JOSEFINA MARTÍNEZ DEL ALAMO
Actualizado Domingo, 25-10-09 a las 20:51 ABC
Vive por y para Cataluña. Eso está claro. No he conocido a nadie tan determinado por un sueño. Su ideal nacionalista —o su nacionalismo idealizado— es la madre de todos los progresos; lo que mueve el mundo; su país. Todo lo ha enfocado hacia ese ángulo: cuando se formaba, leía, viajaba, buscaba entrevistas y contactos, sólo tenía una partida y una meta: Cataluña. Pues esa ha sido su vida. Desde aquel día allá por los 40, cuando, con sólo 12 años y en lugar de jugar a los piratas, se propuso aprender a leer y escribir el catalán con perfección. O cuando se declaró a Marta Ferrusola, y ya el primer día, le avisa que Cataluña estaría por encima de ella y de la familia. O cuando programó las distintas etapas de su viaje de novios, en función de su futura utilidad para Cataluña. Cataluña ha sido siempre su Camelot. La cuestión es si todo Camelot participó de su sueño, o sólo lo hizo suyo el 35,4% de votantes que aprobaron el Estatuto. Y si Camelot le fue ingrato cuando tras 23 años compartidos, el país eligió cambiar el rumbo.
—Venga… A su disposición. ¿De qué va esto?
Antes se ha plegado a las sugerencias fotográficas de Job Vermeulen, de una sala a otra y de un cuerpo entero a un primer plano. Mientras, a la vez, se iba informando de la edad de Job, de sus orígenes, de su familia... Después comprobaré en carne propia que esa curiosidad es una de las fijaciones de Jordi Pujol (79 años).
—Estoy un poco saturado de las entrevistas... Bueno. Y también estoy cansado de otras cosas. Pero vamos a ver: ¿Hoy de qué va esto? Explíqueme antes de empezar en qué consiste la entrevista.
Y le explico que la ocasión es la presentación del segundo tomo de sus memorias «Tiempo de construir». Que dedicaremos la mayor parte a su libro, y también algo a la actualidad.
—¡Ah! No, no. De la actualidad no hablo.
—Pero, Sr. Pujol, mal político sería usted y mala periodista yo si no opina sobre lo que está pasando.
—Yo ahora no estoy en la política.
—La política es como el derecho: todos estamos en ella. Nos condiciona la vida.
—En eso lleva usted razón. Y yo opino, pero muy en privado. No quiero entrometerme... La voy a decepcionar.
—¿Por qué me va a decepcionar?
—Porque sí... Ya lo notará —y sonríe hacia adentro, para sí—. Siga... siga.
Y después de una corta negociación, por mi parte perdida de antemano, llegamos a un compromiso: hoy hablamos de sus memorias, y en diciembre me concederá otra entrevista para tratar de la actualidad. En diciembre, supongo, cuando el Constitucional nos sorprenda con su esperada sentencia.
—¿Sabe lo que más me ha llamado la atención de sus memorias? La pasión con la que usted se entrega a las cosas. Hay dos motores que mueven toda su vida: Cataluña y la religión. Y lo primero es Cataluña, por supuesto. Usted se define a sí mismo como un patriota y un político.
—Yo tengo una formación de tipo patriótico, catalanista, nacionalista... Y bueno, sí, yo me elaboré de joven dos objetivos para Cataluña: ver reconocida su personalidad nacional, y su capacidad de autogobierno; y al propio tiempo hacer esto compatible con la realidad española, en la que nosotros deseábamos participar de forma positiva.
«En los sesenta el independentismo no era nuestro objetivo... y el federalismo, tampoco. Ni lo es ahora. El federalismo tiende a igualar, y Cataluña tiene personalidad propia»
—Usted afirma que el nacionalismo es un factor de progreso.
—Es como yo lo entiendo.
—Pero puede ser también un factor de confrontación, ¿no?
—Naturalmente. El nacionalismo puede ser un factor de confrontación. Como la religión también puede serlo. Y como la lucha por la justicia o el sentimiento de clase. Incluso puede convertirse en un elemento de opresión. Fíjese, el comunismo era en principio un movimiento para la liberación del hombre. Y la religión debe pretender la convivencia fraternal. Y el nacionalismo, procurar que su propio país tenga calidad y esté al servicio de la gente. Y los tres pueden degenerar. Pero oiga esto pasa con todo, ¿eh? Todas las virtudes conllevan su propio vicio.
—Cuando se estimula demasiado el nacionalismo, ¿no se corre ese riesgo?
—¡Claro! Claro que se corre siempre el riesgo. Para evitarlo hay que tener templanza, que es una virtud muy importante. Se debe buscar siempre el equilibrio entre los derechos y los deberes. El tema de los derechos y los deberes me obsesiona en el terreno personal. Pero también lo traslado a Cataluña.
—¿Cómo?
—Encontrando el equilibrio entre la defensa de Cataluña, buscando la seguridad de que nuestra identidad sea respetada y que, a su vez, hagamos nuestra aportación al interés general de España. Eso sí, corremos dos riesgos: aislarnos y preocuparnos sólo de lo nuestro; o ser absorbidos por un conjunto de España que pretenda acabar con nuestra diferencia. Por esto, yo pienso que las vías de en medio en lo social, lo religioso, en lo político y en lo nacional suelen ser buenas.
—¿Usted cree que hoy, en una época de tanta movilidad, los nacionalismos tienen algún sentido?... Joaquín Almunia dice que «ya no podemos pensar en el País Vasco o Cataluña, que son mejores los ciudadanos que tienen ocho apellidos catalanes o vascos, y cerrarnos en nuestro mundo».
—Nunca ha dicho nadie que sea mejor tener ocho apellidos catalanes. No se trata de ser mejor.
—¿Y de ser más?
—Se trata de ser lo que se es. Y Almunia como comisario sabe bien que él tiene que lidiar cada día con los nacionalismos. Que luego se disfrazan de lo que usted quiera. El Estado español ahora se disfraza de progresismo. El francés se disfraza de ser el heredero de la revolución. El nacionalismo sueco se disfraza de ser el inventor del nuevo modelo de sociedad... Pero los suecos, cada mañana, cuando van a aquellas fincas que tienen en las islas, lo primero que hacen es izar su bandera... y no han entrado en la Unión Europea por cierto rechazo identitario de los ciudadanos. Y esto Almunia lo sabe.
—Pero dice que no podremos seguir en un mundo cerrado.
—Almunia tiene razón en una cosa: se están produciendo unos cambios en la humanidad tan tremendos que en el plazo de 50 años todo puede cambiar radicalmente. Pero tampoco sabemos cómo será ese cambio. Y ante esto, ¿nos hacemos todos chinos o mahometanos? O bien decimos: oiga, mire, mientras pueda, quiero ser lo que soy. Y sólo puedo ser útil como catalán, a nivel español y a nivel europeo. Ahora, sí: es verdad que existen unos movimientos de fondo muy importantes. Precisamente, desde que yo era muy joven, he dicho que habría grandes problemas con la emigración. Pero en Cataluña, hasta ahora, se han resuelto bien.
