La noche en la que Aznar comunicó a los amigos del periodista que estaba harto de él.
«Es que no se puede oír. Las cosas que ha dicho Antonio son intolerables». FEDERICO JIMÉNEZ LOSANTOS desvela en «De la noche a la mañana» la cena que Luis Herrero y él tuvieron el 1 de mayo de 1998 con Aznar en Moncloa, en la que el presidente, muy tenso, afirmó que no aguantaba más las críticas de Antonio. La fatalidad hizo que al día siguiente el periodista muriera ahogado en Marbella. Extracto de dos capítulos del libro del director de «La mañana».
FEDERICO JIMÉNEZ LOSANTOS.«Es que no se puede oír. Las cosas que ha dicho Antonio son intolerables».
FEDERICO JIMÉNEZ LOSANTOS desvela en «De la noche a la mañana» la cena que Luis Herrero y él tuvieron el 1 de mayo de 1998 con Aznar en Moncloa, en la que el presidente, muy tenso, afirmó que no aguantaba más las críticas de Antonio. La fatalidad hizo que al día siguiente el periodista muriera ahogado en Marbella. Extracto de dos capítulos del libro del director de «La mañana».
EI 2 de mayo de 1998, de la noche a la mañana, mi vida cambió. En realidad, había empezado a cambiar el 1 de mayo, uno de esos días madrileños de primavera capaces de curar cualquier invierno: cálidamente frescos al atardecer y frescamente tibios al anochecer, algo así como el Despotismo Ilustrado aplicado a la meteorología. Habíamos llegado al palacio de La Moncloa en el coche de Luis Herrero para cenar con el presidente del Gobierno, que nos había invitado esa misma tarde. Al día siguiente, Aznar tenía su primer día de gloria: viajaba a Bruselas para firmar un milagro: nuestra incorporación al sistema de moneda única europea, el euro. Al dejar el Poder el PSOE de Felipe González, tras más de trece años de Gobierno, España no cumplía ninguna de las condiciones de estabilidad financiera y presupuestaria para entrar en el euro. Sólo dos años después de la llegada del PP al Poder, y tras severas medidas de control del gasto público, las cumplía todas. El 2 de mayo de 1998 iba a inaugurarse oficialmente también la etapa de mayor prosperidad económica en la historia de España, pero esa noche tampoco lo sabíamos. Lo único que nos intrigaba era saber qué quería el Presidente.
La cena empezó cuando aún quedaban rastros de luz en las copas de los árboles. Ana Botella nos saludó con amable brevedad y subió a acostarse, porque quería estar fresca al día siguiente. En cambio, se quedó a cenar con nosotros José María, el hijo mayor del Presidente, con el que Luis tenía relación por los veranos de Oropesa. La hora de condumio transcurrió así entre oficiosidades y familiaridades, con abundantes referencias al Milagro del Euro que tanto nos había entusiasmado a los liberales, pero no por la moneda única, que no nos llenaba de alegría, sino por el control del gasto público y la lucha contra el déficit, garantía de prosperidad a medio plazo si además se bajaban los impuestos, como efectivamente sucedió. En La linterna de la COPE, que por entonces dirigía Luis y donde me dedicaba durante una hora larga a repasar los periódicos del día siguiente y al zafarrancho tertuliano, yo era uno de los más fogosos defensores de esa política económica genuinamente liberal e inédita en España desde el Cánovas anterior a 1898, el año de La Catástrofe, que en esas fechas se recordaba y que no lo fue tanto por la pérdida de las colonias como de los principios liberales. Huelga decir que esa referencia histórica, tan elogiosa como cierta, no molestaba nunca al Presidente, y esa noche tampoco. Parecía encantado con la silente participación de su primogénito en el alborozo intelectual que en algunos medios podía provocar su política económica.
Burla, burlando, llegó el helado de café. Y entre referencias a Von Mises y a los deportes náuticos en Oropesa, al Cánovas redivivo que nos daba de cenar y al deseado Sagasta capaz de asegurar desde el PSOE la continuidad de la nación y de la gestión económica -un perfil en el que no encajaba precisamente el nuevo candidato socialista, Borrell, con el que tres días después debía enfrentarse Aznar en el Parlamento-, su hijo hizo mutis escaleras arriba, tras las citas padelianas de rigor. El presidente del Gobierno se situó entonces al otro lado de un gigantesco habano. Y Luis y yo nos parapetamos tras dos descafeinados con leche, dispuestos a enterarnos, por fin, de la razón de aquel encuentro.
