LA expresión «España plural» indica la unidad del sustantivo sobre la pluralidad adjetiva (es única a pesar de ser plural).
A pesar de sus muchos miembros, una familia es una.
“Si la idea de la pluralidad de España designa la variedad de sus regiones, paisajes, hombres y lenguas, se dice con ello algo evidente y, sin duda, obvio. Si lo que se quiere decir es que lo único real son sus partes y que la unidad es puro artificio estatal, cuando no obra de la imposición imperialista, lo que se dice es sencillamente falso. Por esta vía se pretende que lo único real, natural sean las «naciones» que la integran, y, por lo tanto, que España sería sólo un Estado, no una nación. Cuando lo cierto es que España es una de las más viejas naciones europeas y así ha sido vista por sí misma y por sus vecinos y estudiosos”.
La idea de la pluralidad de España no es novedosa. Apunta ya en la variedad de los reinos peninsulares medievales empeñados en la recuperación de la España perdida frente al Islam, y se consagra en la idea de las Españas, peninsular, americanas y asiáticas, que desmiente la pretensión de la existencia de un imperio colonial.
Las Indias nunca fueron colonias, o, al menos, no lo fueron antes del siglo XIX, sino partes de la Monarquía hispánica, muchas veces en igualdad de condiciones con la España peninsular.
De ahí la frecuente denominación de «las Españas».
Por lo demás, la idea de España preexiste en siglos al logro de la unidad nacional.
Lo que preside la obra histórica de la Reconquista es precisamente la necesidad de la recuperación de la España perdida, como testimonian con abundancia las crónicas medievales.
En 1492 o en 1515 se restablece una unidad que se había perdido con la invasión y dominación islámicas; no se crea artificialmente o por la fuerza de las armas una nueva.
La Constitución vigente no es criterio de verdad histórica sino norma jurídica fundamental, pero, en su letra y en su espíritu, avala esta primacía de la unidad nacional sobre la pluralidad de sus «nacionalidades y regiones».
Bien es verdad que el uso perturbador de la expresión «nacionalidades» parece ser el resultado de una concesión de los constituyentes a la «vulgata» progresista. Por explicables motivos, que no razones y justificaciones, se dio la absurda paradoja de vincular el autonomismo y aún el separatismo con la corrección política democrática.
Las reivindicaciones nacionalistas, a pesar de su patente tufo reaccionario y antiilustrado, cobraron un inmerecido prestigio progresista.
Defender la unidad de España venía a ser un prejuicio reaccionario o conservador, y combatirla otorgaba un falso salvoconducto progresista.
Pero nada de esto se puede asentar en la Constitución que, pese al galimatías autonómico, no deja lugar a dudas en su artículo 2: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».
La unidad nacional es lo originario -hasta la propia Constitución se fundamenta en ella y no al revés- y la pluralidad lo derivado.
Desde el punto de vista histórico y jurídico, en España el único pueblo es el español, que, lejos de toda veleidad romántica, orgánica y filototalitaria, no es otra cosa que el conjunto de los ciudadanos españoles.
Acaso la variedad sea riqueza y la uniformidad pobreza, mas la variedad de España no es mayor que la que exhiben las principales naciones europeas. Ni en Alemania ni en el Reino Unido ni en Italia, por no hablar de Francia, se habla de «pluralidad» con la abusiva frecuencia con la que se habla en España.
Acaso en esta peculiaridad se manifieste el vestigio de antiguos y superados complejos que alentaron la tesis de la anomalía histórica de España, de su inexorable decadencia. Mas no debemos prestar demasiados oídos a los decadentes. Estos son los verdaderos reaccionarios por mucho que se vistan con los más progresistas ropajes verbales.
La pluralidad de España no es ni anterior ni más sólida y firme que su unidad. La falacia queda además en entredicho por la renuencia a hablar de pluralidad dentro de las llamadas «regiones históricas» -como si alguna no lo fuera- y por la reserva en exclusiva para Madrid de la acusación de centralismo, no planteándose siquiera la posibilidad de un centralismo de, pongamos por caso, Santiago, Vitoria o Barcelona. Los devotos descentralizadores no deberían descuidar la conveniencia de acometer una segunda descentralización, ésta no autonómica o regional sino municipal. Pero ya se sabe que el nacionalismo radical posee proclividades totalitarias, y al totalitarismo lo que menos le interesa es la limitación, fragmentación y diseminación del poder.
La historiografía y el hispanismo, sea cual sea la orientación de sus cultivadores, corroboran la idea de la unidad espiritual de España. Tanto la tesis de Américo Castro como la de Sánchez-Albornoz, y todas sus posibles variantes y matizaciones, presuponen y confirman la idea de la realidad histórica de España y su condición de vieja nación europea. No tendría sentido en caso contrario tanta literatura vertida sobre el ser nacional, sobre la cultura hispánica, ni tanta discusión sobre la presunta o real decadencia y sus causas. Por erróneas que puedan ser algunas visiones de España, y muchas, sin duda, lo son, incluso ellas proclaman la realidad secular de la Nación española. En su reciente y excelente libro El espíritu de España, escribe el hispanista Harold Raley: «Durante siglos, España ha sido un país que a los extranjeros les gusta odiar y los españoles odian amar... Tal vez sea el país más visitado y más denigrado de los tiempos modernos. Pocas naciones han sido más estudiadas y quizá ninguna tan mal comprendida de manera tan persistente». Quede para otra ocasión la indagación de las causas de esta «autofobia» española a lo español. Pero, desde luego, no se ama ni se odia ni se estudia lo que no existe o es mero artificio estatal de una pluralidad esencial. (IGNACIO SÁNCHEZ CÁMARA. Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de La Coruña)
A pesar de sus muchos miembros, una familia es una.