«El Estatuto se llevó de un modo que produjo un gran desconcierto y una cierta decepción. Y por eso pasó lo que pasó... Pero esto es culpa nuestra»
—¿Los emigrantes se han integrado?
—Las emigraciones que hemos tenido se integraron bastante. Fíjese, ahora en Cataluña hay muchos más Martínez que Pujol. Y sobre todo mucho Martínez Pujol.
—Un ejemplo de integración es el Sr. Montilla.
—¡Hombre, el caso de Montilla!... Montilla no es un nacionalista, pero es un hombre que se ha integrado. Y él lo explica: «Yo soy un catalán nacido en Andalucía». Esto es un mérito de Montilla, evidentemente, pero sobre todo de Cataluña. Un mérito que no se valora fuera de aquí, porque lo consideran una debilidad. Y sin embargo para nosotros es un éxito. Desde luego yo no querría que Montilla fuese presidente... pero por otras razones; no por el hecho de haber nacido en Andalucía.
—¿Es más partidario de la integración o de la Alianza de Civilizaciones?
—Son compatibles. Bueno, verá usted, ¿en qué tiene razón Almunia y en qué tengo razón yo? Lo mismo que dice Almunia lo vengo repitiendo desde hace muchos años. En Europa, efectivamente, la inmigración que se está produciendo da mucho que pensar. Esta situación es muy preocupante. Y yo recurro a citas de políticos de izquierdas para que no se me eche encima toda la progresía biempensante.—¿Por ejemplo?
—Pues a Helmunt Schmidt que dice: «En Alemania necesitamos inmigración, pero a condición de que se pueda integrar». O cuando Tony Blair admite que la gente que viene de fuera coma y baile como quiera; y conserve determinadas costumbres muy arraigadas, incluso la religión. Pero que hay siempre unos valores básicos que tendrán que asumir: la lengua, un cierto conocimiento de la Historia británica, la aceptación de las normas democráticas de convivencia, y unos valores sociales.
—No todos los emigrantes vienen para quedarse. Y no todas las culturas pueden integrarse igual. ¿No?
—Bueno, cuando Paco Fernández Ordóñez me explicó que no era partidario del ingreso de Turquía en la UE, me dijo: «Los musulmanes van a poder con nosotros porque ellos creen en algo; y nosotros, los europeos, no creemos en nada». Y cuando le contesté: «Oye, pero tú eres agnóstico y, ¿cómo le das tanta importancia a estas cosas?», me lo aclaró: «No te engañes: un español o un francés, agnóstico o ateo, es un cristiano, de cultura, de fondo, de raíz, de valores fundamentales... Y un turco o un egipcio, ateo o agnóstico, es un musulmán».
—¿Usted es partidario de que Turquía ingrese en la Unión Europea?
—Yo siempre he sido muy reacio a que entrara. Pero en su tiempo se debió hacer algo. Teníamos que haber definido antes los criterios de vecindad. ¿Hasta dónde llega Europa? ¿Rusia, sí o no? ¿Ucrania, sí o no? Pero no se quiso definir las fronteras. Se intentó engañar a los turcos, hacerles perder el tiempo. Nos hemos portado mal con ellos. Lo bueno habría sido ofrecerles en aquel momento un pacto conforme a lo que en Bruselas decía todo el mundo, pero nadie lo exponía en público.
—¿Cuál?
—Ofrecer a Turquía todo, menos las instituciones. Esto es: sí a la relación económica, y social, y a la ayuda al desarrollo. Sin regateo, con generosidad. Pero no a su presencia política en la Comisión y en el Parlamento europeo. Lo decía también Fernández Ordóñez: «¿Qué va pasar en el Parlamento Europeo cuando haya más turcos que alemanes? Serían la mayoría parlamentaria más importante de Europa. Esto no lo podremos digerir». Y yo creo que llevaba razón. Ahora, oiga, se ha mantenido la cobardía de no decirles que no, pero tampoco decirles que sí. Me confesaban en Bruselas: «Vamos a ponerles unas condiciones que no podrán cumplir». Pero mire, poco a poco las van cumpliendo; porque los turcos son gente muy seria. Yo le advierto que soy turcófilo, aunque no veo clara la entrada de Turquía; pero tampoco veo cómo se podrá evitar después de todas las dilaciones y engaños... Aunque, óigame, esto no está en las memorias, ¿eh?
—Pero es muy interesante, y en sus memorias también habla usted de la inmigración y de sus problemas para integrarse.
—La inmigración siempre plantea problemas... Y nosotros debemos defender nuestros valores, nuestra lengua, nuestra identidad; pero siempre, a la vez, con el respeto hacia ellos. Los inmigrantes que llegan a Cataluña tienen derechos y deberes. Y nosotros también tenemos que cumplir con nuestros deberes y reclamar nuestros derechos. Esto ocurre en cualquier sitio de Europa. Y oiga, la mayoría de los murcianos que vinieron a nosotros en 1920, 1930 o antes de la guerra están muy integrados en Cataluña. Pero ahora tenemos otra nueva oleada de inmigración, y ésta va ser difícil de integrar.
«Yo recurro a citas de políticos de izquierdas para que no se me eche encima toda la progresía biempensante. Por ejemplo, a Helmut Schmidt... o a Tony Blair»
—¿Por qué?
—Porque es muy numerosa; mucho. Y no tenemos medios ni políticos ni económicos suficientes para actuar. Pero nuestra intención va a ser la misma y lo conseguiremos... o no. Además, se nos añade un problema: las dos lenguas... Una es la más potente; y hay gente que dice: «Es que para esto no necesito saber catalán». Bien. Pero para muchas otras cosas tiene que saberlo. Y critican: «Esto es una imposición, una obsesión... Mire, también es una imposición aprender el castellano.
—Usted en sus memorias dice: «La inmersión lingüística, la lengua vehicular será el catalán, pero se garantizará que los alumnos aprendan bien el castellano». ¿Se está cumpliendo?
—Si, plenamente. Todas las pruebas que se han hecho confirman que el conocimiento del castellano en Cataluña no es inferior al del resto de España. Toda esta historia de que los niños en Cataluña no saben castellano es una mentira. Si usted me trae aquí a un niño que no sepa castellano, yo le traeré de golpe cincuenta que no saben catalán, a pesar de que han ido a la escuela con la inmersión lingüística.
—Pero Sr. Pujol, a veces nos llegan noticias que si son ciertas, resultan un disparate. Por ejemplo: que algunos profesores habían dicho a los niños que en el recreo no deberán hablar en castellano.
—Esto no forma parte de la legislación catalana ni del gobierno catalán... Puede haber alguien que lo haga. Y también que alguien a veces quiera imponer el castellano. Pero no es una norma de las leyes catalanas.
—¿Y a usted no le parece absurdo?
—Ni mi gobierno ni el tripartito lo han pedido porque entendemos que no hay que pedirlo. Y ya está... Aunque en ocasiones se podría aconsejar: «Oye, hablad entre vosotros en catalán porque si no, no lo aprenderéis». Pero sin tono impositivo, ni coercitivo. ¿Sabe que ha habido unas persecuciones muy duras al catalán en el siglo XIX y en el XX y hasta hace cuatro días?
