¿Es que la dignidad de un pueblo depende acaso de que los fondos reunidos para perpetrar una represión se mantengan en un Archivo del Estado, que es una Archivo de todos los españoles, manteniendo vivo el recuerdo de un pasado ominoso? ¿Es que no debían ser suficientes determinadas devoluciones, depósitos y reparaciones simbólicas, públicas y privadas?
Bien se ve que no. Y es que se trata de otra cosa. Se trata de una pieza más de la construcción, la «invención» de una nación catalana, libre de cualquier mancha histórica. Y para ello hace falta un enemigo, un opresor que se llevó un botín de guerra que hay que recuperar. Se trata, pues, de depurar la nación catalana de un pasado franquista. Y así lo ha dicho, también inequívocamente, otro maestro de la historiografía catalanista, Josep Termes -lo ha recordado Antonio Elorza- en las líneas finales de su tomo de Història de Catalunya: en España, sólo las izquierdas habrían perdido la guerra, mientras que en Cataluña fue vencido el conjunto del país. Desmantelar el Archivo de Salamanca es un sacrificio ofrecido a una Cataluña ideal, víctima de la Guerra Civil, ¿de España, de Castilla en último término?
El acuerdo de la Comisión de Expertos parece, en definitiva, inseparable de unos pactos de gobierno. Y, por si hubiera alguna duda, Carod-Rovira la ha disipado. Insiste Joan Tardà: «Le dijimos a Zapatero que si quieren entenderse con ERC el tema de la memoria republicana es clave». Ni siquiera el despiece del Archivo será suficiente. Reitera el portavoz en el Congreso de Esquerra Republicana: «Con la devolución del Archivo se empiezan a cerrar heridas, pero el proceso no acaba aquí».
No acaba aquí. Por el contrario, está empezando. A juicio de Borja de Riquer, cito por Tribuna de Salamanca de hace un par de meses, el Ministerio debería crear una nueva Comisión de Expertos para decidir qué hacer con el Archivo y otra, más en concreto, «para analizar los fondos catalanes de partidos y particulares, como el PSUC, el POUM y la CNT». Se trata, dice el historiador catalán, «de una labor que no se limita a seis meses, porque hay que entrar en cada caso, viendo dónde está el valor histórico de cada documento». Si éste es el futuro, hay que evitarlo. No es un tema menor, pues supondría un precedente desastroso. Es necesario defender la integridad del Archivo de Salamanca. Con todos los argumentos históricos y archivísticos. Con todos los recursos legales.
Por Antonio MORALES MOYA. Catedrático de Historia de la Universidad Carlos III.-7-5-2005
viernes, 1 de mayo de 2009
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