Pronto se despejó la incógnita. Aznar estaba francamente molesto, qué digo molesto, verdaderamente enfadado; bueno, enfadado es poco; absolutamente indignado, pero indignado del todo, ilimitada, superlativa, apocalípticamente, con Antonio Herrero. No es que la COPE, donde nos habíamos refugiado los que por defender a Aznar como única alternativa lógica al felipismo fuimos despedidos en 1992 de Antena 3 Radio y Televisión, le ahorrara disgustos. Por ejemplo: nosotros dos habíamos criticado su olvido de las promesas de regeneración democrática en el caso de los papeles del CESID, y yo seguía censurando especialmente la decapitación de Vidal-Quadras en el PP de Cataluña. Pero esa crítica, aunque no la compartiera y la encontrara injustificada, podía comprenderla. En cambio, «lo de Antonio Herrero en La mañana» le resultaba «intolerable». Y una y otra vez, mientras cuidaba con eficacia sonámbula la combustión del habano, repetía la misma palabra: «Intolerable».
Yo recurrí al argumentario histórico: Antonio Herrero había sido la pieza clave del periodismo comprometido que, desde distintos medios de comunicación, mantuvo una crítica implacable a la corrupción y al crimen de Estado del felipismo. Tanto el ABC de Anson como el Diario 16 de Pedro J. Ramírez, y, tras su defenestración por presiones del Gobierno del PSOE, EL MUNDO, tuvieron en el programa de Antonio Herrero (El primero de la mañana en Antena 3, La mañana en la COPE) el altavoz que ampliaba sus denuncias, la conciencia crítica que respaldaba sus argumentos, el lugar donde se refugiaban los damnificados por el felipismo para seguir políticamente vivos, la batería de tertulias que diariamente trataban de conmover la conciencia cívica. Sin la radio, sin aquella radio madrugadora e implacable de Antonio, cada periódico por su lado y todos en bloque no hubieran alcanzado la eficacia galvanizadora en la derecha moderna y la disuasión moral en cierta izquierda antigua que dejó de apoyar al PSOE.
El precio de esa crítica al felipismo -seguía repitiendo yo, como si Aznar, el gran beneficiario, no lo supiera- fue terrible: a la persecución profesional se unían las feroces campañas de difamación personal e incluso familiar a manos de Polanco y empresas satélites, como Zeta y La Vanguardia. En esos mismos días, tras el terrible episodio del vídeo de Pedro Jota (promovido desde el entorno de González y los GAL, con El País y la SER como altavoces del linchamiento social, del asesinato civil y profesional del director de EL MUNDO), el propio Antonio afrontaba una campaña implacable del PSOE, PRISA y un importante sector de la Conferencia Episcopal para echarlo de la COPE. La excusa, que no la razón, fue un desliz lamentable de Antonio comparando a la portavoz del Gobierno de González con Monica Lewinsky (el origen de la especie era el difunto Francisco Fernández Ordóñez, ministro en ese gabinete), por el que inmediatamente pidió perdón, y volvió a pedirlo durante días y días, por supuesto sin éxito. Para la izquierda era la ocasión de vengarse del pasado y, sobre todo, de acabar con el molesto presente de la COPE, cuya fuerza esencial era La mañana, un programa con casi dos millones de audiencia, según el hostil EGM, que competía eficazmente con el de Iñaki Gabilondo en la SER, como José María García en los deportes o Luis en La linterna. Sin Antonio en La mañana, nadie creía posible la supervivencia de la cadena. Y en esa situación de crisis profesional y de brutal acoso personal era increíble que viniera el presidente del Gobierno, precisamente José María Aznar, a criticar a Antonio Herrero.
LA CONDENA.
-¡Es que no se puede oír! ¡Éstos -y señalaba la escalera por la que se había ido su hijo; supusimos que el otro no-oyente era Ana Botella- es que ya no le oyen!.
-Bueno, pues que no le oigan. Se supone que esto es una democracia, ¿no? Que pongan a Luis del Olmo, Radio Nacional o, como le dije a Carlos Aragonés el otro día, poned todos el hilo musical, que es lo que os va. Así os enteraréis de lo que pasa.
-Te digo que es que es intolerable. Lo del CESID [escuchas ilegales en una sede de Batasuna] es intolerable. Las cosas que ha dicho Antonio son intolerables.