—Parece que la especie humana tiende a ir de un extremo al otro; siempre propende a los excesos.
—Bueno... ¿qué más quiere saber?
—Hay una frase en sus memorias que me llamó mucho la atención, porque es la declaración firme de una postura que no todo el mundo le suponía: «En los años 60, el independentismo no era nuestro objetivo... Y el federalismo tampoco».
—No. Ni lo es ahora ¿eh? El federalismo tiende a igualar. Y dentro de España, Cataluña tiene una personalidad propia y diferenciada. Y por lo tanto no se puede aplicar la misma norma de forma general. Maragall habló del federalismo asimétrico. Y en algunos países lo hay. Por ejemplo en Canadá.
—Sin embargo, usted dice también que el catalanismo está en crisis
—Más exactamente digo que el planteamiento de la vía de en medio, del que le he hablado, en este momento está muy bloqueado. Ese planteamiento se hizo con la transición y ha durado 30 años. Ahora España lo rechaza y Cataluña pasa por una situación de cierto desconcierto.
—¿Piensa que la crisis del catalanismo se provoca desde fuera o está creciendo también dentro de Cataluña?
—Tenemos todo este proceso del Estatuto, y lo que esto implica; y las reacciones que ha habido en el conjunto de España —a izquierda y a derecha ¡eh!—: y la opinión pública e intelectual que han adoptado una actitud hostil. Los unos de una manera tosca, agresiva y frontal; y otros de una forma solapada, pero también negativa.
—Aparentemente el gobierno aceptaba el Estatuto.
—Verá, cuando uno lee las alegaciones del Abogado del Estado —lo que quiere decir, del Gobierno— para defender teóricamente el Estatuto de Cataluña frente al Tribunal Constitucional, se da cuenta de que realmente está propugnando una interpretación a la baja. Se pretende que no se note, y que no haya sangre... Pero la castración, como dice Victoria Prego, es efectiva.
—Sin embargo, mirando las cifras del referéndum, el Estatuto sólo lo aprobaron el 35,4% de los catalanes.
—Aquí está la cosa, ¿no? El Estatuto se llevó de un modo que produjo un gran desconcierto y una cierta decepción. Y por eso pasó lo que pasó. Un ejemplo: el día 30 de septiembre de 2005, se vota un nuevo Estatuto por mayoría muy amplia en el Parlamento Catalán. Pero el tres de octubre, hay reunión del Comité ejecutivo del PSC, y su secretario general, que era Montilla, en presencia de Maragall, que era entonces el presidente del partido y de Cataluña, dice: hemos preparado 62 enmiendas al texto que aprobamos anteayer. Y a partir de ese momento se produce la desorientación. Pero esto es culpa nuestra.
—Sin embargo, dio más bien la sensación de que los catalanes viven al margen de lo que pretenden los políticos... De que los ciudadanos tienen otras preocupaciones
—No. La prueba de que no viven al margen es que quedaron decepcionados. Si hubieran estado al margen, quizás habrían ido a votar tranquilamente, dócilmente. En cambio, ahora, todos los que promovieron el no, como Esquerra Republicana, o los que se abstuvieron quieren que ese Estatuto salga adelante, y que no se mutile; a pesar de que no les acaba de gustar.
«En la defensa de Cataluña corremos dos riesgos: aislarnos y preocuparnos sólo de lo nuestro, o ser absorbidos por el conjunto de España que acabe con nuestra diferencia»
—Hay otra frase también suya...
—Pero usted no me está hablando de las memorias.
—Claro que sí —Aunque Pujol, casi sin darse cuenta, deriva todos los temas hacia el presente. Al fin y al cabo él vive en la actualidad—. Usted dice también en sus memorias que nunca ha sido un separatista porque la historia pesa. Y que el sentimiento independentista también se puede incrementar.
—¡Ah, sí!. Se puede incrementar. En realidad recientemente se ha incrementado. Bastante ¿En el libro lo digo?... Sí. Y ahora se lo he dicho a usted también... Bueno, pues no hablemos más de independentismo.
—Hablemos de algo que también recoge usted. ¿Cree que hay un desapego de España hacia lo catalán? A la vuelta de sus viajes por España, usted escribe: «Me percato de que no nos entienden, ni nos tienen afecto. Son visitas que desaniman mucho».
—Lo del desapego y la desafección lo dice Montilla. Y es verdad.
—En cambio, Sr. Pujol, mi experiencia es distinta. Cuando yo era niña las dos regiones que despertaban más admiración en España eran Cataluña y el País Vasco. El País Vasco representaba la furia española.
—Zarra ¿eh?... y el equipo español era el Athletic de Bilbao. Sí.
—Eso es. Y se ponía a los catalanes como ejemplo de sentido común y de capacidad de trabajo. Y es triste el cambio que se ha producido. El otro día, un compañero me decía: «Ese desapego se lo han ganado a pulso. Y no han sido los ciudadanos catalanes, sino sus políticos actuales. Y ahora los catalanes inocentes recogen lo que sus políticos han sembrado».
—Pero estos políticos catalanes no trabajan al margen del pueblo, ¿eh? Estamos en democracia. Fíjese: el Partido Popular que se presenta como el más españolista, nunca prospera en Cataluña. Y el Partido Socialista, para mantener su posición en las elecciones autonómicas, tiene necesidad de hacer grandes declaraciones de catalanismo.
—Precisamente usted dice que «el objetivo de los socialistas es conservar el poder por encima de todo. El partido es su patria, y alcanzar y mantener el poder es su objetivo»... Es una definición muy dura. Dice también que «las campañas de los socialistas contra Suárez fueron feroces» y que «entonces el PSOE era muy fuerte, muy agresivo, muy demagógico».
—Sí, actuaron con mucha demagogia. Pero fíjese en la frase: digo «entonces». El PSOE ha pasado por toda clase de etapas. Pero en aquella —años 1980, 81, 82— fue tremendamente demagógico en cuestiones sociales y políticas. De ahí vino todo el conflicto que vivimos con el tema de la OTAN. Por su demagogia.
—Refiriéndose a la OTAN, usted opina que «Felipe González y Alfonso Guerra podían pasar del blanco al negro de un día para otro, y sin siquiera ruborizarse».
—Sí... Aunque el PSC no era capaz de hacer esto. También lo digo. Por eso el PSC se escondió durante toda la campaña y el referéndum, que, dicho sea de paso, fue una suerte que ganara el sí... Ahora bien, lo ganaron Felipe González, Alfonso Guerra... y Calviño que entonces era el director general de Televisión Española. Eso nos lo dijeron ellos mismos: si nadie nos ayuda, ya lo arreglaremos nosotros porque tenemos instrumentos para hacerlo.... Pues Calviño.
—Usted estaba a favor ¿no?
—Mi posición fue muy difícil. Y celebré que ganase el sí. Lo explico bien en las Memorias. Es difícil de resumir. Lo que sí critico es lo que hubo antes, que con tanta demagogia pusieron al país en un trance. Pero la jugada salió bien, casi por casualidad. Fue una actuación muy poco responsable por parte del PSOE.
—Sus relaciones con González no fueron extraordinarias en aquella época.