“Si la idea de la pluralidad de España designa la variedad de sus regiones, paisajes, hombres y lenguas, se dice con ello algo evidente y, sin duda, obvio. Si lo que se quiere decir es que lo único real son sus partes y que la unidad es puro artificio estatal, cuando no obra de la imposición imperialista, lo que se dice es sencillamente falso. Por esta vía se pretende que lo único real, natural sean las «naciones» que la integran, y, por lo tanto, que España sería sólo un Estado, no una nación. Cuando lo cierto es que España es una de las más viejas naciones europeas y así ha sido vista por sí misma y por sus vecinos y estudiosos”.
La idea de la pluralidad de España no es novedosa. Apunta ya en la variedad de los reinos peninsulares medievales empeñados en la recuperación de la España perdida frente al Islam, y se consagra en la idea de las Españas, peninsular, americanas y asiáticas, que desmiente la pretensión de la existencia de un imperio colonial.
Las Indias nunca fueron colonias, o, al menos, no lo fueron antes del siglo XIX, sino partes de la Monarquía hispánica, muchas veces en igualdad de condiciones con la España peninsular.
De ahí la frecuente denominación de «las Españas».
Por lo demás, la idea de España preexiste en siglos al logro de la unidad nacional.
Lo que preside la obra histórica de la Reconquista es precisamente la necesidad de la recuperación de la España perdida, como testimonian con abundancia las crónicas medievales.
En 1492 o en 1515 se restablece una unidad que se había perdido con la invasión y dominación islámicas; no se crea artificialmente o por la fuerza de las armas una nueva.
La Constitución vigente no es criterio de verdad histórica sino norma jurídica fundamental, pero, en su letra y en su espíritu, avala esta primacía de la unidad nacional sobre la pluralidad de sus «nacionalidades y regiones».
Bien es verdad que el uso perturbador de la expresión «nacionalidades» parece ser el resultado de una concesión de los constituyentes a la «vulgata» progresista. Por explicables motivos, que no razones y justificaciones, se dio la absurda paradoja de vincular el autonomismo y aún el separatismo con la corrección política democrática.
Las reivindicaciones nacionalistas, a pesar de su patente tufo reaccionario y antiilustrado, cobraron un inmerecido prestigio progresista.
Defender la unidad de España venía a ser un prejuicio reaccionario o conservador, y combatirla otorgaba un falso salvoconducto progresista.
Pero nada de esto se puede asentar en la Constitución que, pese al galimatías autonómico, no deja lugar a dudas en su artículo 2: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».
La unidad nacional es lo originario -hasta la propia Constitución se fundamenta en ella y no al revés- y la pluralidad lo derivado.
Desde el punto de vista histórico y jurídico, en España el único pueblo es el español, que, lejos de toda veleidad romántica, orgánica y filototalitaria, no es otra cosa que el conjunto de los ciudadanos españoles.
Acaso la variedad sea riqueza y la uniformidad pobreza, mas la variedad de España no es mayor que la que exhiben las principales naciones europeas. Ni en Alemania ni en el Reino Unido ni en Italia, por no hablar de Francia, se habla de «pluralidad» con la abusiva frecuencia con la que se habla en España.
Acaso en esta peculiaridad se manifieste el vestigio de antiguos y superados complejos que alentaron la tesis de la anomalía histórica de España, de su inexorable decadencia. Mas no debemos prestar demasiados oídos a los decadentes. Estos son los verdaderos reaccionarios por mucho que se vistan con los más progresistas ropajes verbales.
La pluralidad de España no es ni anterior ni más sólida y firme que su unidad. La falacia queda además en entredicho por la renuencia a hablar de pluralidad dentro de las llamadas «regiones históricas» -como si alguna no lo fuera- y por la reserva en exclusiva para Madrid de la acusación de centralismo, no planteándose siquiera la posibilidad de un centralismo de, pongamos por caso, Santiago, Vitoria o Barcelona. Los devotos descentralizadores no deberían descuidar la conveniencia de acometer una segunda descentralización, ésta no autonómica o regional sino municipal. Pero ya se sabe que el nacionalismo radical posee proclividades totalitarias, y al totalitarismo lo que menos le interesa es la limitación, fragmentación y diseminación del poder.
La historiografía y el hispanismo, sea cual sea la orientación de sus cultivadores, corroboran la idea de la unidad espiritual de España. Tanto la tesis de Américo Castro como la de Sánchez-Albornoz, y todas sus posibles variantes y matizaciones, presuponen y confirman la idea de la realidad histórica de España y su condición de vieja nación europea. No tendría sentido en caso contrario tanta literatura vertida sobre el ser nacional, sobre la cultura hispánica, ni tanta discusión sobre la presunta o real decadencia y sus causas. Por erróneas que puedan ser algunas visiones de España, y muchas, sin duda, lo son, incluso ellas proclaman la realidad secular de la Nación española. En su reciente y excelente libro El espíritu de España, escribe el hispanista Harold Raley: «Durante siglos, España ha sido un país que a los extranjeros les gusta odiar y los españoles odian amar... Tal vez sea el país más visitado y más denigrado de los tiempos modernos. Pocas naciones han sido más estudiadas y quizá ninguna tan mal comprendida de manera tan persistente». Quede para otra ocasión la indagación de las causas de esta «autofobia» española a lo español. Pero, desde luego, no se ama ni se odia ni se estudia lo que no existe o es mero artificio estatal de una pluralidad esencial. (IGNACIO SÁNCHEZ CÁMARA. Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de La Coruña)
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