-Las que diga la SER hay que tolerarlas, claro. Lo que diga Antonio, no. ¡Que tengas a los chapuzas del GAL a las órdenes de Eduardo Serra: eso sí es intolerable!.
Llegados a ese punto de bloqueo, yo no quería ver, o simplemente no veía, qué sentido tenía la discusión y, por ende, la cena, hasta que Luis, que por haber nacido en un gobierno civil tiene una percepción olfativa y hasta adivinatoria de la política, lo puso de manifiesto con toda crudeza:
-Mira, Presidente, antes de seguir, que el malentendido no quede entre nosotros: antes me colgarán del palo mayor que traicionar a Antonio.
Yo me quedé estupefacto. De pronto, todo -la cena, la discusión, el aire que olía a habano caro pero que se podía cortar con un cuchillo, la mirada rifeña del Presidente- cobraba un sentido dramático. Estuve a punto de corregir a Luis diciendo que Aznar no nos había dicho tanto, pero era evidente que de eso exactamente se trataba, porque bastaba una frase para deshacer el equívoco y el único que podía hacerlo no la pronunciaba. Luis todavía le dio otra oportunidad:
-No sé lo que pensará Federico. Yo hablo sólo por mí, pero desde aquí te digo que yo no voy a abandonar a Antonio. Pase lo que pase.
Y Aznar siguió sin desmentir que ése era precisamente el objeto de la cena: anunciarnos la condena de Antonio, si de él dependía, y la voluntad de salvarnos de la quema profesional a nosotros dos. Siempre que respaldásemos su postura, obviamente. O, lo que venía a ser lo mismo, siempre que no hiciéramos causa común con el condenado.
A partir de ese momento, los recuerdos de aquella apacible pero tormentosa noche cristalizan en muchas frases sueltas y una imagen recurrente, obsesiva. Tras la intervención de Luis y el silencio de Aznar, me tocaba hablar a mí. Y esta vez con plena conciencia de que era precisamente lo que Aznar no quería oír, dije que , yo también seguiría la suerte de Antonio... y de Luis. Entonces, Aznar, poseído por una especie de furia muscular, se levantó y empezó a pasear junto a la mesa, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, siempre con el puro por delante, en involuntaria parodia de Groucho Marx. Enfrente, sin mirarnos pero sin dejar de vernos, Luis y yo buscábamos una salida dialéctica a lo que, según creíamos entonces, ya nunca podría tenerla.
Mientras la noche de mayo se aburría tras las ventanas, nos fuimos turnando en la técnica favorita de Luis para abordar los problemas insolubles: constatar que no era la primera vez que se planteaban y que, por lo tanto, no eran necesariamente mortales. Ante la acelerada esfinge peripatética en que se había convertido el Presidente, fuimos repasando distintos episodios de la crisis permanente en nuestra relación con el PP, cuando el equívoco de que estábamos en una misma lucha tropezó con la evidencia de que nuestras intenciones, si caía el PSOE, eran muy distintas. Podían haber coincidido, o al menos marchar por caminos paralelos, pero Aznar no quiso. Para él siempre fue prioritaria la disolución de lo que Juan Luis Cebrián llamaba el Sindicato del Crimen, fórmula acuñada precisamente cuando Polanco, Godó, Asensio y Mario Conde firmaron en 1992 el «Pacto de los Editores» para defender a los responsables de los crímenes del GAL. El delito clave perpetrado por aquella Banda de los Cuatro fue la compra y cierre de Antena 3 Radio y la reconversión felipista de Antena 3 Televisión, que supuso nuestra expulsión fulminante de la primera cadena de radio de España y de la primera televisión privada. Tras el antenicidio y una campaña ferozmente guerracivilista, el PSOE, convertido definitivamente en PRISOE, ganó las elecciones del 93. Y todo fue a peor.
EL DESALOJO.