—Yo tengo una opinión positiva de Felipe González —eso se nota en el libro, ¿no?—... pero es que ellos, al principio, iban a por nosotros. Sencillamente, iban a por nosotros, en todos los sentidos, incluso en el personal. Luego esto se serenó un poco y al final tuvimos una buena colaboración.
—Sí. Es muy llamativa esa historia que usted recoge. Cuando en 1995, el presidente Felipe González le explica que había gentes del partido empeñadas en ampliar la Ley del aborto, pero que él lo veía inconveniente e innecesario. Y les pide, o les sugiere, que como quedaban sólo tres meses de legislatura, CIU dilatara los trámites parlamentarios para que esa ley no saliera adelante. Se puede decir que fue un pacto entre caballeros que impidió la nueva ley del aborto.
—Él me dijo esto. Pero lo quiero dejar bien claro: Felipe González sabe que hay aborto y por tanto debe estar bien regulado. Acepta una ley del aborto. Pero es un tema que no le produce satisfacción… Y ahora tengo que dejarla porque debo asistir a una comida.
«En 1995 Felipe González veía inconveniente e innecesario ampliar la ley del aborto. Sabe que debe estar bien regulado. Pero es un tema que no le produce satisfacción»
—Pero no podemos prescindir del otro motor de su vida, que es la religión.
—Bueno... Efectivamente, tengo desde niño una formación religiosa, en aquellos momentos fuerte, intensa, que he mantenido hasta hoy; aunque probablemente no de la misma forma ni con la misma intensidad.
—¿Está de acuerdo con la frase: Europa es el resultado del pensamiento griego, el derecho romano y la moral cristiana?
—Desde luego. Aunque le añadiría que la Europa actual nace también de la Ilustración. Y fíjese: cuando la Comisión Europea redacta la Constitución, Giscard se opone a incluir los orígenes cristianos de Europa; y para poder eliminarlos, terminaron por eliminar también los orígenes griegos y los romanos. E incluso la Ilustración. Fue un auténtico contrasentido.
—Usted puso muchas esperanzas en la visita de Juan Pablo II a Cataluña en 1982. Y sin embargo cuando lo reciben en Montserrat, su mujer, la señora Ferrusola, se pone a llorar y dice: «Este hombre no nos entiende. Este hombre no nos quiere».
—Vamos a ver, el escenario era el siguiente: Lo esperamos en medio de la lluvia en la explanada de Montserrat. Llega tres horas tarde porque llueve y hay mucha niebla, y tiene que venir en coche en lugar de en helicóptero. La gente muerta de frío. Un desastre. Y entonces, lo saludé, le entregué unos obsequios y mi mujer y yo le hablamos durante tres minutos. Cuando entrábamos en la basílica, Marta me dijo llorando: «Este hombre no nos entiende. Este hombre no nos quiere».
—¿Por qué lo pensó?
—Por su frialdad.
—Esa frialdad quizás fuera igual para todo el mundo. Quizás él era así, o tenía un mal día…
—Pues no. No puede ser. ¿Sabe usted qué pasa? No creo que fuera así. Su problema es que falló aquel día; y él era un gran actor. Yo hablo bien de Juan Pablo II en muchas cosas, pero en esto, no. Es que no le interesaba. Y mi mujer lo advierte más que yo, porque yo soy optimista. Pero cuando alguien llega tres horas tarde a un sitio, y se encuentra con 50.000 personas empapadas de lluvia, con gente desmayada, y viene el presidente de Cataluña a saludar... te tiene que interesar.
—Y los decepcionó.
—Es que fue un fallo de él. De él. Cuando además debía saber que éramos gente creyente, que dábamos apoyo a la Iglesia frente a los ataques, entonces muy fuertes, a la escuela confesional y a las fiestas religiosas... Y si me lo permite, en lenguaje de sermón dominical, somos hermanos en Jesucristo con el Papa... Por tanto, él tiene el deber de ser amable. Y si no lo es, será porque no le sale de dentro, porque no le importa... Y no pasa nada. Pero entonces nosotros podemos decir: «Este hombre no nos quiere».
—Y ustedes pensaban que aquel contacto directo ayudaría a que el Papa entendiera mejor a Cataluña... Al leer sus memorias tengo la sensación de que usted era como el Pigmalión de la Cataluña actual. Da la impresión de que desde su juventud había proyectado paso a paso un plan para crearla.
—Si yo hubiera pensado que podía ser el Pigmalión de la Cataluña moderna, habría sido ridículo. Yo soy simplemente un albañil. Cataluña es el resultado de tres cosas. La Edad Media, cuando nació su lengua, su cultura, su identidad y sus instituciones, porque la Generalitat viene de 1367. La recuperación económica y social que después de una larga etapa de decadencia, se produce en el siglo XIX, cuando en el sur de Europa sólo Cataluña y Milán se incorporan a la revolución industrial. Y las inmigraciones del siglo XX ante las cuales tuvimos una actitud receptiva. Y todo esto no lo he creado yo, claro.
—Pero confiesa que siempre se preguntaba: «¿Qué puedo hacer yo por Cataluña?», incluso antes de que Kennedy se lo preguntara por América y Zapatero por Obama.
—Todo político debe tener una idea de lo que quiere hacer. Y debe tener una idea y un proyecto de su país, porque en caso contrario, se limitará a la gestión y no podrá propulsarlo.
—Pues teniendo usted toda su vida encauzada a Cataluña, cuando en el 2003 decide no presentarse a la reelección, y CIU no consigue la mayoría para gobernar, ¿pensó que el pueblo catalán no había entendido muy bien ese proyecto? ¿No le dolió?
—Yo siempre supe que un día u otro perderíamos el gobierno. Lógicamente, ¿no? Lo que pasa es que se perdió de una forma que nos dolió. Sin embargo... ¡Pero oiga!... que esto no sale en la memorias...
—¿Usted me permite que le pregunte otra cosa?
—No, no. Tenemos un pacto.
—Hombre, señor Pujol, debe permitirme otra pregunta.
—Bien. Usted haga la pregunta. Yo no se la contesto. Y después nos marchamos, ¿eh?
—Vale. Convergencia ha dado apoyo en distintas ocasiones para facilitar la formación del gobierno en España. ¿En un futuro volverían a apoyar al Partido Popular?
—El tema es mucho más serio que esto. Ahora Cataluña está fuera de juego. En Madrid y en España. Es más, ahora tenemos que estar fuera de juego.
Definitivamente, se ha puesto en pie. Y me olvido —¡que remedio!— del caso Gürtel, y del Nobel de Obama; o incluso de aquella divertida historia, cuando convenció a su esposa y al consejero de turismo de que se lanzaran en paracaídas para promocionar el turismo deportivo en el Ampurdan… Y sin embargo, a estas alturas, él ya sabe de qué parte de Murcia soy yo, y cuántos hijos tengo, y cuál ha sido mi pequeña historia profesional... y hasta... «Si usted me lo permite... y quizá sea una indiscreción, ¿cuántos años tiene usted?».
—Bien, señor Pujol, entonces quedamos emplazados para hablar de la actualidad en diciembre… ¿Oh no?
