Por Pío Moa
Sobre el 23-F ha prevalecido durante largos años la versión que lo presentaba como un intento de golpe militar involucionista parado oportunamente por Juan Carlos. Esa versión oficial u oficiosa tenía tales lagunas y provocaba tales sospechas, que su persistencia ha obedecido solo a la escasa voluntad de llegar al fondo de la cuestión, unida a la pobre capacidad de análisis de la gran mayoría de los historiadores y presuntos analistas políticos españoles.
Como decía intencionadamente Sabino Fernández Campo, quienes buscan la verdad sobre este asunto corren el peligro de encontrarla. Y tengo la impresión de que el libro de Jesús Palacios 23-F. El rey y su secreto la encuentra en gran medida, tanto sobre la trama principal como sobre su desarrollo. Según Palacios, se trató de un intento de reconducir una situación política muy difícil, con vistas a apuntalar por medios heterodoxos la democracia en peligro; y en ese proceso fue clave la figura del rey, rodeado de la mayor parte de la clase política, socialista y derechista. Fracasado el proyecto por el "factor humano", por la rebeldía de un Tejero a quien se había querido utilizar como peón inconsciente, fue preciso encontrar chivos expiatorios, el general Armada en cabeza.
A primera vista, la acción tuvo un carácter delirante: provocar un "supuesto inconstitucional máximo" mediante el asalto a las Cortes para darle una salida más o menos constitucional: un gobierno de concentración de los principales partidos, presidido por Armada. Pero entenderlo exige recordar la situación del país en aquel momento. La impresión que oficiosamente se ha tratado de imponer es que la transición "reconcilió a los españoles" y que a partir de ese momento se abrieron las libertades y la prosperidad del país (cuando, hace unos años, recordé que el franquismo había sido la época de más rápido progreso económico vivido antes o hasta ahora en España, mucha gente, sobre todo joven, quedó totalmente asombrada: le habían hecho creer lo contrario). En realidad, la transición se hizo en un período de retroceso económico manejado mediocremente por el gobierno, con un paro nunca visto –hasta entonces–, pero sobre la base de una reconciliación nacional y una moderación política conseguidas muchos años atrás.
Sobre esos fundamentos, negativo y positivo, la política de Suárez resultó desastrosa, hasta amenazar seriamente la continuidad de la democracia. Como se recordará, él desvirtuó la reforma democrática de Fernández-Miranda, creando unas grietas en el edificio nacional y constitucional que no han dejado de ampliarse. Era el clásico político profesional de vuelo corraleño, que suplía su indigencia intelectual e ignorancia de la historia con campechanía, compadreo y habilidad para el regate en corto. Sintiéndose trabado por su carrera en el franquismo, procuró dejar a Fraga ese estigma y buscar la comprensión y el aprecio de las izquierdas y los separatismos (nunca democráticos), ofreciéndoles una legitimidad muy excesiva y más concesiones de las que ellos demandaban por entonces. Con ello inauguraba la política de la mentira histórica, cuyos pésimos efectos se han agrandado desde entonces.
El resultado práctico fue un terrorismo en auge hasta niveles insoportables; una escalada en las exigencias de los nacionalismos regionales; la creación de un ambiente de disgregación nacional mediante el ataque sistemático y a menudo furibundo en los medios de comunicación a la idea de España, a su historia y a su unidad; la expansión galopante de la droga y de la delincuencia, así como del desempleo, y otros fenómenos semejantes. Tal panorama, que a menudo se presentaba absurdamente como propio de la democracia, conseguía soliviantar a todos los sectores políticos, a derecha e izquierda, y al propio rey, cada vez más marginado. Por otra parte, Suárez se arregló para llevar a la ruina a su partido, la UCD. Suele destacarse la indisciplina de los barones ucedeos como cuestión de meros personalismos, sin tener en cuenta el fondo político de las tensiones internas, a las que me he referido en La transición de cristal. En el plano internacional, la línea de Suárez no era menos errática, con sus coqueteos con Fidel Castro, Arafat y regímenes populistas o totalitarios, que suscitaban desconfianzas en el ámbito de los países democráticos.
En ese clima social y político, sumado a una brutal campaña de acoso y derribo emprendida por el PSOE, tomó forma la Operación De Gaulle, en imitación no bien meditada de la que en 1958 llevó al poder al general francés. Suárez terminó dimitiendo, desprestigiado por completo, con un partido semidesmoronado, incapaz de reorientar la evolución del país, y la operación continuó.
¿Pudo haber tenido éxito la Operación Armada? Es muy posible. Armada tenía previsto un gobierno de concentración donde figuraban desde Felipe González o Fraga hasta Tamames o Ansón, y es difícil creer que ninguno de ellos tuviera la menor noción previa del mismo. Carrillo, contrario a todo ello, opina en sus memorias que la mayoría de los diputados pudo muy bien haber refrendado aquel gobierno. El rey estuvo largas horas a la expectativa, hasta que el fracaso de Armada ante Tejero desbarató el plan.
El libro de Palacios aclara, repito, muchas cosas. Que hayan tardado tanto tiempo en confirmarse las sospechas sobre la realidad del golpe incita a una nueva reflexión sobre la política de la mentira histórica instaurada en España, y sobre el papel poco brillante de tantos periodistas, investigadores e intelectuales.
lunes, 14 de marzo de 2011
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