Ese episodio y las raíces ideológicas y políticas del deterioro de la democracia española las expuse en La dictadura silenciosa (1992), cuya presentación hicieron nada menos que siete grandes figuras periodísticas del antifelipismo, dando así cuerpo y verosimilitud a la existencia de ese supuesto sindicato informativo poderoso, unido e implacable. Curiosamente, sólo faltaba en la foto Antonio Herrero. Sin embargo, en vísperas de las elecciones del 93, algunos ya vimos que si el PP ganaba los comicios no contaría con los que tan desinteresadamente nos habíamos jugado crédito y empleo por ayudar a la alternancia de Gobierno, esto es, a la llegada de Aznar a La Moncloa. Y no sólo lo vimos sino que lo conté en el prólogo de Contra el felipismo (1993), en el capítulo Los parientes pobres, cuando el comportamiento despectivo del portavoz aznarista Miguel Angel Rodríguez en la COPE durante la última entrevista preelectoral de Antonio a Aznar, ya en el Poder, entonces favorito en las encuestas, me recordó esa figura del pariente pobre venido del pueblo y cuya presencia molesta al nuevo rico porque le recuerda su propio origen, justo lo que pretende borrar ante su nuevo entorno social. Por lo visto, Aznar había decidido empezar el desalojo de los parientes pobres, incluso de las habitaciones de servicio. Y el primero tenía que ser, naturalmente, El primero de la mañana. O sea, Antonio Herrero.
El tira y afloja, o más bien, el tira sin aflojar, se prolongó hasta casi las dos de la mañana. Pese a que al día siguiente debía levantarse a las seis, Aznar no acababa de despedirnos, quiero decir de irse a la cama. Esa parte de la discusión, cuando ya estaba dicho todo y sólo se trataba de comprobar la resistencia del rival, se me hizo eterna. La despedida, en la puerta del palacio, fue bastante más fría que la fresca noche de mayo. Al salir de La Moncloa, guardamos en el coche un atribulado silencio que se prolongó hasta aparcar a la puerta de mi casa. Sólo allí, mirando por el retrovisor, lo rompió Luis:
-¿Y quién se lo dice a Antonio? Desde luego, yo no.
-Pues alguien se lo tiene que decir.
-Pues díselo tú.
-Hombre, lo lógico es que seas tú. Como siempre.
-Ni hablar. Sé lo que sucederá a continuación: atacará a Aznar, poniéndonos por testigos, y se liará la mundial.
-A lo mejor es la única forma de que las aguas vuelvan a su cauce.
-¿Qué cauce? Ya no hay cauce. ¿No has visto cómo está éste?.
-Bueno, pues que se nos lleve a todos la riada. Pero hay que decírselo.
-Desde luego. Pero no seré yo.
-Yo creo que debemos decírselo los dos. Pero tenemos algún día de margen. Mientras, habría que asegurarse de que Aznar está dispuesto a llegar hasta el final.
-Ya lo has visto. Esta vez, sí. Antonio tiene en la COPE los días contados.
-Y nosotros, si estamos con él.
-Muy probablemente.
-Bueno, si Aznar nos ha llamado para que elijamos, nosotros ya hemos elegido. Ahora lo que tenemos que evitar es ponérselo fácil.
-No te engañes, nadie va a mover un dedo por Antonio. La oposición no lo perdona. El Gobierno no lo tolera. Los obispos no quieren líos. Quedamos nosotros y poco más. Pero muy poco más. Porque, claro, ahora empezarán las traiciones. Fede, por favor, no, otra vez a la guerra, no. Otra vez Antena 3, no. Qué horror. Qué aburrimiento.
-Hay cambios, Luis. Esta vez no tenemos adonde ir. Ni a nadie que nos apoye.
-Sí, eso es un cambio, debo reconocerlo.
-¿Tienes pensado algo?.
-De radio, nada, olvídate. Tendrás más tiempo para escribir libros. Y yo también.
-¿Y qué va a hacer Antonio?.
-Por eso no te preocupes. Seguro que muchas cosas. Pero lo peor es decírselo.
-Bueno, no le des más vueltas. Hablamos mañana.
-Sí, porque se nos va a hacer de día. Hasta mañana, Fede.
-Hasta mañana, Luis. Duerme si puedes.
-Lo mismo digo.
No recuerdo cómo dormí. Sí que me levanté tarde, como siempre entonces. Y que a eso de las cinco vinieron a tomar café José María Marco y Javier Rubio. Serían las seis cuando sonó el teléfono. Supuse que era Luis, para comentar la cena del día anterior. Y, efectivamente, era Luis. Al principio, por la voz entrecortada, creí que no lo entendía bien. Luego me di cuenta de que no era el teléfono, ni el llanto. Era que no quería oír lo que me estaba diciendo:
-Federico... Antonio Herrero... se ha muerto.