Actualizado Domingo, 25-10-09 a las 20:51 ABC
Vive por y para Cataluña. Eso está claro. No he conocido a nadie tan determinado por un sueño. Su ideal nacionalista —o su nacionalismo idealizado— es la madre de todos los progresos; lo que mueve el mundo; su país. Todo lo ha enfocado hacia ese ángulo: cuando se formaba, leía, viajaba, buscaba entrevistas y contactos, sólo tenía una partida y una meta: Cataluña. Pues esa ha sido su vida. Desde aquel día allá por los 40, cuando, con sólo 12 años y en lugar de jugar a los piratas, se propuso aprender a leer y escribir el catalán con perfección. O cuando se declaró a Marta Ferrusola, y ya el primer día, le avisa que Cataluña estaría por encima de ella y de la familia. O cuando programó las distintas etapas de su viaje de novios, en función de su futura utilidad para Cataluña. Cataluña ha sido siempre su Camelot. La cuestión es si todo Camelot participó de su sueño, o sólo lo hizo suyo el 35,4% de votantes que aprobaron el Estatuto. Y si Camelot le fue ingrato cuando tras 23 años compartidos, el país eligió cambiar el rumbo.
—Venga… A su disposición. ¿De qué va esto?
Antes se ha plegado a las sugerencias fotográficas de Job Vermeulen, de una sala a otra y de un cuerpo entero a un primer plano. Mientras, a la vez, se iba informando de la edad de Job, de sus orígenes, de su familia... Después comprobaré en carne propia que esa curiosidad es una de las fijaciones de Jordi Pujol (79 años).
—Estoy un poco saturado de las entrevistas... Bueno. Y también estoy cansado de otras cosas. Pero vamos a ver: ¿Hoy de qué va esto? Explíqueme antes de empezar en qué consiste la entrevista.
Y le explico que la ocasión es la presentación del segundo tomo de sus memorias «Tiempo de construir». Que dedicaremos la mayor parte a su libro, y también algo a la actualidad.
—¡Ah! No, no. De la actualidad no hablo.
—Pero, Sr. Pujol, mal político sería usted y mala periodista yo si no opina sobre lo que está pasando.
—Yo ahora no estoy en la política.
—La política es como el derecho: todos estamos en ella. Nos condiciona la vida.
—En eso lleva usted razón. Y yo opino, pero muy en privado. No quiero entrometerme... La voy a decepcionar.
—¿Por qué me va a decepcionar?
—Porque sí... Ya lo notará —y sonríe hacia adentro, para sí—. Siga... siga.
Y después de una corta negociación, por mi parte perdida de antemano, llegamos a un compromiso: hoy hablamos de sus memorias, y en diciembre me concederá otra entrevista para tratar de la actualidad. En diciembre, supongo, cuando el Constitucional nos sorprenda con su esperada sentencia.
—¿Sabe lo que más me ha llamado la atención de sus memorias? La pasión con la que usted se entrega a las cosas. Hay dos motores que mueven toda su vida: Cataluña y la religión. Y lo primero es Cataluña, por supuesto. Usted se define a sí mismo como un patriota y un político.
—Yo tengo una formación de tipo patriótico, catalanista, nacionalista... Y bueno, sí, yo me elaboré de joven dos objetivos para Cataluña: ver reconocida su personalidad nacional, y su capacidad de autogobierno; y al propio tiempo hacer esto compatible con la realidad española, en la que nosotros deseábamos participar de forma positiva.
«En los sesenta el independentismo no era nuestro objetivo... y el federalismo, tampoco. Ni lo es ahora. El federalismo tiende a igualar, y Cataluña tiene personalidad propia»
—Usted afirma que el nacionalismo es un factor de progreso.
—Es como yo lo entiendo.
—Pero puede ser también un factor de confrontación, ¿no?
—Naturalmente. El nacionalismo puede ser un factor de confrontación. Como la religión también puede serlo. Y como la lucha por la justicia o el sentimiento de clase. Incluso puede convertirse en un elemento de opresión. Fíjese, el comunismo era en principio un movimiento para la liberación del hombre. Y la religión debe pretender la convivencia fraternal. Y el nacionalismo, procurar que su propio país tenga calidad y esté al servicio de la gente. Y los tres pueden degenerar. Pero oiga esto pasa con todo, ¿eh? Todas las virtudes conllevan su propio vicio.
—Cuando se estimula demasiado el nacionalismo, ¿no se corre ese riesgo?
—¡Claro! Claro que se corre siempre el riesgo. Para evitarlo hay que tener templanza, que es una virtud muy importante. Se debe buscar siempre el equilibrio entre los derechos y los deberes. El tema de los derechos y los deberes me obsesiona en el terreno personal. Pero también lo traslado a Cataluña.
—¿Cómo?
—Encontrando el equilibrio entre la defensa de Cataluña, buscando la seguridad de que nuestra identidad sea respetada y que, a su vez, hagamos nuestra aportación al interés general de España. Eso sí, corremos dos riesgos: aislarnos y preocuparnos sólo de lo nuestro; o ser absorbidos por un conjunto de España que pretenda acabar con nuestra diferencia. Por esto, yo pienso que las vías de en medio en lo social, lo religioso, en lo político y en lo nacional suelen ser buenas.
—¿Usted cree que hoy, en una época de tanta movilidad, los nacionalismos tienen algún sentido?... Joaquín Almunia dice que «ya no podemos pensar en el País Vasco o Cataluña, que son mejores los ciudadanos que tienen ocho apellidos catalanes o vascos, y cerrarnos en nuestro mundo».
—Nunca ha dicho nadie que sea mejor tener ocho apellidos catalanes. No se trata de ser mejor.
—¿Y de ser más?
—Se trata de ser lo que se es. Y Almunia como comisario sabe bien que él tiene que lidiar cada día con los nacionalismos. Que luego se disfrazan de lo que usted quiera. El Estado español ahora se disfraza de progresismo. El francés se disfraza de ser el heredero de la revolución. El nacionalismo sueco se disfraza de ser el inventor del nuevo modelo de sociedad... Pero los suecos, cada mañana, cuando van a aquellas fincas que tienen en las islas, lo primero que hacen es izar su bandera... y no han entrado en la Unión Europea por cierto rechazo identitario de los ciudadanos. Y esto Almunia lo sabe.
—Pero dice que no podremos seguir en un mundo cerrado.
—Almunia tiene razón en una cosa: se están produciendo unos cambios en la humanidad tan tremendos que en el plazo de 50 años todo puede cambiar radicalmente. Pero tampoco sabemos cómo será ese cambio. Y ante esto, ¿nos hacemos todos chinos o mahometanos? O bien decimos: oiga, mire, mientras pueda, quiero ser lo que soy. Y sólo puedo ser útil como catalán, a nivel español y a nivel europeo. Ahora, sí: es verdad que existen unos movimientos de fondo muy importantes. Precisamente, desde que yo era muy joven, he dicho que habría grandes problemas con la emigración. Pero en Cataluña, hasta ahora, se han resuelto bien.
