El 28 de octubre de 1940, el mismo día en que se aplicaban las antisemitas leyes de Nüremberg en la Bélgica ocupada y se ordenaba eliminar a los judíos de la administración de este país, Italia, sin previa declaración de guerra y sin advertírselo con anterioridad a Alemania, procedió a invadir Grecia.
Semejante acto era, en cierta medida, una venganza de Mussolini porque Hitler, según palabras del dictador italiano, “siempre le enfrenta con el hecho consumado”. Por lo tanto, declaró: “esta vez le pagaré con la misma moneda. Se enterará por los periódicos de que he ocupado Grecia”.
Pasajeramente, el Duce pudo pensar que su vanidad quedaba satisfecha pero los resultados de semejante acción, irresponsable desde todos los puntos de vista, iban a ser desastrosos. A fin de cuentas el dictador italiano había abierto un segundo frente cuando la situación en África distaba mucho de estar resuelta favorablemente para sus ejércitos. Lo que más indignó a Hitler, sin embargo, fue el cúmulo de problemas que la invasión le acarreó. Hitler no pudo ser más tajante al expresar su opinión al Duce: “Desde el punto de vista militar la situación resulta amenazadora; desde el punto de vista económico, en la medida en que afecta a los campos petrolíferos de Rumanía, resulta positivamente aterradora”. No exageraba.
El 11 de noviembre, la flota británica había destruido a la mayor parte de la italiana, anclada en la bahía de Tarento.
El 14, mientras Hitler mantenía conversaciones con Molotov en Berlín y Coventry era bombardeada salvajemente por la aviación nazi, los griegos lanzaron un contraataque contra los italianos y los obligaron a retroceder. Una semana después, las tropas del Duce, en franco retroceso, se encontraban combatiendo fuera de Grecia y en territorio albanés.
No podía caber duda.
Resultaba imperioso cerrar el Mediterráneo para evitar que los británicos destruyeran el imperio del Duce.
Para poder insistir en sus presiones sobre España, Hitler contaba con un arma que le había proporcionado el propio Franco.
Siete días después de la firma del protocolo de Hendaya, el 30 de octubre, el dictador español le había cursado una nueva carta.
En la misiva confirmaba al Führer su amistad y seguía insistiendo en la cuestión de las reivindicaciones españolas en África. Las mismas habían quedado recogidas en el documento. Pero tal acción constituía un paso que, según él, se había aceptado para no colocar al Führer en una situación delicada en relación con el mariscal Pétain.
Una vez más, el texto no podía ser más explícito al respecto:
“Ante la necesidad por Vos expresada de acelerar la guerra, incluso llegando a una inteligencia con Francia, que eliminase los peligros resultantes de la dudosa fidelidad del ejército francés de África al Mariscal Pétain, fidelidad que con toda certeza desaparecería si de cualquier modo fuera conocido que existía un compromiso o promesa de cesión de aquellos territorios, me pareció admisible vuestra propuesta de que en nuestro pacto no figurase concretamente lo que es nuestra aspiración territorial.
Ahora bien, con arreglo a lo convenido, por esta carta Os reitero las legítimas y naturales aspiraciones de España en orden a su sucesión en África del Norte sobre territorios que fueron hasta ahora de Francia.
Con esto España no hace sino reivindicar lo que le corresponde por un derecho natural suyo.
Reitero, pues, la aspiración de España al Oranesado y a la parte de Marruecos que está en manos de Francia y que enlaza nuestra zona del Norte con las posesiones españolas Ifni y Sahara.
Cumplo con esta declaración un deber de lealtad y de claridad y me complazco en hacerla presente con la confianza que nuestra amistad me permite y aun exige.
Vuestro. El Pardo, 30 de octubre de 1940”.
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