Toda la noche anterior se me vino encima de golpe. Y sobre mi pena, sentí como una piedra negra en el pecho la pena de Luis, su amigo, cuya preocupación sólo unas horas antes, a la misma puerta de la misma casa desde la que le estaba hablando, no era enfrentarse con el presidente del Gobierno sino «tener que decírselo a Antonio». Ahora ya era lo único por lo que, ay, no teníamos que preocuparnos. Los datos que a trompicones, entre preguntas atropelladas, lívidas de tan afónicas, me fue dando Luis eran escasos, pero no dejaban lugar a dudas ni a esperanzas: había sido a las cinco y pico, haciendo submarinismo, estaba en su barco con Cristina y unos amigos, le había reconocido uno de la ambulancia cuando se lo llevaban, ése llamó a alguien de la COPE, y lo había confirmado la misma Cristina. No, no podía ser un error, era Antonio. Y estaba muerto.
Mientras Marco se aferraba a la posibilidad de un error de identificación, porque en el fondo creía, como todos, que Antonio no podía morir, Javier me miraba espantado y yo pensaba en cómo decírselo a María, que estaba abajo, en la plaza, jugando con los niños. Unos meses antes habíamos ido a Ronda con Antonio, Cristina y su hija pequeña. Con el calor y las curvas, los niños se marearon un poco subiendo desde Marbella, pero Ronda les gustó. Hicimos muchas fotos. A mí me gustaba una de los niños en el puente, con sus gorritas, sentados contra las rejas de hierro y con el vertiginoso tajo del río a sus espaldas. La amplié y la puse en mi despacho. Ahora yo pensaba en cómo les diríamos que Antonio, aquel amigo de papá que les llevó a Ronda, se había ahogado en el mar. Entonces el teléfono volvió a sonar. Otra vez Luis. Todo confirmado, todo consumado. García estaba buscándonos plaza en el primer avión a Málaga. Saldríamos enseguida.
Pero, como aprendí aquella tarde, una de las diferencias entre los que se dedican al periodismo y los demás es que, en la muerte de un amigo íntimo y en similares circunstancias, unos tienen que preparar la bolsa de viaje y otros tienen que escribir antes el obituario. Pedro Jota llamó una, dos o tres veces, conmocionado. El de EL MUNDO para el día siguiente tenía que escribirlo yo. Luis era incapaz de escribir una letra (yo sabía bien por qué) y, además, el columnista del periódico era yo. Pedro escribiría el editorial y yo tenía que escribir el obituario. No se entendería de otro modo. Se habían hecho las siete o las ocho y el sábado los diarios cierran antes porque la tirada del domingo es mucho mayor. En todo caso, esperarían a que terminara el obituario para que arrancaran las máquinas. Me mandarían por fax datos biográficos, si los necesitaba. Dos o tres folios y podría irme a coger el avión con Luis, que también esperaría.
Pocas veces me ha costado tanto escribir. Tuve que poner boca abajo la foto de los niños en Ronda porque se me saltaban las lágrimas. No podía decir que yo bromeaba con Antonio y le llamaba paterpanem de mi hijo mayor, porque me ofreció ser su comentarista político diario en El primero de la mañana en septiembre de 1986, un mes antes de que naciera y sólo veinte minutos después de que Luis del Olmo me ofreciera una colaboración semanal, de modo que la criatura vino al mundo con dos panes radiofónicos bajo el brazo. Tampoco podía contar, ni siquiera insinuar nada sobre la cena del día anterior en La Moncloa, la animadversión de Aznar y la absoluta soledad profesional en que se había quedado Antonio, porque nada hubiera podido doler más a sus familiares ni hacer más felices a sus enemigos. Hablé con Luis, una vez más, para ver cómo enfocar el obituario. A diferencia de lo que suele hacerse, nos decantamos por la piedad para los vivos y lo útil para el muerto. Empezaría recordando la figura de su padre, a la que tan unido estaba, para consolar a su madre y sus hermanos; terminaría con una referencia a Cristina y sus hijos, y en medio, su vida y el significado de su obra. Al fin, lo más personal del obituario acabó siendo lo más político. El destino, supongo.
EL GOLPE MEDIATICO DEL 11-M.