«El Estatuto se llevó de un modo que produjo un gran desconcierto y una cierta decepción. Y por eso pasó lo que pasó... Pero esto es culpa nuestra»
—¿Los emigrantes se han integrado?
—Las emigraciones que hemos tenido se integraron bastante. Fíjese, ahora en Cataluña hay muchos más Martínez que Pujol. Y sobre todo mucho Martínez Pujol.
—Un ejemplo de integración es el Sr. Montilla.
—¡Hombre, el caso de Montilla!... Montilla no es un nacionalista, pero es un hombre que se ha integrado. Y él lo explica: «Yo soy un catalán nacido en Andalucía». Esto es un mérito de Montilla, evidentemente, pero sobre todo de Cataluña. Un mérito que no se valora fuera de aquí, porque lo consideran una debilidad. Y sin embargo para nosotros es un éxito. Desde luego yo no querría que Montilla fuese presidente... pero por otras razones; no por el hecho de haber nacido en Andalucía.
—¿Es más partidario de la integración o de la Alianza de Civilizaciones?
—Son compatibles. Bueno, verá usted, ¿en qué tiene razón Almunia y en qué tengo razón yo? Lo mismo que dice Almunia lo vengo repitiendo desde hace muchos años. En Europa, efectivamente, la inmigración que se está produciendo da mucho que pensar. Esta situación es muy preocupante. Y yo recurro a citas de políticos de izquierdas para que no se me eche encima toda la progresía biempensante.—¿Por ejemplo?
—Pues a Helmunt Schmidt que dice: «En Alemania necesitamos inmigración, pero a condición de que se pueda integrar». O cuando Tony Blair admite que la gente que viene de fuera coma y baile como quiera; y conserve determinadas costumbres muy arraigadas, incluso la religión. Pero que hay siempre unos valores básicos que tendrán que asumir: la lengua, un cierto conocimiento de la Historia británica, la aceptación de las normas democráticas de convivencia, y unos valores sociales.
—No todos los emigrantes vienen para quedarse. Y no todas las culturas pueden integrarse igual. ¿No?
—Bueno, cuando Paco Fernández Ordóñez me explicó que no era partidario del ingreso de Turquía en la UE, me dijo: «Los musulmanes van a poder con nosotros porque ellos creen en algo; y nosotros, los europeos, no creemos en nada». Y cuando le contesté: «Oye, pero tú eres agnóstico y, ¿cómo le das tanta importancia a estas cosas?», me lo aclaró: «No te engañes: un español o un francés, agnóstico o ateo, es un cristiano, de cultura, de fondo, de raíz, de valores fundamentales... Y un turco o un egipcio, ateo o agnóstico, es un musulmán».
—¿Usted es partidario de que Turquía ingrese en la Unión Europea?
—Yo siempre he sido muy reacio a que entrara. Pero en su tiempo se debió hacer algo. Teníamos que haber definido antes los criterios de vecindad. ¿Hasta dónde llega Europa? ¿Rusia, sí o no? ¿Ucrania, sí o no? Pero no se quiso definir las fronteras. Se intentó engañar a los turcos, hacerles perder el tiempo. Nos hemos portado mal con ellos. Lo bueno habría sido ofrecerles en aquel momento un pacto conforme a lo que en Bruselas decía todo el mundo, pero nadie lo exponía en público.
—¿Cuál?
—Ofrecer a Turquía todo, menos las instituciones. Esto es: sí a la relación económica, y social, y a la ayuda al desarrollo. Sin regateo, con generosidad. Pero no a su presencia política en la Comisión y en el Parlamento europeo. Lo decía también Fernández Ordóñez: «¿Qué va pasar en el Parlamento Europeo cuando haya más turcos que alemanes? Serían la mayoría parlamentaria más importante de Europa. Esto no lo podremos digerir». Y yo creo que llevaba razón. Ahora, oiga, se ha mantenido la cobardía de no decirles que no, pero tampoco decirles que sí. Me confesaban en Bruselas: «Vamos a ponerles unas condiciones que no podrán cumplir». Pero mire, poco a poco las van cumpliendo; porque los turcos son gente muy seria. Yo le advierto que soy turcófilo, aunque no veo clara la entrada de Turquía; pero tampoco veo cómo se podrá evitar después de todas las dilaciones y engaños... Aunque, óigame, esto no está en las memorias, ¿eh?
—Pero es muy interesante, y en sus memorias también habla usted de la inmigración y de sus problemas para integrarse.
—La inmigración siempre plantea problemas... Y nosotros debemos defender nuestros valores, nuestra lengua, nuestra identidad; pero siempre, a la vez, con el respeto hacia ellos. Los inmigrantes que llegan a Cataluña tienen derechos y deberes. Y nosotros también tenemos que cumplir con nuestros deberes y reclamar nuestros derechos. Esto ocurre en cualquier sitio de Europa. Y oiga, la mayoría de los murcianos que vinieron a nosotros en 1920, 1930 o antes de la guerra están muy integrados en Cataluña. Pero ahora tenemos otra nueva oleada de inmigración, y ésta va ser difícil de integrar.
«Yo recurro a citas de políticos de izquierdas para que no se me eche encima toda la progresía biempensante. Por ejemplo, a Helmut Schmidt... o a Tony Blair»
—¿Por qué?
—Porque es muy numerosa; mucho. Y no tenemos medios ni políticos ni económicos suficientes para actuar. Pero nuestra intención va a ser la misma y lo conseguiremos... o no. Además, se nos añade un problema: las dos lenguas... Una es la más potente; y hay gente que dice: «Es que para esto no necesito saber catalán». Bien. Pero para muchas otras cosas tiene que saberlo. Y critican: «Esto es una imposición, una obsesión... Mire, también es una imposición aprender el castellano.
—Usted en sus memorias dice: «La inmersión lingüística, la lengua vehicular será el catalán, pero se garantizará que los alumnos aprendan bien el castellano». ¿Se está cumpliendo?
—Si, plenamente. Todas las pruebas que se han hecho confirman que el conocimiento del castellano en Cataluña no es inferior al del resto de España. Toda esta historia de que los niños en Cataluña no saben castellano es una mentira. Si usted me trae aquí a un niño que no sepa castellano, yo le traeré de golpe cincuenta que no saben catalán, a pesar de que han ido a la escuela con la inmersión lingüística.
—Pero Sr. Pujol, a veces nos llegan noticias que si son ciertas, resultan un disparate. Por ejemplo: que algunos profesores habían dicho a los niños que en el recreo no deberán hablar en castellano.
—Esto no forma parte de la legislación catalana ni del gobierno catalán... Puede haber alguien que lo haga. Y también que alguien a veces quiera imponer el castellano. Pero no es una norma de las leyes catalanas.
—¿Y a usted no le parece absurdo?
—Ni mi gobierno ni el tripartito lo han pedido porque entendemos que no hay que pedirlo. Y ya está... Aunque en ocasiones se podría aconsejar: «Oye, hablad entre vosotros en catalán porque si no, no lo aprenderéis». Pero sin tono impositivo, ni coercitivo. ¿Sabe que ha habido unas persecuciones muy duras al catalán en el siglo XIX y en el XX y hasta hace cuatro días?
—Parece que la especie humana tiende a ir de un extremo al otro; siempre propende a los excesos.
—Bueno... ¿qué más quiere saber?
—Hay una frase en sus memorias que me llamó mucho la atención, porque es la declaración firme de una postura que no todo el mundo le suponía: «En los años 60, el independentismo no era nuestro objetivo... Y el federalismo tampoco».
—No. Ni lo es ahora ¿eh? El federalismo tiende a igualar. Y dentro de España, Cataluña tiene una personalidad propia y diferenciada. Y por lo tanto no se puede aplicar la misma norma de forma general. Maragall habló del federalismo asimétrico. Y en algunos países lo hay. Por ejemplo en Canadá.
—Sin embargo, usted dice también que el catalanismo está en crisis
—Más exactamente digo que el planteamiento de la vía de en medio, del que le he hablado, en este momento está muy bloqueado. Ese planteamiento se hizo con la transición y ha durado 30 años. Ahora España lo rechaza y Cataluña pasa por una situación de cierto desconcierto.
—¿Piensa que la crisis del catalanismo se provoca desde fuera o está creciendo también dentro de Cataluña?
—Tenemos todo este proceso del Estatuto, y lo que esto implica; y las reacciones que ha habido en el conjunto de España —a izquierda y a derecha ¡eh!—: y la opinión pública e intelectual que han adoptado una actitud hostil. Los unos de una manera tosca, agresiva y frontal; y otros de una forma solapada, pero también negativa.
—Aparentemente el gobierno aceptaba el Estatuto.
—Verá, cuando uno lee las alegaciones del Abogado del Estado —lo que quiere decir, del Gobierno— para defender teóricamente el Estatuto de Cataluña frente al Tribunal Constitucional, se da cuenta de que realmente está propugnando una interpretación a la baja. Se pretende que no se note, y que no haya sangre... Pero la castración, como dice Victoria Prego, es efectiva.
—Sin embargo, mirando las cifras del referéndum, el Estatuto sólo lo aprobaron el 35,4% de los catalanes.
—Aquí está la cosa, ¿no? El Estatuto se llevó de un modo que produjo un gran desconcierto y una cierta decepción. Y por eso pasó lo que pasó. Un ejemplo: el día 30 de septiembre de 2005, se vota un nuevo Estatuto por mayoría muy amplia en el Parlamento Catalán. Pero el tres de octubre, hay reunión del Comité ejecutivo del PSC, y su secretario general, que era Montilla, en presencia de Maragall, que era entonces el presidente del partido y de Cataluña, dice: hemos preparado 62 enmiendas al texto que aprobamos anteayer. Y a partir de ese momento se produce la desorientación. Pero esto es culpa nuestra.
—Sin embargo, dio más bien la sensación de que los catalanes viven al margen de lo que pretenden los políticos... De que los ciudadanos tienen otras preocupaciones
—No. La prueba de que no viven al margen es que quedaron decepcionados. Si hubieran estado al margen, quizás habrían ido a votar tranquilamente, dócilmente. En cambio, ahora, todos los que promovieron el no, como Esquerra Republicana, o los que se abstuvieron quieren que ese Estatuto salga adelante, y que no se mutile; a pesar de que no les acaba de gustar.
«En la defensa de Cataluña corremos dos riesgos: aislarnos y preocuparnos sólo de lo nuestro, o ser absorbidos por el conjunto de España que acabe con nuestra diferencia»
—Hay otra frase también suya...
—Pero usted no me está hablando de las memorias.
—Claro que sí —Aunque Pujol, casi sin darse cuenta, deriva todos los temas hacia el presente. Al fin y al cabo él vive en la actualidad—. Usted dice también en sus memorias que nunca ha sido un separatista porque la historia pesa. Y que el sentimiento independentista también se puede incrementar.
—¡Ah, sí!. Se puede incrementar. En realidad recientemente se ha incrementado. Bastante ¿En el libro lo digo?... Sí. Y ahora se lo he dicho a usted también... Bueno, pues no hablemos más de independentismo.
—Hablemos de algo que también recoge usted. ¿Cree que hay un desapego de España hacia lo catalán? A la vuelta de sus viajes por España, usted escribe: «Me percato de que no nos entienden, ni nos tienen afecto. Son visitas que desaniman mucho».
—Lo del desapego y la desafección lo dice Montilla. Y es verdad.
—En cambio, Sr. Pujol, mi experiencia es distinta. Cuando yo era niña las dos regiones que despertaban más admiración en España eran Cataluña y el País Vasco. El País Vasco representaba la furia española.
—Zarra ¿eh?... y el equipo español era el Athletic de Bilbao. Sí.
—Eso es. Y se ponía a los catalanes como ejemplo de sentido común y de capacidad de trabajo. Y es triste el cambio que se ha producido. El otro día, un compañero me decía: «Ese desapego se lo han ganado a pulso. Y no han sido los ciudadanos catalanes, sino sus políticos actuales. Y ahora los catalanes inocentes recogen lo que sus políticos han sembrado».
—Pero estos políticos catalanes no trabajan al margen del pueblo, ¿eh? Estamos en democracia. Fíjese: el Partido Popular que se presenta como el más españolista, nunca prospera en Cataluña. Y el Partido Socialista, para mantener su posición en las elecciones autonómicas, tiene necesidad de hacer grandes declaraciones de catalanismo.
—Precisamente usted dice que «el objetivo de los socialistas es conservar el poder por encima de todo. El partido es su patria, y alcanzar y mantener el poder es su objetivo»... Es una definición muy dura. Dice también que «las campañas de los socialistas contra Suárez fueron feroces» y que «entonces el PSOE era muy fuerte, muy agresivo, muy demagógico».
—Sí, actuaron con mucha demagogia. Pero fíjese en la frase: digo «entonces». El PSOE ha pasado por toda clase de etapas. Pero en aquella —años 1980, 81, 82— fue tremendamente demagógico en cuestiones sociales y políticas. De ahí vino todo el conflicto que vivimos con el tema de la OTAN. Por su demagogia.
—Refiriéndose a la OTAN, usted opina que «Felipe González y Alfonso Guerra podían pasar del blanco al negro de un día para otro, y sin siquiera ruborizarse».
—Sí... Aunque el PSC no era capaz de hacer esto. También lo digo. Por eso el PSC se escondió durante toda la campaña y el referéndum, que, dicho sea de paso, fue una suerte que ganara el sí... Ahora bien, lo ganaron Felipe González, Alfonso Guerra... y Calviño que entonces era el director general de Televisión Española. Eso nos lo dijeron ellos mismos: si nadie nos ayuda, ya lo arreglaremos nosotros porque tenemos instrumentos para hacerlo.... Pues Calviño.
—Usted estaba a favor ¿no?
—Mi posición fue muy difícil. Y celebré que ganase el sí. Lo explico bien en las Memorias. Es difícil de resumir. Lo que sí critico es lo que hubo antes, que con tanta demagogia pusieron al país en un trance. Pero la jugada salió bien, casi por casualidad. Fue una actuación muy poco responsable por parte del PSOE.
—Sus relaciones con González no fueron extraordinarias en aquella época.