Es difícil contar hoy lo que sucedió en las 72 horas siguientes a la masacre del 11-M, eso que un implacable análisis de EL MUNDO definió como «los tres días de agit-prop de la SER». Hoy sabemos con toda seguridad que lo que nos contaron sobre los presuntos autores del 11-M era mentira. No sabemos qué fue exactamente lo que pasó, pero sí que la manipulación del «factor islámico» por el PSOE y Polanco, o viceversa, convirtió el mazazo psicológico sufrido por la izquierda en un auténtico golpe mediático infligido a la derecha. Pese a los intentos de amordazamiento de los pocos medios sin pelos en la lengua, a las mentiras en cascada y a la desvergonzada manipulación del sumario del 11-M por el Gobierno Zapatero, no hay muchas dudas sobre el carácter secundario de una «trama islamista» compuesta esencialmente por confidentes o por pequeños delincuentes «moritos» controlados prácticamente en su totalidad por la Policía, la Guardia Civil o el CNI. Y si los pseudoislamistas fueron la coreografía, el guión y ejecución sólo pudo corresponder a las dos fuerzas con capacidad para acometer esa masacre: la ETA o los servicios secretos españoles. O una combinación de ambos.
Pero eso es lo que hoy sabemos, tras descubrir que todo lo que nos dijeron en los tres días más siniestros de la historia de España era falso, de cabo a rabo, de principio a fin, sin otro objetivo que conseguir una derrota electoral del PP que, según todas las encuestas, era imposible sólo tres días antes y acabó siendo estremecedoramente cierta apenas tres días después. Hoy deducimos, por el encadenamiento lógico de los hechos, que hubo en esos días quien supo guiar a la opinión pública, convirtiendo el miedo ingobernable de las masas en un argumento moral, político y electoral cuidadosamente gobernado, tanto que 11 millones de personas acabaron respaldando los supuestos argumentos de los presuntos asesinos contra el Gobierno legítimo de la nación, llegando al extremo de justificar a los verdugos por la sangre derramada de las víctimas. (...).
Para los medios de la derecha estaba claro que el PSOE se atrincheraba en la posibilidad de un atentado islamista para eludir las consecuencias electorales de la masacre etarra y para invertir el proceso de responsabilidades políticas, echándole a Aznar la culpa de la masacre por su respaldo político a Bush y Blair en la guerra de Irak. Para los izquierdistas, tras el susto terrible de una masacre etarra que los hubiera hundido electoralmente, se trataba de actuar a toda prisa, para darle la vuelta a la situación. Entonces, todo el mecanismo de propaganda y odio engrasado en los dos años anteriores se puso en marcha. En la gigantesca manifestación de la tarde-noche del viernes ya se insultaba a Aznar y al Gobierno, culpándoles de los asesinatos que, según la propia izquierda, habría perpetrado el terrorismo islamista combatido por Aznar. Eso, que, de ser cierto, suponía un argumento casi definitivo para apoyar al Gobierno del PP, se convertía a través de la lógica antioccidental de la progresía en una explicación del terrorismo que suponía su justificación y terminaba siendo una imputación contra los que lo combatían. De esa forma, la izquierda conjuraba materialmente el difuso terror de las masas identificándose con el bando de los verdugos, que aparentemente es la manera segura de evitar formar parte del bando de las víctimas. Y esa cobardía material se justificaba moralmente al proclamar culpables, en última instancia, del terrorismo islamista a los gobiernos occidentales que lo combatían.
Esa cobardía tan vilmente real ante el terrorismo y tan miserablemente justificada en lo moral por la ideología progre empezó a imponerse la noche del viernes y se mezcló con los acontecimientos del sábado, jornada de reflexión y probablemente de inflexión en la tendencia de los votantes. A primeras horas de la tarde, amén de vagas reivindicaciones y un vídeo reivindicativo hallado en una papelera cercana a la mezquita de la M-30, se produjeron las detenciones de supuestos islamistas a partir de una mochila supuestamente sin explotar que, supuestamente investigada por la policía, la había conducido a un locutorio de marroquíes en Lavapiés, que sería algo así como el belén del islamismo terrorista. Identificados aparentemente los islamistas asesinos, el PSOE y PRISA se centraron en rematar la operación de propaganda imputando al Gobierno la voluntad de mentir sobre la autoría de la masacre, cuando, en realidad, el ministro del Interior, Angel Acebes, se pasaba las horas dando ruedas de prensa por televisión. Y lo hicieron convocando a los izquierdistas más aguerridos a cercar las sedes del PP ya al caer la noche.
«De la noche a la mañana», de Federico Jiménez Losantos (Ed. La Esfera de los Libros), a la venta el 10 de octubre.
domingo, 26 de diciembre de 2010
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