—Yo tengo una opinión positiva de Felipe González —eso se nota en el libro, ¿no?—... pero es que ellos, al principio, iban a por nosotros. Sencillamente, iban a por nosotros, en todos los sentidos, incluso en el personal. Luego esto se serenó un poco y al final tuvimos una buena colaboración.
—Sí. Es muy llamativa esa historia que usted recoge. Cuando en 1995, el presidente Felipe González le explica que había gentes del partido empeñadas en ampliar la Ley del aborto, pero que él lo veía inconveniente e innecesario. Y les pide, o les sugiere, que como quedaban sólo tres meses de legislatura, CIU dilatara los trámites parlamentarios para que esa ley no saliera adelante. Se puede decir que fue un pacto entre caballeros que impidió la nueva ley del aborto.
—Él me dijo esto. Pero lo quiero dejar bien claro: Felipe González sabe que hay aborto y por tanto debe estar bien regulado. Acepta una ley del aborto. Pero es un tema que no le produce satisfacción… Y ahora tengo que dejarla porque debo asistir a una comida.
«En 1995 Felipe González veía inconveniente e innecesario ampliar la ley del aborto. Sabe que debe estar bien regulado. Pero es un tema que no le produce satisfacción»
—Pero no podemos prescindir del otro motor de su vida, que es la religión.
—Bueno... Efectivamente, tengo desde niño una formación religiosa, en aquellos momentos fuerte, intensa, que he mantenido hasta hoy; aunque probablemente no de la misma forma ni con la misma intensidad.
—¿Está de acuerdo con la frase: Europa es el resultado del pensamiento griego, el derecho romano y la moral cristiana?
—Desde luego. Aunque le añadiría que la Europa actual nace también de la Ilustración. Y fíjese: cuando la Comisión Europea redacta la Constitución, Giscard se opone a incluir los orígenes cristianos de Europa; y para poder eliminarlos, terminaron por eliminar también los orígenes griegos y los romanos. E incluso la Ilustración. Fue un auténtico contrasentido.
—Usted puso muchas esperanzas en la visita de Juan Pablo II a Cataluña en 1982. Y sin embargo cuando lo reciben en Montserrat, su mujer, la señora Ferrusola, se pone a llorar y dice: «Este hombre no nos entiende. Este hombre no nos quiere».
—Vamos a ver, el escenario era el siguiente: Lo esperamos en medio de la lluvia en la explanada de Montserrat. Llega tres horas tarde porque llueve y hay mucha niebla, y tiene que venir en coche en lugar de en helicóptero. La gente muerta de frío. Un desastre. Y entonces, lo saludé, le entregué unos obsequios y mi mujer y yo le hablamos durante tres minutos. Cuando entrábamos en la basílica, Marta me dijo llorando: «Este hombre no nos entiende. Este hombre no nos quiere».
—¿Por qué lo pensó?
—Por su frialdad.
—Esa frialdad quizás fuera igual para todo el mundo. Quizás él era así, o tenía un mal día…
—Pues no. No puede ser. ¿Sabe usted qué pasa? No creo que fuera así. Su problema es que falló aquel día; y él era un gran actor. Yo hablo bien de Juan Pablo II en muchas cosas, pero en esto, no. Es que no le interesaba. Y mi mujer lo advierte más que yo, porque yo soy optimista. Pero cuando alguien llega tres horas tarde a un sitio, y se encuentra con 50.000 personas empapadas de lluvia, con gente desmayada, y viene el presidente de Cataluña a saludar... te tiene que interesar.
—Y los decepcionó.
—Es que fue un fallo de él. De él. Cuando además debía saber que éramos gente creyente, que dábamos apoyo a la Iglesia frente a los ataques, entonces muy fuertes, a la escuela confesional y a las fiestas religiosas... Y si me lo permite, en lenguaje de sermón dominical, somos hermanos en Jesucristo con el Papa... Por tanto, él tiene el deber de ser amable. Y si no lo es, será porque no le sale de dentro, porque no le importa... Y no pasa nada. Pero entonces nosotros podemos decir: «Este hombre no nos quiere».
—Y ustedes pensaban que aquel contacto directo ayudaría a que el Papa entendiera mejor a Cataluña... Al leer sus memorias tengo la sensación de que usted era como el Pigmalión de la Cataluña actual. Da la impresión de que desde su juventud había proyectado paso a paso un plan para crearla.
—Si yo hubiera pensado que podía ser el Pigmalión de la Cataluña moderna, habría sido ridículo. Yo soy simplemente un albañil. Cataluña es el resultado de tres cosas. La Edad Media, cuando nació su lengua, su cultura, su identidad y sus instituciones, porque la Generalitat viene de 1367. La recuperación económica y social que después de una larga etapa de decadencia, se produce en el siglo XIX, cuando en el sur de Europa sólo Cataluña y Milán se incorporan a la revolución industrial. Y las inmigraciones del siglo XX ante las cuales tuvimos una actitud receptiva. Y todo esto no lo he creado yo, claro.
—Pero confiesa que siempre se preguntaba: «¿Qué puedo hacer yo por Cataluña?», incluso antes de que Kennedy se lo preguntara por América y Zapatero por Obama.
—Todo político debe tener una idea de lo que quiere hacer. Y debe tener una idea y un proyecto de su país, porque en caso contrario, se limitará a la gestión y no podrá propulsarlo.
—Pues teniendo usted toda su vida encauzada a Cataluña, cuando en el 2003 decide no presentarse a la reelección, y CIU no consigue la mayoría para gobernar, ¿pensó que el pueblo catalán no había entendido muy bien ese proyecto? ¿No le dolió?
—Yo siempre supe que un día u otro perderíamos el gobierno. Lógicamente, ¿no? Lo que pasa es que se perdió de una forma que nos dolió. Sin embargo... ¡Pero oiga!... que esto no sale en la memorias...
—¿Usted me permite que le pregunte otra cosa?
—No, no. Tenemos un pacto.
—Hombre, señor Pujol, debe permitirme otra pregunta.
—Bien. Usted haga la pregunta. Yo no se la contesto. Y después nos marchamos, ¿eh?
—Vale. Convergencia ha dado apoyo en distintas ocasiones para facilitar la formación del gobierno en España. ¿En un futuro volverían a apoyar al Partido Popular?
—El tema es mucho más serio que esto. Ahora Cataluña está fuera de juego. En Madrid y en España. Es más, ahora tenemos que estar fuera de juego.
Definitivamente, se ha puesto en pie. Y me olvido —¡que remedio!— del caso Gürtel, y del Nobel de Obama; o incluso de aquella divertida historia, cuando convenció a su esposa y al consejero de turismo de que se lanzaran en paracaídas para promocionar el turismo deportivo en el Ampurdan… Y sin embargo, a estas alturas, él ya sabe de qué parte de Murcia soy yo, y cuántos hijos tengo, y cuál ha sido mi pequeña historia profesional... y hasta... «Si usted me lo permite... y quizá sea una indiscreción, ¿cuántos años tiene usted?».
—Bien, señor Pujol, entonces quedamos emplazados para hablar de la actualidad en diciembre… ¿Oh no?
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